El pensamiento político de la Emancipación. 1975

La preparación de una antología del pensamiento político de la Emancipación no sólo obliga a seleccionar según cierto criterio —siempre discutible— los textos que se juzguen más significativos, sino que propone inexcusablemente ciertos problemas de interpretación sobre los que caben diversas respuestas. Parecería oportuno indicarlos aquí, como una invitación para reflexionar no sólo sobre textos y sus contenidos sino también sobre los caracteres del proceso histórico que se abre en Latinoamérica a principios del siglo XIX y del que surgen nuevas nacionalidades.

¿Hasta dónde es válido pensar e interpretar el proceso de la Emancipación sólo como un aspecto de la crisis de transformación que sufre Europa desde el siglo XVIII y en la que se articula la caída del imperio colonial español? Sin duda esa crisis de transformación constituye un encuadre insoslayable para la comprensión del fenómeno americano, y lo es más, ciertamente, si se trata de analizar las corrientes de ideas que puso en movimiento. Pero, precisamente porque será siempre imprescindible conducir el examen dentro de ese encuadre, resulta también necesario puntualizar —para que quede dicho y sirva de constante referencia— que el proceso de la Emancipación se desata en tierra americana a partir de situaciones locales, y desencadena una dinámica propia que no se puede reducir a la que es propia de los procesos europeos contemporáneos. Más aún: desencadena también unas corrientes de ideas estrictamente arraigadas en aquellas situaciones que, aunque vagamente y carentes de precisión conceptual, orientan el comportamiento social y político de las minorías dirigentes y de los nuevos sectores populares, indicando los objetivos de la acción, el sentido de las decisiones y los caracteres de las respuestas ofrecidas a las antiguas y a las nuevas situaciones locales. Esas corrientes de ideas no forman parte del habitual repertorio de concepciones políticas a que apelaron los dirigentes del movimiento emancipador, sobre todo cuando fijaron por escrito sus opiniones políticas o enunciaron formalmente sus proyectos concretos, constitucionales o legislativos. En esos casos, recurrieron a un conjunto de modelos ideológicos ya constituidos en Europa o en Estados Unidos. Y si se trata de exponer ese pensamiento es forzoso referirlo a esos modelos, tanto más que, efectivamente, se basaron en ellos las creaciones institucionales que tuvieron vigencia legal.

Pero es bien sabido que no siempre —o casi nunca— tuvieron auténtica y profunda vigencia real. Esa contradicción proviene, precisamente, de la inadecuación de los modelos extranjeros a las situaciones locales latinoamericanas y, sobre todo, de la existencia de otras ideas, imprecisas pero arraigadas, acerca de esas situaciones y de las respuestas que debían dárseles. Eran ideas espontáneas, elaboradas en la experiencia ya secular del mundo colonial en el que el mestizaje y la aculturación habían creado una nueva sociedad y una nueva y peculiar concepción de la vida. Lo más singular —y lo que más dificulta el análisis— es que esas ideas no eran absolutamente originales, sino transmutaciones diversas y reiteradas de las recibidas de Europa desde los comienzos de la colonización, de modo que pueden parecer las mismas y reducirse conceptualmente a ellas. Pero la carga de experiencia vivida —irracional, generalmente— con que se las transmutó introdujo en ellas unas variantes apenas perceptibles, y las mismas palabras empezaron en muchos casos a significar otras cosas. Fueron ideas vividas, y por lo tanto entremezcladas con sentimientos y matizadas con sutiles acepciones hasta el punto de tornarlas, en ocasiones, irreductibles a las ideas recibidas que fueron sus modelos y puntos de partida. Por eso la historia latinoamericana de los tiempos que siguieron a la Emancipación parece un juego difícilmente inteligible, una constante contradicción en el seno de una realidad institucionalizada según modelos difícilmente adaptables, en la que irrumpían cada cierto tiempo y de imprevisibles maneras unas tendencias genuinas que reivindicaban su peculiaridad y que la tornaban más anárquica y confusa.

El pensamiento escrito de los hombres de la Emancipación, el pensamiento formal, podría decirse, que inspiró a los precursores y a quienes dirigieron tanto el desarrollo de la primera etapa del movimiento —el tiempo de las “patrias bobas”— como el de la segunda, más dramática, iniciado con la “guerra a muerte”, fijó la forma de la nueva realidad americana. Pero nada más que la forma. El contenido lo fijó la realidad misma, la nueva realidad que se empezó a constituir al día siguiente del colapso de la autoridad colonial. Entonces empezó la contradicción, cuya expresión fueron las guerras civiles, los vagos movimientos sociales, las controversias constitucionales, las luchas de poder, siempre movidas por el juego indisoluble entre las ambiciones de grupos o personas y las encontradas concepciones sobre las finalidades de la acción y las formas de alcanzarlas.

Con esta salvedad debe entenderse el contenido de la casi totalidad del pensamiento escrito de los hombres de la Emancipación. Expresó un conjunto de modelos preconcebidos para una realidad que se supuso inalterable, pero que empezó a transformarse en el mismo instante en que ese pensamiento fue formulado. Eran modelos que tenían un pasado claro y conocido, pero que tuvieron un futuro incierto y confuso. Su génesis hay que buscarla fuera de Latinoamérica, pero el singular proceso de su funcionamiento y adecuación es lo que explica la historia de las cinco o seis décadas que siguieron a la independencia.

El caudal de pensamiento político en que abrevaron los hombres de la Emancipación se constituyó a lo largo de toda la Edad Moderna, pero adquirió consistencia y sistematización en la segunda mitad del siglo XVIII. Por entonces se precipitaron también los procesos que transformarían el sistema económico y político del occidente europeo, del que formaban parte las potencias coloniales instaladas en Latinoamérica. Pero no estaban incluidas de la misma manera Portugal y España. El primero había aceptado participar en el sistema del mundo mercantil a la zaga de Inglaterra, en tanto que la segunda se resistía y actuaba en creciente desventaja dentro de ese mundo que controlaban Inglaterra, en primer término, y Holanda y Francia en segundo. Esa situación signó el destino internacional de España. Poseedora de un vasto imperio colonial, había perdido progresivamente el control de las rutas marítimas y, con él, la capacidad de defensa de sus posesiones.

Ciertamente, la defendía el pacto de familia que unía a las dos ramas de los Borbones, y después de la Revolución el pacto con Francia, la primera potencia militar de Europa. Pero la preponderancia marítima de Inglaterra neutralizaba ese apoyo y, en cambio, España compartía todos los riesgos de la alianza francesa. A causa de ella fue aniquilada por Nelson la flota española en Trafalgar, en 1805, y el destino del imperio colonial español quedó sellado. La invasión francesa de la península en 1808 completó el proceso, y en las colonias españolas quedaron dadas las condiciones para que se desprendieran de la metrópoli.

No es fácil establecer cuál era el grado de decisión que poseían los diversos sectores de las colonias hispanoamericanas para adoptar una política independentista. Desde el estallido de la Revolución francesa aparecieron signos de que se empezó a pensar en ella, y cuando Miranda inició sus arduas gestiones ante el gobierno inglés se aseguraba de que vastos grupos criollos estaban dispuestos a la acción. Pero era un sentimiento tenue, que sin duda arraigaba en los grupos criollos de las burguesías urbanas sin que pueda saberse, en cambio, el grado de resonancia que tenían en otros sectores. El sentimiento prohispánico estaba unido al sentimiento católico, y los avances que había logrado la influencia inglesa, promovidos por grupos mercantiles interesados en un franco ingreso al mercado mundial, estaban contenidos por la oposición de los grupos tradicionalistas que veían en los ingleses no sólo a los seculares enemigos de España sino también a los herejes reformistas. Fue esa mezcla de sentimientos la que galvanizó la resistencia de Buenos Aires cuando dos veces hizo fracasar otros tantos intentos ingleses de invasión, en 1806 y 1807. De pronto un vacío de poder, creado por la crisis española de 1808, obligó a decidir entre la sujeción a una autoridad inexistente y una independencia riesgosa, acerca de cuyos alcances se propusieron diversas variantes. Ese fue el momento en que adquirieron importancia los modelos políticos que se habían elaborado en Europa y en los Estados Unidos en las últimas décadas, y de acuerdo con los cuales debería encararse el arduo problema de orientar el curso del proceso emancipador.

Para identificar todos los caracteres del caudal de pensamiento que fraguó en los modelos políticos vigentes a principios del siglo XIX sería necesario traer a colación toda la apasionada discusión doctrinaria que acompañó a las luchas por el poder a lo largo de la Edad Moderna. No podrían obviarse las opiniones del padre Juan de Mariana, del rey Jacobo I de Inglaterra, de Jean Bodin, de Hugo Grocio. Pero los modelos mismos, los que operaron eficazmente frente a las situaciones creadas en Latinoamérica, quedaron formulados sólo a partir de fines del siglo XVIII, cuando en Inglaterra, tras la revolución de 1688, se instauró la monarquía parlamentaria. La Declaración de derechos, dictada por el Parlamento y aceptada por el estatúder de Holanda a quien se le había ofrecido el trono, definió un estatuto político en el que se resumía una larga y dramática experiencia y se fijaban los términos institucionales que resolvían en un cierto sentido los conflictos entre las tendencias absolutistas de la monarquía y las tendencias representativas de las poderosas burguesías que, de hecho, controlaban la vida económica de la nación. Y sin embargo, la polémica no había quedado cerrada. Mientras John Locke construía la doctrina del nuevo régimen en sus Two Treatises of Goverment, de 1690, circulaban las ideas que Thomas Hobbes había expuesto rigurosamente en 1651 en The Leviathan. La tesis del contrato social nutría el pensamiento de ambos tratadistas, pero en tanto que Locke ponía límites a sus alcances y sostenía el derecho de las mayorías a ejercer el gobierno, Hobbes había radicalizado aquella tesis y derivaba del contrato originario un poder absoluto. Whigs y tories recogerían esas dos doctrinas y las traducirían, en el ejercicio del poder, en sendas políticas prácticas a lo largo del siglo XVIII.

