Notas para una imagen argentina de los Estados Unidos. c. 1954

Presentación

Luis Alberto Romero

Este texto fue escrito hacia 1953/54, como respuesta a una encuesta de la American European Foundation. No tenemos referencias acerca de su publicación. Entre 1951 y 1952, con una beca Guggenheim, JL Romero estuvo seis meses en Estados Unidos, trabajando en la Universidad de Harvard.

Previamente había estado unas semanas en Puerto Rico y Cuba. Hasta entonces, Romero había viajado poco: un largo viaje por Europa en 1935-36, algunas estadías en Chile y luego sus viajes laborales a Montevideo. 

Este texto está muy relacionado con la monografía, publicada en 1944, sobre la morfología de los contactos de cultura. El autor adopta el punto de vista del visitante ocasional y toma las precauciones, propias del oficio, para controlar sus impresiones, sobre todo las primeras, y ofrecer una visión en la que el punto de vista externo, como la de los viajeros, se convierte en una ventaja. Su reciente visita a Cuba y Puerto Rico le permite analizar los procesos de difusión y de mezcla, que luego considerará característicos del mundo latinoamericano.

Su análisis de Estados Unidos en ese singular momento -el comienzo de la presidencia de Eisenhower- es una aplicación de sus criterios de historiador acerca de lo que llamaba “la vida histórica”. Muchos de estos temas están planteados, en forma general, en su libro El ciclo de la revolución contemporánea, aparecen como insumos en los editoriales sobre política internacional que escribió para La Nación entre 1954-55 y se desarrollan en los cursos sobre el siglo XX dictados entre 1960-62.

Se destacan las referencias a la relación entre el individuo y las masas y el lugar de las elites, la relación singular entre individuo, comunidad, libertad y creación, la tradición puritana y el “american way of life”, su valoración del lucro, el ocio y el “triunfo” en la vida, cuya coherencia fortaleza atempera -por entonces- el surgimiento de brotes de disconformismo.

En Estados Unidos, concluye, ha triunfado plenamente la concepción burguesa de la vida, en el marco de una sociedad industrial y de masas. Esta suerte de revelación -que recuerda la de Sarmiento en sus Viajes– le permite tomar distancia de lo que hasta entonces constituía su modelo: la sociedad burguesa y señorial europea, que conoció en su viaje de 1936

Luego de 1955 viajó varias veces a Estados Unidos, incluyendo una estadía prolongada en 1967 en la que recorrió diversas ciudades. En 1970 escribió un breve textos sobre Nueva York -una ciudad que lo fascinó y cuya historia estudió atentamente, y en 1975 un ensayo sobre la influencia de la independencia estadounidense en el pensamiento revolucionario hispanoamericano.  Más en general, la experiencia estadounidense se refleja en los textos sobre el siglo XX, la sociedad de masas y el disconformismo.

Notas para una imagen argentina de los Estados Unidos. c. 1954

1.

Un país constituye siempre un enigma esquivo para un observador que quiere aproximarse a su secreto. Ni sus rasgos son siempre estables y precisos ni su fisonomía se presenta del mismo modo a los ojos de todos los observadores. Y mientras más complejo es el país y más diferenciados sus grupos sociales, su vida colectiva y su obra creadora, menos posibilidades tiene el observador de lograr una imagen de él cuyos trazos, en última instancia, correspondan a sus rasgos reales.

Estados Unidos -huelga decirlo- no sólo es hoy uno de los países más extensos y poblados del mundo, sino que es también uno de los más complejos en su estructura interna y en su comportamiento, en parte por su volumen y composición y en parte por las exigencias que el contorno mundial le ha planteado, frente a las cuales ha reaccionado de diversa manera, inexplicable unas veces y comprensible o justificable otras. El observador extranjero se siente abismado frente a tal complejidad. Todas sus experiencias de una temporada resultan inútiles frente a las que suscitan los nuevos aspectos de su realidad que descubre en otra ocasión. Y si el observador posee cierto sentido crítico y está acostumbrado a controlar sus juicios, concluye sintiéndose dominado por una invencible prevención frente a las opiniones más o menos difusas e imprecisas que le sugieren los fenómenos de la vida norteamericana.

Tal ha sido mi propia reacción frente al variado espectáculo que ofrece Estados Unidos. Pese a eso, me atrevo a responder a las preguntas que se formulan, porque al examinarlas se renuevan en mi espíritu innumerables reacciones experimentadas, sometidas luego algunas de ellas a reflexión, y que cuajaron en opiniones con las que fui haciendo mi propia imagen de Estados Unidos, una imagen que aunque estoy seguro de que no puede tener un valor absoluto, acaso sea la imagen típica de un argentino.

Ciertamente, el contacto con la vida norteamericana me hizo pensar más de una vez en la necesidad de explicar a mis compatriotas “cómo son verdaderamente” los norteamericanos y en qué se diferencian – en las apariencias y en la realidad- de los argentinos y de los latinoamericanos en general. Creí por un momento contribuir de esa manera a facilitar la comprensión recíproca entre ambos pueblos, pero me contuvo entonces el sentido crítico, porque comencé a sospechar que nadie podía saber “cómo son verdaderamente” los norteamericanos. Ahora pienso que, establecidos los límites que deben ponérsele a mis observaciones, acaso puedan tener un valor testimonial: no el de cómo son los norteamericanos, sino el de cómo los ve un argentino.

Cosa curiosa, los países europeos, que yo había visitado algunos años antes y que tanto me habían impresionado, no habían suscitado en mí el interés, el deseo o la necesidad de comunicar mis reacciones. Seguramente percibí que esas reacciones eran normales y que no agregaban nada a la imagen habitual que los argentinos suelen hacerse de Italia, de Francia o de España. ¿Qué cosa nueva hubiera podido decir yo? Hay una imagen, convencional acaso, pero justa en el fondo y generalmente admitida de cada uno de los países europeos, y esa imagen es la que preside nuestro comportamiento frente a cada uno de ellos, sin que se adviertan conflictos sustanciales determinados por un desajuste entre la imagen convencional y la realidad. Pero me bastó un primer contacto con Estados Unidos para descubrir que la situación era diferente. El espectáculo que se presentaba ante mi vista, los fenómenos que empezaba a observar, no sólo desvanecían la imagen convencional que llevaba de los Estados Unidos, sino que suscitaban enseguida otras imágenes imprecisas y cambiantes que aconsejaban frente al país un comportamiento distinto del que me parecía normal y venía dispuesto a seguir.

Sin duda Estados Unidos no tenía, ni para mí ni para el común de los argentinos, una fisonomía precisa. Mi primer recuerdo –en Nueva York, la primera noche que crucé sus calles desde La Guardia Airfield hasta Broadway, y en la primera mañana a través del Village– fue para Waldo Frank, a quien había oído muchas veces hablar de su país con un afán atormentado de ser persuasivo, porque quería convencer a sus amigos latinoamericanos de que su país no era lo que solían creer, o lo que parecía a primera vista. “América – había escrito Waldo Frank a sus amigos franceses– no es un dulce fruto, a punto de madurez, que yo pudiera ofrecer en el palacio de mis amigos. América es un tesoro oculto”. Entonces comencé a recordar que todo cuanto viera debía ser sopesado con cuidadosa precaución para no dejarme ganar por las apariencias y que solo debía formar mi juicio muy lentamente, dejando decantar serenamente mis impresiones. Conquistar una imagen precisa de Estados Unidos había de ser una difícil empresa intelectual sobre cuyos resultados nunca se puede estar seguro.

