Tres artes inquietas. 1930

Novela, teatro y cine: he aquí los tres reinos que se mueven en la cuadrícula del tiempo. El tiempo los ha condicionado, les ha prestado la armazón en donde estructurar su polifurcación de enredadera. Han reconstruido el drama humano sobre la tela de araña de los minutos.

Novela, teatro y cine, han hecho en cambio un auténtico favor al tiempo: lo han triplicado, lo han hecho abandonar su reducto relojeril; de la torre del campanario lo han hecho bajar a la tierra, y subir después al más escondido rincón del hombre. El tiempo no es ya ese fantasma que deja atrás la aguja. En realidad, el tiempo, así, en abstracto, ya no es. En el hombre —en el hombre, claro es, que piensa y que siente— el tiempo ha adoptado posturas más humanas, que dejan traslucir un poco menos la rigurosa impulsión del resorte de acero. Novela, teatro y cine han hecho tres tiempos distintos en el indeciso meditar del hombre que piensa y que siente.

La vida —olvidaba decirlo— es también un acontecer en el tiempo. Pero la vida de cada uno transcurre simultáneamente en dos sistemas temporales por esencia dispares. Por una parte, nuestra vida, contemplada de fuera, como meros espectadores, se encuentra condicionada por un tiempo común, canónico, al cual se reduce y amolda, torciendo, contorsionando su íntima estructura. Vista de dentro por el contrario, el tiempo en que transcurre nuestra vida recibe de ella una acentuación emocional, personal y característica. Cuando contemplamos a un hombre que duerme, medimos en horas su reposo: nueve horas de sueño. Pero he aquí que nuestras nueve horas de sueño no pueden entrar en forma alguna en el ámbito de nuestra experiencia vital; son nueve horas reducidas a cero en nuestro índice de tiempo emocional.

A veces la reducción se hace a una más dramática escala; el hombre que espera —una mujer, una noticia, una catástrofe— se nos aparece como un señor preocupado por aquello que aguarda. Pero en tanto que llega, el tiempo que transcurre se anima con una gravitación emocional de la que nada sabe quien contempla sin aguardar. Esta cuadrícula del tiempo es sin duda algo más que un rígido a priori; ¿Qué es aquella frase romántica de vivir intensamente, sino poner un hándicap sobre las horas?

En realidad, el buen burgués, metódico, cuya vida interesa apenas por ser el mínimo posible de vida, sólo lo es por haber intentado —y logrado acaso— una absorción de este segundo tiempo, de este que nos es íntimo y propio, por el primero, por el tiempo standard e impersonal. El buen burgués ha renunciado a la lucha por imponer a la vida su peculiar cronismo y para remediar este vacío ha buscado el tiempo mercenario del reloj y del almanaque, un tiempo que se compra, y que él sabe meticuloso y desalmado. Eso es el buen burgués, un hombre que vive una vida que no es tanto suya como del almanaque y del reloj.

Obrar y ser

Toda acción es una proyección de quien ejecuta; su obrar responde así a otra realidad, aquella que se proyecta, y que entre tantos nombres podría llamarse por ejemplo, espíritu. En la vida cabe entonces distinguir esas dos realidades, paralelas, pero con un índice vital radicalmente dispar. Por una parte, la acción, la proyección hacia fuera, en donde lo esencial es el devenir, el producirse. Por otra la íntima vivencia correspondiente a cada acción y aún la que vive sola, formando ella misma un estado anímico, sin proyección alguna. Al primero, a la acción, al proyectarse hacia fuera, corresponde ese tiempo cuya más exacta representación sería una línea, ya que lo que importa en cada instante, es la llegada del siguiente, así como cada punto de la línea implica un punto más, agregándose para continuarla al infinito. La acción tiene precisamente esa contextura. Cada instante de la acción considerada como tal, es apenas un eslabón en una cadena. Hay en cada momento de ella una urgencia de otro momento, que siendo para ese instante anterior, consecuencia, es a su vez móvil de otra futura acción. Al segundo, a la íntima experiencia de cada uno, corresponde ese otro tiempo cuya anatomía es un poco más difícil de determinar. Lo esencial en él es que es un tiempo retardatario, un tiempo sin urgencia alguna, cuya más profunda delectación consiste en contradecir la cronométrica fuga del tiempo. En cada momento, nuestro sentido de lo temporal siente pesar sobre sí mismo la gravedad de todo nuestro mundo interior. Ya no hay aquí urgencia alguna por cumplir el imperativo mandato de correr, de correr siempre por sobre la horizontalidad del tiempo. Mas bien diríase que todo nuestro sentir se dedica con íntima fruición a alterar el ritmo de vivir. Es este en cada instante un vivir vertical, insistente en cada momento, un vivir que quiere darse profundidad en cada uno de los puntos de su ineluctable trayectoria. Quizá podría decirse que el tono de la vida de cada uno se determina en gran parte por cual de estos dos sistemas temporales prime en el complejo de su alma.