De hecho, predominó la concepción de Locke que, al fin, coincidía con el irreversible texto de la Declaración de derechos, sin que lograran hacer mella en el sistema parlamentario los ocasionales arrebatos absolutistas de Jorge III. Inglaterra se convirtió desde entonces en el modelo político de quienes combatían en otros países de Europa el absolutismo monárquico. Montesquieu, que ya en 1721 había satirizado al régimen francés en las Lettres Persanes, recogió una rica experiencia política en su viaje a Inglaterra, y lo mismo sucedió con Voltaire que, tras su estancia en la isla, escribió en 1728 sus Lettres sur les Anglais para difundir los principios políticos vigentes allí después de la revolución de 1688. Más historicista y pragmático que los pensadores ingleses, Montesquieu procuró hallar respuesta a los problemas suscitados por la relación entre el poder y las libertades individuales, imaginando soluciones institucionales que expuso metódicamente en De l‘Esprit des lois que dio a luz en 1748. Poco después comenzaba a aparecer la Encyclopédie, dirigida por Diderot y D’Alembert, cuyos artículos políticos revelaban una predominante influencia del pensamiento político inglés postrevolucionario. Voltaire escribía, entre tanto, numerosos opúsculos y panfletos sobre ocasionales problemas de la vida francesa, en los que defendía la tolerancia religiosa, los derechos individuales y la libertad intelectual. Pero hasta entonces el problema político reconocía ciertos límites en sus proyecciones: fue Rousseau quien extremó esas tesis y abrió un nuevo camino en la concepción de la sociedad y la política.

La audacia de las afirmaciones contenidas en el Discours sur l’origine de l’inégalité parmi les hommes, escrito en 1753, sobrepasaba los límites de la crítica política. Rousseau trasladaba al desarrollo mismo de las sociedades los problemas que sólo solían verse como expresión del sistema institucional. Y al concretar las tradicionales digresiones sobre el estado de naturaleza en una teoría de la desigualdad como resultado de la vida social y de las leyes, abría una perspectiva revolucionaria de inesperada trascendencia. Más elaboradas y profundizadas, esas aspiraciones aparecerán más tarde, en 1764, en Du contrat social, incluidas en una teoría general de la sociedad y del gobierno cuya vigorosa coherencia atrajo la atención de muchos espíritus inquietos.

En la dedicatoria “a la República de Ginebra” que encabeza el primero de los escritos citados se descubre la relación que Rousseau establecía entre una sociedad igualitaria y el gobierno republicano. Así quedó formulado, frente al modelo inglés de la monarquía parlamentaria, que tanta aceptación había tenido entre los pensadores políticos franceses, otro modelo, igualitario y republicano, que se ofreció como alternativa en los agitados procesos que sobrevinieron más tarde.

Combinados sus términos, esos dos modelos obraron en la mente de los insurrectos colonos ingleses de América en 1776, al establecerse el texto de la Declaración de independencia, y luego al redactarse los Artículos de Confederación en 1778 y la Constitución de los Estados Unidos en 1787. En ese lapso, los problemas concretos suscitados por los diversos estados confederados en relación con sus regímenes internos y con las relaciones recíprocas originaron una variante peculiar que hizo del gobierno de los Estados Unidos, a su vez, un modelo original y distinto de los que lo habían inspirado. Y aun después, en el ejercicio de las instituciones durante los gobiernos de los cuatro primeros presidentes —Washington, Adams, Jefferson y Madison— el modelo norteamericano adquirió una peculiaridad más acentuada.

Entretanto, el modelo igualitario republicano había presidido la acción política de sectores decisivos en las primeras etapas de la Revolución francesa de 1789. Inspiró la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aun cuando el texto de la Constitución de 1791 —a la que la Declaración servía de preámbulo— fuera más moderado. Más influyó en la concepción de la Constitución de 1793, que establecía el sufragio universal. Pero en lo que más se hizo sentir su influencia fue en la creación del espíritu igualitario que predominó en la época de la Convención, que fue, al mismo tiempo, la época de la leva en masa para enfrentar a los enemigos de la Revolución. Así, el modelo igualitario republicano cobraba intensa vibración y sumaba a esos caracteres un radicalizado autoritarismo.

El golpe de Termidor puso fin al predominio de las tendencias jacobinas, y desde entonces comenzó a elaborarse un contramodelo republicano y moderado. La constitución de 1795 restableció el sufragio restringido; y cuando los moderados fracasaron en su intento de controlar la agitación social y política, el modelo republicano y moderado dejó paso a otro, autoritario y conservador, establecido por Napoleón con la fuerza de las armas y el apoyo de los sectores sociales que consideraban haber alcanzado ya los objetivos prístinos de la Revolución.

Densas y elaboradas, las doctrinas que inspiraban todos esos modelos eran, al mismo tiempo, fruto de la reflexión de pensadores individuales —más originales unos que otros— y de la experiencia histórica acumulada, fuera sobre largos procesos ya sobrepasados, fuera la candente actualidad. Llegaron a Latinoamérica no sólo constituidas como un cuerpo teórico sino como un conjunto de verdades comprendidas y casi de prescripciones prácticas. Pero todas esas doctrinas se habían constituido sobre situaciones ajenas al mundo hispanolusitano, y más ajenas aún al mundo colonial que dependía de las dos naciones ibéricas. Fue una verdadera recepción de experiencia ajena y el contraste se advirtió pronto, no sólo entre las doctrinas recibidas y la realidad sino también entre aquellas y las doctrinas que circulaban corrientemente en el mundo colonial, casi cercado e impenetrable.

Las ideas de la Ilustración habían penetrado, ciertamente, en ese mundo colonial, pero por vías diversas y en distintos contextos. Para muchos hispanoamericanos, las ideas de los pensadores franceses llegaron a través de sus divulgadores españoles, para los cuales ciertos aspectos de ese pensamiento estaban vedados o fueron cuidadosamente omitidos. Ni los temas que tenían implicancia religiosa ni los que se relacionaban con el sistema político vigente en España pudieron ser tratados en un ambiente cultural en el que el americano Pablo de Olavide —entre tantos— había sido condenado por la Inquisición por poseer libros prohibidos, como la Encyclopédie y las obras de Montesquieu, Voltaire y Rousseau, con el agravante de que mantenía correspondencia con estos dos últimos autores. Pudo el padre Feijóo discurrir sobre las supersticiones o criticar costumbres anacrónicas; pero tanto en materia religiosa como política, los iluministas españoles introdujeron una clara corrección a los alcances del pensamiento francés. Acaso el testimonio más significativo de quien lo otorgó como por las circunstancias en que fue otorgado, sea el juicio que Gaspar Melchor de Jovellanos expresó en 1809 cuando la Junta Central de Sevilla lo consultó sobre sistemas de gobierno: “Haciendo… mi profesión de fe política, diré que, según el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca, y que ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella; que, por consiguiente, es una herejía política decir que una nación cuya constitución es completamente anárquica, es soberana, o atribuirle las funciones de la soberanía; y, como esta sea por su naturaleza indivisible, se sigue también que el soberano mismo no puede despojarse ni puede ser privado de ninguna parte de ella a favor de otro ni de la nación misma”.

Jovellanos fue, justamente, la figura más representativa de la Ilustración española. Pero su pensamiento, como el de Campomanes, Cabarrús y tantos otros, se orientó hacia los problemas de la economía, de la sociedad y de la educación. Las ideas de la escuela liberal y especialmente de la fisiocracia inspiraron las medidas económicas de los gobiernos ilustrados y fueron difundidas por la Sociedad Económica de Madrid y por las diversas asociaciones de “Amigos del País”. En esos ambientes las recogieron algunos americanos que viajaron por España, y acaso en algunas pocas universidades, la de Salamanca especialmente, donde funcionaba una Academia de Economía Política. Lo mismo ocurrió con los de habla portuguesa en la Universidad de Coimbra, reorganizada por medio de los Estatutos de 1772 bajo la inspiración del ilustrado marqués de Pombal, donde se estudiaban las ideas de Adam Smith y de la fisiocracia.

Pero no faltaron los hispanoamericanos que frecuentaron directamente las obras de los filósofos franceses, corriendo el riesgo de ser perseguidos o encarcelados. Abundaban en muchas bibliotecas particulares unas veces subrepticiamente y otras por expresa autorización pontificia, que se otorga a personas de reconocida responsabilidad para “leer todo género de libros condenados aunque fuesen heréticos”, y eran numerosos los clérigos que las poseían. Circulaban también en algunos ambientes universitarios, y no sólo las obras de los más importantes autores sino también las de autores secundarios que se proponían divulgar las nuevas ideas. Por esa vía llegaron directamente a los grupos más inquietos y lectores de las colonias las nuevas corrientes del pensamiento francés en su forma original y en la totalidad de sus aspectos. Para muchos fue una revelación deslumbrante, propia de quienes habían vivido mucho tiempo incomunicados con el mundo mercantil, ámbito de las nuevas ideas, pero sobre todo porque, si vivían enclaustrados, era dentro de un mundo coherente, un verdadero universo de ideas plasmado en España y Portugal y condensado luego con diversos niveles en el mundo clauso de las colonias.

Prestaba rígido marco a ese sistema de ideas la concepción católica de la Contrarreforma y la concepción política de la monarquía absoluta tal como la entendían los Austria. Estrictas ambas e intolerantes, contribuían a conformar una imagen autoritaria tanto de la vida social y política como de la vida del pensamiento. Y si la rebeldía de hecho apenas podía imaginarse —aunque la hubo, dejando a salvo la obediencia real— la heterodoxia ideológica pareció una peligrosa amenaza y se encomendó a la Inquisición que vigilara su aparición y castigara a los culpables.

Pudo ser rebelión de hecho la que desencadenaron los comuneros, tanto en Paraguay como en Nueva Granada. Se los sometió y castigó, sin duda. Pero no produjo mayor alarma porque estaba movida por una ideología propia del sistema. La rebelión era contra los malos funcionarios, contra el incumplimiento de las leyes, contra la voluntad sagrada del rey que, sin duda, quería el bien de sus súbditos. Era una actitud derivada de esa veta política de tradición medieval que afloraba por entre la trama del orden absolutista de los Austria, que contenía a los elementos de la democracia villana que reivindicarían Lope de Vega y Calderón. “Se acata pero no se cumple” fue norma castiza que fijaba los límites de la desobediencia dentro del sistema. Y aunque pudiera costarle la cabeza al desobediente, podía morir como leal vasallo y buen cristiano.