A medida que esa imagen fue cobrando forma fue creciendo también la convicción de que debía comunicar mis impresiones. Pero sobre todo creció la certeza de que era necesario apelar a la más radical sinceridad para que esa comunicación tuviera algún valor y diera los frutos que me parecían deseables. Las imágenes que yo descartaba una a una, a medida que llegaban a mi espíritu las impresiones directas, no me parecían ser el fruto de visiones convencionales, creadas con una intencionada voluntad de producir una determinada sensación o de desencadenar determinado comportamiento. Ningún esclarecimiento es posible sobre la base de tales imágenes, como no lo es a partir de las visiones oficiales y convencionales de un país que tanta influencia ejerce sobre el resto del mundo. Es menester mucha sinceridad para ofrecer una imagen de Estados Unidos que ayude a comprender su complejidad a quienes reciben su influencia. Y es menester una insobornable veracidad, para no predisponer el ánimo de los demás a través de interpretaciones ya elaboradas subjetivamente. Todo esto es necesario para no agregar las dificultades propias de toda confrontación entre distintos ambientes culturales, las que resultan de una comunicación insincera y falsa.

Porque quien se enfrenta con el fenómeno de los Estados Unidos con ojos latinoamericanos descubre rápidamente, acrecentadas y acentuadas, las dificultades que caracterizan todo contacto de culturas. Dejarse seducir ingenuamente por las impresiones recibidas es una actitud primaria de la que puede predecirse que proporcionará algún índice de error. El observador debe agregar a la actitud mental fundada simplemente en sus predisposiciones un mecanismo constituido por ciertas prescripciones metodológicas; solo así podrá evitar aquellas dificultades, demasiado conocidas para que valga la pena dejarse arrastrar en su laberinto.

Algunas de estas dificultades son superficiales, acaso puramente formales y en consecuencia fácilmente superables; otras, en cambio son profundas, y se necesita un vigoroso esfuerzo intelectual para sobrepasarlas. Para un latinoamericano, para un argentino, la vida norteamericana comienza por ofrecer un sistema de signos que tienen un significado distinto al que tienen en su país; y como dentro mismo de los Estados Unidos los signos varían de significado según las regiones y los grupos sociales, es menester estar atento para no incurrir en el error fácil de generalizar un significado que es restringido, y en el no menos grave de asignar valores según las jerarquías vigentes en el país del observador. Este peligro es claro, sobre todo en relación con las formas de trato y con las reacciones sentimentales. He oído a más de un latinoamericano calificar de grosería una determinada costumbre norteamericana que tenía visiblemente un valor convencional y que no suscitaba ninguna reacción entre norteamericanos. Y he oído caracterizar como brusca, o brutal, o torpe, a ciertas reacciones no sólo espontáneas sino medidas según reglas perfectamente ajustadas dentro de la convivencia normal. No me ha faltado tampoco ocasión de sorprender en norteamericanos alguna sonrisa y hasta alguna opinión sobre nuestros usos. Cosa semejante ocurre con ciertos hábitos mentales. De una y otra parte suelen oírse juicios sobre el valor de ciertas formas de pensar, de ciertos mecanismos mentales propios del hombre medio. “El norteamericano no es inteligente” he oído decir a un zoólogo latinoamericano que apenas había salido del Departamento de Ciencias Naturales de una universidad del Medio Oeste, y cuyas vinculaciones en Estados Unidos no sobrepasaban el medio centenar de personas; y fundaba su opinión en la manera de reaccionar frente a ciertos estímulos de ciertas personas con las que trataba asiduamente,  y de las cuales él esperaba que interpretaran las noticias de política  internacional que aparecían en el New York Times siguiendo el mismo proceso mental que el lector normal de El Tiempo de Bogotá o de La Nación de Buenos Aires.

Seguramente nuestro latinoamericano no era hombre de mala voluntad, pero sin duda carecía de recaudos críticos para medir la validez de sus juicios espontáneos, atendiendo a la posible y legítima diversidad de significado de ciertos signos usuales en la convivencia, y la multiplicidad de hábitos mentales entre los que cada grupo elige los que se acostumbra a usar cotidianamente.

Pero junto a estas dificultades superficiales, aparentes y superables, todo contacto de culturas trae aparejadas otras más profundas. Quien se encuentra de pronto en medio de una sociedad de hábitos muy diversos a los suyos y tropieza con signos y hábitos mentales distintos de los suyos, también puede adoptar íntimamente el criterio de no apresurar el juicio, por si a distintos signos no correspondieran significados análogos y en previsión de que determinados hábitos mentales no equivalieran, bajo distinta forma, a aquellos a que está acostumbrado. Pero a medida que acumula experiencias puede llegar a la conclusión de que los distintos signos corresponden a formas de vida diversas, y acaso casi irreductiblemente distintas.

Las formas de vida dependen y se enlazan estrechamente con ciertos sistemas de valores. Si se estima más una cosa que otra, se vive de cierta manera y no de otra. Ahora bien, nada más difícil que alterar el propio sistema de valores, consustanciado con toda la tradición y la costumbre. El observador puede disponerse a no juzgar sobre los signos, pero si descubre que determinado signo responde a determinado valor atribuido a cierto hecho que para él se mide según otra escala, es inevitable que haga un juicio. En ese instante es necesario el máximo equilibrio intelectual, pues el observador -que no está necesariamente en trance de investigación científica- tiende a reducir la escala de valores ajena a la suya propia. Ahora bien, esta tendencia es la que debe ser trasladada al campo de la conciencia para que el observador se abstenga de decidir apresuradamente si las cosas son peores o mejores, y comience por acostumbrarse a la idea de que son simplemente distintas. Cuando el observador ha llegado a este equilibrio intelectual seguramente está en condiciones de comenzar a ver más claro.

Aunque no lo parezca a primera vista, latinoamericanos y norteamericanos estamos todavía en una etapa de nuestras relaciones en la cual no hemos alcanzado a descubrir que somos distintos, y nos empeñamos en juzgarnos según nuestras respectivas escalas de valores. Alguna vez se establecerá en qué aspectos y en qué medida en cada caso somos distintos; pero como de hecho no somos tan distintos que no podamos entendernos – puesto que al fin y al cabo pertenecemos al mismo género – acaso lo primero que debamos hacer es comenzar a respetar nuestras distinciones y apresurarnos a juzgarnos según nuestros propios patrones. Quien haya hecho un ejercicio de este estilo, aunque sea en una pequeña escala, podrá comprobar cuánto se adelanta en el proceso de la comprensión recíproca cuando se parte de la base de que hay distinciones fundamentales dignas de tenerse en cuenta.

Yo llegué por primera vez a Estados Unidos – en 1951-, luego de haber pasado unas semanas en Puerto Rico y en Cuba. Estados Unidos se anunciaba a través de las influencias que ejercía en la vida de las dos hermosas islas del Caribe, y tanto portorriqueños como cubanos me explicaron los problemas – no escasos por cierto – suscitados por la arrolladora influencia que ejercía en sus países Estados Unidos. A veces acompañaban esas observaciones la admiración y la simpatía, y a veces el odio y el desprecio. Yo pensé en la situación de la Argentina, y traté de medir el alcance de una influencia que se manifestaba a través de una distancia mucho mayor. El amor – me dije alguna vez- nace de cierta identidad o acaso de cierta identificación; la amistad, en cambio, nace de cierta comprensión, que se cultiva y estimula no forzándola a coincidir donde espontáneamente no nace una coincidencia, acaso guardando la prudente distancia que permite el libre juego de lo que es irreductible y, en consecuencia, incomprensible. Hay para los que se sienten distintos una posibilidad de comprensión y amistad; pero que no surge, tempestuosa, espontánea e irrefrenable como el amor, al llamado de cierta íntima y secreta identidad; surge, por el contrario, tras la paciente espera y demorado descubrimiento.

Quizá mi cautela para hablar de Estados Unidos –sobre lo que nunca hasta ahora había escrito una página– nazca de haber llegado una noche a La Guardia Airfield protegido por esta reflexión. New York me pareció maravillosa y antes de acostarme escribí a mi país anunciando mi descubrimiento. A la mañana siguiente me preparé para la tarea de comprender al país que acababa de recibirme.

