Pedro Henríquez Ureña. 1948

Si existe o no la América hispánica como una unidad de cultura, si es algo más que un heterogéneo conjunto de países cuyas fisonomías no siempre es fácil precisar y distinguir, si constituye, en fin, un todo orgánico provisto de un sentido singular y una original personalidad espiritual, es un problema acerca del cual las opiniones se manifiestan indecisas. Acaso sea prematuro exigir un juicio categórico sobre él, y fuera lo prudente dejar que el tiempo preste su concurso para aclararlo. Pero el interrogante tiene para nosotros, hispanoamericanos, cierta dramática urgencia porque de la respuesta que le demos dependerá nuestra actitud frente a la cultura universal, la orientación de nuestra posible actividad creadora, y, sobre todo, el sentido con que trabajemos nuestra propia expresión.

Nada tan difícil, sin duda, como llegar a construir un esquema conceptual sobre una realidad históricosocial viva y cambiante, sobre todo cuando esa realidad cuenta con una escasa tradición intelectual aplicada a desbastar su perfil, y se aspira a que el esquema demuestre su efectiva correspondencia con la materia viva. Para intentar esa empresa se requiera un uso maduro de la inteligencia, pero también cierta virtud que parece exceder sus límites y proviene de estratos muy profundos en donde brota ininterrumpidamente una suerte de fe sostenedora y estimulante. A veces, una situación crítica puede poner de manifiesto con espléndida diafanidad los elementos de aquel esquema; pero mientras esa ocasión llega, su percepción sólo se hace posible mediante una delicadísima observación, hija del amor, con la que alguien sutilmente dotado puede descubrirlos y aislarlos para que ojos menos penetrantes logren verlos. Es sin duda obra de inteligencia, pero es también obra de fe y amor, acerca de cuya significación sólo el tiempo puede revelar si fue ilusoria y vana o por el contrario profética.

Sería difícil para un espíritu riguroso, acostumbrado a saborear los frutos sazonados de la milenaria cultura europea y hecho al manejo de esos esquemas temporales propios de un desarrollo que se prolonga ininterrumpidamente desde los griegos hasta nosotros, percibir la novedad, fina a veces pero a veces ruda, que representa en la cultura occidental esta variante hispanoamericana. Por lo demás, no siempre es claramente perceptible ni siquiera para los que viven dentro de su atmósfera; pero crece el número de los que creen en ella, acaso porque más que a sus mismos ojos creen en la palabra de sus profetas. Profeta de la cultura hispanoamericana fue —a más de diserto investigador y juez peritísimo— Pedro Henríquez Ureña, y uno de los que han contribuido más a suscitar, con su sostenido clamor, la acaso potencial existencia de nuestra realidad espiritual.

Y no se diga de él que fue una circunscripta dedicación a los problemas americanos lo que alimentó su apostolado, lo que sostuvo su indeclinable convicción; porque es bien sabido que su curiosidad era universal y amaba con la misma medida intensidad cuanto el espíritu ha producido de más alto, sin consideración alguna a circunstancias de tiempo ni lugar. Vivía demasiado activamente Pedro Henríquez Ureña los valores de la cultura occidental para imponerse constricciones, y aun le gustaba, con absoluta libertad interior, asomarse al conocimiento de lo que siendo ajeno a su mundo estricto no lo era en modo alguno a su lato sentido de humanidad. Y sin embargo, esa curiosidad sin límites y esa activa adhesión a lo universal decantaban al fin en él bajo forma de una devoción decidida por todo lo que proviniera de América, al servicio de cuyo conocimiento ponía el inmenso caudal de su experiencia de estudioso, de su saber, de su amor, de su inmensa fe.

América era para él un conjunto homogéneo en el que, sin embargo, era lícito determinar la existencia de individualidades autónomas: América era para él, sobre todo, una unidad de cultura. Esa noción de la unidad americana se manifestaba en dos planos a la luz de su experiencia y su saber, entre los cuales parecía establecer una relación de grado: distinguía una América como totalidad y una América hispánica, ambas provistas de sentido y en la primera de las cuales se integraba la unidad que descubría en la segunda.

En efecto, defensor celoso de las virtudes y los derechos del mundo hispanoamericano —acaso porque él mismo era natural de un país pequeño que había conocido la opresión—, Henríquez Ureña no cejaba en su afán de afirmar, frente a la influencia que por diversas vías ejerce el poderío de los Estados Unidos, la necesaria independencia de sus vecinos de habla española. Se manifestaba entonces como un ardoroso propugnador de la unidad de la América hispánica, pero este designio se apoyaba en una concepción más profunda y menos circunstancial de esa unidad. Aun por sobre los lazos idiomáticos —tan significativos a sus ojos— veía Henríquez Ureña en la comunidad de los países de habla española un vínculo creado por la aventura común a partir del hecho del descubrimiento, por la similitud del destino después de la emancipación, por la sensible similitud del desarrollo social y espiritual a partir del momento de expansión imperialista que comienza en las postrimerías del siglo XIX. Todo ello, unido a la comunidad de tradición cultural, contribuía a sus ojos a crear una unidad de destino, una unidad de cultura en Hispanoamérica. Frente a ella tenía Henríquez Ureña una actitud un poco tutelar, como de hermano mayor cuya protección está legitimada por el vasto conocimiento del mundo. A veces, leyendo alguna de las observaciones de que está salpicado su último libro [1] acerca de la primacía de ciertos hombres o ciertos fenómenos americanos, parece vérsele sonreír con esa ingenua malicia con que gustaba subrayar sus frases; entonces pone al descubierto su orgullo porque tales cosas hayan pasado aquí, porque sean naturales de estas tierras tales hombres. Le complacía acumular los testimonios, porque no ignoraba con cuanta vehemencia es necesario todavía afirmar que florece en América hispánica una cultura de cierta singularidad, creada con el esfuerzo ciclópeo de quienes tienen que luchar contra todo y de la que apenas brillan los frutos perdidos en la inmensidad del escenario.