Unos márgenes un poco más amplios de independencia se advirtieron en la actitud de los jesuitas, denodados sostenedores del sistema pero celosos de su propia autonomía, como orden y como corporación pensante, precisamente porque sentían el sistema como obra propia y reivindicaban el derecho de vigilarlo, conducirlo y perfeccionarlo.

En la tradición política europea, la aparición del absolutismo había sido pareja a la formulación de la doctrina del tiranicidio. Sólo se es rey para el bien de todos, y es tirano el que usa el poder solamente en su provecho. La conciencia pública, no institucionalizada, tenía el derecho de rebelarse y segar la vida del tirano. La teoría había sido defendida en la Edad Media por Jean Petit, con motivo del asesinato del duque de Orleans en 1407 atribuido a inspiración de Juan sin Miedo, duque de Borgoña. Desarrollada luego al calor de los conflictos religiosos, era un correlato necesario de la doctrina del poder absoluto que no reconocía frenos institucionales al poder real. Suponía que era la voluntad de Dios la que armaba el brazo regicida y se valía de él para sancionar a quien usaba mal el poder que Dios mismo le había conferido. Era, pues, una doctrina coherente con el sistema trascendentalista. Fueron los jesuitas, por la pluma del padre Juan de Mariana, los que se hicieron portavoces de esa doctrina que, cualquiera fuere su validez y sus limitaciones, revelaba el sentimiento profundo que abrigaba la Compañía de Jesús de su responsabilidad en la custodia del sistema postridentino. Ese sentimiento fue el que inspiró su obra en Latinoamérica y explica su gravitación.

Pudo decir Capistrano de Abreu —en sus Capítulos de Historial colonial—: “sin antes escribir una historia de los jesuitas, será pretencioso querer escribir la del Brasil”; y aunque algo haya de exageración en ello, es indudable que, tanto en el Brasil como en el área hispanoamericana, tuvo la Compañía una gravitación decisiva —y a veces un monopolio en la vida intelectual y en la formación de elites. Fue ella, entre todas las órdenes, la que más trabajó para mantener la coherencia del sistema y la que tuvo una política más tenaz para extremarla.

Contó a su favor con la originaria consustanciación del pensamiento ignaciano con el del Concilio de Trento. La Compañía de Jesús no arrastraba tradición medieval sino que se constituyó como expresión católica del espíritu moderno, arrostrando todos los problemas creados por el conflictivo mundo de las luchas religiosas. Así quedó en evidencia en las Constituciones ignacianas. Pero también contó con el sustento teórico que le proporcionaron sus estudios de la política y de la teología, entre los cuales alcanzaron significación singular Mariana, el cardenal Bellarmino y sobre todo el padre Francisco Suárez. Todos interesados simultáneamente en la política y en la religión.

La consustanciación de los jesuitas con el sistema no se manifestó solamente en la preocupación por orientar intelectual e ideológicamente a las elites, sino también a través de una singular concepción de la catequesis, tan eficazmente conducida que se ha podido hablar de un “imperio jesuítico” en el Río de la Plata, donde establecieron importantes misiones. Pero tanto la consustanciación con el sistema como el efectivo poder que la Compañía alcanzó en las colonias latinoamericanas la tornaron sospechosa cuando las metrópolis viraron el rumbo por obra de los monarcas ilustrados que emprendieron un plan de reformas. Los jesuitas fueron expulsados del ámbito hispano-portugués, y a partir de ese momento establecieron una red de comunicaciones con las colonias de la que se sirvieron para agitar a los espíritus inquietos. Mucho se ha discutido acerca de la influencia que el suarismo pudo tener en el despertar del sentimiento emancipador; sin duda ejerció alguna influencia, porque el celo de la defensa de los intereses de la Compañía sobrepasó los límites de la argumentación jusnaturalista y desembocó alguna vez —como con el padre Viscardo— en una incitación explícita a la Emancipación.

No tuvo, sin embargo, en conjunto, la pujanza de las ideas inglesas y francesas, ya consagradas por los movimientos revolucionarios triunfantes.

Hubo, sí, un cierto sentimiento criollo generalizado que no pudo ser superado por las influencias ideológicas. Estas últimas operaron sobre pequeños grupos. Aquel sentimiento, en cambio, siguió vivo en vastos sectores populares y en las clases altas conservadoras. Cuando se estudia el pensamiento de la Emancipación es imprescindible no perder de vista ese sentimiento que obrará como fuente de resistencia pasiva frente a las ideologías y a los modelos políticos extraídos de la experiencia extranjera.

II

Ausente de Venezuela desde 1771, Francisco de Miranda se incorporó a la vida europea cuando ya se agitaba la polémica ideológica que, en Francia, desembocó en la Revolución. Temperamento curioso y aventurero, acumuló muchas y muy atentas lecturas pero dedicó sus mayores energías a la acción. Viajó mucho, sirvió bajo diversas banderas, conoció de cerca a muchos hombres públicos, se mezcló en diversas aventuras políticas y se fue haciendo una clara composición de lugar acerca de las opiniones políticas que ofrecía la crisis suscitada en Europa por la Revolución francesa de 1789. Buen conocedor de Inglaterra y de los Estados Unidos, familiarizado con los problemas españoles, su experiencia francesa y el conocimiento de los autores que inspiraba la ola revolucionaria completó el cuadro de lo que necesitaba saber para orientarse en el complejo y vertiginoso panorama europeo. Cuando comenzó a pensar en su patria venezolana ya soñaba en América como su verdadera patria.

La idea —casi la hipótesis— de que Hispanoamérica pudiera independizarse de su metrópoli surgió en su espíritu indisolublemente unida a su imagen de la situación general del mundo. Visto desde Europa, el imperio colonial español parecía ya un mundo anacrónico y en su concepción de la independencia estaba implícita la de su renovación para que se modernizara y ocupara un lugar provechoso en el mundo mercantil. Era, precisamente, el mundo que había llegado a dominar Inglaterra, y a ella se dirigió Miranda en busca de apoyo para su plan.

Las gestiones diplomáticas y conspirativas de Miranda fueron largas y, a veces, tortuosas. Pero lo que trasuntaron los documentos más representativos de su pensamiento, esto es, los planes constitucionales, fue la inequívoca opción de Miranda por el modelo político inglés, acaso modificado en un sentido más autoritario. Algo de utópico había en toda su concepción, y no parecía que hubiera aplicado a fondo la experiencia inglesa para coordinar los mecanismos constitucionales de ese vasto Estado americano en que pensaba. No eran los suyos, en rigor, planos prácticos, nacidos de la convicción o la seguridad de que le sería dado ponerlos en acción, sino más bien bosquejos provisionales que, por cierto, parecían ignorar la realidad latinoamericana. Sin embargo, Miranda acompañaba sus memorias al gobierno inglés con detalladas descripciones del mundo colonial, sus recursos y sus sociedades, y afirmaba que eran muchos los americanos que aspiraban a la independencia y que entrarían en movimiento si se sentían protegidos por Inglaterra. La experiencia demostraría su desconocimiento de la verdadera situación social y política de su propia tierra natal.

Una cosa quedaba clara a sus ojos: la urgente necesidad de impedir que penetraran en Latinoamérica las ideas francesas, y no sólo las que había puesto en práctica la convención sino aun los principios teóricos desenvueltos en las obras fundamentales de los filósofos.

Una y otra vez expresó que era imprescindible que la política de los girondinos o de los jacobinos no llegara a “contaminar el continente americano, ni bajo el pretexto de llevarle la libertad”, porque temía más “la anarquía y la confusión” que la dependencia misma. Cuando participó en el Congreso redactor de la Constitución venezolana de 1811, asistió con desagrado a la adopción de un conjunto de principios e instituciones que, en su opinión, comprometían el futuro del país. El régimen político, pero sobre todo, el principio federalista, contradecían sus convicciones, en el fondo autoritarias, y Miranda las expresó veladamente en la protesta que acompañó a su firma en el texto constitucional: “Considerando que en la presente Constitución los poderes no se hallan en un justo equilibrio; ni la estructura u organización general suficientemente sencilla y clara para que pueda ser permanente; que por otra parte no está ajustada con la población, usos y costumbres de estos países, que puede resultar que en lugar de reuniones en una masa general, o cuerpo social, nos divida y separe en perjuicio de la seguridad común y de nuestra independencia, pongo estos reparos en cumplimiento de mi deber”.

En esa misma época el sacerdote mexicano fray Servando Teresa de Mier expresó un pensamiento político semejante. También él fustigó el principio de la igualdad, del que —decía— “los franceses han deducido que era necesario ahorcarse entre ellos para estar en situación de igualdad en el sepulcro, único lugar donde todos somos iguales” . Las páginas de su Historia de la revolución de la Nueva España, publicada en 1813, refleja la reacción de su ánimo contra los principios de la Revolución francesa, especialmente después de los episodios del Terror. Como muchos de los que, como él, pertenecieron a los círculos hispanoamericanos de Londres, manifestó fray Servando cierta predilección por el modelo inglés de la monarquía limitada. Pero temía, en el fondo, el triunfo de cualquier sistema ajeno a la tradición hispánica, no sólo porque había adoptado una concepción consuetudinaria de los procesos históricos, análoga a la que Edmund Burke —el autor de las Reflections on the French Revolution— sino porque temía los efectos de una disminución del sentimiento religioso entre los criollos emancipados. Aristocratizante, defendía la posición de la “nobleza” criolla, en peligro, a sus ojos, si prosperaban las tesis igualitarias. En cambio, la perduración de la tradición hispánica —las leyes y costumbres, la religión— aseguraría una continuidad en esta España de América. La independencia —explicaba en las Cartas de un americano, publicadas en 1811-1812 en relación con las Cortes de Cádiz— era inevitable, pero debía conducirse de tal modo que no se comprometieran aquellas tradiciones que habían conformado las sociedades americanas.

