RAFAEL GUTIÉRREZ GIRARDOT
En 1967 publicó la Editorial Sudamericana de Buenos Aires el libro del medievalista argentino José Luis Romero La revolución burguesa en el mundo feudal. El libro no tuvo el eco que merecía por la simple y lamentable razón de que los países de lengua española no sabían lo que es medievalismo y consiguientemente no conocían testimonios literarios de esa época. El medievalista español, profesor e incitador, de José Luis Romero, a saber Claudio Sánchez Albornoz, se limitaba a la historia medieval española, pero dejó de lado el contexto europeo, y hasta procesos españoles de “preaburguesamiento” como el que testimonia Fernán Pérez de Guzmán (1376 ?—1460 ?) en su Generaciones y semblanzas (1512), al que José Luis Romero dedicó un ensayo de significativo interés: “Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica” (recogido en Sobre la biografía y la historia, Buenos Aires, 1945). En este trabajo de juventud, Romero pone un acento nuevo en la interpretación de esta grande figura de la historiografía y la literatura españolas de la Edad Media. A diferencia de Américo Castro, para quien Fernán Pérez de Guzmán expresa su queja por el desinterés por el pasado y por la acción destructora de Castilla con los hombres que ella misma ha hecho (La realidad histórica de España, México, 1962, p. 105, Nota 27, p. 97 respectivamente), ve José Luis Romero en Pérez de Guzmán una “actitud histórica”, no pues lamento y queja, sino conciencia y manifestación de un proceso complejo e inicial, el de “la etapa de la elaboración del tránsito dramático y decisivo desde la España feudal hacia la España moderna” (op. cit. p. 103). La idea de una Edad Media española no estática, premodema o preburguesa no cabía en la interpretación ideológica de la Edad Media en general, que en los años de aparición del artículo estaba dominada por el “medievalismo corporativo” de Ramiro de Maeztu postulado en su libro La crisis del humanismo (1919) y por Hacia una nueva Edad Media (ed. española 1932) de Nicolás Berdiáev. Tampoco cabía en la imagen de la Edad Media y del feudalismo de liberales y marxistas-leninistas como Felipe Barreda Laos en su libro La vida intelectual del Virreinato del Perú (1909; la segunda edición aparecida en Buenos Aires es de 1937; la 3a. ed. publicada en Lima es de 1964) o José Carlos Mariátegui. No deja de ser significativo que esta interpretación de la Edad Media española de Romero de 1945 fue desarrollada en 1969 por Luis García de Valdeavellano en su libro Orígenes de la burguesía en la España medieval, en la que cita La revolución burguesa… de José Luis Romero, sin captar plenamente su significación y su alcance metodológico. Romero no pretendía situar los orígenes del “espíritu burgués” o de la burguesía en siglos anteriores a los de su florecimiento en el mundo moderno. Romero partía de una concepción del decurso histórico que él llama “vida histórica”, la cual implica el concepto del “flujo continuo”: “En el pasado se deposita la ‘vida histórica vivida’; pero el concepto de vida histórica incluye también la ‘vida histórica viviente’ que comienza donde acaba el pasado —el pasado de cada presente— y se proyecta en un flujo continuo a lo largo del tiempo aún no transcurrido”. “Lo que caracteriza la vida histórica es la temporalidad del transcurso y la temporalidad del cambio, esto es, una temporalidad experiencial del devenir biológico del individuo, del devenir social de los grupos y del devenir de la creación cultural” (La vida histórica, ed. por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, 1988, p. 17). Esta concepción de la vida histórica y del “flujo continuo” exige una revisión de la periodización histórica y consecuentemente de los conceptos de burguesía, espíritu burgués o, como más exactamente la llama Romero, de “mentalidad burguesa”. Pues el “flujo continuo”, la “temporalidad del transcurso y la temporalidad del cambio” excluyen divisiones cronológicas firmes que dejan de lado aspectos sustanciales de la totalidad del decurso y plantean incógnitas o pasan por encima de zonas oscuras inexploradas, que no se tematizan en el contexto correspondiente o se relegan a otras disciplinas. Ciertos y determinados proverbios, por ejemplo, son historiográficamente tan ilustrativos como una fuente tradicional. En su curso de 1970 publicado póstumamente bajo el título Estudio de la mentalidad burguesa (ed. por Luis Alberto Romero, Madrid, 1987) precisa José Luis Romero el resultado práctico de esta concepción de la vida histórica. “Si partimos de la noción general de que el mundo burgués es el área geográfica de Europa (y quizá del mundo europeizado) tal como se va configurando desde la revolución burguesa del siglo XI, no sólo modificamos la noción tradicional de Edad Media sino que suprimimos el hiato de Renacimiento y establecemos la continuidad de un proceso desde el siglo XI hasta la Revolución Industrial del XVIII, y con ciertos ajustes, hasta nuestros días” (p. 17 s.). El “mundo burgués” y la “mentalidad burguesa” no designan, pues, un tipo social que se ha convertido en estrecha y fácil moneda de ultraje político. Son un proceso complejo con su “dialéctica” propia en el que sus actores no son los buenos “siervos” no burgueses y los malvados “señores” burgueses, sino “siervos” pertinaces y tradicionalistas y “aburguesados” comerciantes, cuyos intereses los han llevado a ser “revolucionarios” con máscara de obedientes. “Burgués” es un concepto social-histórico, no polémico político.
La “desdogmatización” y “despolitización” del concepto de “burgués” por José Luis Romero plantea un problema aparentemente agudo para la praxis política “revolucionaria”, para quienes antes y después del derrumbamiento del llamado “socialismo realmente existente” piensan, no siempre sin razón, que la “lucha de clases” —tan existente en Latinoamérica como lo fue el depravado socialismo estalinista en la Europa de la guerra fría— es el punto de partida de su actividad y programa políticos. José Luis Romero fue socialista, pero no “hombre de partido” y aunque en 1956 fue elegido Presidente del {Congreso del} Partido Socialista Argentino, nunca pensó como “funcionario socialista”. Tuvo el cuño del socialista Alejandro Korn, admiraba al socialista José Ingenieros, “auténtico y disconformista”, que “nunca fue infiel a sí mismo”, es decir, fue un socialista en el que más pesaba el pensamiento que el dogma, la humanidad y la justicia más que la táctica burocrática de la “tropa” y sus “comandantes” y “cabos”, “ordenanzas” y demás doblemente embotados. A diferencia de José Carlos Mariátegui, José Luis Romero se nutrió de un socialismo abierto de propia tradición, adecuada a la realidad histórica que no tenía que acudir como Mariátegui a la inspiración de la obra de crítica al marxismo de Benedetto Croce, Materialismo storico ed economia marxistica (1899). La “desdogmatización” y la “despolitización” del concepto de “burgués” no perjudica, sino más bien despeja y hace transparente la discusión y la praxis políticas. Pues en un medio cultural tradicionalmente dogmático como es el mundo de lengua española, sólo se puede conocer adecuadamente la realidad cuando se la contempla y examina analíticamente, libre y pura de etiquetas y tercos perjuicios que la enturbian. La “desdogmatización” y “despolitización” del concepto polémico de “burgués” trae consigo necesariamente una “desmitologización” del lenguaje político y de la visión atomizada de la historia y de la sociedad. La comprensión de la “vida histórica”, de sus movimientos, de los intereses de los grupos, de las aparentes contradicciones, es decir, la comprobación de su coherencia procesual y “dialéctica” es un presupuesto de todo programa y acción políticos.
