Palabras a un escritor católico. 1931

Me impongo, deliberadamente, la aventura de plantear mi disidencia frente a un escritor católico. Esto es harto más grave que cualquier otra disidencia; una polémica con un católico es siempre una polémica inútil en que todo se lleva, al final, a últimas razones irreductibles. Pero no importa. Nunca me distinguí excesivamente por mi valor, pero me he dedicado un poco a afrontar con entereza las situaciones complicadas y de final difícil. Cuando chico me gustaban las películas en episodios y la lucha romana. Sin ánimo de negar la legitimidad del pensamiento de Ignacio B. Anzoátegui, me impongo el deber de negar la legitimidad de su actitud.

Porque reconozco que Anzoátegui tiene razón. Tener razón es una de las cosas más graves que pueden pasarle a un hombre. Cuando uno la ha tenido una vez en la vida, ya no puede abandonar hasta su muerte la actitud propia del hombre que tiene razón. Y esto sí que es un cataclismo en una vida: hallarse forzosa e inevitablemente en esa difícil actitud, habiendo sabido muchas veces del encanto dulce y sutil de no tener razón, de encontrar en el colmado campo de la conciencia un error áspero y viejo y haberlo podido reponer con la misma placidez del que cambia un repuesto al Ford un día sin apremio.

Anzoátegui –mi honorabilidad me obliga confesarlo– tiene razón en casi todo lo que dice. Sólo en muy pocas cosas no es del todo exacto y sólo en esas yo procuraré delimitar su error, yo que soy un hombre limpio de haber tenido nunca razón y que puedo encontrar mis errores y lo ajenos sin perder la conciencia de mi vulnerabilidad.

No es, pues, la inexactitud lo que voy a condenar: es la actitud con que este fino y católico escritor se sitúa ante una realidad que él ha visto –no podría negarlo– tal como es, y que se empeña en ver deformada, por querer mirarla en la postura confesional de hombre que ya lo sabe todo, porque aprendió discretamente el catecismo y tiene una inteligencia despierta para construir sutiles metáforas más o menos destructoras.

Esta actitud es lo verdaderamente condenable en los dos artículos que Anzoátegui publica en “Número” (20 y 21 22), titulados “Sarmiento” y “Panfleto contra los maestros”. Porque es evidente que es la nueva sensibilidad católica lo que ha desvirtuado en Anzoátegui la percepción primera, acertada originariamente y traicionada después por una postura premeditada.

La actitud de la neosensibilidad católica –que se advierte en toda la producción del periódico– no ha encontrado mejor expresión que la paradoja, una paradoja insultante, agresiva, de hombre que teniendo muchísimo miedo quiere demostrar que no tiene ninguno haciendo todas las cosas cuya ausencia la gente señalaría con el dedo; dicen todas las malas palabras posibles para que se vea que las saben y no las temen, y denigran lo respetable para afirmar su potencialidad creadora y su sectarismo seguro. Esta actitud paradojizante y agresiva no se les entrega gratuitamente; les exige rudo sacrificio de autenticidad, de sinceridad, y les obliga a perseguir a todos, para que no se piense que se perdona al que no se nombra. Esto es muy difícil en un periódico de ocho páginas y, los obliga a despachar rápidamente a cada uno. En un artículo sobre los maestros, parece que era forzoso abatir de un solo golpe a Rivadavia para que el lector no fuese a pensar que no se le recordaba convenientemente en la redacción del periódico. Entonces el autor habla en cuatro renglones de cualquier “mulatería del mulato”, y se siente tranquilo de haber cumplido venganza ejemplar sobre el nefasto perseguidor de los pobrecitos siervos de Dios. Todo esto y mucho más, es tributo rendido a ese culto patotero y fifí de la paradoja.

Sobre todo la agresión a lo respetable; la agresión que significa alzamiento de hombro, desprecio desmedido, perseguida y definitiva incomprensión; todo eso se desata en la católica agresión de Anzoátegui a Sarmiento, como se desata en la desenfadada concesión que don Mario Pinto le hace a la filosofía laica en la persona de un maestro respetable, comenzando su artículo con estas palabras, que bastan para definir una concepción del plano intelectual: “No me habría ocupado nunca de don Miguel de Unamuno si no se tratara de un caso ejemplar”. Afortunadamente la ejemplaridad del pensador español ha salvado a la incipiente cultura argentina, y desde hoy contará entre sus gestos memorables, éste, fácil e insolente, de un escritor criollo: don Mario Pinto ha dicho su mala palabra contra Miguel de Unamuno.

Pero no es el caso de que los vivos nos esca¬moteen a los muertos. Página a página, frente a la ignorancia de Unamuno se nos ofrece la degradación de Sarmiento. Este, más actuante en el ambiente, ha recibido su parte, más hostil y mezquina que la del español.