Estas ideas de fray Servando recuerdan las que poco antes había expresado el argentino Mariano Moreno en el prólogo a la traducción que la Junta Revolucionaria había mandado publicar del Contrato social: “Como el autor tuvo la desgracia de delirar en materia religiosa, suprimo el capítulo y principales pasajes donde ha tratado de ellas”. Era una típica expresión de la actitud de la Ilustración española, manifestada también categóricamente en el título con que se publicó en Buenos Aires, en 1822, la tesis de Victorián de Villava originalmente escrita en 1797: “Apunte para una reforma de España sin trastorno del gobierno monárquico ni la religión”.

Educado en la universidad altoperuana de Charcas, Moreno había sido discípulo de Villava y era, naturalmente, un afrancesado, lector de los filósofos políticos cuyas obras circulaban clandestinamente en el ambiente intelectual de aquella universidad. En ella se formaron entre otros, Monteagudo, Rodríguez de Quiroga, Zudáñez, todos los cuales participarían directamente en los movimientos revolucionarios del Alto Perú y del Río de la Plata y expresarían una y otra vez una versión más o menos radical de aquellas ideas. Análogo fervor por las ideas francesas se había manifestado en otras partes de América. Naturalmente llegaron a Haití, y encontraron favorable acogida entre los esclavos. La rebelión contra los ricos plantadores franceses empezó en 1793, fue apoyada por la metrópoli revolucionaria y dio origen a un nuevo orden institucional que organizó el jefe de los insurrectos, Toussaint Louverture, a través de la Constitución de 1801, promulgada por medio de un documento revelador de la ideología que lo animaba. Era el primer gran triunfo en Latinoamérica del principio de la igualdad, aplicado, precisamente, a una sociedad fundada ostensiblemente en la desigualdad.

El ejemplo haitiano se hizo sentir. En Venezuela hubo un movimiento de los negros de Coro, en 1795, y otro luego en Cariaco, en 1798. El jefe del primero, José Leonardo Chirino, hablaba de instaurar “la ley de los franceses”, y ponía en práctica sus convicciones igualitarias asesinando blancos. Por otra vía, las ideas francesas llegaban al Río de la Plata y encontraban buena acogida en diversos círculos, tanto que el virrey Arredondo ordenó en 1794 una cuidadosa pesquisa en Buenos Aires, que reveló la existencia de franceses que se reunían para conspirar contando con la posibilidad de mover a la rebelión a los negros esclavos.

Pero ya por entonces había criollos ilustrados entusiastas de las ideas francesas. Uno de ellos, funcionario del virreinato de Nueva Granada, Antonio Nariño, había publicado en Bogotá, en 1794, el texto de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, impreso en su imprenta privada. Contravenía con ello innumerables y reiteradas disposiciones del gobierno español prohibiendo la difusión de todo lo que tuviera que ver con la Revolución francesa, y en consecuencia, el virrey Ezpeleta dispuso que fuera encarcelado en una prisión de África. Pero poco después, en 1796, algunos de los complicados en la conspiración de San Blas, organizada en España para instaurar allí un gobierno republicano de inspiración francesa, fueron enviados a las prisiones americanas. Juan Bautista Picornell y otros varios fueron recluidos en la cárcel de La Guaira, y desde allí reiniciaron la propaganda ideológica y la acción conspirativa que antes desarrollaron en España. Fugaron con la complicidad de algunos funcionarios que participaban de sus ideas, y la consecuencia fue la organización del proyecto revolucionario de 1797 encabezado por el corregidor de Macuto, José María España, capitán retirado del ejército español, y por Manuel Gual. Ese mismo año apareció publicada en Venezuela la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, con un significativo Discurso introductorio de autor discutido pero verosímilmente atribuido a Juan Bautista Picornell. Una textual repetición de los principios de la Revolución francesa acredita el origen de las influencias recibidas por sus autores así como la orientación que, de triunfar, hubiera tenido el movimiento revolucionario.

A medida que se precipitaba la crisis española fue creciendo el número de los que se preocuparon por la suerte de las colonias. Si la misma corte de Madrid había sido suficientemente sensible al clamor como para enviar al visitador José de Gálvez para interiorizarse de los problemas que inquietaban a los pobladores de las colonias, estos, y especialmente los criollos, pudieron acariciar cada vez más la esperanza de que sus voces fueran escuchadas. Se advertía en esas voces una gran lucidez; pero poco a poco se advirtió también un creciente resentimiento que a veces parecía rencor. Miranda publicó papeles del jesuita Juan Pablo Viscardo que ya en 1792 reclamaba por los derechos de los pobladores de las colonias. Pero hubo, en 1809, casi en los extremos del mundo colonial, dos documentos valiosísimos que revelaron en qué peligrosa medida crecían tanto la lucidez como el resentimiento. Fueron el Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres, y la Representación de los hacendados, del rioplatense Mariano Moreno. Agudos y precisos, ambos documentos puntualizaban en el momento en que se derrumbaba la autoridad peninsular los derechos que los criollos creían tener y las soluciones que les parecían imperiosas. Sólo veladamente se insinuaba en ellos ese rencor que explotaría en las primeras jornadas revolucionarias, tanto en las ciudades altoperuanas como en las inflamadas imprecaciones contra los “gachupines” de Miguel Hidalgo y de José María Morelos en México.

III

Cuando empezó la ola revolucionaria de 1809, los hechos empezaron a confrontarse con las ideas preconcebidas. Según ellas se interpretaron los hechos que se sucedían vertiginosamente, pero surgieron situaciones nuevas, imprevistas e imprevisibles, que plantearon problemas inéditos ajenos a los cartabones interpretativos de que disponían hasta ese momento quienes se vieron envueltos en la dirección de los movimientos revolucionarios.

Eran problemas sociales y políticos, suscitados en la entraña misma de la realidad, llenos de matices locales y de peligrosas incógnitas. Fue necesario inaugurar nuevos criterios para interpretarlos y entenderlos, acaso apoyados en aquellas ideas recibidas de fuera pero modificadas reiteradamente a la luz de la experiencia de cada día.

De pronto se vio que crecía en muchas mentes el designio emancipador. Lo que pocos años antes parecía impensable, fue pensado de pronto por muchos con un apasionado fervor. Pero, ¿cómo realizar ese designio? Las respuestas variaron entre el temor y la audacia, entre la prudencia y la ingenuidad. Unos creyeron que era necesario marchar con tiento sin precipitar las decisiones. A la etapa de las ideologías siguió la preocupación por las estrategias.

Fueron aquellos últimos los que decidieron usar la “máscara de Femando VII”, encubriendo el designio emancipador tras una política cautelosa que diera tiempo no sólo para convencer y decidir a los más apocados, sino también para comprobar si, efectivamente, había llegado la ocasión definitiva. La tesis de que se debían establecer gobiernos locales de origen popular, no para separarse de España sino para preservar los estados y los derechos del cautivo monarca legítimo, fue expuesta por muchos con diverso grado de sinceridad. De acuerdo con ella, algunas de las Juntas que reemplazaron a los gobiernos coloniales fundaron jurídica y políticamente su actitud, no en el designio emancipador, sino en la necesidad de reasumir la soberanía para devolverla en momento oportuno al rey, su legítimo depositario. La vieja tradición hispánica de raíz medieval parecía ofrecer fundamento suficiente para esa postura, que no desafiaba a los tradicionalistas y permitía, en cambio, seguir prudentemente el curso de los hechos sin demasiado riesgo. Textos legales consagraron la doctrina, que por lo demás, parecía compatible con nuevas ideas sociales y políticas tan avanzadas como las que contenía el Contrato social de Rousseau.

Los más audaces creyeron que había llegado la ocasión definitiva y pusieron al descubierto el designio emancipador. Lo que ya parecía insinuarse en la Proclama de José Artigas en abril de 1811, quedó consagrado en julio en el Acta de independencia de Venezuela. Dos años después declaró su efímera independencia México en el Congreso de Anáhuac y quedó inscrita en el acta de Chilpancingo bajo la inspiración de José María Morelos. Pero aun allí donde los gobiernos se mostraban tímidos sonaba la voz de los más radicales: la de Camilo Henríquez en Chile, la de Bernardo Monteagudo en Buenos Aires, la de José Artigas ya inequívoca en Montevideo, en son de desafío contra Buenos Aires. La discusión se tornó delicada a partir del momento en que las Cortes de Cádiz completaban el texto de la constitución liberal, que robaba argumentos a quienes protestaban contra la opresión del absolutismo español, y que fue aprobada en 1812.

Fue precisamente en el caldeado ambiente gaditano de la época de las deliberaciones de las Cortes donde el peruano Manuel Lorenzo Vidaurre redactó el Plan del Perú, fiel exponente de las aspiraciones de los criollos que todavía tenían la esperanza de seguir perteneciendo al ámbito hispánico, confiados en su transformación. Y en el seno mismo de las Cortes fue presentado en agosto de 1811, por la “diputación americana a las Cortes de España“, un notable documento interpretativo de la situación americana después de los primeros episodios revolucionarios. No sin dramatismo, la diputación americana explicaba las causas remotas y cercanas de los pronunciamientos ocurridos en muchas ciudades. El mal gobierno, los abusos, los privilegios, la ineficacia o la indiferencia del régimen colonial para estimular la prosperidad de las colonias, sobre todo la injusta situación de los criollos, eran males capaces de justificar la rebeldía. Pero la diputación americana todavía tenía esperanzas y confiaba en que España tomara el camino de las reformas para que los españoles de América siguieran unidos a los de la península. “Únicamente esto —terminaba diciendo— extinguirá el deseo de independencia, que es violento en ellos, y lucha allá en sus pechos con su amor y adhesión a la península. Se sustraerá el pábulo que les ministra aquel funesto atizador de la disensión. Se les caerán las armas de las manos. No habrá influjo capaz de seducirlos para empuñarlas contra sus hermanos, alucinándose en creer las toman para su defensa. Despreciarán cuantos auxilios les franqueen a este fin la Europa entera y el mundo todo. No habrá pretextos ni ocasiones que los conmuevan; y lejos de ver como coyuntura favorable para sustraerse a la actual lucha de España, volverán a coadyuvar a ella con mayor fervor que el primitivo, porque imperará Vuestra Majestad en sus corazones”. Esas palabras, con las que terminaba el documento, reflejaban sin duda la actitud de muchos criollos. Pero el movimiento emancipador tenía su propia dinámica y ya era tarde para contenerlo. España volvía en 1813 al régimen absolutista del restaurado Femando VII, y el espíritu de la Santa Alianza predominaba en Europa. América optó por la guerra a muerte.

