José Luis Romero y el exilio republicano en la Argentina

RAMÓN VILLARES [*]

Un estrecho colaborador de José Luis Romero en su etapa de director de la revista Imago Mundi, Ramón Alcalde, definió a su maestro en texto necrológico como un verdadero scholar, esto es, un intelectual que nace de una tradición académica, que es capaz de transmitir y agrandar, gracias a dos características básicas: el dominio de una disciplina cien­tífica y probada capacidad para reasignar con algún nuevo sentido los contenidos y los problemas más permanentes de esa propia disciplina. No es la acumulación erudita de hechos (los “ficheros” a los que des­pectivamente aludía Américo Ghioldi en polémica política con Rome­ro), sino la capacidad de interpretar teóricamente la textura histórica de una sociedad determinada la que configura esa condición de scholar que Alcalde acuñaba hace treinta años. Felizmente, este es el nervio central del enfoque que, en fechas más recientes, aporta Carlos Alta­mirano en su estudio preliminar al libro La experiencia argentina y otros ensayos en su última edición (2004), de la que he tomado la referencia de Alcalde. Doy por buena esta valoración de la figura de Romero, que en estas páginas adquirirá ciertamente nuevos matices, y me refugio en una de las condiciones de esa maestría que se le reconoce al autor aquí evocado, que en este caso es la del historiador en la plaza pública o, dicho de otro modo, el académico que trasciende su condición de tal y que participa de forma muy activa en la vida intelectual, política y social de su tiempo. Esta mirada sobre Romero se hace desde una perspectiva que, a cambio de una visión panorámica reducida, al me­nos contiene cierta originalidad, al traer a primer plano, con el propio Romero, a los exiliados llegados a la Argentina a partir de 1936/1939.

Una elemental cortesía me obliga a aclarar desde el principio no solo las razones por las cuales estuve en las Jornadas organizadas por la Universidad Nacional de San Martín –que, obviamente, se deben a la amable invitación de los organizadores, que mucho agradezco– sino también los motivos por los que me ha interesado esta figura tan rele­vante de la historia intelectual de la Argentina del siglo XX, que en par­te han venido a coincidir en el tiempo de una forma puramente casual con la propia invitación. Debo confesar que, no siendo medievalista ni tampoco un “americanista” (al menos, en el sentido que a esta especiali­zación historiográfica se le da en España), mi familiaridad con J. L. Ro­mero era bien escasa, prácticamente reducida a una lectura superficial de su libro La revolución burguesa en el mundo feudal, vivamente reco­mendado por mi profesor de historia medieval J. A. García de Cortázar en su etapa de profesor en Compostela a principios de los años setenta del siglo pasado. Mi interés por la figura de Romero es mucho más reciente y tiene poco que ver con cuestiones estrictamente historiográ­ficas. Fue gracias a una conversación personal con su hijo Luis Alberto Romero que comencé a trenzar algunas conexiones entre su padre y las figuras relevantes del exilio republicano en Buenos Aires, a partir de la guerra de España. Entre esas amistades apareció en primer plano la figura de un pintor, diseñador, escritor y promotor cultural de gran re­levancia para la cultura argentina, pero también para la gallega europea, que fue Luis Seoane que, con Lorenzo Varela, Arturo Cuadrado, Artu­ro Serrano-Plaja, José Otero Espasandín y Rafael Dieste, constituyeron un equipo de trabajo que marcó la industria editorial, el diseño gráfico y la crítica literaria de Buenos Aires durante más de una década.