Anzoátegui no necesita mucho para deslindar valores: página y media. En ellas destruye todas las posibles aptitudes del escritor argentino: las del carácter, las del espíritu, y salva apenas las de la voluntad, dejando constancia minuciosa de que ésta no la sabía emplear. A estas negociaciones sucesivas les llama Anzoátegui –siempre paradojal– “virtudes”: virtud de ser maniático, de ser desequilibrado, de cargar ideas como quien carga bolsas. Después seguramente arrepentido de su generosidad, recuerda al lector desprevenido cómo no eran legítimas esas virtudes: “Pero a Sarmiento –dice– le faltaba una virtud: la de ser católico”. La ausencia de esta “virtud” –Anzoátegui siempre paradojal– inutiliza las anteriormente concedidas, y lo que antes parecía categoría justicieramente otorgada se muestra ahora ardid grotesco para llegar a la efectiva y real causa de su descategorización: el no ser católico.

En el terreno práctico, Anzoátegui hace a Sarmiento tres imputaciones serias; las dos últimas no han tenido hasta ahora trascendencia; la otra –el normalismo– ha trascendido en un artículo posterior, llamado excesivamente “Panfleto”. De este complejo –normalismo-panfleto– hablaré en seguida sin prisa. Las dos últimas acusaciones las enunciaré apenas.

Una es haber introducido en el país a los italianos. Anzoátegui lamenta que se hayan mezclado con nuestra sangre (¿nuestra?) en lugar de permanecer en el campo cosechando trigo. Esto es reproche tonto de hijo de familia un poco engreído. La otra es haber traído a los gorriones, animales que el abuelo del autor parece que odiaba en una forma muy rara, y que tienen una manera muy poco aristocrática de resolver sus cuestiones: son una chusma indeseable que vota por aclamación. Así piensa el autor y de eso apenas vale sacar conclusiones.

En lo demás, lo que se trasluce es una insoportable mala fe. Anzoátegui acusa a Sarmiento de no haber sido un doctor del siglo XIII, ni más ni menos. Lo acusa de haber hecho todo lo que se hacía en su tiempo, de haber recurrido a las fuentes que entonces parecían más puras, de haber preferido lo que en su hora se juzgaba más valioso; de todo esto, sin atenuantes, acusa Ignacio B. Anzoátegui a Domingo F. Sarmiento. Velada y quedamente, parece como si lo acusara también de haber nacido en la provincia de los Cantoni.

Pero estas acusaciones se le han ocurrido al autor por indirecta vía. Son los maestros argentinos, los buenos e ingenuos maestros argentinos, que él otea ahora agudamente no sé desde dónde, los que le han sugerido esa pobre inquina contra el precursor. Anzoátegui entrecruza sus críticas a los maestros y sus críticas a Sarmiento con evidente conciencia de su mala fe. Él sabe que Sarmiento no podía ser de otra manera. Lo sabe porque cuando ensarta sus diatribas contra él, cae indefectiblemente en una acerba crítica del siglo XIX, en una crítica pobre del laicismo, en una crítica amarga de lo popular. Todo esto y mucho más lo reúne él en la figura por tantos motivos venerable de Sarmiento; todo esto lo hace derivar después hacia un hombre rigurosamente dirigido en su acción: el maestro.

El maestro argentino tiene muchos de esos defectos que Anzoátegui ha podido en estos últimos tiempos conocer. Pero no puede ser de otra manera. Anzoátegui mismo se encuentra con que cada vez que comienza a referirse a ellos resulta al final hablando de vicios fundamentales del país, de incertidumbres constitutivas de la hora, de fallas imperdonables de las minorías directoras. No es posible lamentarse cómodamente porque no haya cincuenta mil maestros geniales en nuestro país (¡en nuestro país!). Aquí el maestro, como en todas partes, no puede ser sino realizador de una obra colectiva, una obra de cultura y de humanos; nosotros no tenemos diseñada ni nuestra cultura ni nuestra humanidad. Es, pues, tontamente paradójico exigir intuiciones gigantes que las adivinen y las realicen.