2.

Comprender un país como Estados Unidos no es, empero, tarea que pueda agotarse en breve plazo. ¿Cuánto tiempo insume sobreponerse a la sorpresa? Porque la primera sensación es de profunda sorpresa frente a cosas reales, fisonomías reales, reacciones reales, que contrastan con las imágenes preconcebidas que pueblan el espíritu. La reacción es profunda y vigorosa. Estados Unidos no obra hoy en la conciencia del hombre contemporáneo como un país cualquiera sino con caracteres que sólo él posee. Quizá influya sobre todo el papel hegemónico que cumple en la política y en la vida toda del mundo contemporáneo; pero quizá influya más aún por el aire gigantesco que se le supone a cuanto le concierne. El rascacielos o la interminable cadena de montaje de una fábrica parecen ejemplos arquetípicos de la escala de las cosas norteamericanas. Las cifras del presupuesto de guerra o el número de toneladas de acero, son guarismos que no sólo sobrecogen sino que además provocan un irreprimible complejo de inferioridad a quien conoce las correspondientes a su propio país. Y esta presunta elefantiasis va conformando poco a poco la imagen de Estados Unidos, hasta transformarla en reflejo de una realidad humana que sobrepasa la medida del hombre.

Para el observador latinoamericano esta característica se presenta con rasgos muy marcados. Pese a todo, los países de origen luso español también forman parte de América, y no sabrían ser nada si no fueran América. Frente a Europa, la situación es típica. Cualquiera de los países latinoamericanos aparece como una América menor, quizá inclusive peor dotada a los ojos de algunos pero sin duda menos desarrollada y con una personalidad mucho menos definida. Cualquier latinoamericano sabe ciertamente que no sólo no pertenece a países por lo general ricos sino también que su precario desarrollo económico no condiciona totalmente la vida del país ni justifica la confusión acerca de su personalidad ni determina una disminución del valor de cada ser individual; y sin embargo el contraste con la fuerza, la riqueza y las proporciones que rigen la vida norteamericana suscitan de vez en cuando en el ánimo del latinoamericano la sospecha de que aquella subestimación pueda ser justa, y cierta oscura forma de reacción lo predispone a considerar la grandeza de Estados Unidos como puramente cuantitativa, como si la magnitud física de las cosas entrañaran necesariamente una pérdida de la calidad.

Las cosas reales, las fisonomías reales, las reacciones reales que el viajero observa cuanto toma contacto directo con la vida de Estados Unidos disipan muy pronto la idea preconcebida de que se trata de una cultura que ha sobrepasado diabólicamente la medida del hombre. Pero suscita inmediatamente la curiosidad acerca de cómo pudo formarse en su espíritu una imagen en la que lo dimensional constituía una nota fundamental, y a poco que revise sus recuerdos descubre cuál es el origen y la fuente de sus esquemas preconcebidos.

Estados Unidos en un país que nadie ignora, sobre el que se posee alguna idea en cualquier rincón del globo y sobre cuyo comportamiento se tiene en todas partes una opinión. Es útil saber por qué vías trasciende. En primer lugar por su propia acción, que se ejercita directa o indirectamente hacia todas partes y que se percibe con distinta intensidad en diversos campos. Es inevitable que esa acción tenga la imborrable impronta del poderío económico, de la autoridad hegemónica mundial y de la decisión resolutiva que anima a quien se sabe en una posición decisiva. La consecuencia es que la acción directa de los Estados Unidos, manifestada a través de sus representantes oficiales, oficiosos o privados tiene siempre una componente de coacción aún cuando quien la ejerza no lo desee o aun si procura evitarla. De aquí cierta peculiaridad que trasciende y se inserta en lo que llamaremos la imagen espontánea y vulgar de Estados Unidos que predomina en Latinoamérica y que le presta este aspecto eminentemente dimensional y cuantitativo.

Un efecto análogo producen las noticias y los reportajes sobre la vida americana. Hay una típica deformación mental creada por el periodismo – y las formas análogas de la información- que consiste en suponer que sólo lo sensacional, lo sorpresivo o lo pintoresco logra despertar la atención y concitar el interés del público contemporáneo. En virtud de ella, Latinoamérica es para los norteamericanos un continente pintoresco; pero también en virtud de ella Estados Unidos es un país de lo descomunal, de lo inusitado. Hay cosas ajenas a la experiencia normal, de las que se supone que sólo pueden acaecer en Estados Unidos. Sin duda hay en esta creencia un elemento positivo, pues entraña la convicción de que hay allí una formidable capacidad de creación y una enérgica decisión de sobrepasar prejuicios y convenciones; pero estimula esa imagen del país en la que predomina lo cuantitativo, con el agregado de lo inaudito.

Una visión un poco distinta dejan en el ánimo del observador despreocupado el cine, el teatro y la literatura de los Estados Unidos. El cine corriente como la novela de masas, agrega a la imagen espontánea y vulgar de los Estados Unidos un componente de superficialidad, en el que lo cotidiano se inserta dentro de los cuadros convencionales de la vida americana. La presión de las formas de vida y de los sentimientos colectivos parece contribuir al anonadamiento de la personalidad que provoca una civilización hecha a escala sobrehumana. Pero hay también un cine, un teatro y una novela que, o están destinados a una elite o resultan de elite por la revelación de otros aspectos de la vida americana. El disconformismo, la rebelión contra las formas vulgares de vivir y pensar, la afirmación de la personalidad individual, y el disentimiento o la indiferencia frente a la estructura gigantesca creada por la civilización aparecen flagrantes en la creación como resultado de un sentimiento más o menos minoritario, y su presencia diversifica y enriquece la imagen espontánea y vulgar, sin llegar con todo a teñirla con nuevos tonos que hagan desaparecer los otros, de profunda raíz.

No podría negarse, ni debe ser ocultado, que en esta imagen espontánea y vulgar de Estados Unidos, nacida de éstas y otras fuentes a las que tiene acceso el hombre común, desempeña un papel importante cierto espíritu polémico que tiene ya considerable vigor en muchas partes del mundo. Frente a muchos y muy entusiastas defensores, tiene Estados Unidos muchos adversarios y aun encarnizados enemigos. Sus opiniones, las fórmulas en que las resumen y que provienen de ciertos datos susceptibles de ser utilizados para el caso, inciden sobre la imagen espontánea y vulgar y le prestan un determinado color. En Latinoamérica puede decirse que prevalece la influencia de quienes ofrecen una imagen poco favorable de los Estados Unidos, en parte porque los hechos que sirven de base a tal juicio son exactos y en parte porque el tipo de relación entre los dos sectores del continente no favorece una espontánea rectificación de aquellas opiniones. Esa imagen, que puede ser considerada como la imagen espontánea y vulgar de los Estados Unidos, contiene, según mi opinión y mi experiencia, ciertas notas fundamentales que vale la pena destacar, pues son las que surgen en el recuerdo del viajero que un día se enfrenta con las cosas reales, las fisonomías reales y las reacciones reales que se dan en Estados Unidos.

Para el hombre común que hace su opinión con algunas experiencias propias y las informaciones corrientes, Estados Unidos es un país de un inmenso poderío material, dominado principalmente por las grandes empresas y en el que el poder político se confunde de una manera imprecisa – y no bien descripta- con el poder económico. La “diplomacia del dólar” es una expresión que ha configurado muchas opiniones, como si revelara la clave de aquella ilegítima simbiosis. De aquí una imagen grotesca del político, del hombre de Estado, del diplomático; todos ellos actúan por cuenta de los ricos e inflexibles financieros de Wall Street o acaso son las mismas personas. Y lo que es más significativo, todos los norteamericanos parecen ser cómplices en esta campaña de sometimiento universal al poder económico de Estados Unidos.

