Perspectivas desde una encrucijada. 1954

La creciente sospecha de que las armas atómicas comprometen el destino y acaso la existencia de la civilización ha cobrado en los últimos días aire de dramática certidumbre. No había dudas acerca de su inmenso poder destructivo, pero parecía indudable que sus efectos podían someterse a la vigilancia de la inteligencia humana. Y de pronto, quienes tienen el control de la energía atómica han dejado escapar una voz de alarma, han insinuado un gesto de asombro frente a las consecuencias de los últimos experimentos. El efecto ha sido sorprendente en todo el mundo, y se ha difundido un sentimiento de temor que, en ciertos lugares que se saben señalados como principales objetivos militares, ha podido parecer pánico. El presidente de los Estados Unidos y el primer ministro británico han calificado ese sentimiento de “histeria”.

Ambos estadistas, harto experimentados en los peligros de la guerra y conscientes de su inmensa responsabilidad, han creído necesario exponer sus opiniones sobre el problema de las armas atómicas, en un esfuerzo por devolver la calma a sus conciudadanos y a la opinión pública mundial, cuya vibración revela la dolorosa perplejidad de quien se halla en una oscura encrucijada. Es innegable que se desprende de las palabras de ambos mandatarios cierta sensación de aplomo, de seguridad. Pero será difícil arrancar de las conciencias esta astilla que ha dejado la sospecha de que los hechos han superado la imaginación y las previsiones de científicos y estadistas. Carece la opinión pública de elementos para juzgar exactamente la situación. El secreto militar y la complejidad del problema científico mismo hacen que se divague sobre fantasías. Pero no se equivoca al juzgar el temor que manifiestan los que seguramente conocen a fondo el problema, y ese juicio se proyecta en una especie de vago anhelo, de inquieta exigencia frente a los que tienen la responsabilidad del destino del mundo.

Lo que la opinión pública mundial manifiesta es, simplemente, un ferviente deseo de que se haga algo para conjurar el peligro, para que no se repita el pavoroso espectáculo de Nagasaki y de Hiroshima. La primera reacción es proponer un entendimiento entre las potencias poseedoras de las armas atómicas para que se proscriba su uso. En el terreno político, los laboristas ingleses se han hecho cargo de esta tesis y han exigido al gobierno de Sir Winston Churchill que suscite la inmediata reunión de los jefes de aquellas potencias: Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia.

Pero en el terreno político la solución no es tan fácil, y sin duda los laboristas ingleses hubieran vacilado en provocar esa reunión precipitadamente si tuvieran la responsabilidad del gobierno. Es que, en efecto, en el terreno político el problema del peligro atómico se desdobla en un peligro auténtico y un peligro secundario e indeterminable, que surge de las necesidades del juego diplomático, particularmente complejo y confuso en los últimos tiempos. Puede afirmarse que las tres potencias atómicas desean hoy llegar a un acuerdo mutuo, porque conocen los riesgos que las amenazan. Pero cada una de ellas desea que la negociación y el acuerdo a que se llegue garanticen su propia seguridad y no sirvan de trampa mortal ante la posible mala fe de una de las partes. De esta circunstancia proviene el aire de encrucijada trágica que tiene este momento, en que las soluciones reales parecen utópicas y se ven condicionadas por circunstancias nacidas del recelo reciproco.

Tal es, en última instancia, el origen de las divergencias entre los estadistas. En Gran Bretaña y los Estados Unidos el Gobierno parte del principio de que la posesión de las armas atómicas constituye el fundamento de su seguridad frente a una posible agresión rusa, que los observadores occidentales juzgan verosímil basándose en una experiencia reiterada. Una y otra vez los gobiernos de ambos países han declarado que, en sus manos, la bomba atómica no constituye peligro alguno para nadie, en tanto es un instrumento eficaz para reaccionar automáticamente ante un ataque sorpresivo, afirmación que refleja inequívocamente la nueva concepción estratégica que han elaborado los altos círculos militares. Pero a pesar de esa actitud, los dos países, en unión de Francia, han solicitado a la Comisión de Desarme de la UN que se aboque inmediatamente al problema del control de las armas atómicas, propuesta a la que Rusia ha prestado ya su conformidad y de la que se ha conversado en sucesivas entrevistas entre el general Eisenhower y el embajador soviético en Washington.

Esta vía parece la más indicada para hallar alguna solución a la cuestión, pero no es seguro que logre su objeto. Están de por medio las situaciones recíprocas de las potencias en juego, con su secuela de problemas secundarios pero inevitables. Inglaterra quiere contar como potencia atómica —según lo declaró el Gobierno—, pero ni desea interferir la esfera de acción norteamericana ni se resigna a que los Estados Unidos prescindan de ella en la conducción del problema. Los Estados Unidos, por su parte, desearían obrar de acuerdo con sus aliados, pero se inquietan ante la resistencia que levanta en Europa el Pacto del Atlántico y la Comunidad Defensiva Europea, así como su política frente a Rusia y a China comunista. Rusia ofrece, en cambio, un frente uniforme, logrado, por cierto, gracias al enérgico sistema con que domina a los países que constituyen su bloque. Frente a ella, la situación más grave es la de los Estados Unidos, que son —acaba de declarar el general Eisenhower— “la mayor fuerza que Dios jamás haya permitido que existiera a sus plantas”. Es pavorosa la responsabilidad que implica esta situación, por lo demás indiscutible.

El presidente de los Estados Unidos ha declarado que su país usará las armas atómicas como respuesta a una agresión, pero aseguró solemnemente que no iniciará con ellas guerra alguna. ¿Convencerá a los hombres del Kremlin esta afirmación del general Eisenhower? Tal vez persistan en la actitud de duda, real o simulada, que han exhibido con frecuencia. Cabe, pues, preguntarse: ¿hay alguna perspectiva de solucionar el problema de la “guerra fría” y el de las armas atómicas mientras las sospechas de mala fe presidan las relaciones entre las partes?

Este régimen de desconfianza y recelo constituye la desgraciada herencia del arbitrariamente llamado “realismo político”, practicado por los sistemas autoritarios en los últimos tiempos. Convertido en principio de acción, el método de violar los compromisos y de prescindir de las normas invalida toda posibilidad de relaciones normales entre potencias cuyos rozamientos suelen ser a veces menos graves de lo que aparentan. Acaso, con todos sus peligros, el heroísmo civil que haya que esperar de los estadistas que dirigen el mundo en esta encrucijada consista sustancialmente en que sepan hacer un primer gesto de buena fe, tras del cual pueda retornarse a un régimen de derecho.