La novela

Siempre que se lleva a las artes —a artes inquietas— la vida misma, estas dos fases suyas, con su correspondiente corolario temporal, se disputan el primado sobre la expresión. Novela y teatro prefirieron siempre la acción, más aún, creyeron que eso eran esencialmente. Entonces, cuando ambos desarrollaban solamente la, acción, era el tiempo-normativo, el tiempo canónico el que condicionaba su expresión. Sólo las grandes novelas evitaban ese estrecho sendero y lograban imponer al género la impronta de su generosidad espiritual.

Pero he aquí que el género novela, como lo ha señalado Ortega, ha ido agotando la posibilidad de que su tópico esencial sea la trama y empieza a exigir lo que de siempre se sentía como constitutivo del género, una morosidad, un detenimiento, incompatible en cierto modo con la acción. Es que en efecto, la acción se nos antoja ya en la novela, como en el teatro, algo elemental y subalterno; algo que siendo inevitable no es ni con mucho lo fundamental. Otra cosa es pues lo que buscamos, y está ya la novela, como el teatro, procurando encontrarla. La novela contemporánea nos da sin embargo ya ejemplares cumplidos de ese nuevo producto, de los que yo querría dibujar con suficiente precisión la nueva retícula temporal. Proust, Joyce y Jarnes serían los que yo elegiría si tuviera valor y audacia para emprender un detenido examen de esta nueva temporalidad novelística. No teniéndola, será Proust sin embargo quien ayude a determinar vagamente estas nuevas rutas del novelar,

Yo no vacilaría en afirmar que para Proust el tiempo no existe. Lo que en Proust es ocurrir, devenir, transcurre por entero fuera del tiempo. El pasado como tal, esto es, respetando su peculiar aspecto en nuestro espíritu, contiene en sí mismo una serie de elipsis temporales, de amalgamientos de situaciones, de reducciones a un mismo denominador sentimental de las más alejadas circunstancias, que impide en absoluto establecer relación alguna con lo que en el género es habitualmente devenir de la acción. Proust ha suprimido en absoluto la acción en sí misma; los breves paréntesis en que la acción se cuela, lo hace casi subrepticiamente, con gesto de azoramiento y brevedad de crónica. Es que la acción, en efecto, no interesa aquí y su existencia se justifica solamente advirtiendo su calidad de antecedente, de referencia inexcusable para una posterior comprensión. En la gama de pensamientos enhebrados en la reflexión de Proust, la acción no aparece sino proyectada en este complejo sistema de relaciones en que se aúnan las meditaciones y los recuerdos. Recuerdo y meditación, hecho presente o revivido —el presente en Proust es siempre un poco pasado— y estados de alma, eso es lo que constituye en cada instante el segundo fugaz de Proust; y esa nueva entidad —nueva en la novela, de siempre como experiencia vital— escapa a la línea horizontal del tiempo sin profundidad, ese tiempo con que se regulan las salidas de los ferrocarriles, ese tiempo patrimonio del buen burgués.

Alusión y presencia

Ya en “Ideas sobre la novela”, (1)( ) señalaba Ortega como fundamental en todo arte la distinción entre la mera alusión y la pura presencia. El género —agregaba— se ha ido desplazando de la pura narración que era solo alusiva, a la rigorosa presentación.