Pero, para el hombre común de muchas partes del mundo, el poder económico de Estados Unidos no sólo aprisiona a los extranjeros sino que ejerce también su maléfica influencia sobre los mismos norteamericanos. En Latinoamérica, sobre todo, no se piensa en ciertos caracteres genéricos de la civilización industrial sino que se adscribe específicamente a Estados Unidos el tipo de vida que aquella desencadena y promueve. En Estados Unidos – se piensa – todos son “víctimas” del maquinismo, del trabajo en cadena, de la estandarización.

Naturalmente, se advierte que el maquinismo ha traído consigo algunas ventajas concretas y envidiables al hombre norteamericano: el automóvil, la refrigeradora, el televisor; pero predomina la idea de que más grave es la presunta servidumbre que origina que los beneficios que ofrece. Y sobre todo, se supone que promueve un tipo de vida inhumano, que excede la medida del hombre y que lo agobia bajo sus constricciones.

Este tipo de apreciación sobre la influencia de la civilización industrial constituye un rasgo típico de la interpretación vulgar de Estados Unidos. Simultáneamente se lamenta la sujeción a que se halla sometido el hombre americano y se lo condena por su presunta complicidad con un orden económico-social que juzga condenable. Es cierto que se admira en ese orden la capacidad de organización, la perfección de los resultados que la organización produce y acaso la posición del hombre en una comunidad que provee de sentido su vida, pero se percibe visiblemente cierto tipo de restringida pero firme condensación de los fines de lucro que orientan toda esa actividad. Además, se supone que en la organización gigantesca se anula la personalidad; la imagen del hombre que ajusta una determinada tuerca en una cadena de montaje se proyecta hacia todos los aspectos de la vida, y se la adivina en la cafetería, en los almacenes de cinco y diez, en las tiendas de ropa hecha. Apenas se repara en la elevación del nivel de vida que tales formas de organización permiten para vastos sectores que no podrían alcanzarlos de otro modo: lo que se destaca es la imposibilidad de cierto tipo de expansión y expresión individual, que en otras formas de vida no son posibles sino en ciertos niveles sociales, están teóricamente abiertas a todas. La estandarización de ciertos bienes de consumo parece un signo de masificación, y contra él se rebela el individualismo predominante en muchos ámbitos y muy especialmente en Latinoamérica. Pero no es sólo esto; no es sólo el individualismo lo que se rebela contra lo que parece conducir a la masificación del hombre; es también la educación económica, que el norteamericano recibe de su medio ambiente y que el latinoamericano no sólo no recibe sino que, en general, desdeña. En la civilización industrial estandarizada funciona en Estados Unidos un tipo de hombre que se ocupa mucho del dinero. Ante esta observación se levanta una condenación – algunas veces ingenuamente resumida en la vaga expresión de “materialismo”- que entraña el supuesto de que el ocuparse del dinero deriva de ciertas predominante avaricia, entendiendo que, inversamente, la generosidad, el desprendimiento o el altruismo implica no ocuparse del dinero. En la imagen vulgar del hombre americano no suele entrar como una nota positiva su educación económica, la aplicación de los principios de administración a los fondos privados, así sean escasos, sino que entra como nota negativa una actitud que se interpreta como interesada y dirigida a obtener, como última finalidad, cierto lucro y determinadas ventajas personales.

Es innegable que estos rasgos de la imagen vulgar del hombre americano entrañan una idea un poco sórdida de su carácter. Quien debe ganarse la vida duramente porque quiere alcanzar un alto nivel de lucro, abandona el cultivo de su espíritu; desprecia el ocio y las satisfacciones que en él pueden lograrse, y sólo busca fuera de su trabajo distracciones groseras que lo enajenen y sustraigan a su medio habitual. De ahí el cultivo y más todavía el espectáculo del deporte, y de ahí la literatura de crimen y las tiras cómicas. Acaso entre dentro de la misma interpretación la escapatoria sentimental que revela la novela y el cine americano, ingenua y absorbente, y la exigencia psicológica del final feliz.

Así se traba una imagen de cierta coherencia – exterior al menos – del hombre y de la vida de Estados Unidos, nacida espontáneamente de los testimonios que llegan de manera normal al hombre común en todo el mundo y en especial en América latina. Algunos sectores un poco más críticos descubren notas positivas, especialmente en su respectivo campo. El médico, el ingeniero o el industrial acaso compartan algunas nociones de aquella imagen, pero pueden señalar que en su respectiva especialidad no sólo se alcanzan altísimos resultados sino que, además, el tipo de hombre que la cultiva y el tipo de vida a que da lugar tiene un alto nivel espiritual y supone una vigorosa conciencia moral. El hombre de ciencia en cualquier campo llega a la misma conclusión, como el arquitecto, o el novelista, o el educador. Pero son imágenes parciales y en un plano más alto que el que sustenta la imagen vulgar prototípica, algunos de cuyos rasgos comparten muchos de los que, en algunos aspectos parciales, conocen la realidad de la vida de Estados Unidos y reconocen sus elementos positivos. Parecería como si el principio interno que justifica como un todo la vida americana fuera de difícil percepción fuera de los Estados Unidos, acaso porque sólo sea válido para los Estados Unidos, y acaso porque ese principio interno sea, precisamente, el que acusa lo esencialmente peculiar, lo diferente, de la vida de Estados Unidos. Visto desde dentro, Estados Unidos revela una formidable coherencia interna en la que, empero, precisamente reside su principal obstáculo para comprender lo distinto y para ser comprendido.

3.

Esta fue mi convicción a partir del momento en que comencé a conocer de cerca la vida norteamericana. Poco antes, había vivido unas semanas en dos países que reciben una fuerte influencia de los Estados Unidos: Puerto Rico y Cuba. El fenómeno de yuxtaposición de culturas que allí se opera no ha sido – creo- estudiado suficientemente. Junto a una tradición hispánica muy vigorosa y que no sufrió alteraciones profundas hasta este siglo, ha comenzado a desarrollarse allí un conjunto de formas culturales, internas unas y externas otras, de origen norteamericano. Son, unas veces, formas de vida, y otras, formas de pensamiento o de expresión. Nuevos hábitos externos, en relación a veces con el nuevo conjunto de instrumentos que el hombre posee y que incita a ser utilizados a la manera estadounidense, han creado ciertas novedades en el sistema de valores que usa el hombre del Caribe en relación con sus viejas valoraciones de tradición hispánica; y en virtud de ellas, la experiencia cotidiana confronta dos concepciones del mundo. El observador descubre la concepción estadounidense de la vida filtrarse a través de esquemas seculares irreductibles a tales innovaciones, y al superponerse triunfante en ciertos planos – sin duda superficiales- de la vida, manifestar su peculiaridad. Lo que hay de puritanismo, de pragmatismo, de filosofía de la eficacia y del “profit”, se destaca y adquiere relieve. Y si el observador coteja aquella concepción, revelada en contraste, con los preconceptos que cobija sobre el espíritu de los Estados Unidos, acaso justifique su desconfianza y sus desconciertos. Porque el estilo vital y cultural es diferente en la América inglesa y en la América Latina, y tal diferencia es la que se señala al acusar burdamente los rasgos peculiares de la primera.

Aquellos preconceptos adquieren aires caricaturescos cuando se los ve aparentemente justificados en la pretendida y frustrada simbiosis que se advierte en países latinoamericanos de fuerte influencia estadounidense; pero se desvanecen repentinamente cuando el observador se instala frente a la vida de Estados Unidos en su propio hogar, porque sus formas externas se descubren tonificadas por un sentido profundo que se pierde al exportarlas o al intentar contraponerlas con otras de distinto signo.