Esa “desmitologización” de los contextos de la “mentalidad burguesa” no sólo soluciona problemas, a veces bizantinos, de la periodización que conducen, con no poca frecuencia, a violentar la realidad histórica, a obligarla a someterse a los esquemas tradicionales, a encontrar, por ejemplo, en la América precolombina un pensamiento filosófico equivalente históricamente al de los presocráticos o, en España, un Renacimiento con su necesario Pre-Renacimiento. Semejantes violaciones falsean la autocomprensión histórica y sólo fomentan ilusiones nacionalistas. La “desmitologización” abre el campo a la captación de los momentos y elementos del proceso histórico. Con suma claridad y densidad explica José Luis Romero esos momentos y elementos del proceso histórico, del “flujo continuo” en el curso ya citado sobre Estudio de la mentalidad burguesa. Tres son los momentos del “flujo continuo” que ocurren progresivamente, ideas vividas, asumidas, operantes pero no conscientes, es decir, para decirlo con el lenguaje de la antropología de Ernst Bloch, “impulsos” necesariamente previos que tienden a cristalizarse en conciencia. Tales ideas vividas despiertan en el decurso histórico resistencias y aceptaciones. Las aceptaciones de esas ideas operantes y modificadoras, nacidas de intereses y experiencias, no son ni pueden ser francas; son “encubiertas”. Al “encubrimiento” sigue la “sistematización”, esto es, la racionalización de la toma de conciencia primeramente encubierta, que impone la “institucionalización”. En la teoría, incompleta por lo demás, y, como si eso fuera poco, simplificada, de la relación entre el “ser” social y la conciencia del hombre, entre base y superestructura de Marx no tienen cabida dos momentos fundamentales del proceso histórico: las “ideas operantes” o, como cabría llamarlas también con lenguaje hegeliano, “inmediatas” (es decir, no mediadas por la reflexión), y la aceptación encubierta de las nuevas experiencias innovadoras. Marx tiene en cuenta solamente el momento final de la “sistematización”, de la racionalización y de la “institucionalización”, que es obra de las elites. Con todo, esta comprobación no pretende ser una crítica a Marx, padre agudo y pionero de la historia social y cortante analítico de la sociedad burguesa en su momento culminante y ya pre-crítico. La comprobación refuerza la “desmitologización” del concepto de “mentalidad burguesa”, de “burgués” y “burguesía” por José Luis Romero. La omisión de estos dos momentos del proceso histórico delata un sustrato de “absolutismo ilustrado” (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”): Marx fue un “burgués” de elite, un “sistematizador” de las “ideas operantes” y aceptaciones “encubiertas”. El ejemplo de Marx no se reduce a esta comprobación. Además de las ideas operantes, de las reacciones negativas y encubiertamente afirmativas, de la “sistematización” racional y de la “institucionalización”, la figura del “disconformista” constituye un momento esencial en la vida histórica. Marx sería un ejemplo esclarecido de este tipo de motor. Pero al llamar “disconformista” a lo que hasta ahora se ha designado como “revolucionario”, José Luis Romero suscita una revisión del concepto y de las teorías de la “revolución”. Que esta revisión es necesaria lo ponen de presente no sólo la inversión de “revolución” en “opresión”, es decir, la negación del propósito liberador de la revolución por su propio decurso, sino la reflexión teórica sobre un fenómeno que determinó la historia de Europa, “madre de las revoluciones” como la llamó Friedrich Heer y especialmente el siglo pasado y que culminó en la desnaturalización del propósito inicial y del concepto de las “revoluciones” del fascismo y del nacionalsocialismo. En su libro Sobre la revolución (1963) apuntó Hannah Arendt: “Todo esto —la libertad, R.G.G.— y probablemente mucho más se perdió cuando el espíritu de la revolución —este nuevo espíritu que es a la vez el espíritu del nuevo comienzo— no encontró la institución adecuada a él. Este fracaso no puede ser reparado por nada, a menos que se intente por el recuerdo y la reflexión sobre el acontecer evitar que esta pérdida sea definitiva” (Ueber die Revolution, Munich, 1963, p. 360). La necesidad y la nostalgia de un nuevo comienzo no evitan reconocer que las formas concretas que su espíritu adquirió lo negaron y lo llevaron al fracaso. Así como José Luis Romero “desdogmatizó” e “historificó” el concepto de “burgués”, “despolemizó”, si así cabe decir, el concepto de “revolución”. La “revolución” ya no es, como decía Walter Benjamin en su complejas Tesis sobre filosofía de la historia (1938) exclusivamente “peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción” en el que tienen “la conciencia de hacer estallar y romper el continuum de la historia” (Tesis XV). La “revolución” es momento pre-consciente y conscientemente constitutivo y motor del continuum, del “flujo continuo” de la historia.