Anzoátegui habla de la absurda historia marcial que se enseña a los chicos. Pero eso no tiene que ver con los maestros, sino con la exigencia oficial, movida originariamente por estrechos nacionalismos insultantes, como el que ejercita el autor hablando de los italianos; es esa clase –depositaria exclusiva de “nuestra sangre”– de nacionalismo patotero, la que debe cargar con la inmensa responsabilidad de llenar la cabeza de los chicos argentinos de fantasías belicosas; dejando vacío su espíritu e indiferente su sensibilidad. Es cierto que es absurda la historia patria “para la escuelas comunes”, con convenciones donde se levanta siempre el brazo derecho. Pero es la única autorizada, la única que se honra con el calor oficial, y siendo los maestros los únicos que sienten su horrible vacío, son las instituciones dirigentes las que se escandalizan ante los patriotismos moderados y faltos de gesticulación. Y es que no es tan fácil el remedio. Anzoátegui no pide sino que cada maestro sea un evocador genial de tiempos viejos, capaz de animar los fríos cuadros de combates y de convenciones de cuadro vivo. Y a él, que es un hombre de cultura, no se le ocurren sino frases vagas: “Lo que hace falta es humanizar la historia…”, y otras cosas por el estilo. Y en cuanto a la manera concreta de humanizar a los hombres, Anzoátegui no piensa sino en los recursos de la fisiología elemental, y en las expresiones de la más pura guaranguería porteña, que no asustan a nadie como él cree, pero que se rechazan entre gente civilizada por una mera cuestión de buen gusto. Estos son los remedios que tras madura reflexión se le ocurren a Ignacio B. Anzoátegui –hombre de cultura y escritor católico– para humanizar la historia y volverla a la humanidad. Y luego se indigna porque no haya varios miles de maestros geniales en el país, libres culturalmente como para sustraerse de las fuentes originarias de su cultura.

Porque ese es otro de los graves reproches. Censura a los maestros que enseñen lo que les enseñaron a ellos. Ellos, los pobres, no entienden de estas cosas sutiles y profundas como aquello de que “hay que humanizar la historia”, y siguen los caminos muchas veces corridos, los viejos y tradicionales caminos. Así, siguen enseñando la geografía sobre los mapas con datos de la expor¬tación e importación, sin comprender el alto sentido pedagógico del último descubrimiento neocatólico que consiste en usar mapas como los de Marco Polo, con sirenas y ligeros esquemas de maestros maravillosos que han podido –el diablo sabrá cómo– viajar por todo el mundo y admirar las bellezas típicas de cada región, animados por ser hombres independientes en todo sentido y de amplia cultura. Los maestros, a quienes no se les ha ocurrido sino pensar en el cinematógrafo, los pobres, para enseñar la geografía, no han sabido medir el hondo sentido cultural de los mapas con sirenas, y siguen enseñando la geografía lo mejor que nuestra misérrima escuela –la escuela argentina, entiéndase bien de una vez, la intelectualizante escuela argentina siglo XIX, no los maestros– podría permitir. Esto que nos enseña hoy Anzoátegui no lo han podido aprender.

Acaso el autor conozca país del mundo donde los miles de maestros que trabajan, estén menos protegidos culturalmente que en el nuestro. Yo no creo que lo haya. Aquí el maestro está al margen de la cultura, porque nadie –nadie de quienes podrían cumplir tal obra– ha sospechado la fundamental e imperiosa necesidad de hacerlo ingresar a ella; porque todos creen, como dice, contradiciéndose, el autor un poco antes, que el oficio del maestro argentino es enseñar a leer y escribir. Esto que cree hoy un hombre de cultura e intelectual católico, es lo que han creído siempre los que gobernaron nuestra educación primaria: hoy, para Anzoátegui, el maestro es un ser culpable de no captar los más sutiles problemas de la cultura para llevarlos al alma de los chicos. Y es culpable –última ratio– de no ser maestro en un país católico donde enseñar religión a los chicos en lugar de enseñar la fácil moral yanqui que tanto le divierte. De todo esto es culpable el maestro argentino ante el tribunal autorizado de Ignacio B. Anzoátegui –hombre de cultura y escritor católico– el cual en cuanto se descuida y por la fuerza de la evidencia, trastrueca los términos de la acusación y sale hablando mal de la escuela argentina, tal como él en el fondo piensa y no quiere decir por obvias razones. Porque en el fondo no hay sino el rencor contra la escuela no católica, contra los maestros que son sus ejecutores, no sus autores, como él cree, y contra Sarmiento que pensó en que no solo debían saber leer y escribir los hijos de buenas familias de prosapia no italiana, y de creencias católicas, sino también otros muchos chicos, que podían ser hombres de espíritu amplio, de pensamiento digno y de acción seria y respetuosa.

Este rencor, y no otra cosa, es el motor secreto de este pensar fácil sobre un problema en cuyas complejidades ha naufragado lamentablemente el autor. Ha querido demostrar cómo él, puesto a pensar, solucionaba en un momento todas las cuestiones que preocupan desde antiguo a los estudiosos asiduos y serios; ha querido enseñar por inspiración. Y la verdad es que no lo ha logrado, “La pedantería –dice él– es patrimonio de los que tienen algo que enseñar”. Yo no sé por qué se me ocurre ver en Anzoátegui un maestro fracasado.