Desgraciadamente, nadie sabe cuándo toma contacto verdaderamente con la vida estadounidense. El viajero que llega del exterior suele comenzar su viaje en New York y por esa circunstancia suele fortalecerse en su espíritu el viejo y maléfico error de confundir Nueva York con los Estados Unidos. La inmensa metrópoli, expresión típica de la civilización industrial, parece confirmar, a primera vista, las vagas y superficiales generalidades que en todas partes se repiten sobre la vida norteamericana, y el viajero se afirma en ellas. Pero no muchos días después, a poco que el viajero comience a introducirse en los diversos ambientes de la urbe, comenzará a descubrir que no existe una New York sino varias, y puede ocurrir que comience por introducirse en los ambientes latinoamericanos, en donde repetirá la experiencia de la irreductibilidad de ciertas formas de vida y percibirá la deliberada acentuación según las reacciones individuales.

Su falsa imagen puede robustecerse una vez más, pero si consigue evadirse y entrar de lleno y hondamente en la vida norteamericana -aun en la propia New York- sufrirá muy pronto en su espíritu el impacto de una realidad que siendo análoga en muchas de sus formas a las que constituían su falsa y primitiva imagen, revela de pronto el principio interno que la rige y que le presta su coherencia interior. Desde ese momento su interpretación de cada fenómeno será diferente y en cada uno de ellos – tras su aparente arbitrariedad- descubrirá una actitud definida ante los problemas del mundo. Podrá o no satisfacerle esa actitud, pero el carácter superficial de su falsa y primitiva imagen desaparecerá al descubrir un fundamento metafísico en las formas de vida con las que comienza a entrar en contacto. Y a partir de entonces empezará a entender y a elaborar lentamente en su espíritu otra imagen diversa de Estados Unidos, de sus hombres, de su vida y de su cultura.

Yo recuerdo, como una aleccionadora experiencia, los pasos progresivos en la formación de esa nueva imagen, y cómo cada incursión en un nuevo ambiente-sector social o cultural, región geográfica- me obligaba a limitar reiteradamente el alcance de mis generalizaciones. Un país tan extenso y una sociedad tan compleja y diferenciada no puede reflejarse en una sola imagen sino a través de un largo proceso de síntesis, con muchas exclusiones; pero mientras se marcha hacia ella, las imágenes que se elaboran frente a cada experiencia se yerguen por un momento como revelaciones repentinas y definitivas, y sólo su conflicto con otras imágenes posteriores las tornan meros elementos de una síntesis posterior.

Una es, por ejemplo, la experiencia recogida en el ambiente que rodea a una Universidad como la de Harvard y a ciertos grupos de elite intelectual, europeizantes en sumo grado. Distinta es, sin duda, la experiencia que proveen otros ambientes universitarios del este, y más diferente aún los de otras regiones del país. A su vez, los medios financieros, los de las clases medias y los de los distintos sectores de las clases trabajadoras, todos ellos susceptibles de menudas discriminaciones, proveen otras experiencias, en las que se mezclan las formas concretas de las relaciones industriales y comerciales, las relaciones políticas y religiosas, las relaciones sentimentales y familiares y tantas otras en que se manifiesta la convivencia. Universidades, fábricas, clubes, organizaciones políticas y sindicales, comunidades religiosas y otras agrupaciones me proporcionaron las ocasiones de múltiples y renovadas experiencias, contradictorias por cierto algunas de ellas, con las cuales poco a poco llegué a componer una nueva imagen de los Estados Unidos, en dialéctica controversia con mi primitiva imagen convencional. Acaso pueda expresar ahora los términos en que se traduce aquella, y los matices que la diferencian de ésta última.

4.

Si el viajero llega a Estados Unidos predispuesto a encontrar allí el ejemplo más alto de la civilización industrial moderna, puede asegurarse que sus presunciones se verán cumplidas. Hay otros países que se van conformando poco a poco según este sistema y que en ese proceso van esfumando otras tradiciones y formas de vida; pero Estados Unidos parece haberlo concluido y estar totalmente conformado según tal sistema. No hay país donde no se aprecie la yuxtaposición de lo antiguo y lo nuevo, inclusive en Inglaterra, Francia o Alemania; pero Estados Unidos sorprende por la plenitud que ofrecen las formas de la civilización industrial, y más aún sorprende la fluidez con que la vida se desarrolla dentro de esas formas.

Quizá el observador estuviera acostumbrado a pensar que el maquinismo – que a tanta literatura ha dado pie – se superpone sobre otras concepciones y formas de vida. Pero difícilmente descubrirá nostalgias del pasado y por todas partes hallará, en cambio, una espontánea adecuación, y casi un orgullo por discurrir dentro de ellas. La experiencia personal que más me interesó fue, precisamente, descubrir que esta civilización industrial que desarrolla Estados Unidos no excede la medida del hombre, o más exactamente, del hombre estadounidense actual; es visible que al desarrollo de la civilización industrial ha acompañado un desarrollo de su educación que le permite aceptar los frutos de la civilización industrial sin sentirse sobrepasado. En rigor, esta fórmula oculta la explicación del problema. Lo cierto es que en la civilización industrial de los Estados Unidos no hay prácticamente nada que el hombre estadounidense no haya creado y no haya visto nacer y desarrollarse, de modo que al tiempo que se objetivaba su creación se desarrollaba su aptitud para adecuase al tipo de vida que esa creación conformaba. Y aun cabe preguntarse: ¿no constituye también ese tipo de vida una creación del hombre estadounidense, que va buscando soluciones y dándole forma por medio de tales creaciones?

Tal es una de las primeras comprobaciones que hice al entrar en contacto con la vida de Estados Unidos, y que creí que me ayudaban a entender la realidad que me rodeaba. Si en casi todas partes la civilización industrial se manifiesta como algo que se superpone a lo existente, impuesta deliberadamente y en virtud de cierto designio por sobre formas espontáneas de vida y de cultura, en Estados Unidos es ella – o parece ser, al menos- la forma espontánea y la respuesta directa a la concepción propia del estadounidense. Hay una rara perfección en la utilización de los instrumentos que la civilización industrial crea, en todas las escalas, que sólo parece explicarse por esta progresiva adecuación nacida de la anterioridad de las necesidades y de la espontaneidad de la creación. Ciertamente se la aprecia más en las grandes metrópolis multitudinarias que las pequeñas ciudades, y más en estas que en las zonas rurales, especialmente las del sur. Pero no hay lugar donde no esté en pleno y vigoroso desarrollo, y donde no se haya ajustado la vida, en mayor o menor medida, a sus principios fundamentales.

Desgraciadamente, se advierte muy pronto que la civilización industrial norteamericana ha sido creada por las exigencias del sistema de producción capitalista, y que ese origen configura su fisonomía. Entre la disposición para crear y la disposición para usar, se advierte un pequeño matiz de preeminencia en la primera, como si, aun pudiendo y queriendo usar la civilización industrial, faltara solaz o sentido del ocio, o acaso capacidad para usar el ocio que la civilización industrial crea. En cambio, la predisposición para crear es intensa e incontenible. ¿Qué la mueve? Sería injusto decir que es sólo el afán de lucro, pero es innegable que es eso lo que constituye el incentivo más poderoso. Hay una idea de la vida a la que se sirve, cuyo rasgo fundamental es la supresión del esfuerzo del hombre en su vida cotidiana, la disminución de la intervención humana en la producción, el acrecentamiento de los ocios. Para alcanzar todo esto se crean cosas, y nuevas relaciones entre el hombre y las cosas. Pero el incentivo fundamental de la creación es el puramente inmediato – el del lucro-, sin el cual los demás carecen de influencia y significación.

Esto hace que la civilización industrial y las formas de vida que crean en Estados Unidos estén condicionadas por el mercado. Se advierte la necesidad, la urgencia de crear consumidores, para lo cual es imprescindible una aplastante presión publicitaria, fundada en la psicotecnia y dirigida a la excitación de las diversas apetencias virtuales del individuo; también es necesario crear la necesidad de las reposiciones, influyendo – publicitariamente también- sobre el gusto para apresurar el proceso de desdén, casi de irritación, por cierta formas, y crear la exigencia perentoria de sustituirlas por otras; y es necesario acentuar la tendencia a buscar o desear la perfección técnica, que existe con un inequívoco matiz estético ajeno a las finalidades del objeto. 