A estas dos posibilidades artísticas responde la adopción de uno u otro sistema temporal. Para la mera alusión, para la proyección en un plano literario más o menos arbitrario, el tiempo regularizado ofrece su cronométrica exactitud. La mera alusión no puede exigir más, porque su contextura de eterno espectador, su situación de expectativa con respecto a la vida —un plano paladinamente distinto del suyo— exige esa especie de prescindencia con lo que sea íntima reacción; con lo que se vincule íntimamente a la más profunda experiencia vital de cada uno. Esto es lo que no puede soportar la presencia auténtica; cuando la obra de arte ha renunciado a situarle en un distinto plano con respecto a su contenido, ha renunciado implícitamente a todas las ventajas de esa especie de omnipresencia permitida por no entrar demasiado profundamente en cosa alguna; pero ha adquirido un derecho nuevo, el de sumergirse en aquello que constituye su peculiar preocupación. De ese estado de intimidad, de saturación, resulta en la obra artística de este tipo una absoluta ausencia de lo convencional, de los supuestos que hay que admitir, una ausencia de lo que se llamaría el andamiaje del artista. Lo único que es lícito en la obra de arte es ahora la substancia misma, aquello que vale por sí solo, aquello que se ve, no aquello que se refracta apenas. A tal sentido de la realidad, de la autenticidad de las cosas, no puede convenir un tiempo patrón, ese tiempo que corresponde en nuestra vida al de la superficie que miramos, nunca a la intimidad que vivimos. Es ese otro tiempo que yo señalaba como el más legítimo patrimonio del hombre que piensa y que siente, el que cuadricula la realidad de este tipo artístico.

El mundo de Proust, eso que él llama su tiempo perdido no está constituido en modo alguno por referencias literarias, por proyecciones arbitrarias de un mundo cuya complejidad sólo se sospecha porque insistentemente se habla de ella. El mundo de Proust se ofrece íntegro, con esa turbiedad de lo que es demasiado complejo para prestarse a la fácil disección del artista. Quizá sea por eso que el artista no intenta aquí disección alguna; le basta con que la realidad se de en su auténtica estructura, en toda su íntima complejidad. Esta complejidad tiene imperativos de una extrema exigencia: es necesario respetar su contextura peculiar y no es posible respetarla si sé la adapta al ritmo —uniforme, rítmico— de la acción.

El mundo de Proust, para poder conservar su esencial estructura, ha debido renunciar casi en absoluto a la acción. Esto que nos ofrece es más complicado y más íntimo; su devenir no se condiciona en modo alguno por el imperativo del devenir. Conserva su peculiar intensidad temporal, responde en cada instante a su espontaneidad y se detiene sin apremio donde así lo exige la calidad emocional de la hora. No podía ser de otra manera; hay una exigencia vital ineludible en la novela —en el arte— de hoy. Y es este sentido, este intuir de lo vital, quien impone esta gravitación subjetiva del tiempo.

El teatro

Para el teatro marcha desde la mera alusión hasta la auténtica presencia, que Ortega señalaba para la novela, se cumple plenamente. El teatro tradicional —el romántico sobre todo— ofrece al espectador un desarrollo; este desarrollo se cumple sobre la escena, siendo la duración de lo que ocurre poco más o menos la real, esto es, que sobre la escena se contemplan más o menos dos o tres horas de la vida de un cierto número de personase. U unas veces estas horas son continuas y entonces se eligen entre aquellas decisivas en un sentido cualquiera; otras veces son distanciadas y entonces se toman entre aquellas que son sucesivas con respecto a una misma situación espiritual. A veces los cuatro o cinco actos de un drama romántico desenvuelven la mayor parte de la vida de un hombre. En realidad, de esta vida no transcurren en la escena sino unas partes, unos episodios, unas anécdotas más o menos significativas. Pero junto a eso, aparece como adherido a lo que transcurre toda una enorme serie de sucesos que se ven aquí refractados, traducidos de acción efectiva que fueron, a narración que de ellos se hace para que el espectador los tenga presente cuando suceda lo efectivo y real del drama que se representa. Paralelamente, simultáneamente, el teatro ofrecía dos esferas distintas de sucesos: aquellos que se veían —esto es, aquellos que transcurrían durante el tiempo que duraba la escena— y aquellos que se decían en apartes, en conversaciones provocadas, en soliloquios, para llenar los vacíos de la información del espectador. Esto, naturalmente, era inevitable. La unidad de escenarios —tres, cuatro, cinco a lo sumo— exigía que las escenas se sucediesen temporalmente en tal forma que pudiesen sin violencia ocurrir en un mismo lugar. De aquí que existiera una exigencia inmediata, previa a todo criterio artístico, de índole puramente material y física, de evitar todo lo que no pudiese amoldarse a la limitación espacial. Todo aquello que no podía ocurrir en los escenarios disponibles, el autor lo hacía ocurrir fuera y lo comunicaba al espectador mediante un artificio más o menos feliz. Y para el espectador el espectáculo se desdoblaba porque al tiempo que presenciaba lo que sobre las tablas ocurría, debía ir componiendo esas referencias que se narraban en un sistema concordante con lo que veía.