Allí donde se produjeron los estallidos revolucionarios desde 1809, y en el período que llega hasta las crisis de 1814 y 1815 —las derrotas de los patriotas en Chile, en México, en el Alto Perú y la invasión de Morillo a Venezuela—, el movimiento emancipador no sólo afirmó su decisión de separarse de España sino que reveló con sus primeros pasos que tenía ya un contenido social y político. Era, acaso, difuso y contradictorio. Revelaba la presencia de influencias diversas. Manifestaba las contradicciones entre la realidad y los modelos políticos que parecían inspirarlos. Pero sus líneas generales eran perceptibles y se volvía a ellas aunque fuera a través de muchos laberintos. Hubo un pensamiento político de la Emancipación.

No fue un azar que Moreno dispusiera la publicación del Contrato social en Buenos Aires poco tiempo después de haberse instalado la Junta de Gobierno que él inspiró con tremenda firmeza. Las ideas fundamentales de Rousseau, resumidas a veces en términos tajantes, aparecieron una y otra vez en los escritos de los patriotas ilustrados —y propensos a la radicalización— que creyeron en la necesidad de buscar un nuevo fundamento para las nuevas sociedades. Y acaso por la influencia que tuvieron sobre muchos de ellos los textos constitucionales de los Estados Unidos, apareció explícitamente la tesis del contrato social en la Constitución venezolana de 1811 y en el proyecto de Constitución para la Provincia Oriental que inspiró Artigas en 1813. Del mismo modo, no fue azar que Nariño publicara en Bogotá en 1794 la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano y que los inspiradores de la conspiración de Gual y España hicieran lo mismo en Venezuela en 1797. Como las del Contrato social, esas ideas nutrieron las convicciones de quienes buscaban constituir los nuevos Estados sobre bases jurídicas y políticas modernas y avanzadas; y si algunas veces aparecieron explícita y extensamente en escritos teóricos y en documentos políticos, casi siempre están presentes de manera más o menos expresa y con alcance variable. Prácticamente y cualquiera hayan sido los modelos políticos preferidos, una nueva imagen de la sociedad política acompañó todos los procesos emancipadores.

Su rasgo distintivo fue un sentimiento republicano. Quizá en los hechos las nuevas sociedades políticas conservaron sus viejos prejuicios y sin duda la “gente decente” seguía despreciando al indio, al esclavo o, simplemente, al indigente. Pero el espíritu con que se concibieron las nuevas sociedades por parte de los que se sentían responsables de su nuevo ordenamiento jurídico y social fue esencialmente republicano y, explícita o implícitamente, igualitario y democrático. No se puso en práctica, ciertamente, la letra de las declaraciones que así lo establecían. Pero el principio quedó establecido, y debió apoyarse en un consenso creciente y en una convicción muy arraigada puesto que, desde entonces, no se debilitó sino que, por el contrario, se fue traduciendo progresivamente en una mayor vigencia. Fueron expresiones ejemplares de aquel espíritu el “Decreto de honores” que, a pedido de Mariano Moreno, suscribió la Junta de Gobierno de Buenos Aires de 1810, y el singular título que adoptó en México José María Morelos en 1813, cuando decidió autodesignarse “siervo de la Nación”, él, que tenía hasta donde alcanzaba su jurisdicción todo el poder revolucionario. Pero, más acá de las expresiones simbólicas o retóricas, la supresión formal de los privilegios fue un hecho, que se concretó con mayor o menor celeridad según los países y circunstancias, pero del que no se volvió atrás en ningún caso. Hubo nuevas elites, nuevos grupos privilegiados, pero los postulados igualitarios y democráticos quedaron en pie, y palmo a palmo, consiguieron ir transformándose en principios vigentes.

Signo de la extensión y la profundidad de ese sentimiento fue que se los extendiera a los sectores más desheredados. Los revolucionarios mexicanos —Hidalgo y Morelos— asumieron el papel de defensores de indios y proyectaron restituirles la condición humana que los conquistadores les habían arrebatado. Y la Asamblea argentina de 1813 proclamó la “libertad de vientres” en un intento de resolver progresivamente el problema de los esclavos. Indios sometidos a tributo y negros reducidos a esclavitud constituían el más bajo nivel de la escala social: hacia ellos, justamente, se dirigió la atención de quienes aspiraban a fundar una sociedad más justa hasta donde era posible, dado el juego fáctico de los intereses; y si hubo marchas y contramarchas en la concesión efectiva de la libertad y de la equiparación de derechos, también en esto la persistencia de las primeras actitudes probó el vigor y la firmeza de los contenidos sociales y políticos del movimiento emancipador.

Vulnerar el principio de la servidumbre indígena o de la esclavitud negra significaba introducir una nueva actitud con respecto a la mano de obra barata sobre la que se basaba la economía americana. Y, en efecto, el movimiento emancipador tuvo también contenidos económicos. Junto a los problemas de la mano de obra enfrentó otros. Tanto Hidalgo y Morelos en México como Artigas en Uruguay tomaron el toro por las astas y pusieron sobre el tapete la cuestión fundamental de la tierra, de manera empírica y sin que necesitaran apelar a las doctrinas fisiocráticas. Ciertamente Boves había descubierto en Venezuela que la redistribución de la riqueza ganadera movía a las poblaciones rurales a favor de quien la intentara, y con ello sustrajo mucho apoyo a los patriotas. De modo análogo, aunque con inversa intención, Hidalgo, Morelos y Artigas sumaron muchas voluntades al movimiento emancipador al echar nuevas bases sociales y económicas en la vida de los campos. Pero el movimiento emancipador tuvo sus principales apoyos, en los primeros momentos, en las burguesías urbanas, y en relación con ellas exhibió también una clara actitud económica. Inequívocamente mercantilista, inspirado por principios de la Ilustración española o por las ideas de Adam Smith, proclamó el principio de la libertad de comercio, tal como la habían solicitado reiteradamente quienes se sentían directamente perjudicados por el sistema monopólico, y quienes, desde el punto de vista de los intereses generales, advertían las posibilidades de expansión y progreso que prometía el comercio libre. Pero, instantáneamente, el movimiento emancipador debió hacer frente a los conflictos de intereses. Entre quienes propiciaban la libertad de comercio, algunos —especialmente en los centros clave del comercio colonial— procuraban subrepticiamente conservar para sí, dentro del nuevo régimen, algún tipo de monopolio o de ventaja. Contra esa tendencia se levantaron Artigas en la Banda Oriental y el doctor Francia en Paraguay, ambos dispuestos a quebrar la absorbente preponderancia comercial de Buenos Aires. Y buena parte de las razones que en otras regiones de América estimularon los movimientos federalistas obedecieron a las mismas razones.

Si la experiencia de las revoluciones de Francia y de los Estados Unidos sirvió para filtrar las ideas políticas de origen francés que penetraron el movimiento emancipador hispanoamericano, la cautelosa elaboración de las nuevas ideas de diverso origen que hicieron los pensadores españoles de la Ilustración proporcionó otros contenidos al movimiento. Sin duda, los económicos, que se trasvasaron intactos de la metrópoli a las colonias poco antes de la Emancipación y después de ella. Pero también otros. Fue la influencia de la Ilustración española la que sostuvo, mientras fue posible, la esperanza de mantener a las colonias en el marco de una monarquía que se esperaba ver liberalizada después de la reunión de las Cortes de Cádiz. Pero abandonada esa línea de pensamiento político por la fuerza de las circunstancias, la Ilustración española siguió influyendo en otros aspectos: en lo religioso y en lo cultural.

Salvo rara excepción, todos los hombres que promovieron el movimiento emancipador y todos los documentos que produjeron se esforzaron en declarar enfáticamente su adhesión a la religión católica, inclusive los más jacobinos. Más aún, se la estableció generalmente como religión del Estado y, aún más, se proscribieron todas las otras de manera expresa. Sólo Artigas exigió que se declarara la libertad de conciencia y propuso, en su proyecto constitucional de 1813, que se estableciera la libertad de cultos, autorizando a cada uno a “adorar a Dios en la manera y ocasiones que más le agrade… con tal que no turbe la paz pública ni embarque a los otros en su culto religioso de la Santa Iglesia Católica”.

No hubo, en cambio, excepciones en cuanto al valor atribuido a la educación y a la cultura general. Muchos habían pronunciado, en los últimos tiempos de la colonia, palabras semejantes a las de Santa Cruz y Espejo cuando propuso la fundación en Quito de una Sociedad Patriótica que denominó “Escuela de la Concordia”. La Ilustración general era la garantía de la dignificación de los ciudadanos, pero, sobre todo, de su progreso material. Las sociedades de “Amigos del País” estaban destinadas a difundirla. Cuando se produjo el movimiento emancipador, los gobiernos patriotas procuraron estimular la cultura general. Convirtieron los periódicos oficiales en tribunas de enseñanza; pero además fundaron escuelas y bibliotecas públicas. Moreno en Buenos Aires y Larrañaga en Montevideo escribieron densos pensamientos sobre la significación de estos centros para el robustecimiento de las instituciones republicanas y democráticas. Y Monteagudo discurrió sobre el tema cuando inauguró en Buenos Aires la Sociedad Patriótica en 1812.

Volcar los contenidos doctrinarios del movimiento emancipador dentro de un marco jurídico que asegurara la independencia, constituyó la preocupación fundamental de quienes recibieron el poder al triunfar el movimiento. Grave problema era crear un Estado nuevo, fundado en nuevos principios, sobre la base de situaciones sociales y políticas confusas e inestables. Muchas veces no se sabía siquiera hasta dónde llegaría la jurisdicción territorial del nuevo gobierno, puesto que no en todas partes era acatado del mismo modo. ¿Subsistiría el viejo orden colonial? Cosa difícil era suplantarlo por otro sin que existiera experiencia alguna. Había, eso sí, experiencia extranjera. Y a ella se acudió, con la esperanza de que un modelo político ya experimentado, que se ofrecía orgánicamente constituido, sirviera como un molde en el que se pudiera introducir una realidad social confusa que amenazaba con hacerse caótica en muy poco tiempo. Así apareció una decidida vocación constitucionalista, inspirada en los ejemplos de la Francia revolucionaria y de los Estados Unidos.