Todo esto hace que el consumidor se vea enérgicamente coaccionado por la ofensiva de los productores. Aquél sobre quien se hace presión para transformarlo en consumidor de algo que no pensaba consumir concluye por ceder si son eficaces los medios utilizados para convencerlo. Un nuevo factor interviene en ese movimiento: la generalización de los módulos de vida y de valoración. El presunto consumidor cede más fácilmente si los estímulos que él recibe tienen éxito sobre su comunidad y la posesión de tales o cuales bienes se torna signo de una determinada posición en ella. La reposición – el cambio de un modelo de automóvil por otro, para tomar el ejemplo más vulgar – está impulsada y dirigida por la suave y decisiva coacción social, puesto que la tendencia general y espontánea es a establecer las jerarquías según los bienes. He aquí un rasgo de la civilización industrial que se destaca más en la vida de Estados Unidos que en la de otros países y cuya importancia advierte muy pronto el observador.

Me impresionó profundamente, y me llevó a la convicción de que en ninguna parte se observa hoy, como en Estados Unidos, el pleno predominio de la concepción burguesa de la vida. Casi ninguno de los síntomas que revelan en otros países sus resquebrajaduras, aparecen allí. Y acaso la prueba más concluyente de ese predominio sea la fuerte compenetración de las clases proletarias con esa concepción. El fenómeno es singular. Casi todos los principios fundamentales de la concepción burguesa de la vida son vigorosamente compartidos por hombres y mujeres que viven de sus salarios, y que contribuyen con su consentimiento y su adhesión a mantenerlos. Como en las clases medias – en las que la concepción burguesa se afianza aún más – en las clases proletarias el hombre se acostumbra a ser medido según lo que posee y, en resumen, según lo que parece merecer como salario. Ser un hombre “de diez mil dólares por año” implica pertenecer a una categoría, que es superior o inferior a otras establecidas del mismo modo. Y si el administrador de empresa acepta este sistema, también lo acepta el profesor universitario, el empleado de oficina, el ingeniero o el obrero especializado.

Esta circunstancia – junto con otras- otorga a la competencia económica una rudeza singular. Estados Unidos es un país de grandes oportunidades, pero en el que hay que contar con el fracaso como una de las oportunidades posibles. Ahora bien, el fracaso parece ser un signo inequívoco de ineptitud, y la sociedad tiene tendencia ser inmisericorde con el inepto. La competencia económica es una expresión típica del predominio de la concepción burguesa de la vida. En general, hay acuerdo tácito en que cada uno vale más o menos según los bienes que posee, pero también según lo que es capaz de producir o de ganar. Es cierto que hay sectores donde tal principio rige con menos fuerza; pero en el consenso general se advierte una aceptación de la legitimidad del principio. Por lo demás, como los niveles de vida son altos, la necesidad de mejorar la condición económica es urgente y no se puede desdeñar cada ocasión que se presenta de ascender, de modo que una y otra vez parece necesario correr el albur de elegir entre el progreso y el fracaso. Repetido una y otra vez, este esfuerzo consume la vida en su fuego y tiende a provocar una subestimación de otros objetivos que acaso más de uno ame profundamente.

Me atrevo a suponer que la aceptación de esta forma de vida – nacida de una concepción burguesa matizada por los esquemas de la civilización industrial -, tal como parecen aceptarla muchos que en privado demuestran estimar dignamente otros objetivos ajenos a la lucha económica, proviene de la fuerte coacción social. Para el observador latinoamericano constituye una sorpresa profunda el vigor de la presión que la comunidad ejerce sobre el individuo en Estados Unidos. Ya se señalará cuál es el nudo de esta cuestión. Pero ahora vale la pena señalar que esta relación individuo- comunidad se resuelve en la mayoría de los casos por una imposición por la comunidad de ciertas formas de vida que el individuo debe acatar aunque sea formalmente, con peligro, si no las acata, de una descalificación de efectos imprevisibles. La determinación del valor del individuo según lo que posee y lo que es capaz de producir o de ganar parece ser un resultado más de esa relación.

De aquí el carácter y la importancia que tienen la mayoría de los llamados “grupos de presión”, organismos informales a través de los cuales se canaliza una corriente de opinión capaz de transmitirse. Por ellos expresa la comunidad su decisión de defender resueltamente ciertos principios e intereses radicales, cuya vigencia parece decisiva para la conservación del orden social e institucional de la comunidad, especialmente frente al ataque de los disconformismos y las heterodoxias. Su influencia es grande, porque en la comunidad coherente la permeabilidad de la masa para esas corrientes de opinión es acentuada, y en consecuencia las ideas y valores se estratifican clasificándose como socialmente vigentes o no. Este distingo es decisivo. Ser disconformista o heterodoxo parece ser más difícil en Estados Unidos que en cualquier otra parte, porque cualquiera de las muchas formas posibles de macartismo es siempre posible allí donde la comunidad se considera rígida e indisolublemente unida a determinadas ideas y creencias que, a causa de eso, son consideradas intangibles: tal el “american way of life”. De esta actitud se derivan dos hechos sobre los que volveremos; uno es cierta tendencia a la masificación engendrada por esta participación forzada del individuo en el sistema de ideas y creencias que sustenta la comunidad, cuyo signo es una extraversión convencional acompañada de una vigorosa introversión individual como réplica; y otros son la sensación de autosuficiencia que determina una suerte de aislacionismo, una escasa curiosidad por lo ajeno y, consecuentemente, una escasa simpatía y comprensión.

Para el observador que ha oído hablar del “american way of life”, el espectáculo de las concepciones y formas de vida que hoy predominan en Estados Unidos suscita la interrogación de si corresponden exactamente a aquella y sobre todo, si dependen de la civilización industrial o de aquella tradición que se presenta como anterior y permanente. Tal fue la pregunta que me formulé ante la vida de Estados Unidos y cuya respuesta traté de hallar en la realidad.

Todo americano medio quiere vivir según cierta vaga filosofía a la que se acostumbra a conocer con el nombre de “american way of life”; pero como es seguro que vive plenamente satisfecho dentro de los marcos de la civilización industrial, hay que entender que no hay contradicción profunda entre ambas. Y esto es, precisamente, el gran descubrimiento que hace – o cree hacer- el observador latinoamericano que se enfrenta con la vida de Estados Unidos.

El “american way of life” manifiesta inequívocamente su origen religioso y su estratificación tradicional. En fondo es la moral del protestantismo ajustada sucesivamente según las circunstancias creadas por los distintos avatares de la realidad histórico social de los Estados Unidos. En el fondo se adivina, como un fundamento indestructible, un núcleo psicosocial y religioso que hace recordar la tesitura de La letra escarlata de Hawthorne. Pero a simple vista, y con la fisonomía que corresponde al mundo de hoy, se descubren las proyecciones de ese fondo, que tienen no sólo vigorosos y estables rasgos esenciales sino también ciertos trazos acentuadamente polémicos.

El primero de aquellos rasgos esenciales es un individualismo irreductible dentro de los cuadros de una existencia celosamente controlada por la comunidad. Para un observador latinoamericano el fenómeno es curioso y no demasiado fácil de explicar. En la vida de Estados Unidos, el Estado gravita poco, la comunidad mucho, y el individuo, aunque sufre la presión moral de la comunidad, que le impone sus normas y le exige cuentas por su conducta, tiene no sólo una enorme libertad de acción sino también la enorme responsabilidad de decidir solo sobre su destino y de buscar solo su salvación. En la vida práctica, ese individualismo se traduce en una fórmula muy democrática: la igualdad de oportunidades para todos, esto es, el derecho de cada uno a contar con la posibilidad de ejercitar hasta sus últimas consecuencias sus propias aptitudes, aunque sin esperanzas de misericordia, para el caso de que las aptitudes sean pocas.