Las “clases revolucionarias” eran para el marxista neófito del año 38 Walter Benjamin las llamadas “clases trabajadoras”, los “proletarios” que per definitionem y, consecuentemente, eran “ontológicamente” revolucionarios. La realidad fue diferente. ¿Quiénes engrosaron voluntariamente las filas del fascismo y del nacionalismo: solamente los “burgueses” y ni un solo “proletario”? La pregunta por la composición social de esas filas fue políticamente relevante porque la confianza en el carácter “ontológicamente revolucionario” de las “clases trabajadoras” indujo a los partidos de izquierda a dejar de lado otras clases, como las medias, cuyo potencial “revolucionario” fue presa fácil de los dictadores. Una situación similar conoció José Luis Romero cuando en 1956 fue elegido sorpresivamente Presidente del [Congreso del] Partido Socialista Argentino. Romero y el grupo que con él pretendían renovar al partido dividían al contrincante entre partido peronista y los trabajadores afiliados a él. El antiperonismo puro impedía ofrecer a los trabajadores peronistas “una opción de izquierda, capaz de disolver su lealtad peronista y encarrilarlos en la buena senda” (información de Luis Alberto Romero en carta del 19.11.90). El proyecto parecía ingenuo. Pero no fracasó por esa causa. Era un proyecto que requería a largo plazo la transformación de hábitos mentales petrificados, de dogmatismos viscerales, de clasificaciones políticas irracionales, de una visión estática y por lo tanto miope de la vida histórica. El proyecto era una primera forma “experiencial” de ideas operantes aunque difusas que se manifestaban en toda Latinoamérica, de manera cada vez más intensa y abarcadora desde la desilusión de Bolívar hasta el malestar, no sólo en Latinoamérica, ante la “democracia” o, como también se lo llamó “la crisis del parlamentarismo”, teorizada por Carl Schmitt en su trabajo La situación histórico-intelectual del parlamentarismo actual (1919) y mucho más tarde en Argentina, con mayor alcance, por Arturo Enrique Sampay en su libro La crisis del Estado de derecho liberal-burgués (1942) y así utilizada como justificación jurídico-constitucional del variopinto fascismo. El proyecto tenía que fracasar en ese momento. En plena guerra fría universal, en la que en nombre de la Justicia social y de la Libertad sus respectivos y contrapuestos defensores seguían considerando “lo político” como lo había determinado Carl Schmitt en su influyente trabajo El concepto de lo político (1928) que justificó la guerra como consecuencia de la política y las guerras de Hitler, esto es, como la “diferencia entre amigo y enemigo” (p. 26 de la reedición, Berlín, 1963), en la que, por así decir, los vencedores no habían abandonado sino continuado con otras máscaras al vencido, ¿hubiera cabido esperar que tenga éxito una praxis política fundada en la oferta convincente al contrincante de alternativas, esto es, en el diálogo, en la discusión, no en el boxeo eclesial de los enmascarados de redentores? Pero el proyecto era una expresión del “optimismo” histórico y consecuentemente político de José Luis Romero que se fundaba no sólo en su pasión nacional y continental sino igualmente en la serena familiaridad con la historia social, política y cultural de mundo occidental, en el conocimiento de que los cambios sociales y las transformaciones de estructuras son lentos, conflictivos y en ocasiones oscuros. En el curso ya citado —síntesis de obras detalladas— apuntó: “La estructura también es histórica: dura mucho, al tiempo de parecer estática, pero no está quieta. Es el fenómeno histórico de más lento ritmo de cambio: así como los fenómenos políticos cambian rápidamente, el sistema de relaciones entre los hombres y las cosas, y de los hombres entre sí, tiene una fuerte tendencia a la permanencia… Pero las estructuras son históricas y cambian. En una cierta medida evolucionan por su propio juego, y en otra porque existe un cambio propuesto por los grupos sociales que viven dentro de esas estructuras, a partir de una opinión que se hacen de ellas” (p. 28). Aunque veinte años después del proyecto José Luis Romero inició una ponencia en el seminario sobre “Problemas de la democracia, el autoritarismo y el desarrollo en los asuntos hemisféricos” en Nueva York con estas frases: “El proceso socioeconómico y político argentino, en relación con el juego entre democracia, autoritarismo y desarrollo, no está en este momento en una fase —definida— de un movimiento pendular, sino en una compleja crisis particularmente difusa y fluida, acerca de la cual es sumamente difícil hacer un diagnóstico a corto plazo, objetivo y fundado”, concluyó con este esperanzado diagnóstico: “Entretanto, una sorda lucha de los intereses económicos sectoriales se encamina hacia una fórmula de equilibrio. Se adivina en ella una tendencia a un tipo de desarrollo no comprometido con los rasgos del ‘desarrollismo’. Todo hace pensar que han dejado una huella profunda en la vida argentina algunos elementos de la política populista” (“El caso argentino. 1976” en La experiencia argentina ed. por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, 1980, pp. 511 y 522 respectivamente). El comienzo y la conclusión de la ponencia no constituyen una contradicción. En los precisos y lúcidos análisis políticos de José Luis Romero se funden, sin perder su carácter específico, los razonamientos del político con la experiencia intelectual del historiador. “Político”, no “pensador político”, en el sentido de la gran tradición del intelectual latinoamericano, es decir, de quien ni siquiera en la época de la “torres de marfil” considera que la “Polis”, y sus derivaciones prácticas, es objeto de su apasionado “tua res agitur”. No es el “intelectual” con pretensión docente que como Stefan George en Alemania se declara conductor espiritual, ni como los franceses que como los que al firmar el famoso “Manifiesto de los intelectuales” de 1898 bautizaron al “intelectual” y que en nombre de la razón se constituyeron en fiscales del poder establecido. Es el intelectual que como Andrés Bello o Juan María Gutiérrez, como José Enrique Rodó o José Martí, como Manuel González Prada o Pedro Henríquez Ureña, como Eduardo Mallea o Jorge Basadre, como Alfonso Reyes o Mariano Picón Salas, entre tantísimos más, entienden su tarea como construcción de su propio mundo, como fermento y enriquecimiento a la vez del futuro y del presente, como forma de participación intensa en lo que, gracias a ellos, cabe llamar con un nombre hoy desprestigiado por todos los fascismos, no la “patria”, sino la “magna patria”. Dentro de la gama de esta unidad de propósitos de los “intelectuales” latinoamericanos, José Luis Romero es la reactualización del ejemplo de intelectual latinoamericano que postularon y encarnaron de diversa manera Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento.
El diagnóstico del “caso argentino” funde los razonamientos del “político” con la experiencia y el conocimiento del historiador de la historia europea. Es preciso recordar su obra sobre la historia europea para justificar un aspecto esencial de la comparación o, más exactamente, de la equiparación con Andrés Bello, cuya obra tan genial como la de Romero tiene sus raíces y su alimento en esta doble fuente: la de los instrumentos conceptuales europeos y la de la Latinoamérica en proceso de construcción nueva, de sustancia colonial y ex o anti-europea tradicional y de voluntad secular y europea. Su primer libro analizó La crisis de la República romana (1942). Fue el único trabajo científico sobre historia de Roma publicado en los países de lengua española. Fue pasado por alto porque en los países de lengua española no se cultivaba la historiografía clásica y porque consiguientemente se consideraba extravagante que un historiador “meramente” latinoamericano dedicara sus esfuerzos e intereses a un tema que sólo se conocía generalmente y de manera escolar obligatoria en los cursos de historia universal de los estudios secundarios. Igual suerte corrieron los dos libros que siguieron, Maquiavelo, historiador (1943) y su colección de ensayos Sobre la biografía y la historia (1945). De Maquiavelo se sabía que su libro El príncipe (1513) había sido la fe de bautismo del oportunismo y de la inmoralidad política, y aunque el ejemplo de los políticos latinoamericanos mostraba un maquiavelismo primitivo, se cultivaba en esos católicos países la tradición del anti-maquiavelismo español del Siglo de Oro. ¿Cómo interesarse pues por un Maquiavelo que no correspondía a la imagen popular, por Maquiavelo como historiador? Igual desinterés acompañó al otro libro, en el que planteaba, nuevamente por primera vez en los países de lengua española, el