En un mundo nuevo y diferente, el de la cuarta dimensión y la física nuclear, y cuando el perfeccionamiento de la defensa, instintiva en su origen, ha mostrado su aptitud para dominar el equilibrio estático y convertirlo en tromba infinitamente destructora, el propio instinto rechaza, en nombre de la conservación y como excesivo, lo mismo que impulsase a discernir para preservarla.
Por primera vez en sus anales milenarios, la humanidad teme la guerra, al punto de constituir la amenaza latente de un conflicto global la angustia del momento, mientras plantéase el interrogante de si el hombre no ha puesto en peligro la futura supervivencia de la especie por acercarse demasiado al Sol.
Pero el seno de una isla nebulosa, cuyos perpetuos acantilados la muestran incapaz de resistir a las furias -aptitud transmitida al genio de sus estadistas-, y donde, decepcionados por el fracaso de tantas reuniones similares y alarmados por el rechazo de un coherente plan de defensa colectiva, están reunidos nueve cancilleres de Occidente, ha surgido la voz y el anuncio de una actitud que parecería poder conducir a la solución de ese estado de zozobra con que se había iniciado la conferencia de Londres.
La decisión de la asamblea de Francia al rechazar el plan del ejército europeo acercaba la situación del mundo al error que ocasionó el fracaso del plan Stresemann y la liquidación de la República de Weimar.
“Aún creíamos -recuerda Franz Von Papen- en la misión histórica de Alemania como factor estabilizador en Europa Central. Aunque el miedo a Alemania hubiese cegado a los aliados hasta el punto de no ver la amenaza de Rusia, lo menos que podían haber hecho, después de nuestra derrota, era restaurar el equilibrio de Europa, una vez que la revolución había colocado a Lenin en el Kremlin. Faltaron en comprender que la era del nacionalismo había terminado y solo podía ser sustituida por la organización de una Europa unida”. Y tras la evocación del pasado, agrega: “Ahora se ha comprendido que la unión de naciones libres debe controlar su propio poder ejecutivo”. En tal principio se basaba, en efecto, el plan recién rechazado.
Y, sin embargo, la posición preponderante de Alemania como fuerza efectiva en el plano europeo, es un hecho de la naturaleza y, en consecuencia, su concurso para la defensa de Europa no solamente resulta imprescindible, sino perentorio. Mas las garantías previas dadas a Francia por los propulsores de la NATO no impidieron que fuera “desbaratado”, según lo expresó el Sr. Dulles, por el parlamento francés, el tratado que creaba la Comunidad Europea de Defensa.
Tanto esfuerzo así malogrado, de pronto creó en los Estados Unidos, cuya contribución a la lucha contra el imperialismo comunista ha cobrado proporciones y amplitudes siderales, una sensación de hastío y el Sr. Dulles debió advertir que en tales condiciones no podía asumir la responsabilidad de que las tropas de la Unión permaneciesen en Europa.
Fue entonces cuando el Sr. Anthony Eden, en nombre de Gran Bretaña, pronunció palabras y adoptó una actitud que el Sr. Adenauer habría de calificar de “acto histórico y acontecimiento decisivo” en la conferencia de las nueve potencias.
Con la misma visión con que Sir Winston Churchill ofreciera al Sr. Reynaud hacer de Francia e Inglaterra un país común a los efectos de la defensa en días desesperados, el gobierno otra vez presidido por aquella poderosa mentalidad mostraba así que todavía el talento de un estadista sagaz puede congregar a un mundo disperso, aunque anheloso de resguardar su propia civilización.
El tono, a la vez sobrio y cálido del jefe del Foreing Office enfocaba y satisfacía todos los aspectos de la situación creada. En primer término, lograba desvanecer la sensación de agravio predominante en la América del Norte.
“Al pasar revista a estos años de posguerra -expresaba-, hay momentos en que nos hallamos demasiado inclinados a dar por sentado lo que los Estados Unidos, estos hermanos generosos, han hecho por nosotros en Europa en momentos en que, de no haber sido por ellos, todos nos habríamos hundido en la confusión o tal vez en algo peor. En nombre del país que represento, quisiera asegurar al Sr. John Foster Dulles que todo lo que han hecho los Estados Unidos no son “buenas acciones pasadas y olvidadas inmediatamente después”, sino que será recordado con agradecimiento y no solamente por nuestra propia suerte”.
Y luego anunciaba la trascendental decisión: “el Reino Unido mantendrá en Alemania cuatro divisiones permanentes y la fuerza aérea correspondiente”. Para expresar enseguida sin énfasis: “Nuestra historia es insular. Todavía constituimos un pueblo insular en pensamiento y tradición. Sean cuales fueran los hechos y la estrategia modernos, no ha sido sin considerable reflexión como el gobierno que aquí represento ha resuelto formular tal declaración esta tarde”.
La decisión de Gran Bretaña comporta un hecho sin precedentes en su larga y tradicional historia. El Sr. Churchill vuelve con ella a su concepción inclinada a quebrantar el aislamiento físico de Inglaterra con el continente. Equilibraría con su aporte las divisiones norteamericanas y francesas, las del Benelux y las que debería preparar Alemania. Tiende a satisfacer y tranquilizar a Francia y entona, al exaltarla, la cooperación de los Estados Unidos.
De tal modo, cuando el Sr. Dulles, en consecuencia, insistía en el mantenimiento del control de los suministros remitidos por su propio país, estaba revelando la disposición de continuarlos, y, resueltas así las dificultades, nada parecería obstar para que se estableciera una barrera de contención dentro de la propia Europa.
No importa saber si el gesto audaz de Gran Bretaña -audaz en sí, osado en particular como ruptura generosa de una tradición secular- rendirá todo su fruto con miras a asegurar la civilización cristiana y occidental a que pertenecemos. Lo que sí importa, en cambio, es señalar cuánto significa histórica y políticamente esa actitud, con la que el gran país procura equiparar fuerzas y disipar recelos entre sus inquietos aliados del continente. Aspira, en efecto, con ella a tranquilizar al mundo y revela de tal suerte que todavía “gobierna las olas”.