En lo político, el individualismo y el principio de igualdad de oportunidades conduce a una concepción liberal de la democracia que, naturalmente, descarta la gravitación de las condiciones económicas, de modo que no ofrece posibilidad ninguna de contrarrestar las influencias que tales condiciones ejercen sobre la libertad y las opiniones del individuo. En lo económico conduce a una decidida defensa del orden establecido sobre el principio de la propiedad privada y a una afirmación del principio de la libre iniciativa. Pero ambas proyecciones no son esquemas doctrinarios, sino posibilidades concretas y reales que cada individuo percibe en su propio destino. Cualquier limitación que las circunstancias imponen a tales posibilidades las siente el individuo como un verdadero despojo, así como se siente convencido de la imposibilidad de pedirle a la comunidad más de lo que la comunidad está dispuesta espontáneamente a dar.

Esta situación del individuo frente a la sociedad y frente a su destino caracteriza el “american way of life” y revela su viejo fondo protestante y especialmente calvinista. A medida que se desarrolla la civilización industrial y cobra mayor vigor la vida económica, el comportamiento del individuo se va haciendo más ajustado a las nuevas exigencias prácticas, pero dentro de esas normas que, por lo demás, tienen una profunda correspondencia con el impulso que había conseguido llevar la vida económica hacia su desarrollo. Y al final del proceso se advierte en las concepciones y reformas de la vida estadounidense un predominio neto de la justificación de toda eficiencia, de la condenación de toda ineptitud, referidas ambas reacciones muy especialmente a la actividad práctica y particularmente económica.

El “american way of life” entraña una forzada adhesión a la comunidad. Sin duda, es visible para el observador latinoamericano que el hombre de Estados Unidos no siente en general esta dependencia como una desgracia sino como una sujeción filial; pero en el proceso de su formación espiritual es evidente también que opera como una coacción más enérgica que la que sufre el latinoamericano. Para mí es esta dependencia de la comunidad la que crea en el hombre de Estados Unidos una forzada extraversión, con independencia del temperamento o de las tendencias de cada uno. El observador advierte en las formas superficiales de la vida cotidiana del estadounidense ciertos rasgos que sólo parecen explicables en una sociedad de extravertidos, y tal imagen coincide con la que suele recogerse en cierto tipo de cine y de literatura; pero a poco que se profundiza la observación se comprueba que naturalmente, no todos los estadounidenses son extravertidos y que muchos son de un temperamento psicológico opuesto. Es fácil comprobar que hay, en cambio, ciertos factores sociales que fuerzan a todos a manifestarse en ciertos aspectos de su vida como extravertidos, como si sintieran realizar plenamente su existencia en las manifestaciones colectivas de la vida. La adhesión a la comunidad, su dependencia de ella, obliga a formar parte de un club, a concurrir a determinado tipo de reunión – los “parties” innumerables ­– a frecuentar en ellos a cierto tipo de gente con la que sólo se puede hablar de temas intrascendentes, hasta el punto de que parezca necesario tener siempre a mano un “conversation piece”, a mantener contacto asiduo y atento con la comunidad religiosa de la que se forma parte. En todas partes del mundo existe una necesidad parecida en ciertos niveles sociales, pero en Estados Unidos no sólo es más extensa la obligación, sino que el observador – especialmente el observador latinoamericano – se extraña de la importancia y significación que se le atribuye no sólo al hecho de cumplir las formalidades que todo ello implica, sino a la satisfacción con que se lo hace. Porque es evidente que constituye un valor negativo ser un inadaptado, un disconforme, un indiferente frente a la comunidad, un intravertido.

Sin duda el desarrollo de la civilización industrial ha acrecentado e intensificado la exigencia de extraversión en el estadounidense medio. La fábrica o el gran almacén, el rascacielos o la calle misma de la gran ciudad obliga a una inmersión en la multitud que arrastra una conducta externa para la que la intraversión constituye un obstáculo. Los objetivos normales de la vida, la conquista del éxito, todo parece requerir que en ese ambiente multitudinario el individuo se presente como un extravertido o actúe como tal: que se acomode a los demás, que acepte el plano convencional de coincidencias, y sobre todo que sonría como quien está satisfecho del mundo, de las circunstancias presentes y de las perspectivas que le ofrece el porvenir.

En los ambientes donde actúan multitudes, esta tendencia a una forzosa extraversión amenaza con la generalización de una conducta masificada. Esta amenaza la siente el hombre de fina sensibilidad y aún el hombre medio; unas veces cede a ella, y manifiesta su reacción tratando de dejar de ser él mismo, enajenándose, pero a plena satisfacción, en un tipo de enajenación que satisfaga totalmente su ansiedad íntima: baila – charleston, swing, boogie-woogie, rock‘n roll – sumergiéndose en el ritmo enloquecedor, o se abisma en los secretos suscitados por la voz del cantor de jazz, o escapa tras los secretos de una “crime story”, o apela al incitante estímulo del whisky. 

Quien observa una oficina de una gran empresa, o una planta de trabajo en cadena, o un estadio de baseball, o simplemente la multitud que discurre por Broadway, se inclina a suponer que el estadounidense se complace en desindividualizarse, en dejarse transformar en hombre-masa. Nada más inexacto. Acepta, sí, como una fatalidad cierto sacrificio que le es impuesto por las peculiaridades de la sociedad, por los viejos principios que la rigen y por las nuevas consecuencias que se derivan de ellos, pero no compromete casi nunca su interioridad en las formas de vida extravertidas que le ofrece la realidad contemporánea. A veces parecería que la intimidad del estadounidense crece, se desarrolla y se enriquece y se hace tormentosa de manera proporcional a las exigencias de extraversión que le plantea su ambiente. Hay en él un entrañable fondo sentimental que se torna más anhelante y exigente a medida que crecen las incitaciones y las exigencias del mundo exterior; y su potencial proyecta sobre las formas exteriores de trato numerosas inhibiciones, que unas veces se manifiestan bajo la forma de una rudeza agresiva y otras bajo la de una timidez insuperable.

A veces, el estadounidense encuentra los caminos normales para descargar su sentimentalidad; pero para muchos, las formas de vida y el sistema de convenciones establecido constituyen barreras insuperables para la libre expresión de su espontaneidad sentimental. La relación entre los sexos y la vida matrimonial revelan al observador latinoamericano condiciones que le llaman la atención. Las exigencias exteriores son tan enérgicas que comprometen no sólo el tiempo sino la personalidad misma del hombre medio en proporción más alta en Estados Unidos que en otras partes; y la posibilidad de sobreponerse parece también más difícil. En la medida en que tal observación puede ser generalizada, parecería que la descarga sentimental, que constituye una exigencia tan imperativa cuando las formas de la vida colectiva fuerzan la extraversión del individuo, no encuentra caminos expeditos precisamente por la gravitación que ejerce la comunidad sobre la intimidad del individuo.

Para quien se siente intelectualmente por encima del nivel medio, las exigencias de la comunidad son también agobiadoras. La vocación intelectual – y más aún la vocación creadora – no parece justificarse fácilmente ni encontrar una fluida integración en los ambientes medios. Como en todas partes, sin duda, los grupos intelectuales y creadores están situados en Estados Unidos un poco al margen de la sociedad normal; pero en Estados Unidos esa marginalidad se acentúa en la medida en que es más fuerte el requerimiento de la comunidad, la exigencia de aceptación de la concepción vigente de la vida, el consenso general favorable a un comportamiento individual presidido por el propósito de lucro. En relación con tales constricciones, la actividad de los grupos intelectuales y creadores no puede sino ser marginal, y la respuesta de quienes los integran a aquellas constricciones son las propias de individuos radicalmente inadaptados y disconformes.