El constitucionalismo fue casi una obsesión desde el primer momento. Sin que se pudieran establecer principios válidos de representatividad, se convocaron por todas partes congresos que debían asumir la soberanía de la nueva nación y sancionar la carta constitucional que, de arriba hacia abajo, moldearía la nueva sociedad. Los principios parecían sólidos, indiscutibles, universales. Pocas opiniones —ninguna— los objetaban. Sólo los contradecía la realidad social y económica, que desbordaba los marcos doctrinarios con sus exigencias concretas, originales y conflictivas.

Actas, estatutos, constituciones, fueron redactados, discutidos y sancionados en número considerable. Teóricos, como Egaña en Chile o Peñalver en Venezuela, discutieron minuciosamente la letra de las normas. Todos parecieron creer que una sabia constitución era el recurso supremo para encauzar la nueva vida de las sociedades, y sólo discrepaban los que pensaban que debía ser meticulosa y casuística con los que creían que debía ser sencilla y limitada a las grandes líneas de organización del Estado. Quizá Nariño fue el más escéptico acerca de la representatividad de los cuerpos colegiados que las aprobaban y acaso también de la verdadera eficacia que podía tener un conjunto de enunciaciones principistas frente a una realidad caótica que, más que desbordar los principios, parecía manifestarse a través de problemas cotidianos y contingentes que no se encuadraban en ellos y que, sin embargo, era menester resolver en cada ocasión. Así, frente al constitucionalismo, se fue constituyendo poco a poco una mentalidad política pragmática que debía terminar justificando la dictadura de quien tuviera fuerza y autoridad para asegurar el orden y la paz resolviendo autoritariamente los conflictos concretos surgidos de los intereses y las expectativas en pugna.

En el cuadro de esas incertidumbres frente a la conducción del proceso de la Emancipación surgió el designio de romper el círculo vicioso mediante la acción revolucionaria y radicalizada. Muchos querían pactar con el pasado, pero otros quisieron declararlo inexistente y construir a sangre y fuego un nuevo orden político, social y económico. Tal era el sentido del Plan atribuido a Moreno, de las decisiones adoptadas por Bolívar en el Manifiesto de Cartagena y, sobre todo, en la convocatoria a la “guerra a muerte” del plan político elaborado por Morelos. Lo importante era destruir el pasado, destruyendo a quienes lo representaban, a sus defensores, y también a los tibios que se resistían a sumarse a la acción revolucionaria o que, por omisión, la obstaculizaban. La destrucción era para ellos el principio de la creación, seguros de que sólo su inflexible seguridad podría erigir un nuevo orden basado en principios preestablecidamente perfectos. Un voluntarismo exacerbado —un jacobinismo— parecía la única esperanza para prevenir la derrota o el caos, y se advertía tendencia semejante aun en proyectos menos extremados, como los de la Logia Lautaro.

Pero cierto caos, o al menos cierta confusión, se insinuaba a través de las respuestas de la realidad a todas las construcciones teóricas: actas, constituciones, planes políticos radicalizados. La realidad era el mundo viejo; las gentes que seguían viviendo, después del sagrado juramento revolucionario, exactamente como la víspera. Estaban los que esperaban que la revolución fuera hecha para resolver sus propios problemas y los que no querían que se hiciera nada para beneficiar a sus adversarios o competidores. Pero ningún principio solemnemente establecido y filosóficamente fundado podía justificar que los privilegiados de ayer siguieran siendo los privilegiados de hoy. Esta convicción elemental fue la que suscitó el más grave problema postrevolucionario: el enfrentamiento entre las viejas capitales coloniales y las regiones interiores de cada virreinato o capitanía general.

El problema quedó a la vista al día siguiente del triunfo de los movimientos capitalinos. Sedes principales de la actividad económica, sedes políticas y eclesiásticas, las capitales eran también los centros más importantes de cultura. En ellas se constituyeron los grupos políticos más activos y con mayor claridad de miras. Sin duda quisieron estos conservar el control sobre la región, pero descubrieron muy pronto que necesitaban su consentimiento y convocaron a las provincias para que concurrieran a constituir congresos representativos. Y en las deliberaciones que siguieron apareció de inmediato, en todos los casos, lo que sería la cuestión candente durante muchas décadas. El dilema fue elegir entre un gobierno centralizado, con lo que se consolidaba la situación anterior, y un régimen federal que diera paso a las regiones interiores, antes sometidas administrativa y políticamente, relegadas como áreas económicas, pero que ahora veían la ocasión de desplegar sus posibilidades.

En términos doctrinarios, centralismo o federalismo fueron dos posiciones políticas antitéticas. El modelo político norteamericano sirvió de apoyo a los federalistas, cuyos argumentos esgrimieron sus partidarios en el congreso venezolano de 1811. Circuló en Venezuela la obra de Manuel García de Sena titulada La independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha, publicada en Filadelfia en 1811, en la que el autor ofrecía la traducción de fragmentos de Paine y, además, la de los textos constitucionales norteamericanos: la Declaración de la independencia, los Artículos de Confederación y perpetua unión, la Constitución de los Estados Unidos y las constituciones de varios estados de la Unión. La obra ejerció una enorme influencia y estuvo presente en las mentes de los congresistas que dictaron la constitución de 1811. En Chile, ese mismo año, difundía los mismos principios Camilo Henríquez, en un célebre artículo, “Ejemplo memorable”, publicado en La Aurora de Chile. En Paraguay los hacía valer el doctor Francia contra Buenos Aires. En Uruguay, el más decidido defensor de los principios federalistas, Artigas, se valía también de la obra de García de Sena para sostener su posición también contra Buenos Aires. En Nueva Granada los sostuvo Camilo Torres, siempre apoyado en el ejemplo norteamericano. Todos hacían alarde de abundante doctrina histórica, jurídica y política. Pero su fuerza radicaba, sobre todo, en las tendencias regionalistas que presionaban fuertemente para neutralizar la influencia de las antiguas capitales coloniales, deseosas de mantener su antigua hegemonía.

Se opusieron al federalismo muchos que querían, precisamente, conservar esa hegemonía. Pero muchos también que veían con preocupación el debilitamiento que el federalismo significaba para el gobierno revolucionario, que sólo podía concebir como un instrumento vigoroso y eficaz para consumar el proceso emancipador. Moreno lo señalaba al escribir sobre la misión que esperaba al congreso que la Junta de Buenos Aires había convocado. Bolívar se inclinaba por el centralismo en el Manifiesto de Cartagena, sacando conclusiones de la dura experiencia venezolana de 1812, y optaron por el mismo sistema Nariño en Nueva Granada y Monteagudo en el Río de la Plata, también tras un análisis de los resultados prácticos de la dispersión del poder. Fue una polémica que comenzó al día siguiente del triunfo —en algunos casos efímero— del movimiento emancipador, y que duraría durante largas décadas en medio de cruentas guerras civiles en las que se disputaba la hegemonía política y el control de la economía de las nuevas nacionalidades.

En muchas mentes lúcidas comenzó a flotar muy pronto, poco después de alcanzar el poder revolucionario, el fantasma de la guerra civil. Asomó en la convocatoria de la Junta de Santa Fe de Bogotá, en las palabras de Nariño en 1813, en las de Artigas. La guerra civil —a veces conflicto entre facciones, a veces enfrentamiento de voluntades colectivas— no sería sino el mecanismo inevitable para decidir cuestiones estructurales de cada nacionalidad, puestas de manifiesto inequívocamente al cesar la administración colonial. Pero, entre tanto, los enfrentamientos doctrinarios y las guerras civiles carcomían la fuerza del movimiento emancipador. Otro fantasma, más amenazador aún, apareció en el horizonte.

La Emancipación había constituido hasta entonces un conjunto de actos políticos, declarativos; pero las fuerzas de la metrópoli no estaban derrotadas militarmente y aprovecharon la inexperiencia y la división de los gobiernos revolucionarios para recuperar sus posiciones. La capitulación de San Mateo, firmada por Miranda, devolvió Venezuela a los españoles en 1812; y aunque Bolívar logró recuperar Caracas, volvió a perderla en 1814, hostigadas sus fuerzas en los llanos. Ese mismo año eran vencidos los patriotas chilenos en Rancagua. Y al año siguiente, mientras se perdía el Alto Perú y caía derrotado Morelos en México, el temido ejército de Morillo desembarcaba en las costas venezolanas, robusteciendo allí la dominación española y extendiéndola a Nueva Granada, donde sitió Cartagena y entró en Bogotá en 1816. De esa manera terminaba la “Patria boba”, la experiencia de los primeros patriotas formados políticamente en la ventajosa situación creada por la crisis española. Todo parecía perdido y todo tenía que recomenzar.

Tres textos singulares reflejan una clara conciencia de la situación y la maduración de una experiencia. El primero es el Manifiesto de Cartagena, dado por Bolívar en 1812 tras la derrota de Miranda, en el que analiza las causas del fracaso de la revolución. “Pero lo que más debilitó al gobierno de Venezuela —escribía—, fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales, y constituye a las naciones en anarquía”. Pero antes había expresado un juicio más general: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados”. Diestro escritor, Bolívar apuntaba ya como un político realista para quien la patria nueva no podía ser “boba”. El segundo es la Carta de Jamaica escrita en 1815. Bolívar se muestra en ella aún más categórico. Convencido de la indiferencia de Europa y de Estados Unidos frente a los altibajos de la lucha por la independencia, trataba de puntualizar los errores cometidos, gracias a los cuales parecía perderse la lucha emprendida. Los criollos, decía, habían demostrado una total inexperiencia política. Pero lo más grave eran los caminos que habían seguido tras la conquista del poder, los más inadecuados para consolidarlo y para resistir los nuevos embates del poder español. Ni los gobiernos acentuadamente democráticos ni la organización federal del país podían permitir una acción firme, sostenida, precisamente porque las decisiones eran imprecisas y controvertidas y porque los recursos se dispersaban. Las soluciones opuestas eran las necesarias para triunfar. Y en un rapto visionario, esbozaba cuál sería el porvenir de cada región americana cuando se sobrepasase la crisis de debilidad que acusaba entonces el proceso emancipador. Finalmente, el tercero es el Ensayo que escribió Camilo Henríquez en 1815, ya en Buenos Aires, en el que revisaba sus convicciones radicales y aconsejaba dejar de lado los principios democráticos. “Por ahora, decía, no hagáis más que elegir a un hombre de moralidad y genio revestido con la plenitud del poder…”. Agudo observador, también él se deslizaba hacia el realismo político, convencido de la importancia revolucionaria de los gobiernos nutridos con los principios que habían merecido su adhesión en la primera hora. Porque también, para él, la patria nueva no podía ser “boba”.