Esta exigencia que yo decía de orden puramente material, no lo es tanto si se atiende a su evolución. El teatro no ambicionaba ser de otro modo, porque en tal forma satisfacía su aspiración artística sin sentir amenguamiento de posibilidades. Pero este ocurrir falseado, narrado, que se cuenta al espectador, tiene para el hombre moderno un defecto esencial. El hombre moderno tiene un aparato visual muy agudo, domina la técnica del ver y el oír, y no puede evitar mientras oye la narración de algo en boca de un personaje la desazón que le produce el adivinar que eso no ha sucedido jamás. Frente al teatro tradicional nuestra sensibilidad de espectadores nos permite asimilarnos eso que vemos y en ningún momento asociamos a ello la elemental idea de la ficción. Pero he aquí que cuando las cosas no aparecen sobre el tablado sino que son narradas por un personaje, el espectador se siente sacudido y sacado de ese mundo en donde —falsas o no— estaban ocurriendo cosas. De golpe el espectador comprende el mecanismo de la farsa y asocia —trágica asociación— la idea de la aventura con la burocrática idea del actor. Esta idea es fatal en el teatro; su aparición implica destruir el poder constructivo del teatro, el poder constructivo de un arte, esto es, su mejor virtud.

Tal la tragedia del viejo teatro; su acción ocurría en un doble plano de realidad y de alusión. Por una parte, la acción humana que se cumplía, en escena era —contra toda sugestión del sentido práctico elemental— una acción real; ocurría en un sistema temporal susceptible de cargarla de cierta insistencia emocional y era una auténtica presencia de vida. Pero por otra parte los supuestos que había que asimilar sólo aparecían reducidos a una transposición literaria que ocurría en ese tiempo peculiar de la acción sin gravedad y sin matiz.

E1 teatro moderno camina hacia la supresión de ese elemento negativo. La pura presencia que constituye su meta inmediata va a ser lograda por un acrecentamiento del elemento plástico, que se incorpora ahora como fuerza nueva, casi insospechada. La acción no había sentido la necesidad de subrayar su desarrollo con este ingrediente estático: lo plástico, más bien al contrario, intentaba aligerar su carrera librándose de todo aquello que no fuera acción. Lo plástico se ha introducido en el teatro como un contrapeso ineludible para restituir a la realidad su específica complejidad, y se traduce en dos sentidos, material uno y dramático el otro. Por una parte el aumento de escenarios —su calidad plástica considerada como parte integrante del teatro— que consigue construir bloques de realidad de una más cumplida estructura. Por otra, la trama que ha adquirido un sentido en cada una de sus partes, para hacer de ellas entidades de valor absoluto: Un acto de “Le Simoun” o de “Maya” es a un tiempo elemento y todo; su construcción revela una especie de íntima estaticidad, algo como si existiera en él la convicción de que constituye algo terminado y cumplido; para el espectador, una especie de cuadro vivo, cuyo sentido último se conserva en el recuerdo para estructurarlo con el sentido de todos los otros. Esta estaticidad, esta plasticidad que se agrega ahora al teatro, determina en su sistema temporal una singular renovación. Aquel tiempo proyectado, literario, en que se estructuraba aquella acción narrada —no presentada— se ha visto desalojado para dejar solo al tiempo peculiar de la pura presencia. Cada escena, cada block, diríase, de cualquiera de las más puras expresiones del moderno teatro —L’homme et ses fantômes, Le Simoun— aparece sin esa exigencia temporal que implica la acción, esa exigencia de determinar implícitamente cuándo ocurre con relación a otro suceso, cuál es su efectiva duración. Su misma complejidad crea entonces ese ritmo retardatario, con una especie de fuerza centrífuga que intenta apartar lo sucedido de la ubicación temporal inmediata. Tómese por ejemplo el cuadro VIII de “Le Simoun” e inténtese determinar la urgencia temporal de su contenido. No existe. Pero búsquese en cambio la acentuación dramática que pone en el total y entonces se comprenderá fácilmente que a pesar de retrasar la acción, esto es, de ir contra lo mas específico de ella —el devenir— le agrega algo que por sí sola no tenía antes, algo que en cada momento es perpendicular a ella y que se evita cuando nos preocupamos demasiado de seguir la línea horizontal de su desarrollo.