tema de la biografía como género propio de la ciencia histórica, no como literatura prototrivial de divulgación y entretenimientos, por el estilo de la que estaban de moda: las de Emil Ludwig, Stefan Zweig, André Maurois. Con sus libros De Heródoto a Polibio (1952) y La Edad Media (1949) José Luis Romero llenaba otras lagunas del saber universitario en los países de lengua española: partiendo de un capítulo de la historia de la historiografía, del comienzo de esa ciencia en Grecia, proponía una reflexión sobre el perfil y los instrumentos de la historiografía y presentaba una historia social de la Edad Media europea. Aunque no pretendía competir con las obras conocidas entonces en los países de la lengua española, es decir, El otoño de la Edad Media de Huizinga y Vida y cultura en la Edad Media de Bühler, el breve libro concebido para la divulgación universitaria complementaba la lectura de la obra del gran historiador belga Henri Pirenne, Historia de Europa desde las invasiones al siglo XVI, escrito en la prisión alemana, a la que fue llevado arbitraria y premonitoriamente en marzo de 1916. Cabría recordar obras de José Luis Romero como la ya citada y fundamental sobre La revolución burguesa en el mundo feudal, pero dejando de lado por el momento las que dedicó a la historia argentina y latinoamericana, las mencionadas bastan para poner de presente dos rasgos que lo emparentan intelectualmente con la obra de Andrés Bello: su conocimiento directo, su asimilación soberana y su trasmisión de la tradición cultural europea y su propósito de construir con esos fundamentos históricamente irrenunciables no sólo una ciencia sólida, sin complejos de inferioridad que enmascaran conciencia de incapacidad por inercia, sino una conciencia latinoamericana de su propia capacidad. Por sus dimensiones y su temática, por su elaboración científica y su propósito serenamente latinoamericano, cabe equiparar los trabajos de Bello sobre la Antigüedad clásica (su Derecho romano, su ocupación con Virgilio) con los de Romero sobre Grecia; su obra de pensador independiente (la Filosofía del entendimiento) con la obra de Romero de historiador renovador (La revolución burguesa en el mundo feudal) y su obra de organización de la conciencia de autonomía y del deber constructivo latinoamericanos (el Código civil y la Gramática… para uso de los americanos) con Latinoamérica: las ciudades y las ideas de Romero. Los intereses personales profesionales de los dos difieren necesariamente. Pero en nada se diferencia la conciencia histórica, es decir, la conciencia de que la determinación, construcción, desarrollo y autonomía del Nuevo Mundo exigen el conocimiento y la asimilación crítica, soberana y serena del mundo del que este Nuevo Mundo fue deslindado y se deslindó, esto es, el Viejo Mundo. Especular sobre especificidades latinoamericanas, como la de las culturas y poblaciones indígenas precolombinas, sin tener en cuenta el simple hecho de que el acento en esa especificidad no surge de la “conciencia” de esos pasados sino de una influencia cultural e ideológica de desarrollos específicamente europeos (como el exotismo anticivilizatoriamente nostálgico y a la vez arrogantemente vanidoso europeo), es decir, que esa afirmación “revolucionaria” y “nacionalista” de lo “autóctono” y “telúrico” como “esencia” del ente histórico y fluido.
Latinoamérica tiene sus impulsos mediatos en Montaigne (Ensayos, 1,3), en Rousseau (el “buen salvaje” o el “hombre natural”) y sobre todo en Marmontel (Les Incas) en el siglo XVIII, en el pálido y despeinado Ministro de Asuntos Exteriores que ordenó la intervención de los “Cien mil hijos de San Luis” para restablecer en España el poder absoluto de Fernando VII, c’est á dire, le chevalier François-René de Chateaubriand (Atala) en la aurora del siglo pasado; es decir, en Europa, constituye un acto de mala fe histórica de los impositivos y dogmáticos “indigenistas”, involuntario por ignorancia probable o agresivamente ciego por puro nacionalismo folclórico. Pero la comprobación de que fue de Europa de donde se tomaron los instrumentos conceptuales para formular lo que se considera especificidad o raíz fundamental de Latinoamérica no significa que quien como Bello y Romero, entre tantos otros, tienen conciencia de ese legado europeo, sean simplemente “europeístas”, que se siga considerando el examen del pasado histórico como una lucha de partidos, y que el que venza, por circunstancias momentáneas de profundas crisis, decrete sentimentalmente, como siempre, un adamismo cultural, histórico, social y político, un retorno, ciertamente condicionado, a los residuos de los orígenes. Sólo una posición ideológica demagógica de extrema derecha puede satisfacer sus desesperaciones irracionales y pequeño-burguesas con la creencia de que se puede borrar la parte del pasado histórico al que se culpa del momento presente y continuar el decurso de la historia con los restos mitificados de los orígenes precolombinos, como lo hizo el nacionalsocialismo con la resurrección del mundo de los Nibelungos… en el disfraz de las óperas de Richard Wagner.
Como Bello, como Manuel González Prada, como Pedro Henríquez Ureña —“un testigo del mundo”, como lo llamó quien fue su interlocutor discente, José Luis Romero—, como Alfonso Reyes, el Andrés Bello de la renovación historiográfica y motor de la reconstrucción de la despedazada y militarmente pisoteada y vejada conciencia históricamente latinoamericana, aceptó la historia, nuestro pasado, no para glorificarla o cuestionarla sino para comprenderla con transparencia y para desde esa comprensión impulsarla a un futuro mejor. Esa aceptación de la historia o, simplemente, de la realidad no puede excluir dos elementos que históricamente la constituyen: el español colonial medieval y el europeo moderno de la época republicana. El “optimismo histórico” y político de José Luis Romero no sólo tiene sus fuentes en el análisis político inmediato y en la comprensión de la experiencia histórica universal o, si se quiere, en la equilibrada conjunción de lo inmediato y especial y de lo concreto general y panorámico, sino igualmente en la fusión diferenciada de lo “nacional-continental” y lo “universal- europeo”. Si el tópico que más encomia y encarece a la historia, esto es, el de historia magistra vitae (el párrafo del De oratore de Cicerón en el que se encuentra la fórmula tan famosa como pedagógicamente deformada, reapareció en Cervantes, cuyo Quijote intentó reescribir Pierre Ménard. Su inventor y amigo, Borges la cita, para demostrar que aunque todo vuelve, lo que vuelve no es lo mismo) puede adquirir hoy un sentido realmente histórico, libre del didáctico que ya estaba en germen en Cicerón, ello se debe a José Luis Romero. Pues lo que enseñan sus obras no es que —como lo dirían confesores y pedagogos— las maldades que se han cometido en el pasado y que registra la historia enseñan a ser bueno, sino más bien que la historia enseña a pensar sobre la historia, a ver las sombras y las luces que en cuanto la ponen en tela de juicio y la comprenden, no imponen cómo se debe actuar, sino impulsan a un actuar presente y para el futuro, con y a partir del conocimiento de la historia, con clara conciencia de sus procesos. José Luis Romero no fue hegeliano ni marxista, aunque su concepción de la “vida histórica” recuerda a conceptos y análisis del uno y del otro. Pero sería necio llamarlo “idealista” —desde el caduco punto de vista del presbítero secular Lenin— sólo porque los conocimientos que orientan e iluminan el análisis político no se formulan en leyes rígidas de las que se deduce el desarrollo futuro. La concepción misma del “flujo continuo” excluye de por sí la diferencia escolástica entre “materialismo” e “idealismo”. Esa exclusión no justifica que su posición política y sus análisis se califiquen de “eclécticos”. A la Filosofía del entendimiento de Bello se le reprochó su “eclecticismo”. Pero en Bello y en José Luis Romero no se trata de formular teorías dentro del marco de concepciones europeas tradicionales que pretendan una cierta originalidad frente a ellas. Se trata de servirse críticamente de esa tradición para desarrollar categorías y conceptos capaces de captar esa nueva realidad a partir de su conocimiento y de su experiencia. Como en la obra de Andrés Bello, que tiene una clara intención pedagógica continental, en la de José Luis Romero los conceptos y tradiciones europeos han sido remodelados y renovados por la referencia “experiencial” —para usar un concepto de la historiografía de Romero— y analítica a la realidad social latinoamericana; han adquirido lo que Bello exigía del conocimiento y asimilación de la cultura europea, esto es, “estampa de nacionalidad”.
