Percepción de la idea de época. 1939

Una ciencia de realidades, como es la histórica, necesita con frecuencia manejarse con abstracciones de carácter conceptual, cuya proximidad o lejanía de la realidad histórica es necesario vigilar celosamente. La Antigüedad, los pue¬blos germánicos, las culturas mediterráneas, el Romanticismo son con¬ceptos que se usan permanentemente y que se cargan de muy variado sentido; sus atributos varían, y varía también el alcance que es lícito darle a la noción cuando se la imagina actuando como una fuerza histórica. Cabe, pues, preguntarse: ¿cómo es posible fijar, con el máximo de objetividad, el contenido real de cada una de esas nociones, ajustando su carácter conceptual al contenido vivo y humano que debe encerrar? Con mucha frecuencia, aquellos conceptos aparecen manejados como si tuvieran valor autónomo y existencia real, y se los ve, al mismo tiempo, desvitalizarse y convertirse en secos esquemas racionales que apenas recuerdan la dramática existencia humana que quieren fijar en formas conceptuales de valor permanente. Para una reflexión seriamente crítica, toda especulación apoyada en estos fantasmas debe carecer de riguroso valor científico.

He aquí esbozado primariamente el escabroso problema de la conceptuación histórica, acaso el primero en orden y en jerarquía entre los problemas preliminares del conocimiento histórico. Pero de la dificultad del problema no puede seguirse un nominalismo –en sentido escolástico– que afirme que en Historia solo son válidos los hechos y que todo concepto se aparta de la realidad histórica como para invalidarlo científicamente. Sin conceptuación no hay historia posible, y nos veríamos limitados a un tipo de narración que se ha llamado –por oposición a la historia– la “crónica”.

Dos conceptos, entre todos, resultan imprescindibles para que sea posible una comprensión histórica: el de “cultura” y el de “época”. Uno y otro proporcionan los marcos dentro de los cuales se hace posible ordenar la sustancia histórica y descubrir su sentido.

Para descubrir si es lícita la conceptuación histórica, y si corresponde a una fisonomía de las cosas que impone por sí misma aquella forma de percepción, nada tan ilustrativo como determinar si la formación de los conceptos históricos ha sido exclusivamente el resultado de los esfuerzos sistemáticos de la ciencia histórica o si es consecuencia de una espontánea intuición histórica, que se da en el historiador pero que se da también fuera de él. Si la primera de las formas ha sido la que ha contribuido de manera más notoria a dar autonomía y, a veces, verdadero carácter de hipóstasis a ciertas nociones históricas, la percepción espontánea de las individualidades históri¬cas ha sido, evidentemente, la que ha creado el núcleo vivo de cada una de las nociones luego científicamente caracterizadas. Es esta base precientífica la que le da consistencia a la ulterior sistematización.

Podría documentarse con pruebas sacadas del pasado esta actitud de la intuición histórica no profesional para captar épocas y culturas de sentido autónomo y atribuirles caracteres de individualidad. Pero bastará la observación de un fenómeno de estos tiempos –de estos días, diríamos– para señalarla y hacerla evidente. Asistimos a una discriminación de épocas que nos permite distinguir entre lo que es el mundo de nuestros días –en Occidente– y lo que ha sido en el plazo comprendido entre los comienzos del siglo y el fin de la [primera] guerra mundial. Las modas, los gustos literarios y musicales, la arquitectura, hasta los ambientes y las costumbres, comienzan a ser percibidos como formando parte de una unidad. Con esta unidad –y esto es lo típico de la intuición histórica– apenas tenemos vínculos de parentesco vigentes; su exhumación es, pues, po¬sible, sin que se admita la posibilidad de un equívoco entre la resturación arqueológica y el pasatismo. Se trata de otra “época”.

Piénsese en “Doña Rosita la soltera” de García Lorca o en “Les hommes de bonne volonté” de Jules Romains, en el prestigio victoriano, en la restauración del vals o en el encanto renovado del “art nouveau” y de los encajes, y se advertirá como hay una intuición de la unidad de estilo que domina lo que ya se empieza a llamar la “anteguerra”. Tan evidente es su autonomía histórica y su caducidad vital que parece ya lícito imitarla, creando esquemas estilizados de su realidad periclitada, sin temor de que parezca preferencia espontánea, y, en consecuencia, tendencia a lo “cursi” o a lo “demodé”.

Esta mutación es relativamente reciente. Quizá hace diez años se percibiera todavía un lazo sutil, que se resistía a ser cortado, y que impedía tocar sin riesgo de confusión cuanto pertenecía a aquel estilo: recitar a Becquer o usar un sombrero con flores o gustar de la ópera italiana. El hiatus es hoy tan perceptible que nadie temería restaurar el estilo de “anteguerra” –llamémosle así– y colocar el repertorio de sus gustos al lado de los otros, igualmente finiquitados pero incorporados al elenco de formas susceptibles de ser usadas: clásico, colonial, romántico, etc. Todo eso constituye el pasado, que solo como tal se reincorpora al acervo cultural.

Lo que permite percibir el pasado como conjunto de unidades de sentido y discriminar espontáneamente unas y otras es una intuición, cuya existencia hay que admitir como elemento primero de la experiencia histórica. Fijada como fenómeno de opinión, proporciona a cada una de esas unidades percibidas una personalidad, un contorno, una estructura. El historiador se apodera entonces de ella y procura arrancar de su apariencia imprecisa los caracteres que la definen y la individualizan. Después, por un azar afortunado, adquiere un nombre y poco a poco se yergue como un ente presente y activo.

Es entonces cuando puede plantearse la posibilidad del peligro de una conceptuación cada vez más esquemática, más intelectual, más alejada de la realidad viva. ¿Dónde debe el historiador detener esta marcha en la utilización del concepto, de este ente de razón construido sobre aquella primera experiencia histórica? El límite sólo puede fijarlo su propio sentido del rigor científico, su capacidad crítica, y, sobre todo, su intuición para percibir lo humano que vivifica y enriquece la historia. Pero para estar atento a la necesidad de fijarlo con exactitud, es imprescindible plantearse este problema como norma metodológica y formular su interrogante cada vez que los conceptos amenazan con arrastrar a las realidades, porque, de dejarnos llevar, no llegaríamos sino a la creación de esquemas sin vida, en nada útiles para la comprensión duradera y profunda de la vida histórica.