Pero tales actitudes no son sino reacciones – sentimentales o intelectuales – contra una presión de la comunidad cuya fuerza proviene, precisamente, de su casi unanimidad. Yo me he preguntado más de una vez por las causas del singular comportamiento femenino en Estados Unidos – tal como me ha sido dado observarlo – y me parece descubrir la causa en la general aceptación del principio de “triunfo” que preside el proceso hacia el matrimonio. Si puede decirse que, normalmente, es la mujer la que elige al marido – según me parece haberlo observado – es porque es ella la que fija el nivel de sus aspiraciones futuras y resuelve en consecuencia. Pero el fenómeno profundo es – como en el caso de las limitadas posibilidades del disconformismo intelectual o creador – la fuerza coactiva que tiene la comunidad sobre el individuo.

Este fenómeno, explicable por la casi unanimidad del asentimiento prestado al “american way of life”, se proyecta también en la intensidad del interés de la comunidad – de cada comunidad particular y de la comunidad total – de Estados Unidos por sí misma. La consecuencia indirecta es la escasa curiosidad por lo ajeno, rasgos cuyas proyecciones son inconmensurables.

De todas las observaciones que he podido hacer, aquella a la que le atribuyo mayor significación es la que se refiere a la valoración de las formas de vida de Estados Unidos como formas normales, en tanto que, inversamente, se valoran las formas de vida de los países no anglosajones como si fueran deformaciones de cierto ideal. Naturalmente, esta observación debe limitarse y matizarse; pero en su conjunto la considero exacta y fundamental.

En la vida de Estados Unidos, la normalidad – casi la perfección, diría – de sus formas y principios, que son los del “american way of life”, constituye un punto de partida para todo juicio sobre lo extraño y ajeno. El hombre medio de los Estados Unidos tiene escasa curiosidad por las formas de vida que predominan en otras sociedades, y practica una suerte de “aislacionismo” privado. El observador cree descubrir en esa indiferencia algo que se parece un poco al desprecio, como si fuera casi incomprensible que se pudiera vivir de otra manera distinta de aquella como se vive en Estados Unidos. Esta sombra de desprecio está presente, sobre todo, en el interés que aparece cuando el hombre medio desciende de su “aislacionismo” privado y se interesa por lo extraño y ajeno: porque entonces lo que le atrae y le interesa fundamentalmente es lo pintoresco, el resabio anacrónico que subyace en todas las civilizaciones que no han abatido toda su tradición bajo la de la civilización industrial. Lo pintoresco es lo que atrae a los estadounidenses que se ocupan de los países de América Latina, de España, de Francia, de los países balcánicos, asiáticos o africanos; y en la medida en que se adentran en lo pintoresco, en la medida en que llegan a conocerlo en detalle – a veces, por cierto, con mucho amor – se sustraen a la comprensión del drama de todas las culturas complejas en las que late el conflicto entre tradición e innovación.

Acaso sea este el punto más importante de la imagen que un latinoamericano se hace de la vida y de la mentalidad estadounidense al tomar contacto con ellas. He aquí a un país al que le toca dirigir al mundo y que tiene, no sólo escasísima curiosidad por las diferencias que ofrecen sus peculiaridades, sino acaso también un cierto incontrolable desprecio de todo lo que se aleja en alguna medida de la predominante civilización industrial que caracteriza la vida de Estados Unidos. ¿Hay posibilidad de comprensión sin curiosidad y sin aptitud para percibir la legitimidad de lo distinto?

Nadie puede saber cuándo la pobre imagen que un observador logra hacerse de un país se aproxima verdaderamente a la realidad o, mejor, cuándo coincide en sus rasgos esquemáticos con lo fundamental de la desbordante realidad.

Pero el observador suele hacer una curiosa experiencia que consiste en lograr en cierto instante la certidumbre de haber hallado una clave eficaz para comprender una realidad en su conjunto; y yo confieso que – acaso con ingenuidad – tuve un día la sensación de haber aprehendido el principio interno que presta coherencia a la vida del estadounidense medio. De cualquier modo, equivocada o no mi interpretación, lo que es innegable es que desde ese momento comencé a explicarme muchas cosas que hasta entonces no comprendía, aún las que antes condenaba y hasta las que aún ahora sigo condenado enérgicamente porque contradicen mi personal concepción de las cosas. La comprensión, con todo, es madre de la amistad, e induce a considerar error lo que parecía maldad, de modo que sitúa a quien se dispone a comprender en una actitud abierta y benévola. Y yo pienso ahora en Estados Unidos como en un país de una desusada coherencia interior, cuyas virtudes y cuyos defectos derivan de una inalterable y vigorosa concepción del mundo que, aunque distinta de la mía, es susceptible de ser comprendida.

Pero quizá esa coherencia sea, precisamente, el obstáculo que se opone a que sea fácilmente comprendida. Los signos externos a través de los cuales trasciende y llega hoy Estados Unidos son muchos y muy diversos, y en cambio sólo adentrándose en su propio hogar parece alcanzable el núcleo que les proporciona explicación: nada más lógico que a más dilatada y llamativa presencia corresponda un mayor número de opiniones y con él, un mayor número de opiniones equivocadas o superficiales. La suma de muchos errores e incomprensiones puede originar una falsa imagen, esa que innumerables personas tienen hoy de Estados Unidos, un país cuya presencia se advierte en todas partes y que nadie puede ignorar.

No es, ciertamente, fácil descubrir cómo pudiera salirse al paso de esa falsa imagen de Estados Unidos que hoy prevalece. Hay algo fatal en las motivaciones que la determinan: la envidia, el resentimiento, la ira, entre otras cosas, que suscitan el espectáculo de la gloria y el poder de los otros y acaso la torpeza con que a veces se vuelca el poder y la gloria sobre los que se desesperan en una impotencia de la que no son culpables. Pero hay otras cosas que no son fatales: la incomprensión de que el ejercicio de la influencia y el poder pueden ser acompañados, si el más poderoso, el más rico, acepta ejercer su misión más como un magisterio que como una hegemonía.

De todos modos, el remedio es difícil. En el fondo no hay sino uno, que es difícil y casi ingenuo prescribir: hay que crear comprensión, esto es, hay que crear amistad. No se anticipe la sonrisa, porque más concretos esfuerzos se han hecho – celosamente preparados en bien informadas oficinas y con expeditivos funcionarios – y no han dado los frutos que se aguardaban. Porque la imagen de un país poderoso y rico no se disipa en el ánimo de quienes sufren su influencia con planes administrativos, y acaso aconsejarles sea tan ingenuo como proponer más comprensión.

Acaso los caminos para alcanzarla no puedan establecerse rápidamente y de modo inequívoco. Pero los caminos se encuentran cuando existe la decisión de echar a andar. Y la decisión tiene que ser echar a andar por un camino que no sea ni el de la sobreestimación ni el de la subestimación; ni el de la adulación ni el del desprecio; ni el de la dádiva ni el de la imploración. El camino que puede conducir a la comprensión es el del reconocimiento de las diferencias como expresiones de las distintas personalidades, y de los niveles de desarrollo material como resultado de circunstancias históricas que no hacen al valor intrínseco de aquella personalidad. Si se halla la manera de transitar ese camino se descubrirá que al final podrá hallarse la amistad, actitud posible entre quienes reconocen sus diferencias y evitan el distingo entre la identidad y la oposición.

La vida de Estados Unidos suscita en Estados Unidos un sentimiento de simpatía aun para el que va prevenido contra ella. No siempre la provocan sus actos fuera de sus fronteras. No siempre la despiertan quienes se sienten medidos con una vara de injusticia. Todo eso es difícil de enmendar, pero no imposible. Hay que mostrar la verdadera faz, e impedir que sólo se vea la falsa; y hay que empeñarse en conocer la verdadera faz de los demás.

Labor es esta de conocimiento, de compresión y de amistad.