Esta “estampa de nacionalidad” sólo puede imprimirse cuando se contrasta lo extranjero con lo propio, la tradición europea ya formada con lo nuevo que ha de perfilarse. En ese contraste surge el perfil de lo nuevo y propio, aunque éste aparezca en germen. Ese contraste supone como condición sine qua non la aceptación de la historia. En José Luis Romero, esa aceptación de la historia latinoamericana, de esa realidad “europeizada” y, consiguientemente, partícipe de los procesos de la mentalidad burguesa, no puede ser polémica, ni parte de una posición a priori, propia aparentemente de un historiador de la sociedad europea o, en la mayoría de los casos, hija de un nacionalismo generalmente resentido, visceral y cómodamente ignorante. Ninguna de las muchas y ya inválidas especulaciones sobre el “ser de América” que por su “nacionalismo” o, más exactamente, por su sacralización irracional han contribuido inconscientemente a la difusión y fomento de concepciones y prácticas autoritarias o abiertamente nazi-fascistas en Latinoamérica, se ha ocupado sistemática y ampliamente con aquello de que se deslinda el supuesto “ser” de América, es decir, con España y Europa. Sin ese conocimiento familiar, el deslinde, esto es, el “ser” de América o, como también se lo llama vagamente la “conciencia de América”, resulta ser un ascenso a las nubes, un salto en el vacío, una subida a los montes del mito o esa peculiar “ontología” de América que la condena a cifrar su especificidad en el lucrativo “realismo mágico”, gracias al cual la casualidad (mágica?) de la visita de un electricista cuando la esposa de García Márquez necesita que le reparen su plancha no es menos “mágica” que los electricistas de la Junta [militar] argentina, de Pinochet y, en ese mundo “mágico” de los “aparecidos” reales, los “desaparecidos”. Ese no es el “ser” de América sino el “No ser”.
El tal “ser” sustancial, “ ontológico”, es decir, inmodificable y estructural de América, sobre el que vuelan confirmándolo y nutriéndolo las anécdotas “realistas-mágicas” de García Márquez y las “magias” de los “mitos” de los pequeños-burgueses que se entretienen con la etnohistoria para “eruditos a la violeta” —para decirlo con el título de una obra del ilustrado y melancólico coronel español José Cadalso— no es tal “ser”, no es o, como decía Alfonso Reyes en una carta de 1930 a un emigrado argentino en busca de definición patriótica, no es como una píldora “que nos permita ingerir, de un trago, toda la conciencia nacional”. (En Obras completas, t. IX, p. 41). El “ser” de América de los “mágicos” es no sólo esa píldora, que invierte y continúa dentro de la secularización y —posiblemente de modo semiconsciente contra ella— la identificación del “catolicismo” milagro —generador con las columnas del Estado y de la sociedad españoles. El sagaz observador Juan de Mairena recogió una opinión de su maestro Abel Martín, según la cual su creador Antonio Machado comprobó el predominio del onanismo en la expresión sexual de España. El “realismo mágico”, que es una forma extrema de la especulación sobre el “ser” de América, sobre su “protuberante” especificidad —”protuberante” es una palabra favorita de Ortega y Gasset, que etimológicamente significa “hacer bulto, como la trufa”: Corominas dixit— es de tradición española, de la onanista católica y de la que hace bulto. No es improbable que el silencio con el que recibió eso que se llama tan pomposa como anacrónicamente “estudios latinoamericanos” la obra entera de José Luis Romero tenga sus raíces en esas tradiciones catalo-españolas disfrazadas con retazos del mitómano izquierdo-derechista George Sorel, del que se nutrieron tanto el “socialista temprano” Mussolini como José Carlos Mariátegui, quien se identificó de modo entusiasta con la idea del “mito social” de Sorel (como lo comprueba Estuardo Núñez en su libro La experiencia europea de Mariátegui, Lima, 1978, p. 37). Pues la obra de José Luis Romero es un desafío sereno e inexpugnable a los dogmas y hábitos de inercia y especulación imperantes. El conocimiento de la historia social europea, desde Grecia y Roma hasta el final del Ciclo de la revolución contemporánea (como dice el título de esa obra publicada en Buenos Aires en 1948), es el presupuesto de su ocupación con la historia cultural, política y social de Argentina y de Latinoamérica. Mas su intento no es el de definir su ser o su conciencia, sino el de desentrañar y describir sus peculiaridades frente al cuño occidental, de mostrar su proceso de evolución y, así, comprender las crisis propias de su “flujo continuo”. Para eso, era preciso renovar la historiografía al uso, dejar de lado los prejuicios históricos y políticos atávicamente arraigados, despojar la tarea del historiador del papel que se le había asignado, esto es, la de ser continuador de la lucha política ideológica con los medios de la exposición histórica y, consiguientemente, no juzgar y condenar sino dar la palabra a todos sus actores. Esta renovación implicaba la acuñación de nuevos conceptos para designar los diversos momentos del proceso o la acomodación de conceptos tradicionales a la realidad histórica o la creación de conceptos con palabras del lenguaje usual a las que les daba nuevo contenido. Ejemplo de lo primero es el concepto de “aluvial” que en su libro Las ideas políticas en Argentina (México, 1946) usa para designar un fenómeno decisivo de la historia social argentina a partir de 1880, esto es, el de la inmigración. Por paradójico que hoy parezca a un latinoamericano de la generación de los cincuenta o de los sesenta, la inmigración europea era considerada en Argentina como un “fenómeno marginal y, para muchos otros colegas un fenómeno lamentable” (como recuerda José Luis Romero en sus palabras a propósito de la 5ta. edición de ese libro, en 1975, en La experiencia argentina, p, 8). José Luis Romero no zanjaba entre estas dos posiciones en el fondo diversamente nacionalistas. Le bastaba recuperar una realidad sumida en las nubes de los dos y que estaba a la vista. No sólo para un lector de filosofía, el índice de modernización secular más significativo en el mundo de lengua española, los nombres de las figuras más esclarecedoras y adelantadas argentinas que irradiaban y estimulaban el pensamiento latinoamericano no eran Ricardo Rojas sino Coriolano Alberini, Alejandro Korn, José Ingenieros, y principalmente el gran señor sevillano Francisco Romero, cuya nobleza frente a Ortega y Gasset le ha costado el inmerecido olvido. Todos ellos eran hijos de inmigrantes. Cuando José Luis Romero asegura en esas palabras recordatorias que la inmigración “es… uno de los fenómenos más estupendos que han ocurrido en la Argentina y además uno de los más audaces como experimento no sólo demográfico sino también social…” (loc. cit.) no sólo reconoce una realidad social y cultural sino también pone en tela de juicio mohosos y sentimentales atavismos que no se reducen a la Argentina, pues esa actitud partidista es la misma que determina la relación de estratos sociales tradicionales frente a la población indígena, campesina, a ciertos grupos de inmigrantes, a las otras clases sociales en todos los países latinoamericanos. Otro ejemplo de esa revisión de la historiografía al uso es la comprobación de que “la historia del desarrollo latinoamericano no puede ser la mera yuxtaposición de historias nacionales, y no poseemos sino esquemas muy precarios para analizar los fenómenos de conjunto” (Situaciones