Uno de los enlaces básicos de esta relación entre exiliados e intelec­tuales argentinos fue Luis Seoane que sería, con Romero, el protago­nista de este ensayo. No puedo acreditar el comienzo de sus relaciones personales e intelectuales, pero es claro que mantuvieron una estrecha amistad desde la llegada de Seoane a la Argentina hasta su muerte. Fueron vidas con algún paralelismo personal, en el que sus ejecu­torias biográficas también se entrecruzaron con frecuencia. Ambos nacidos en Buenos Aires en torno a las mismas fechas (J. L. Romero, 1909; L. Seoane, 1910), en el seno de familias de inmigrantes espa­ñoles, aunque de muy desigual procedencia social y cultural. Ambos estuvieron vinculados de forma estrecha al mundo de la cultura y del espíritu, con obra personal e influencia colectiva que trascendió a sus propias biografías. Ambos compartieron una evidente afinidad ideoló­gica y política, de orientación socialista en el caso de Romero y una va­ga influencia comunista en el caso de Seoane, quien se llegó a declarar “marxista” en sus tiempos de universitario compostelano. Y, en fin, la muerte acabó uniéndolos, pues ambos desaparecieron de forma bas­tante prematura y repentina, en fechas muy cercanas y lejos de Buenos Aires (Romero en Tokio, 1977; Seoane en Coruña, 1979). Unas breves palabras definen el perfil humano que un amigo tenía del otro, pero que probablemente se podrían haber dicho a la inversa. Estas palabras se encuentran en la carta que el matrimonio Seoane le escribe en 1977 a Teresa Basso, la viuda de Romero, cuando se enteran en Galicia de la repentina muerte de su marido:

Recibimos muy tarde la noticia del fallecimiento de José Luis y queremos ex­presarte nuestra solidaridad por tu dolor y el de tus hijos. El sentimiento de su desaparición nos afecta a todos los argentinos y, muy particularmente, a todos los que fuimos sus amigos y le admirábamos por su obra, una de las más im­portantes de cuantas se hicieron en lo que va del siglo, y por su ejemplo. Por su conducta recta. Y no queremos escribir nada más. Nos duele hacerlo.

De esa relación y “conducta recta”, de la obra de la que no quería hablar Luis Seoane, es de lo que me quiero ocupar aquí, no solo desde la perspectiva de una relación personal, sino como la corporeización del encuentro entre los exilados españoles y los intelectuales argentinos. Por eso, a través del hilo tejido por la amistad entre ambas figuras fue apareciendo un ovillo mucho más denso y con derivaciones de las que todavía se escapan muchos cabos sueltos. Este ovillo, constituido por toda una red de amistades y de proyectos culturales, aquí será conside­rado a la luz de temas ya bien conocidos, como es el de algunas revistas culturales o las iniciativas editoriales fundadas en Buenos Aires a partir de 1939. Pero también será analizado con perspectivas nuevas, forjadas a partir de la lectura de algunos epistolarios y memorias. En este caso, será el epistolario de Luis Seoane, todavía en gran parte inédito, el que aporte algunas pistas para entender esta estrecha relación entre los “desterrados” españoles y los intelectuales y escritores argentinos. Pero antes de apuntar, siquiera de forma fragmentaria, el tejido de estas relaciones, conviene evocar algunas de las características del exilio es­pañol en el Buenos Aires de los años cuarenta.

El exilio republicano español en Buenos Aires

Una de las ideas mayores de J. L. Romero fue, sin duda, la de acuñar el concepto de “era aluvial” para definir la historia argentina posterior a 1880, que desarrolla de forma precisa en uno de sus libros más em­blemáticos, Las ideas políticas en Argentina, publicado por primera vez en 1946, aunque el concepto ya se encuentra en textos anteriores. La idea de la “Argentina aluvial” es bastante compleja pero es evidente que uno de sus componentes esenciales fue la oleada inmigratoria que “alteró hasta la raíz la vida de la Argentina criolla”, inaugurando así un nuevo ciclo político que desembocaría en la expansión económica y una acción política sometida a los vaivenes de una sociedad de masas, de curso todavía incierto cuando el autor escribe sobre ello en los pri­meros años de la década de los cuarenta. Sobre este fondo de una in­tensa inmigración de origen español –y, dentro de este, en gran medida gallego– se sobrepuso un hecho mucho más concreto y acotado en el tiempo, que fue la llegada de un pequeño contingente de “desterra­dos” o exiliados políticos, con motivo de la guerra civil en España y la derrota del régimen republicano en abril de 1939. La unión de aquella inmigración masiva y este exilio mucho más selecto forma parte de esa sociedad aluvial que Romero define como característica esencial de la Argentina de la primera mitad del siglo XX.