Pero Henríquez Ureña sabía muy bien que Hispanoamérica no era toda América y admiraba demasiado a los Estados Unidos para que pudiera olvidar su inmensa significación ni por un momento. Estados Unidos integraba con la América hispánica una unidad de sentido aun más vasto. Si la tradición de cultura era diferente entre sus partes, si el desarrollo social y espiritual seguía en ellas caminos no siempre paralelos, la mera contigüidad y la similitud de circunstancias creaba a sus ojos un principio de identidad que regía en cierto plano, un poco más lejano todavía que aquel en que se daba la unidad de la América hispánica. Conocía Henríquez Ureña demasiado bien la forzosidad de ciertos procesos para caer en superficiales reproches frente a hechos que se explicaban por si solos, y se limitaba a consignarlos proponiendo luego las soluciones que su temperamento crítico le sugería. Porque tenía la certidumbre de que las diferencias eran menos significativas que las analogías, y esperaba que un día se produjera el equilibrio capaz de permitir la realización del destino común que prometía el hecho del descubrimiento.

Su devoción por la cultura hispanoamericana movió a Henríquez Ureña a no permanecer ajeno a ninguna de sus manifestaciones. Había leído con profunda atención buena parte de su literatura y aún podía sospecharse que toda ella a juzgar por la seguridad con que se movía en su territorio; pero no era eso solo; había acumulado innumerable cantidad de datos de la más diversa índole, porque aspiraba a comprender del fenómeno americano lo típico de su totalidad. Cosa curiosa y significativa, nunca quiso dedicar su esfuerzo a la indagación exhaustiva de un aspecto determinado o a la realización de un estudio singular sobre un tema circunscripto; acaso haya alguien que lamente no hallar en su bibliografía el ensayo definitivo que hubiera podido escribir sobre Bello o Martí, Hostos o Sarmiento. Voluntaria o involuntariamente, Henríquez Ureña dejó de hacer muchas cosas en que hubiera podido brillar, pero le estaba reservada la misión de ordenar los cuadros generales de nuestra cultura, la misión que sólo un humanista de su temple podía emprender en América. Como un humanista, en efecto, aspiraba sobre todo a las ideas generales, y si perseguía el dato aislado no era con fervor de erudito sino para apresurarse a introducirlo diestramente en el cuadro de conjunto que componía en su espíritu con segura noción de la medida y pinceladas expertas y precisas. Así pudo dejar dos obras que de aquí en adelante se considerarán punto de partida inevitable para todo intento de comprensión de la América hispánica: Literary Currents in Hispanic America, que todavía no ha aparecido en español, y la breve y sustanciosa Historia de la cultura en la América Hispánica que escribió originariamente para una editorial inglesa y acaba de aparecer en nuestro idioma.

Quienes conocieron de cerca el vasto saber de Henríquez Ureña advertirán cuánto más hubiera podido dejarnos. Podría centuplicarse el contenido en extensión y en intensidad de estos dos libros y aun así quizá no alcanzáramos a medir lo que hubiera podido ser su obra de haber tenido el ocio necesario o la capacidad de realización material de un Menéndez y Pelayo. Pero así y todo, como la síntesis comprensiva era quizá una de sus facultades más notables, Henríquez Ureña ha podido legarnos un zumo precioso de su inmensa elaboración, contenido en sus dos últimos libros. Sin duda está en ellos todo lo fundamental armonizado con sabiduría y profundidad, y sobre todo organizado por primera vez en un conjunto, cosa antes no intentada en América con tanta autoridad. Podría llegar a afirmarse que sólo los esquemas que ha propuesto equivalen a muchos volúmenes de densa y erudita discusión, así como podría afirmarse que algunos juicios condensados por él en dos adjetivos equivalen a muchas monografías alrededor del tema. Libro para releer muchas veces, para repensarlo y desplegarlo sobre el vasto territorio al que sirve de mapa, la Historia de la cultura en América Hispánica está destinado a ser un hito inolvidable en el curso de los estudios americanos.

Está destinado, además, a testimoniar su indeclinable confianza en la existencia de una cultura americana, sustentada en medio de muchos escepticismos y sobreponiéndose a muchas aparentes contradicciones. Es en cierto modo una profesión de fe; porque hay en ese pequeño breviario mucha sabiduría y mucha inteligencia, pero hay por sobre todo un inmenso amor esperanzado. Sucinto y casi adusto, algo hay en él que le confiere la dignidad de un pequeño evangelio.

Notas

1. Henríquez Ureña, Pedro: Historia de la cultura en América Hispánica, Fondo de Cultura Económica, México, 1947.