Cine

En el cine este problema de lo temporal se complica extraordinariamente y es necesario proceder a su planteo con una máxima cautela. En general sobreentendíamos al principio que la preferencia por uno u otro sistema temporal respondía en primera instancia al primado en la obra artística de la mera alusión o la presencia pura. Veamos la solución del cine.

La imagen es el elemento primero del cine. Esta imagen es por sí misma una realidad; un hombre que corre es en la pantalla, imaginando detenido al film, una realidad. Si el film fuera una sucesión de imágenes, cabría entonces afirmar qué es también una sucesión de realidades y por ello una realidad él también. ¿Pero acaso es el film nada más que una sucesión de imágenes? El film por el solo hecho de serlo, por el solo pensamiento de dotarlo de un sentido, ha superado la sola agregación de imágenes. La imagen —el plano, mejor— es por sí misma fotografía y la fotografía es en modo alguno elemento del cine. La imagen cinematográfica aun siendo en absoluto estática —la cara de un muerto, una fachada, un puente— está animada por su sola vertebración en el film, de un movimiento, no espacial, ya que eso apenas importa, sino temporal. La mirada del espectador, dándole una duración determinada por el artista, ha provisto a ese objeto inanimado de una vibración dinámica incompatible con la fotografía, con la pura imagen; prácticamente la imagen cinematográfica se definiría cómo una imagen con valor trascendente, que no intenta valer por sí, sino determinar una parcela en esa línea que se llama sentido del film. Por si misma la imagen de un hombre que corre es en efecto una realidad. Pero esta imagen, en el film, ha perdido su sentido intrínseco; en el film no se trata ya de un hombre que corre aun cuando ello sea de importancia fundamental. Al dejar de valer, autonómicamente la imagen ha perdido su virtud de ser. Pensada como parte integrante de un film, en efecto, la imagen de un hombre que corre no alcanza a ser por sí misma una realidad real, efectiva. La carrera de la cual la imagen traduce aspectos supone una serie de situaciones previas que la justifican, una situación espiritual contemporánea a ella, etc. Todo esto está implicado en la imagen. La carrera de ese hombre con ser una realidad, tiene en el film un papel tan importante y tan absorbente que no le deja ser eso que ella por sí misma sería: una realidad. El sentido del film la obliga a dejar de ser una presencia plástica —un hombre que corre— para que exprese en cambio una serie de situaciones dramáticas. Las imágenes son en el cine de hoy meras alusiones.

Este drama que se oculta tras el elemento primordial del cine, la imagen —renunciar a su realidad plástica para ser sólo alusión dramática— constituye el nudo de la evolución del cinematógrafo. Por una parte, el esteticismo cultivaba su esencia plástica, intentando crear una estética de la imagen como tal. Por otra, el dramaticismo intentaba servirse de la imagen como medio expresivo sin reparar en esa calidad íntima del medio.

El cine de hoy tiene una exigencia dramática; el de América muy especialmente se ha volcado íntegro a cumplirla. El cine americano llena —no ya en la vida americana sino en la vida mundial que va respondiendo a tal standard— una función inexcusable que ha usurpado —no se diga que sin derechos— a la novela y al teatro. Ese standard mundial apenas lee novelas y va raramente al teatro. Por muy legítimas virtudes, es el cine quien satisface ahora esas necesidades espirituales, acaso de la etapa más baja de la espiritualidad, pero por lo mismo la más intensa y radical. Para lograr este propósito el cine ha debido renunciar a todo finalidad esteticista, aun cuando tal renuncia sea en cierto modo específica de su contextura actual. El cine de hoy —el americano y la parte de la producción europea que responde a la influencia yanqui— ha alejado de sí la preocupación por la imagen —plasticidad, luz y sombra— para volverse decididamente a la alusión dramática.