El exilio español provocado por la guerra civil constituye, en can­tidad y calidad, una enorme sangría para el cuerpo político, social e intelectual de la España de los años treinta. Pero en este caso, además de español (o “gallego” en el sentido porteño), habría que decir que es un destierro de naturaleza republicana, en el más amplio sentido de la palabra (de adhesión a un régimen, pero también a los valores republicanos: libertad, autonomía individual, laicismo…). Los cálcu­los más precisos estiman la magnitud de ese exilio en medio millón de personas, de las que su mayor parte salió de España a pie, por la frontera francesa de Cataluña, a partir de enero de 1939. La figura de Antonio Machado que, acompañado de su madre de 90 años, traspasa aquella frontera “sin un franco en el bolsillo” entre “miles de personas de pies ensangrentados y ojos enrojecidos por las lágrimas”, para mo­rir a los pocos días en Collioure, es una de las estampas más sombrías de aquel exilio, luego recordado en Buenos Aires por los redactores de la revista De Mar a Mar, de la que proceden las citas anteriores. Otros exiliados acabaron en campos de concentración, en las filas de la resis­tencia a la ocupación nazi de Francia o en diversos países americanos, especialmente de habla española. No era el primero en la historia de los exilios políticos españoles, pero fue sin duda el más intenso y el de consecuencias más profundas, tanto en el plano cultural como en el ámbito de las ideas políticas.[1]

Argentina fue uno de los países iberoamericanos que, pese a la tu­pida trama societaria y humana forjada por las colectividades de inmi­grantes, menor número de exiliados acogió desde 1939, menos incluso que la República Dominicana: unos 2.500, según las estimaciones de Dora Schwarstein. Muchos de ellos llegaron de forma directa, pero también fue frecuente el traslado desde otros países, como Chile o Uruguay. Además, bajo el nombre de exiliado se esconden a veces reali­dades muy diversas, que se acercan al emigrante o incluso a un prófugo de la guerra. En todo caso, no importan mucho estos distingos ni tam­poco el número no siempre fácil de fijar, cuanto la calidad de los recién llegados que fue lo que marcó la importancia de este contingente de exiliados de origen español que pronto se hicieron “gallegos” en el ima­ginario porteño y que, a juzgar por un memorialista reciente, tuvieron una influencia muy superior al de otras diásporas, como la italiana o la judía, en el Buenos Aires de los años cuarenta.[2]

Es sabido que el conflicto civil de España movilizó profundamente a la colectividad de inmigrantes de origen español pero, en general, a toda la sociedad argentina, que hizo de la guerra de España un asunto que penetró en la vida cotidiana de amplias capas de la población, desde los miembros del Jockey Club hasta los cafés, los teatros o los transportes colectivos.[3] Las manifestaciones de solidaridad con la causa republicana fueron enormes y populares, a través de comités de ayuda, propaganda y aportes materiales, pero tuvieron también su réplica en las críticas que al liberalismo democrático efectuaban “los conservadores autoritarios, nacionalistas, filofascistas y católicos integristas”.[4] Además, el nuevo régimen franquista envió a su vez al­gunos propagandistas como Eugenio Montes o José Ibáñez-Martín, llegados en misión desde España para combatir las hegemónicas posiciones pro-republicanas de la sociedad argentina y, de forma muy especial, las colectividades de inmigrantes de origen español. En esta fractura de la sociedad argentina provocada por la guerra de España, se halla buena parte de la explicación del curso seguido por los exilia­dos republicanos a partir de 1939.