e ideologías en Latinoamérica, ed. por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, 1986, p. 12). La comprobación y la exigencia que de ella resulta es primariamente historiográfica, en la que José Luis Romero coincide en parte con la historiografía de los “Annales”, esto es, la postulación de una “historia total”. Toda su obra, es decir, sus trabajos sobre Grecia, Roma, España, la Edad Media europea, el llamado Renacimiento, la época moderna y sobre historia argentina, latinoamericana en sus aspectos políticos, sociales y culturales (en la historia de las ideas políticas latinoamericanas, no se conoce un libro tan “total” como el de José Luis Romero sobre El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Buenos Aires, 1970) es ya “historia total”, de la que da ejemplo en el ya citado curso sobre la mentalidad burguesa. Pero esta “historia total”, referida a Latinoamérica, tiene consecuencias políticas: el desarrollo latinoamericano no es comprensible como el desarrollo de átomos, y si no es comprensible y comprendido como tal, es apenas lógico que la acción política tiene que fundarse en la conciencia de esa “totalidad”. En una serie de ensayos publicados en el periódico “Argentina libre” a partir de 1940, el político José Luis Romero afirmó, tras análisis precisos y de rara clarividencia de los cambios mundiales que traería como consecuencia la Segunda guerra mundial: “Para los países americanos, unidos por intereses y tendencias comunes y, sobre todo, por la fuerza geográfica del continente, no hay más política posible que la de una alianza continental cuya fuerza pueda equilibrar las grandes masas políticas en formación o en reajuste, sin descontar el eventual auxilio de potencias solidarias —en este caso, los Estados Unidos— cuya ayuda debe ser aceptada en condiciones tales que no pueda convertirse en una nueva dominación: sólo la alianza continental puede tratar de igual a igual con la gran potencia del Norte, y sólo el bloque continental podrá oponerse a los grandes bloques que resulten de esta contienda” (en La experiencia argentina ya citada, p. 428 s.). Historiografía y política tanto nacional como internacional se complementan. El postulado de José Luis Romero en 1941 es hoy urgentemente actual, aunque hayan cambiado ciertos acentos. Sin la “alianza continental”, Latinoamérica —destrozada por los militares que estrangularon el difícil desarrollo de una estructura política y social civil y quienes a la sombra de los “nacionalismos” convirtieron a los pedazos pomposamente provincianos del continente en cuarteles— no sólo ya no puede oponerse a nada. No tiene siquiera presencia en la política mundial, pese a las materias primas que exporta y gracias a un llamado “servicio exterior”, cuya costosísima gestión ni siquiera produce lo que produce un maestro de enseñanza primaria mal pagado y tratado como un paria: dicho en términos puramente económicos.
José Luis Romero, cuya caracterización de su maestro y amigo Pedro Henríquez Ureña fue un autorretrato: “Su voz no estaba hecha ni para la imprecación ni para la injuria ni para el debate; estaba hecha para el trasiego de las ideas, para ofrecerlas y cogerlas como reflejos del espíritu, para modelar su cuerpo, para ceñir su talle, para peinar su cabellera… medido en el andar, contenido y débil en el gesto, tenía una insospechada audacia en el pensamiento y un desusado valor moral para defenderlo.” (La experiencia argentina, p. 311 s.), no se expresó con la cortante y apasionada iracundia magistralmente estilística de Manuel González Prada. En largas páginas, éste desmoronó con precisos argumentos y justa, aunque también irónica indignación los ídolos del canon literario y moral de Latinoamérica de finales del siglo pasado: Juan Valera y Emilio Castelar y, consecuentemente sus vacuos clientes en las ex-colonias que ellos recolonizaron. La prosa de José Luis Romero empero no negaba el cuño de los grandes prosistas latinoamericanos, es decir, el cuño estético que determinó la prosa de un José Martí, de González Prada y Montalvo, de Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, de Jorge Luis Borges y de uno de los más grandes prosistas renovadores de la lengua castellana, abuelo de Rubén Darío y de José Enrique Rodó, esto es Domingo Faustino Sarmiento, justa y ejemplar devoción del ejemplar “sarmientino” José Luis Romero.
En él se fundieron los diversos impulsos de estos prosistas, a los que le dio naturalmente su estampa personal. En el lenguaje terso de la tradición más inmediata a él, Rodó, Henríquez Ureña, envolvió, pero no aminoró la intensidad polémica de la tradición de González Prada y Juan Montalvo. “Si algo está claro en el campo de los estudios latinoamericanos es que carecemos de un sistema de conceptuación apto para plantear rigurosamente los problemas que deben ser sometidos al análisis histórico”, escribió José Luis Romero en el primer párrafo de un ensayo sobre un tema fundamental de la historia latinoamericana, esto es, “Campo y ciudad: las tensiones entre dos ideologías” (1978, recogido en la compilación de Luis Alberto Romero ya citada Situaciones e ideologías en Latinoamérica, p. 220). Del mismo modo como González Prada desbarató el dominio ideológico y estético-literario de Valera y Castelar en Latinoamérica de fines del siglo pasado con sarcasmo, José Luis Romero desmoronó la historiografía latinoamericana al uso con una comprobación: el uno polemizaba con valoraciones, el otro ponía de presente omisiones. Pero la intención de restablecimiento de la captación de la realidad era en los dos la misma. En José Luis Romero, empero, tenía más eficaces consecuencias. González Prada criticó cáusticamente fenómenos concretos de valoración y praxis; José Luis Romero puso de presente una omisión, la de la historiografía latinoamericana para comprender su propio objeto. La omisión es grave. Sin una imagen clara y cabal de su historia o, si se quiere, con una imagen fragmentada, errada y superficial de su pasado y su devenir, Latinoamérica ha vivido quizá con sentimiento, pero sin conciencia de sí misma. Eso no significa que José Luis Romero considere que es falso o inútil lo que hasta ahora ha expuesto e investigado la historiografía latinoamericana. “Sin duda es cierto casi todo lo que sabemos de la historia política de Latinoamérica; pero no es nada más que una parte de la verdad, y acaso la más superficial” escribió Romero en “Situaciones e ideologías” con que inicia el libro de igual título ya citado (p. 13). “…nada más que una parte de la verdad, y acaso la más superficial”: la parte de la verdad, la más superficial era la mayoría de la historiografía de lengua española, que investigaba preferente y casi siempre exclusivamente las guerras, los cambios de gobierno, las disputas políticas y los programas de restauración o reforma de los presidentes. Eso era efectivamente sólo una parte de la verdad y la más superficial. Porque la mayor y determinante parte de la verdad y además la profunda es la historia de los grupos sociales, de las ideologías que generan y los justifican, de las “ideas vividas”, del desarrollo de los intereses de los grupos, de la interacción entre ellos, de sus manifestaciones culturales, de la red que en influencias y dependencias recíprocas de todos estos factores constituye la vida de la sociedad y el presupuesto de los cambios y movimientos puramente políticos. Esta “historia total” de la sociedad es la “historia social”.