He aquí explicada la íntima paradoja del cine. La imagen, el más evidente medio artístico, es un medio desvirtuado. La dialéctica del cine, la lengua del cine es así un problema de lejana y difícil solución. Esta lengua del cine es hoy una lengua primitiva, de una graficidad elemental, incapaz de la conceptuación. Pero todo esto es apenas un reparo sin valor. El cine no está necesitado de una lengua de mayores posibilidades y cumple su misión actual con soltura y sin limitaciones.

Es que justamente ese estado de mera alusión a que responde la dialéctica cinematográfica —y su elemento primordial, la imagen— es el estado actual del cine. Como expresión dramática, al cine le basta con la mera alusión. La presencia cinematográfica es apenas una remota ilusión futura. La alusión es por otra parte la calidad dramática que conviene a todo arte destinado a satisfacer necesidades primarias, de una rebosante vitalidad. El apremio humano del cine no puede ser compatible con la morosidad de la presencia auténtica, realidad ésta producto de una elaborada evolución. Y yo estimo que es esa la nota destacada del cine de hoy: su apremio humano.

Esta alusión pura que es un film de hoy, se traduce perfectamente en su sistema temporal. Pero es también donde la paradoja del cine se traduce mejor.

Una novela corriente, decíamos al principio, cuya acción impone un ritmo tal que solo permite la alusión, no la realidad misma, ocurre en un plano temporal de puras proyecciones literarias. Tal es el sistema que exige la pura alusión en la novela y el teatro. El cine saca aquí a relucir su enigmática esencia y no lo admite.

Un film americano refiere por ejemplo, la vida de un hombre —Y el mundo marcha— o la porción más importante de ella —Aquella muchacha—. Para hacerlo tiene a su disposición todos los recursos de la novela, es decir, que puede sin limitaciones de tiempo ni espacio, seleccionar, presentar los aspectos que el artista prefiera. Pero tiene además todos los del teatro, ya que puede animar con presencias auténticas cada momento de los que haya seleccionado. No puede entonces cumplirse la acción cinematográfica ni en el tiempo de proyección literaria de la vieja novela, ni en el tiempo selectivo pero insuficiente del teatro habitual.

Aquí reside la peculiaridad dramática del cine. Su acción puede ser deslizada por distintos sistemas temporales, no solo sin desvirtuar su esencia, sino aumentando al infinito su stock de resortes emocionales. Esto es, en otro plano, lo que va a permitir en un futuro no lejano acrecentar infinitamente las posibilidades del cine. Veamos correr en algunos films típicos la acción, y determinemos sobre ellos cual sea el sentido cinematográfico del tiempo.

Hay films que refieren un momento cualquiera de la vida de alguien: Soledad, El acorazado Potemkin, El martirio de Juana de Arco, La noche de San Silvestre. Este momento, estas circunstancias, están en general determinadas por un pasado y un futuro que se implica en su desarrollo. Al comenzar la acción se separa cuidadosamente ese pasado de este presente, y esto que comienza se anima de un típico dramatismo.

Asi Soledad, de Paul Fejos. El artista sorprende la vida de dos muchachos —girl y boy— cuya vida vulgar y aburrida se aparece en los primeros actos de la película. Es una tarde de sábado y ambos se aburren con ese hastío típico de la melancólica comprensión del aislamiento. Estos dos muchachos entusiasmados por una misma música, se deciden a pasar la tarde libre del sábado sumergidos en la incolora muchedumbre de Coney Island. Y entre esta incolora muchedumbre se encuentran los dos. Parece como si Paul Fejos hubiera querido insistir en esta distinta duración de los minutos antes y después del encuentro. Por la mañana, los que faltaban para entrar a la oficina o el taller; por la tarde, los que se vivían con esa sensación de intemporalidad que daba el vago asomo de una felicidad apenas entrevista; después, los de la angustia de la pérdida irreparable.