Hubo, ciertamente, prevenciones y resistencias ante una posible llegada masiva de exiliados, empezando por el propio gobierno argen­tino, que solo hizo alguna excepción con los nacionalistas vascos que, como católicos, con fama de trabajadores y bien vinculados a las elites argentinas –el entonces presidente, Roberto M. Ortiz, se preciaba de sus orígenes vascos–, encontraron un mejor acomodo en las riberas del río de la Plata.[5] Frente a las reticencias de las autoridades políticas (que fueron comunes en casi todos los países tanto europeos como ameri­canos, salvo en el caso del México de Lázaro Cárdenas y la República Dominicana de Trujillo), la eficiencia de algunas organizaciones civiles o partidos políticos fue también decisiva en el caso de la Argentina. En abril de 1939, una comisión de “ilustres hombres públicos argentinos”, entre los que se encontraban figuras como Francisco Romero, María Rosa Oliver, Eduardo Mallea o Norberto Frontini, constituyó un comi­té de ayuda que, en unión de otras organizaciones como la Institución Cultural Española, la Escuela de Altos Estudios de E. Ravignani o, en un plano más local, la Federación de Sociedades Gallegas, contribuye­ron a facilitar la instalación de algunos exiliados en la vida cotidiana argentina. Una figura esencial fue Norberto Frontini, como lo recuerda el poeta francés Louis Aragon en la carta de mayo de 1939: “apelo a ustedes para movilizar los corazones de la Argentina” en favor de los exiliados republicanos españoles, especialmente los “intelectuales” que Aragon calcula en torno a unos dos mil (El Correo Literario, 1/10/1944).

La hospitalidad fue social y políticamente un fenómeno algo transversal, aunque fueron los radicales y socialistas los que mayores esfuerzos desplegaron a favor de los recién llegados, porque la guerra de España y la subsiguiente guerra mundial fueron hechos que con­tribuyeron a movilizar a la izquierda argentina y dotarla de una “nueva identidad”.[6] El senador socialista Alfredo Palacios fue uno de los abanderados en el apoyo a los exiliados, tanto en sus intervenciones políticas como al frente de comités de apoyo. Pero más allá de esta solidaridad, los exiliados no eran simples emigrados, como los millones de personas que habían ido a la Argentina desde finales del siglo XIX.

Se trataba de una pequeña elite intelectual formada, al decir de uno de ellos, por “profesionales liberales, catedráticos, artistas, escritores, médicos, abogados…”,[7] que rápidamente forjaron redes de relaciones y amistades y encontraron una ocupación laboral, aunque fuese próxima a su propia especialización profesional.

Los testimonios sobre los apoyos recibidos son muy numerosos y no siempre réductibles a una idea común. Unas veces era la propia colectividad de inmigrantes la que facilitaba la entrada; en otros casos los vínculos familiares y, también, las organizaciones de acogida (como la del muy popular diario Crítica, del uruguayo Natalio Botana). Para casos muy señalados, sirvieron los reclamos de gente influyente, como hizo Victoria Ocampo con el diplomático Ricardo Baeza[8] o, en el ámbito propiamente gallego, Rodolfo Prada y sus amigos del Centro Gallego, con el gran líder político Alfonso R. Castelao, quien arribó a Buenos Aires en 1940. Otro desterrado, como Francisco Ayala, se benefició de la nacionalidad chilena de su esposa, mientras que Rafael Dieste, miembro de una familia con gran arraigo en Uruguay, pudo instalarse rápidamente en Buenos Aires. De todas formas, en este pro­ceso sucede como en las prácticas migratorias, que se establecen cade­nas que facilitan el trasvase de un lugar a otro. Es el ejemplo del escri­tor y poeta Arturo Serrano Plaja y de su mujer Claude Bloch, quienes habiendo arribado a Chile en la expedición del Winnipeg organizada por Neruda, acabaron entrando en la Argentina por mediación del matrimonio Rafael Dieste-Carmen Muñoz, quienes les ofrecieron ca­sa y trabajo: “compartiremos el piso (…) y creo que podremos brinda­ros trabajo tolerable”, les decía Dieste en una carta escrita en julio de 1940, cuando ya ambos trabajaban en la editorial Atlántida. Promesa que cumplieron con la obtención de un contrato en la editorial Losa­da para el poeta Serrano-Plaja.