En 1815 todo parecía perdido. Y al recomenzar, una nueva mentalidad política comenzó a predominar, en el marco de las grandes batallas.

IV

El realismo político fue la consecuencia natural de las duras experiencias sufridas por los revolucionarios en América, pero también de la percepción del cambio que se había operado en la situación internacional. La era del entusiasmo democrático parecía haber concluido, y el general argentino Manuel Belgrano pudo decir en 1816, al informar al Congreso sobre la política europea, “que así como el espíritu general de las naciones en años anteriores era republicano todo, en el día se trataba de monarquizarlo todo”. La Europa de la Santa Alianza era hostil a la América rebelde contra su soberano y era previsible que apoyara un intento formal y vigoroso de España para recuperar sus colonias. La dirección del movimiento emancipador pasó, pues, de los ideológicos a los soldados metódicos y tenaces dispuestos a afrontar los nuevos riesgos hasta las últimas consecuencias y con los medios más eficaces. Ya lo advertía Bolívar en la Carta de Jamaica y San Martín lo afirmó al asumir su tremenda responsabilidad militar.

Pero si el cuadro internacional se oscurecía, el estado de ánimo de los americanos se aclaraba y crecía en fortaleza. La experiencia de los fracasos robusteció un fuerte sentimiento antiespañol que fue expresado con vehemencia. Se lo advierte en el Manifiesto al Mundo que lanzó en Tucumán el Congreso Constituyente de las Provincias Unidas en 1817, y en casi todos los documentos que produjeron San Martín y Bolívar. Y un vigoroso sentimiento antiportugués se trasluciría en los textos relacionados con la independencia del Brasil entre 1821 y 1822. España no representaba ya solamente la antigua opresión sino, más aún, la frustrada esperanza de regeneración tras el regreso de Fernando VII en 1813 y la derogación de la constitución liberal. El sentimiento antiespañol se entrecruzaba en las regiones que querían resistir con el sentimiento antiabsolutista, en tanto que en México y en Guatemala predominaba en las clases acomodadas urbanas una manifiesta simpatía por el gobierno de la Restauración.

Donde seguía comprometida la lucha, la adversidad estimuló los ánimos para la lucha. Bolívar preparaba sus fuerzas desde el exilio y retemplaba el coraje de los patriotas con palabras tan fervorosas y categóricas, semejantes, sin duda, a las que escribió desde Jamaica. En el sur, San Martín escribía desde su cuartel general de Mendoza a los diputados de la región incitándolos a que el Congreso declarara la independencia. Y en esas circunstancias, cuando las Provincias Unidas constituían el único rincón americano libre de la dominación española, decidieron en 1816 pronunciarse explícitamente por la independencia en un documento que expresaba tácitamente la voluntad de todas las colonias.

Nada quedaba ya de aquella sutil estrategia que aconsejara en un primer momento utilizar la “máscara de Fernando VII”. Ahora predominaba un inequívoco designio independentista que debía ser alcanzado a cualquier precio. Si antes el rey cautivo pudo ser el símbolo de la opresión de todo el mundo hispánico por una potencia extranjera, ahora el rey restaurado era el símbolo de amenazadoras represalias, y no sólo por parte de España sino también de toda la Europa autocrática, de la que sólo se mantenía separada Inglaterra, fiel a su tradición liberal. Por eso fue la esperanza para muchos. Pero fue evidente para todos que la lucha se libraría en tierra americana y con sus solas fuerzas, con el fin de alcanzar el objetivo primordial e inexcusable de que cada nación llegara a ser —como decía el documento argentino de 1816— “libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. A esa fórmula se agregó poco después una frase reveladora: “y de toda dominación extranjera”. Tal era el pensamiento fundamental, cualesquiera pudieran ser las soluciones institucionales que los diversos grupos políticos de cada país creyeran preferibles.

En pocos años, el sentimiento de la nacionalidad había despertado, había madurado en la lucha y se convirtió en una fuerza irreprimible. Fue un estado de conciencia colectivo, acaso difuso en cuanto a sus contenidos concretos, pero de una tremenda vehemencia. La idea de nación, un poco abstracta, se nutrió de la idea de patria, tanto más vivida cuanto que era, más que una idea, un sentimiento. Cada nuevo país —países apenas virtuales todavía muchos de ellos— se concentró en su propia personalidad colectiva, en sus hombres y en su paisaje, y se sintió seguro no sólo de ella sino también de cuanto la diferenciaba de los demás. Jugaban los intereses, sin duda, pero jugaban también las idiosincrasias inveteradas, las costumbres cotidianas y las formas del habla popular. Quizá por ser un sentimiento recién despertado, se mostró a veces desbordante y agresivo. Pero sobre todo se mostró susceptible a toda forma de agravio o de desdén. Y fue singular la energía que se puso en responder a quien lo agraviaba o desdeñaba.

Pero acaso fue más singular el extremado tino que se mostró en muchos casos para no ofenderlo. El director de las Provincias Unidas, Juan Martín de Pueyrredón, se detenía cuidadosamente, en las Instrucciones que comunicaba a San Martín para su expedición a Chile, en la necesidad de que se viera en esa empresa un auxilio a un pueblo hermano y no una aventura conquistadora. Todos los documentos de San Martín revelaban que esa era su convicción profunda y su política. Los que destinó a los peruanos insistían reiteradamente en el tema del respeto que merecía el libertador del pueblo que había coadyuvado a liberar, repitiendo una y otra vez que sólo aceptaba las funciones que le eran otorgadas y mostrándose siempre dispuesto a abandonarlas en manos de los naturales del país. Era la expresión de una política, pero también el reconocimiento de una situación. Artigas y Francia habían defendido —airadamente— desde un principio la inequívoca individualidad de la Banda Oriental y del Paraguay. Argentina y Chile habían mostrado su arraigado nacionalismo. La idea de patria movía los espíritus, pero movía también las voluntades y los corazones.

Otra política, en otra situación, puso en práctica Bolívar. La vieja idea de la nación americana lo obsesionaba, y al servicio de ella, con la misma tenacidad y los mismos escrúpulos, desarrollaba su acción militar y política tratando de mantener, a un tiempo mismo, la autonomía de las nacionalidades estrictas y la unidad operativa de todas ellas para consolidar la independencia y precaver todos los riesgos. Se observa esa política tanto en el discurso inaugural de Bolívar en el Congreso de Angostura como en el que Francisco Antonio Zea pronunció para clausurarlo. La identidad de la situación y la comunidad del peligro parecía justificar esa concepción de la “patria grande”, la soñada Colombia, en la que se unían voluntariamente las nacionalidades que invocaba Zea: “Pueblos de Venezuela… Pueblos de Cundinamarca… Pueblos de Quito… “, todos ellos unidos antes por un mismo terror y todos liberados por la tenaz voluntad de Bolívar. “Es gloria —decía Zea— pertenecer a un grande y poderoso pueblo, cuyo solo nombre inspira altas ideas y un sentimiento de consideración. ‘¡Yo soy inglés!’, se puede decir con orgullo sobre toda la tierra, y con orgullo podrá decirse un día: ‘Yo soy colombiano’, si vosotros todos adherís firmemente a los principios de unidad y de integridad proclamados por esta ley y consagrados por la experiencia y la razón”.

El mismo pensamiento se escondía en muchos hombres de Buenos Aires, que no desesperaban de reconstituir el viejo ámbito del Virreinato del Río de la Plata atrayendo de nuevo bajo su bandera a la Banda Oriental y al Paraguay. Pero en ambos casos —en el sur y en el norte sudamericano— las nacionalidades estrictas, que aún para algunos no eran sino un conjunto de regiones distintas, lograron imponer su voluntad de independencia y su designio de correr su propia aventura. Ensayos, proclamas y manifiestos confundían el proceso emancipador con la identificación de las nacionalidades, coincidentes a veces en sus límites con las jurisdicciones coloniales y recortadas otras según intereses económicos o modalidades sociales. Coincidiendo con la sensibilidad política del Romanticismo —Burke, Fichte—, la existencia de caracteres o idiosincrasias nacionales se transformó en la América que se emancipaba en una convicción profunda, anterior y ajena a cualquier influencia ideológica o doctrinaria. Ser mexicano, venezolano o argentino era un estado de ánimo, casi una creencia. Y ese estado de ánimo trascendió en las proclamas —como las de O’Higgins o Pedro I, las de Artigas o Iturbide—, envuelto a veces en una fraseología convencional, pero emergiendo de ella como una fuerza incontenible.