Dentro de la muy precaria historiografía social latinoamericana, la “historia social” de José Luis Romero es no sólo una renovación radical, sino un desafío y una exigencia. Los antecedentes de una “historia social” en Latinoamérica no tenían tal conciencia de su renovación ni igual pretensión de “totalidad”. Las multitudes argentinas (1899) de José M. Ramos Mejía sistematizaba, por primera vez, el fenómeno de la multitud (no de las masas, que es un fenómeno diferente y posterior a la época en que lo investigó), es decir, de un grupo social. Pero su intención fue la de introducir en las interpretaciones de Rosas, “el tipo más original de la historia de América” como lo llamó, la consideración de un aspecto descuidado por la historiografía y que está ligado a Rosas y, por extensión, a lo que falsamente se ha llamado “caudillo”, es a saber, la multitud. Su intención no fue “histórico-social”, sino más bien la de comprender uno de los elementos de un carisma. La ciudad indiana (1900) de Juan Agustín García es sin duda la primera obra que pone de presente un tema esencial de la historia social, del que dos de los fundadores de la sociología moderna y alemana, Ferdinand Tönnies en 1887 (Comunidad y sociedad) y Georg Simmel en 1901 (“La gran ciudad y la vida anímica”) habían analizado y expuesto como fenómeno específicamente moderno: la relación, tensión y diferencia entre ciudad y campo. Era obra de tránsito sin continuadores, que fue suscitada por una obra todavía clásica de la historia de Roma La cité antique (1864) de Fustel de Coulanges. Pero tanto Ramos Mejía como García trataron esos temas e inauguraron esos campos con intención complementaria, no con conciencia de necesidad de renovación. Esta la tuvo el historiador peruano Jorge Basadre y la manifestó en su discurso de apertura del año académico de la Universidad de San Marcos en 1929, La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú. Pero Basadre, historiador tan genial como José Luis Romero, y Ramos Mejía y García no sólo dejaron de lado la consideración del marco histórico europeo, sino que no pudieron deducir, por ello, del trabajo práctico la reflexión, es decir, la elaboración de categorías y conceptos historiográficos de validez general que además de explicar el proceso histórico sirvieran para articular el material y la nueva temática que los deslindaba de la historiografía tradicional. Los conceptos de “la vida histórica”, de “flujo continuo”, de “encubrimiento” no solamente explican detalladamente el proceso histórico y sus presupuestos y componentes, sino también fundamentan la necesidad conceptual y material de la “historia social”.
Eso diferencia la “historia social” de José Luis Romero de las diversas direcciones de la “historia social” como la francesa de los “Annales” o la alemana que surgió después de la Segunda guerra mundial —suscitada por los “Annales” muy en parte— y que algunos discípulos de sus fundadores han diferenciado y llamado “ciencia social histórica”. Tanto los unos como los otros comprobaron que la tradicional “historia política” era insuficiente o ideológicamente conservadora. José Luis Romero también comprobó esa insuficiencia. Pero a diferencia de esas dos direcciones de la “historiografía social”, la comprobación de esa insuficiencia no indujo a José Luis Romero a desterrar de la historiografía a la historia política. En los países de lengua española, la “historia social” que fue consagrada por el catalán Jaime Vincens Vives en los años cincuenta, después de Basadre y de José Luis Romero, se convirtió paulatinamente en una historia principalmente económica. No es improbable que este desplazamiento de acentos se deba consciente o inconscientemente a la influencia que tuvo en los años sesenta y setenta la resurrección completa del marxismo- leninismo o a una reacción contra el talante conservador “anti-economía”, precisamente en una época ideológicamente determinada por la “ciencia económica” como pangenesia. En la multitud de estudios, monografías y manuales que produjo esta historiografía (con excepciones como la de Mario Góngora en Chile y Antonio Domínguez Ortíz), se busca en vano la más escasa información sobre cualquier proceso social. El horizonte político es tan inexistente como sus actores, y parece que los autores de esas interpretaciones historiográficamente revolucionarios, suponen, en el mejor de los casos, que el lector es un historiador político o que sus ancestros fueron una especie de Galdós que les legaron los respectivos “episodios nacionales”. En su ensayo “José Luis Romero: evocación y evaluación” observa Sergio Bagú, a propósito de la pregunta formulada en “términos que parezcan ingenuos” sobre por qué Romero con “su capacidad para reconstruir la historia social” no fue marxista, que no lo fue, entre otras muchas razones, “porque nunca había experimentado la necesidad de manejar el dato económico en la medida y el sentido que caracterizan la obra de Marx y Engels…” (En De historia e historiadores. Homenaje a José Luis Romero, México, 1982, p. 36s.). La pregunta por la filiación ideológica de Romero parece apuntar a un problema de la “historia total”, que Bagú pone de presente cuando encuentra que “quizá la laguna más importante en la obra de Romero sea la limitación de su análisis económico” implica que José Luis Romero ni consideró el factor económico como un factor predominante y que los elementos económicos del desarrollo social forman parte del proceso total, que se manifiestan en forma de intereses en sus momentos de génesis espontánea, reacciones y encubrimiento e institucionalización. Esos momentos son difícilmente captables y demostrables con los medios de la historia económica: ¿cómo demostrar con la historia de los precios, por ejemplo, la génesis de un determinado interés o con las estadísticas sobre empleo y desempleo el fenómeno del encubrimiento? La simplificación del marxismo con su teoría fragmentaria de la relación entre base y superestructura, que en su versión leninista seducía a “lo vago y a lo grande” como decía Walter Benjamin de las explicaciones de un fenómeno político o cultural como “reflejo” de diversos o de determinados movimientos económicos, aunque se las llamó “economismo”, no deja de tener importantes consecuencias para la consideración de la economía como instrumento interpretativo y determinante de la historia social y de la sociedad. Es decir, ese “exclusivismo” la llevó a que se reconocieran sus límites y, probablemente, a que su pretensión la pusiera y se pusiera a sí mismas en tela de juicio. No fue pues una posición “ideológica” —la de ser no-marxista— la que lo movió a no “manejar el dato económico” como Marx y Engels. En cambio, rescató lo que la historia social en medida menor que la historia social convertida en historia económica desechó: la historia política. En su ensayo “Los puntos de vista: historia política e historia social”, publicado precisamente en la revista de la “escuela” historiográfica francesa que lleva el mismo nombre “Annales” en 1965: “Quizá pueda afirmarse que en todas partes la historia social es inseparable de la historia política. En mi opinión es así. Pero quizá en el campo de la historia de los países de América Latina esta relación sea más estrecha y acaso más inseparable” (Situaciones e ideologías en Latinoamérica, p. 16). El adverbio dubitativo que resalta tres veces en la frase delata y oculta cortésmente a la vez una advertencia a la tendencia historiográfica cuyo órgano lo invitó: la historia política no es quantité négibleable sino inseparable de