Podemos ilustrar de forma más precisa estas dificultades de llegada con el ejemplo personal de Luis Seoane, un gallego nacido en Buenos Aires, que había retornado con su familia en 1916 a Galicia, donde se formó en la Universidad de Santiago de Compostela y en el ambiente republicano y autonomista de los primeros años treinta. Vinculado al Frente Popular de la ciudad de A Coruña, pudo escapar, gracias a su pasaporte argentino, de la masacre represiva que se cebó sobre sus amigos de Galicia y que él pronto denunciaría en varias obras publica­das a partir de 1937 en la Argentina (La Galice sous la botté de Franco o Trece estampas de la traición). Pero su llegada al puerto de Buenos Aires no pudo ser más sintomática de la situación por la que atravesaba la nación argentina. Fue recluido en un “coche celular” (la expresión la tomo de una entrevista radiofónica de 1972 hecha a Seoane por Vicky Linares), y calificado como prófugo del servicio militar y deportado a la vecina isla fluvial Demarchi, desde donde gracias a un trabajador in­migrante gallego pudo contactar con su amigo Norberto Frontini. Su esposa, la recitadora Mony Hermelo, era hija de un alto oficial militar, que lo rescató del penal y pocos meses después, también del propio cuartel donde hubo de cumplir su servicio militar. Dos redes diferentes se entrecruzan en este lance vital de Seoane: la red étnica gallega de un anónimo “limpiador” en Demarchi (del que solo sabemos que era de la villa de Padrón, cercana a Compostela) y la red ideológica, pues Fron­tini y Seoane se conocían desde que en 1932 el abogado argentino via­jara a España, con parada en Santiago de Compostela. Amistad nacida en virtud de similares posiciones políticas (marxistas y comunistas) e incluso estéticas, que nunca amainaría durante toda la etapa porteña de Seoane. Este le recordó alguna vez que había sido en Compostela donde habían hablado de sus admirados artistas Paul Klee y George Grosz, que tanto marcaron al pintor gallego.

Inserción afectiva y laboral

La sociabilidad de los exiliados republicanos llegados a la Argentina es uno de los aspectos que mejor se pueden seguir a través de los epis­tolarios y recuerdos de sus protagonistas. La dispersión de sus lugares de trabajo y la necesidad de mantener una cierta cohesión grupal explican la proliferación de tertulias literarias y políticas. Algunos de estos exiliados accedieron a tertulias selectas, como la mantenida en San Isidro por Victoria Ocampo. En las sedes de las editoriales, donde germinaron proyectos de revistas literarias y planes de colecciones de libros, los contactos fueron constantes entre exiliados y autores ar­gentinos, incluso al precio de hacer grandes asados en el patio trasero de imprentas y editoriales. Sin embargo, para la mayoría de ellos, los cafés se convirtieron en sus lugares predilectos de encuentro y de re­lación social, como era la cafetería “Las Violetas” o alguno de los cafés de Boedo. El café que destacaba por encima de todos, desde los años cuarenta, en lo que se refiere a la celebración de tertulias literarias y políticas con predominio de exiliados republicanos fue el Tortoni, en la avenida de Mayo. Un nostálgico Seoane le escribía en marzo de 1978 a su amigo Otero Espasandín, evocando “aquel grupo de amigos que nos reuníamos en el Tortoni”, grupo que empezó a disolverse a fines de los cuarenta, con la marcha de Espasandín o de Ayala a los EE.UU., de Lorenzo Varela o Martínez Anthonissen al Uruguay, de Rafael Dieste a la Universidad de Cambridge, o de Serrano-Plaja a París. Análoga nostalgia destilaba ya el mismo Seoane en agosto de 1951, cuando, en una carta a Rafael Dieste, le confiesa que “Buenos Aires no es el mismo de cuando todos estábamos juntos, nos reuníamos en el café Tortoni. Todo está peor que en esos años”. Lo que iba peor no era solo la tertulia del café, sino la situación política en la que vivía el país, pero ello no evita pensar en la relevancia que tuvo esta forma de sociabili­dad de los “transterrados” españoles después de la guerra civil.