Tanto la voluntad de independencia como el sentimiento de la nacionalidad crecieron y se tonificaron tras la crisis que sufrió el proceso emancipador hacia 1815. Pero no pasó lo mismo con los principios políticos y sociales emanados de la experiencia y las doctrinas francesas y norteamericanas, que habían nutrido los primeros impulsos revolucionarios. A su radicalismo atribuyeron muchos los entorpecimientos y los fracasos que había sufrido el movimiento emancipador; y como la suerte de Europa pareció confirmar esta opinión, prosperó una cautelosa distinción entre el valor intrínseco que aquellos principios tenían como tales y su valor práctico en relación con la situación real por la que América pasaba. Hubo quienes retomaron los viejos tópicos del contrato social y de los derechos del hombre y el ciudadano, de la soberanía popular, del gobierno representativo, de la división de poderes. Eran, unas veces, pensadores de regiones que, como México, América Central y las Antillas estaban retrasadas con respecto a las demás en el proceso emancipador y que seguían elaborando los principios posibles; pero otros hombres comprometidos en la segunda etapa del movimiento ajustaban las doctrinas recibidas para adecuarlas a meditados textos constitucionales o legales a los que aquellas ideas servían de fundamento, generalmente en términos moderados y traducidas en instituciones cuidadosamente reguladas. El viejo espíritu de la Ilustración había cuajado en las conciencias, aun cuando cada una de las ideas que habían brotado de él pudiera ser discutida en sus alcances. Nadie cuestionaba, naturalmente, la importancia de la educación popular, por la que se preocupaban tanto San Martín y Bolívar. Otras ideas, en cambio, relacionadas con la práctica del gobierno, eran constantemente sometidas a examen; pero aun así, se advertía que estaban incorporadas a los espíritus como principios generales, hasta el punto de constituir un punto de partida inexcusable o inextinguible para todo el pensamiento político relacionado con las nuevas nacionalidades. Se manifestó, ciertamente, un viraje hacia posiciones más conservadoras, como si se hubiera desatado un acentuado temor por las formas tumultuosas que podía tomar el pleno ejercicio de la soberanía popular desprovista de ciertos frenos institucionales. La constitución de una aristocracia republicana pareció alguna vez un requisito necesario para asegurar la estabilidad de los nuevos regímenes, constituida acaso por los antiguos grupos predominantes con inequívoca vocación oligárquica, como aquellos que habían desencadenado la primera insurrección quiteña o como los “mantuanos” de Caracas; pero, de hecho, esa nueva aristocracia se fue estableciendo poco a poco y espontáneamente como una nueva elite política y militar que las circunstancias iban creando. Hombres experimentados, con un vigoroso sentido de la responsabilidad adquirido en la acción, podían y debían ser, en opinión de muchos, quienes a través de cuerpos colegiados de alta dignidad —acaso corporativos o hereditarios—, vigilaran la marcha de la República.

Los grandes principios inspiraron grandes constituciones; pero aunque estas se inspiraban en aquellos, asomaba en sus textos la preocupación por reducir los riesgos de una excesiva democracia. Sin embargo, no había manera de contener con prescripciones constitucionales o legales una irrupción social que venía de muy hondo, y fueron más bien los gobiernos fuertes los que sustituyeron a las constituciones, a las que usaron como pudieron o, a veces, como quisieron los nuevos grupos de poder que se constituían.

Lo que sí quedó claro en todos los espíritus responsables —tan claro como la inequívoca vigencia rectora de los principios de la Ilustración— fue la necesidad perentoria de cerrar el ciclo de los movimientos anárquicos. Lo declaró solemnemente el decreto del primero de agosto de 1816, dictado por el Congreso de las Provincias Unidas con palabras enfáticas: “Fin a la revolución, principio del orden”. Fue una consigna generalizada que, sin duda, ningún gobierno estaba en condiciones de transformar en acto, pero que constituiría el hilo conductor de una política. La anarquía era lo que desacreditaba en Europa a los pueblos americanos, lo que impedía el apoyo extranjero, lo que comprometía el éxito de la acción militar. Dos temas suscribían esta preocupación por los peligros de la anarquía, relacionados con la forma de gobierno que debía adoptarse.

El primero era un tema formal y se refería a la posibilidad de instaurar un gobierno monárquico. Sin duda, los movimientos emancipadores habían nacido consustanciados con una concepción republicana. Pero el clima político europeo, bajo la inspiración de la Santa Alianza, invitaba a pensar en una monarquía que debía tener, a los ojos de sus sostenedores americanos, no los caracteres del absolutismo que se restauraba en Europa, sino los que ofrecía el modelo inglés, al que se volvía otra vez como la más avanzada de las posibilidades reales. La monarquía parecería el mejor mecanismo estabilizador de la vida política, y ya Dessalines había recurrido a él en Haití instaurándose emperador. Más tarde, también en México y Brasil se establecieron, con el nombre de imperios, regímenes monárquicos a cuya cabeza estuvieron el general Agustín Iturbide y Pedro I, este último miembro de la casa real portuguesa que decidió encabezar el movimiento separatista del Brasil que culminó con su independencia. Limitado el poder del primero, hubo de serlo también el del segundo según el proyecto que acariciaban los inspiradores de la causa emancipadora, y José Bonifacio entre todos. Pero los desacuerdos entre el Congreso constituyente y el emperador llevaron a este a disolver la asamblea, y Pedro I quedó con todo el poder en sus manos. Muy breve, por su parte, fue la experiencia monárquica de Iturbide en México, y pareció probar la inutilidad de las fórmulas jurídicas y políticas por sí solas para lograr la estabilización de una sociedad por sí constitutivamente inestable. Pero muchos de los que sostuvieron las ventajas de la monarquía veían en ella la máxima expresión de lo que verdaderamente deseaban: un poder ejecutivo fuerte defendido por algún tipo de legitimidad que limitara los vaivenes políticos. Esa legitimidad le fue reconocida a Pedro I en Brasil, aunque no se lograra un cambio importante hacia la democracia en el sistema de gobierno, y a causa de ella subsistió allí el orden mientras los demás países americanos se veían sumidos en la anarquía. La legitimidad era lo que buscaban Miranda primero, Belgrano y San Martín después, cuando pensaban en un inca para que invistiera la dignidad real, porque ella, y no las atribuciones conferidas por una constitución, era la que realmente podía contener el delirio político. No pudiendo resolver el problema de la legitimidad, no quedaba otra opción a quienes querían poner freno al desorden y la anarquía que el segundo recurso. La idea de un presidente vitalicio apareció como otra posibilidad; pero fue pensada sobre todo por aquellos que veían en la fuerza carismática de Bolívar un elemento extrajurídico que podía reforzar a la institución. Todos los recursos fracasaron y sólo hubo poder fuerte allí donde la fuerza —no las instituciones— lo respaldaron.

Pero no todas las voces que se escucharon fueron favorables a la monarquía. La tesis republicana encontró muchos defensores. En el Congreso de las Provincias Unidas la sostuvo fray Justo Santa María de Oro; en Perú se puso a la cabeza de esa tendencia José Faustino Sánchez Carrión, oponiéndose a San Martín y a Monteagudo; en el área de influencia bolivariana acariciaban sentimientos republicanos Antonio Nariño y Francisco de Paula Santander; y desde los Estados Unidos polemizó contra la anarquía el ecuatoriano Vicente Rocafuerte. El sistema republicano se impuso al fin en todas partes, excepto en Brasil, y fue puesto a prueba a través de innumerables peripecias que, más tarde, incitarían a algunos, en algunos países, a volver a pensar en la necesidad y la ventaja de la monarquía.

El segundo, suscitado por el aciago panorama político de los pueblos que habían hecho su primer experimento revolucionario, fue el del federalismo. No era nuevo, puesto que apareció ya en los primeros días de la Emancipación; pero si antes se le discutió en previsión de sus consecuencias, luego, en plena crisis, polarizó las opiniones en la medida en que su aplicación pareció la causa eminente de todos los males. Fueron, sobre todo, los grandes responsables de la conducción militar los que sobresalieron en la condenación del sistema federal, preocupados obsesivamente por la concentración de los esfuerzos para la guerra, por la fortaleza del poder político que debía respaldar sus campañas, por el prestigio internacional de las nuevas naciones. Federalismo fue para ellos palabra maldita, sinónimo de anarquía y desorden. Sin duda los acompañaba una vigorosa corriente de opinión, sobre todo en las antiguas capitales coloniales; pero el federalismo parecía tener una fuerza sorda en las diversas regiones de cada país; y no porque se ignorara la debilidad que comportaba para la acción eficaz, sino porque temían que el centralismo reconstituyera y consolidara la vieja estructura económica y política de la colonia, en perjuicio de esas sociedades interiores que habían avanzado hacia el poder después de la revolución y que no querían volver a una situación de dependencia. Triunfaron de hecho las ideas centralistas, pero a costa de progresivas transacciones que originarían complejos y contradictorios sistemas políticos en muchos países.

Llevadas hasta sus últimos extremos, las tendencias centralistas podían conducir a un proyecto práctico y a una política real de unificación americana, viejo ideal que circulaba como tal desde la época de Miranda. Pero la unificación de tres países en Colombia, la retirada de San Martín después de la entrevista de Guayaquil, la debilidad de los países del área del Plata sumidos en la guerra civil, y el éxito de los ejércitos bolivarianos en Bolivia y Perú parecieron asignar posibilidades reales a aquel ideal de unidad americana. Empero, el sentimiento nacional y los intereses locales se mostraron suficientemente activos como para descubrir que la idea no era factible. Bolívar se mantuvo, sin embargo, fiel a ella, y poco después de que terminaran las luchas por la independencia convocó el Congreso Anfictiónico de Panamá. El tiempo había pasado, y la línea predominante de las nacionalidades condenó al fracaso una aspiración tan sublime como utópica.

El tiempo había pasado. Los diez o quince años transcurridos desde los primeros movimientos revolucionarios habían sido de una tremenda intensidad y valían por vidas enteras para los que ya envejecían en los vaivenes de la lucha. Muchos se abismaron en sus recuerdos. Proscripto en Lima, y antes de acogerse a la sombra del poder de Bolívar, Bernardo de Monteagudo escribió en Quito, en 1823, la Memoria en que se defendía de los ataques de sus enemigos. El texto, magnífico documento humano y político, parece ser la voz de la conciencia revolucionaria americana de esos años turbulentos. En la exposición de sus cambiantes ideas se advierte la vehemencia de un temperamento pero, sobre todo, la inquietud de una mente despierta y vivaz. Para seguir el tortuoso juego entre las ideas recibidas en América y las cambiantes formas que adoptó la realidad social y política en los países que luchaban por su independencia, el testimonio de Monteagudo es inestimable. Todas las contradicciones de ese proceso laten en él, todas las esperanzas y las frustraciones, todas las experiencias y las reflexiones de quienes habían consumido su vida en la tormenta revolucionaria.