la historia social, y esta relación íntima se muestra de modo especial en América Latina. Con ello, José Luis Romero intervenía indirectamente en un largo debate que había desatado el deslinde de historia política e historia social como justificación de ésta última. Además, el argumento que daba era la historia de América Latina. Menos que argumento que fortificara su afirmación era un ejemplo concreto. Pero además de la advertencia a los historiadores sociales europeos, era una advertencia a su propia afirmación: quizá esa relación sea más estrecha y acaso más inseparable. Pero la advertencia no cuestionaba la afirmación. En el prólogo al libro citado aseguró que su propósito ha sido el de “…señalar un camino para una investigación y un análisis que juzgo más profundos” (p. 13). Ese camino tenía que recorrer “…una vasta realidad, compleja y difusa…”, y “para introducirnos en ella y comenzar a desbrozarla hasta lograr una claridad suficiente…” (op. cit. p. 220) se carece de instrumentos conceptuales adecuados. José Luis Romero, sin embargo, no ofrecía hipótesis de trabajo o postulados. Él había recorrido el camino y comenzado a desbrozar la difusa realidad, pero para llegar hasta la claridad necesaria, es preciso poner a prueba no solamente los instrumentos conceptuales nuevos sino avanzar en la exploración que deparará nuevas perspectivas y obligará a considerar materiales que las interpretaciones tradicionales han oscurecido o a descubrir fuentes hasta ahora inéditas o no tenidas en cuenta. Un ejemplo de los resultados que dio a José Luis Romero el camino que recorrió y que él mismo, naturalmente, invita a profundizar es la relación entre conservadurismo y liberalismo en el siglo pasado en Latinoamérica. Aunque la conclusión a que llega en el ensayo “El pensamiento conservador en el siglo XIX”, esto es, que “en rigor, nada parece más difícil, cuando se analiza el pensamiento político latinoamericano del siglo que distinguir un liberal conservador de un conservador liberal” (op. cit. p. 154) se ha formulado en forma de chiste en algunos países latinoamericanos, el presupuesto de esa conclusión, implica una revisión radical del desarrollo político latinoamericano, de los curiosos sincretismos que se encubren bajo “principios” nítidos y oposiciones sangrientas. Es decir, tal revisión debe poner de relieve la “recepción” latinoamericana de los modelos políticos europeos, sus transformaciones y deformaciones específicas, ni empero para corroborar la teoría estéril de la “dependencia”, sino para iluminar las causas de los procesos de recepción y transformación y, con ello, de la lenta y compleja, contradictoria y difusa formación de algo propio, o de un matiz “latinoamericano”. En la filosofía, el “positivismo” latinoamericano constituye un sincretismo semejante al de las ideas políticas, que además de resaltar el elemento religioso secular del positivismo francés, lo amalgama con elementos del darwinismo y del evolucionismo spenceriano. Esa clarificación de la ideología política, no se reduce a la historia de las ideas políticas, sino también incluye de manera indispensable el examen nuevo de ese “juego entre la realidad y las ideas… entre las ideas teóricas preexistentes y las ideas que nacen espontáneamente de cierta imprecisa interpretación de la realidad…” (Situaciones e ideologías, p. 13). La revisión de un tema, trae consigo no sólo la explicación de complejidades pasadas por alto o interpretadas unilateralmente, sino el descubrimiento de esferas de la vida social sumidas en la oscuridad o subsumidas —lo que es lo mismo— bajo abstracciones retóricas con el concepto de “pueblo”.
En los años veinte, dos libros principalmente ofrecieron una interpretación nueva, lúcida y suscitadora de Latinoamérica: los serenos, profundos y elegantes Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) de Pedro Henríquez Ureña y, aunque reducidos al Perú no menos suscitadores para Latinoamérica, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) de José Carlos Mariátegui. Eran, como lo dice el título, “ensayos” no solamente por la forma literaria, sino por el propósito de exploración y de indicar ya los primeros seguros caminos de ella. Una de las dos obras más amplias y sistemáticas de José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976) es ensayo en el sentido de exploración y del estilo literario, pero es no un “ensayo en busca” y “de interpretación” sino el resultado de esa busca, sus hallazgos y el descubrimiento de nuevas vetas, es una “interpretación” de Latinoamérica, la más fundada, precisa, sobria y fascinante hasta ahora, que pretende ser definitiva. Es abundantemente generosa: en cada una de sus obras no sólo comunica con lúcida elegancia los resultados de su amplio trabajo sino obsequia al lector la cortés indicación de campos inexplorados. No lo lleva de la mano y, aunque es el guía, va con él como acompañante.
Esta antología
Como la obra de Alfonso Reyes, como la de Pedro Henríquez Ureña, la de José Luis Romero es de por sí una antología. Cada página que sucumbe al rigor de una selección —rigor del género antología, no de cualidad— deja un vacío. En el caso de José Luis Romero los vacíos son tanto más graves, por cuanto su obra es como un concepto de “vida histórica”: un “flujo permanente”, una obra que va mostrando ejemplarmente el proceso de exploración de la realidad histórica, social y cultural, de su descubrimiento y el de la formación de su pensamiento. Una observación hecha en sus primeros trabajos históricos, se amplía y profundiza en sus ensayos políticos, y vuelve enriquecida en sus obras de madurez: es una totalidad en movimiento. Esta antología sólo pretende ser una invitación a conocer más detalladamente el pensamiento y el método de análisis de José Luis Romero. Como invitación solamente tiene que prescindir de capítulos de las obras sobre historiografía, teoría de la historia antiguas y medievales, de capítulos o páginas de una obra tan excepcional como echada punitivamente al olvido como El ciclo de la revolución contemporánea (1948), de La revolución burguesa en el mundo feudal, por ejemplo. El conocimiento de todas estas obras es imprescindible no sólo para asimilar y seguir el proceso de su pensamiento, sino sobre todo para tomar conciencia de la situación histórica de Hispanoamérica en el mundo y especialmente en el mundo occidental. Tampoco se intentó recoger en esta antología capítulos o páginas de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, porque se supone que un lector hispanoamericano o español —”lector atento”… ¿o hay otro?— sepa que hace ya casi un cuarto de siglo se publicó este “clásico” de la historiografía de lengua española. La invitación a la lectura de la obra de José Luis Romero, no vale sólo para los lectores del mundo hispánico. Con otro acento, vale para los europeos que, aunque también lo hagan por lucro, se interesen en comprobar que el Nuevo Mundo fue descubierto realmente hace cinco siglos y que en ese lapso ese Nuevo Mundo ha evolucionado y por eso no se reduce a la imagen farisaica y caprichosa de los “europeos” (sic) que insisten pertinazmente en que Hispanoamérica es una mezcla de mitologías precolombinas, folclore para etnólogos y turistas, miseria de barriadas, pero no espejo de sus aristocracias ni objeto de sus espasmos y retorcimientos freudianos, de sus “gobinotazos”. El cartesiano Conde de Gobineau, diplomático ejemplar naturalmente, recibió la inspiración para su fundamentación del racismo mientras servía a la Grande Nation en Brasil.
Bonn, septiembre de 1991.