Estos tres tiempos son singularmente significativos para el contenido dramático del film. En realidad podría decirse que el dramatismo de Soledad se construye sobre estos tres tipos de minutos. Mientras el muchacho se prepara para ir al taller y ella se viste para ir a la oficina, mientras los dos permanecen en sus puestos atentos al insignificante trabajar cotidiano, el ritmo de la vida es ligero, regular monótono. Tras el aburrimiento —ritmo regular y monótono, aunque lento— la vida de los dos se carga de un valor de que antes carecía. La vida de estos dos muchachos tiene ahora sentido. Este sentido determina ahora un tiempo distinto. Mientras el muchacho y la chica permanecen juntos, Paul Fejos consigue una ligereza, una vaporosidad en las acciones, que las hacen transcurrir como fuera del tiempo, sin gravitación alguna de las horas; las atracciones de Coney Island los absorben y ellos se absorben a su vez en esta nueva ruta que ahora se abre a sus vidas. ¿Cuánto tiempo han bailado? Un negro en que Fejos diluye después la escena lo comprueba; han bailado toda la eternidad, acaso no han bailado nunca. ¿Qué importa el tiempo?

Pero ese tiempo que hasta ahora no ha importado apenas, va a ser enseguida el protagonista. Los muchachos —girl y boy se separan por un accidente cualquiera. La ruta se cierra, la felicidad apenas entrevista se diluye, el sentido de la vida de dos personas se pierde. Ahora sí cuentan los minutos. Cuentan trágicamente. Los minutos de desaparición, aquellos en que creen estar separados apenas por un policía, los que tarda en declarar en el puesto, los que tarda en buscarla entre la incolora multitud de Coney Island. Los minutos pesan ahora en cada paso de los dos muchachos. Se los ve transcurrir, durar trágicamente alargarse infinitamente más que los minutos que en esos mismos instantes viven los despreocupados paseantes del parque de diversiones. Hay en Soledad, en esas escenas, una impresionante danza de minutos, de segundos mejor. La muchacha cree percibir un llamado y se vuelve angustiosa, para no ver sino a un inoportuno festejante de un rato antes. En las dos imágenes, Fejos ha dibujado los dos sistemas temporales en que vivían los dos paseantes de Coney Island. ¿Qué angustia sorda guarda el tiempo potenciada en sus entrañas?

En otras películas lo que transcurre es la vida entera de un hombre o acaso la mayor parte de ella. Tal es el caso de Aquella muchacha, Y el mundo marcha…, El cantor de Jazz. En todas ellas, como en el teatro, el artista se obliga a una selección temporal tratando de destacar las escenas según su intensidad. El cantor de jazz por ejemplo, que es la vida de un pequeño muchacho a quien su canto emborrachaba, transcurre en realidad en dos momentos solamente; por una parte los años de chico rebelde a la decisión paterna, echado de la casa por ser fiel a sí mismo. Por otra la actuación toda del actor, sorprendida en los momentos culminantes. Desde el punto de vista de la selección temporal, El cantor de Jazz muestra algo típico en el cine: todas las escenas primeras, no valen en realidad para la película y son sólo un antecedente de lo que llamaríamos el grueso del film; este antecedente se encontraría reducido en la novela o el teatro tradicionales, a una breve evocación; en el cine, aun en su típico carácter de antecedente, estas escenas conservan toda su intensa dramaticidad y subsisten como parte activa del film.

En estas películas, la selección se presenta más difícil por tratarse de la vida toda de alguien. Así en Y el mundo marcha… o Aquella muchacha. En el primero de estos films, el protagonista muestra casi toda su vida; se lo ve de niño y muchacho, trepado en ambiciones inconquistables, llegar a hombre y vivir una vida mezquina de fracasado. En el segundo, la muchacha alegre y cordial, despreocupada e independiente, va corriendo en el film la aventura de su vida a la deriva.

En estas películas donde se intenta reconstruir la vida plena de alguien, es donde más fácilmente pueden advertirse los valores de pura alusión dramática que constituyen todo film. En todos ellos, en efecto, puede advertirse cómo tarde o temprano, el artista se ve obligado a renunciar a mostrar lo que fuera estrictamente una vida —la de aquélla muchacha o la del cantor de jazz— eso que siendo auténtica presencia es el más selecto de los espectáculos, para refugiarse en una trama elemental en donde va a anudarse todo lo accidental, lo anecdótico, lo previo, que a pesar de ser todo eso se ha construido con presencias auténticas. En Y el mundo marcha…, en efecto, esa gran visión que se esbozaba al principio y que prometía ese soberano panorama que es la vida de un hombre se evita a poco para limitarse a desarrollar una trama, la del fracaso práctico del hombre, trasuntado en una vida familiar casi trágica y desesperada. En Aquella muchacha se deriva hacia una aventura policiaca y en El cantor de jazz hacia un dramático conflicto entre dos potencias, que se disputan una noche en la vida de un hombre.