La inserción de los exiliados en la vida diaria argentina, al menos en la Capital Federal, fue un proceso rápido aunque no siempre fácil, a juzgar por los testimonios epistolares y memorialísticos que se conser­van. Francisco Ayala se queja en sus memorias de que la “hospitalidad generosa” prestada por los países americanos a los “fugitivos” de Franco es asunto más individual o personal que propiamente general, aunque reconoce que al menos en el caso argentino las oportunidades que se abrieron fueron “muy superiores, sin comparación posible, a las de la sociedad española previa a la guerra”.[9] La inserción laboral más frecuente fue la del mundo editorial o de la prensa, como le sucede al propio Luis Seoane, quien después de trabajar algunos meses co­mo “corredor de un rematador” y como vendedor de papel, encuentra acomodo como periodista en el Centro Gallego (donde dirigiría du­rante casi veinte años la revista societaria Galicia) y, al poco tiempo, en diversas editoriales fundadas por exiliados o por él mismo. Algunos otros desterrados lograron entrar en puestos universitarios (el caso mejor conocido es el de Claudio Sánchez Albornoz, en la Universidad de Mendoza, desde 1942, y ya en la de Buenos Aires, a partir de 1944 hasta su jubilación) o en el desempeño de profesiones liberales, como la abogacía o la medicina.

La gran novedad de la época fue la explosión que experimentó la industria editorial, relacionada estrechamente con la coyuntura crea­da por la guerra de España, la llegada de los exiliados republicanos y la situación bélica del continente europeo a partir de septiembre de 1939. El mercado editorial argentino en lengua española estaba cubierto, además de por unas pocas casas editoras locales (Babel, Tor), por la industria de la edición de origen español, como las ca­sas Sopena, Labor o Espasa-Calpe, que ejercían además el papel de distribuidoras de libros españoles en un proceso de sustitución de la edición francesa en el mercado argentino. Hacia 1930, se calcula que se imprimían en Argentina tan solo unos 750 títulos anuales, cantidad verdaderamente pequeña al lado de los 33.778 títulos que se publi­caron en 1942. Industria editorial, diseño gráfico e industria de la impresión caminaron de la mano. Uno de los puntos de encuentro fue la Imprenta López, de titularidad gallega, evocada de forma universal por los lletraferits de entonces.

Fue en esta coyuntura de quiebra de los canales comerciales con España y la llegada de exiliados que se produjo la “gran chance de la industria editorial argentina, que duró algo más de una década”, en opinión de Ana Cabanellas.[10] Los grandes nombres de esta industria editorial se forjaron entonces, en un fecundo maridaje de intelectuales argentinos y de exiliados, como sucedió en las tres más importantes editoriales de aquella época (Losada, Sudamericana y Emecé), pero también en algunas otras de menor fuste, como Poseidón, Atlántida o Nova, por no citar la más selecta Botella al Mar, empeño personal literario y estético de los gallegos Luis Seoane y Arturo Cuadrado. Una expresión de esta integración la ofrece la dirección de colecciones edi­toriales. Seoane estuvo al frente de Dorna y Hórreo en Emecé; Ayala y Luzuriaga, dirigieron sendas colecciones en Losada; y en la editorial Nova, sus cinco grandes colecciones estaban en 1943 a cargo de Cua­drado, Seoane, Varela y Baudizzone, quien dirigía dos (“Mar Dulce” y “Tierra Firme”). Una de las novedades de esta industria editorial fue su calidad de impresión, la atención prestada a la ilustración y el cuidado gráfico de las tapas. Algunos artistas descollaron por encima de todos: el italiano Attilio Rossi, el argentino Butler y los gallegos Manuel Col­meiro y Luis Seoane. Este último, que siempre reconoció el magisterio de Rossi, señalaba en su segundo Libro de Tapas que “algunos artistas gráficos trataron de imprimir personalidad a los libros que salían por vez primera en calidad y en cantidad de imprentas de Buenos Aires (…) imprimiéndole un carácter diferencial en el mercado del mundo”.[11]

En el marco de esta explosión editorial, que se concretó en la publi­cación de textos originales, pero también de muchas traducciones o de obras de divulgación (como la colección Billiken de Atlántida), es don­de cuaja la relación de los exiliados españoles con la vida cultural argen­tina. Los nombres que protagonizaron la actividad literaria y artística de aquellos años son bien conocidos y no es necesario hacer un elenco muy pormenorizado. Recordemos, no obstante, entre las figuras argen­tinas (o iberoamericanas en su conjunto) los nombres de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Victoria Ocampo, Francisco Romero o Eduardo Mallea; y entre las españolas de reciente llegada a la Argentina, las de Rafael Alberti, Francisco Ayala, Ricardo Baeza, Guillermo de Torre o el joven grupo Hora de España (Dieste, Serrano Plaja, Gil-Albert), que pronto se haría notar en la capital bonaerense. Fue en ese momento cuando se comenzaba a percibir la presencia de José Luis Romero y de Luis Seoane en aventuras editoriales y su participación, en diverso grado y según su particular especialización, en revistas que marcaron la pauta de la vida cultural bonaerense de la década de los cuarenta.

Más allá de las relaciones de amistad que se establecieron entre este grupo de exiliados republicanos y algunos intelectuales argentinos, lo que interesa saber son las razones que los unieron. Fue decisiva, sin duda, la solidaridad forjada en ocasión de la guerra de España, que fa­cilitó la creación de estas redes de relaciones. Pero más decisivas fueron las razones políticas e ideológicas. Gran parte de los exiliados republi­canos era de ideología socialista o comunista, como Arturo Serrano Plaja, Lorenzo Varela, el propio Seoane o Rafael Alberti, lo que conec­taba fácilmente con el núcleo de intelectuales argentinos vinculados al socialismo. La “tormenta del mundo” provocada por la guerra de Es­paña –luego agrandada por la guerra mundial– no dejó indiferente a la sociedad argentina, aunque algunos grupos, como el representado por Victoria Ocampo y su “Posición Sur”, intentaban mantener un difícil equilibrio, propio de una “tercera vía” en tiempo de extremismos, entre los campos del “nacionalismo católico integrista y del comunismo”.[12] En el intenso debate intelectual que se produjo en los años treinta, amortiguado en la Argentina por la lejanía de los campos de batalla y por la sensación de fracaso histórico nacional que se instalaba en la sociedad argentina a partir de 1930, la llegada de los exiliados republi­canos españoles supuso un refuerzo para la toma de conciencia sobre los problemas de la libertad, la democracia y el compromiso de los intelectuales en la vida pública. En la conocida división de los intelec­tuales porteños, la mayoría de los arribados a Buenos Aires se situarían en la tradición de lo que en los años veinte fue el “grupo Boedo” frente al más selecto “grupo Florida”.[13]

Puede que sea una simple casualidad, pero varias revistas fundadas por aquellos años llevaban el mismo adjetivo, que es de la libertad. Galicia libre, fundada por los exiliados Seoane y Núñez Búa, era una revista de denuncia de las atrocidades cometidas por el franquismo en la retaguardia gallega que se publicó desde 1937. Otras cabeceras del mismo estilo, como España libre, Italia libre y Argentina libre, apare­cieron entonces, azuzadas por el estallido de la guerra europea y, sobre todo, la caída de Francia. En esta última publicó José Luis Romero varios artículos de “historia y política” que revelan la condición de ana­lista del presente, que ejercía un historiador, por entonces enfrascado todavía en la historia del mundo clásico, a la que recurría con frecuen­cia para su argumentación, pero que no le impedía desplegar “una ya madura maestría en la iluminación recíproca de pasado y presente”, co­mo ha subrayado uno de sus discípulos.[14] Esta coincidencia nos permi­te entrar en el núcleo del problema, cuál es la relación de Romero con los empeños editoriales e intelectuales de los exiliados españoles, de los que muchos eran propiamente gallegos. Servirá de argumento para es­ta colaboración, la presencia de Romero en cuatro grandes revistas cul­turales de la década de los cuarenta, desde diciembre de 1942 al mismo mes de 1949: De Mar a Mar, Correo Literario, Cabalgata y Realidad.