Es por eso que en general, todos los films se concretan a esa sola parte. Exponer un suceso, desarrollar una acción, cumplir una empresa. Los de Carlitos, los de Von Sternberg, los de Vidor y Griffith, la mejor producción y tras de ella casi toda la producción. Está la de América y la de Europa, Lang, Eisenstein, Feyder. Todas ellas cumplen en la pantalla un proceso determinado, una acción, de la que máximamente interesa el devenir. La quimera del oro, El peregrino, Muelles de Nueva York, El beso. ¿Cómo se desarrollan temporalmente estas películas?

Esta acción que se desarrolla proporciona una serie de momentos unidos en una situación espiritual. Estos momentos transcurren en un doble plano. Por un lado el plano dramático en el que interesa por sobre todo la acción; por otro un plano plástico, medio expresivo del cine. Ahora bien, el cine actual no ha vacilado en preferir el plano dramático y a ello se debe el desborde de acción en el film de hoy. Este dramatismo del cine no puede cumplirse si no se ubican las situaciones —entiéndase que desde un punto de vista dramático— en el plano de la sola alusión; esta sola alusión exige un aligeramiento de gravedad en el tiempo, exige eso que llamábamos el tiempo standard el tiempo horizontal.

¿Cumplen los films de hoy esta exigencia? Más que cumplir, cabría afirmar que es su más típica condición. Desde un punto de vista dramático, la acción cinematográfica —la de Anna Christie, la de La danza de la vida, la de Madre mía— ocurre en un plano temporal condicionado por la acción, destruido, desvirtuado en su estructura por la exigencia del devenir. Atendiendo al sentido todo del film, la gravedad dramática del tiempo ha sido sacrificada a la urgencia temporal de la acción.

Y bien, esto era lo, que ocurría en la novela tradicional y en el teatro no moderno. De cumplirse en el cine de hoy también, no cabría sino generalizar un estadio común a ciertos momentos de las artes en general. Pero esto no es sino una de las caras del problema del cine. Frente a esta urgencia dramática de su contenido, de su acción, el cine opone la morosidad de su elemento plástico, la presencia indiscutible de la imagen. Esta morosidad que impone la imagen, no alcanza a imprimir en el film eso que se dio en llamar tiempo retardatario, un tiempo emocionalmente insistente. Pero alcanza a crear en cada plano una realidad. Ni el viejo teatro ni la novela tradicional pudieron por su propia naturaleza agregar al vertiginoso apremio de la acción este elemento, y la novela proustiana y el joven teatro han debido en gran parte sacrificar a la acción para incorporarlo. El cine en cambio se encuentra en plena infancia con la doble posibilidad en las manos, y un film de sólo discreta categoría los usa con éxito y soltura.

He aquí por qué decíamos que era singularmente complicado plantear el problema temporal del cinema. Aquello que llamábamos paradójico drama de la imagen, presta aquí la más alta virtud. Los dos términos paradojales no lo son sino accidentalmente y sólo en campos teóricos, nunca en la inmediata realización. El cine es el único medio expresivo en donde la alusión y la presencia se complementan. La alusión dramática y la presencia plástica construyen un equilibrio cinematográfico que no hay que buscar sino que se ofrece solo, con una generosidad de arte joven y un poco genial.

El tiempo del cine es entonces de doble faz. En el futuro no tendrá que renunciar en absoluto a la acción para conseguir presencias auténticas, porque a poco que profundice en su elemento plástico, puede el cine llegar a construirlas en un plano superior al de la acción, tangencial en cada punto, insistente en cada eslabón de la cadena del obrar.

De los tres reinos que se movían en la cuadrícula del tiempo, es el cine quién podrá componer el más armonioso y cumplido ademán.

Notas

1 Si acaso hubiere lector a quien todo esto le interesara, yo creo que el libro de Ortega y Gasset que cito, con su amplia distinción entre estas dos nociones, le resultaría muy interesante.