Un historiador en revistas literarias

La biografía intelectual de José Luis Romero es intensa desde los pri­meros años cuarenta. Fue entonces cuando publicó algunas de sus obras más conocidas, tanto de historia antigua y medieval como de historia de la historiografía o de las ideas políticas. Pero al lado de libros que son consecuencia de una larga reflexión creativa, se encuentran docenas de artículos breves, que fueron publicados en revistas y periódicos, que dan la medida de su condición de historiador en la plaza pública. Su presencia en revistas culturales y literarias es constante, en cabeceras como Nosotros o Insula, así como en publicaciones de índole más acadé­mica, como los Cuadernos de Historia de España, donde lo acogió el me­dievalista Claudio Sánchez-Albornoz. Pero una de las facetas más inte­resantes fue, sin duda, su activa y constante participación en las revistas literarias que, durante los años cuarenta, fundaron en Buenos Aires los exiliados republicanos españoles. Porque fue en estas publicaciones donde más claramente se ponen de manifiesto dos grandes virtudes de Romero: a) la atribución al discurso histórico de una capacidad inter­pretativa del presente y b) la inserción de la historia en el vasto campo de la cultura, que facilita el diálogo con los más variados ámbitos del pensamiento y de la creación. Todos estos artículos figuran en la bi­bliografía elaborada por Omar Acha, pero algunos de ellos no han sido nunca recogidos en volumen o publicación temática, salvo algún ensayo incluido en la colectánea La experiencia argentina.

Sin embargo, el aprecio que muchos exiliados demostraron por nuestro historiador y la diversidad de asuntos tratados por él, merecen que se les preste alguna atención, por dos razones complementarias. En primer lugar, porque dan un perfil específico del intelectual que, desde posiciones académicas propias del scholar, participó en un gran debate intelectual y político, no tanto sobre los destinos de la Argenti­na, sino de los grandes problemas que llevaban consigo los exiliados: la democracia y la libertad, perdidas en la derrota de España y puestas en entredicho durante la Segunda guerra mundial por parte de las poten­cias del Eje. Y porque, en segundo lugar, algunas posiciones comunes, tanto historiográficas como ideológicas, marcaron pautas muy profun­das en algunos de aquellos exiliados, especialmente en el caso de sus amigos más constantes, como fue Luis Seoane. Me refiero a la relación entre arte y compromiso social, uno de los temas mayores de la cultura de la segunda posguerra, y a algunas obsesiones historicistas que, como se argumentará más adelante, marcarían estrechamente la cosmovisión que, como artista comprometido con Galicia, iba a desarrollar Seoane.

De forma análoga a lo que sucedía en el campo de la edición de libros, la década de los cuarenta se caracterizó por una “extraordinaria profusión revisteril”, que los estudiosos del asunto han censado en el “nacimiento y muerte de casi un centenar de publicaciones periódicas” de carácter literario y cultural.[15] En esa eclosión de revistas partici­paron activamente los intelectuales exiliados, pero fue en las cuatro cabeceras antes mencionadas en las que mejor cuajó la colaboración entre los exiliados y los intelectuales americanos, en su mayoría argen­tinos. La primera de ellas, De Mar a Mar, fue publicada en 1942-1943, bajo la dirección de dos jóvenes exiliados que habían tenido un notable protagonismo en la guerra civil española, Lorenzo Varela y Arturo Se­rrano-Plaja. Fue una publicación mensual que tuvo solo siete números, pero que destaca por su elegancia formal y por el rigor de sus conteni­dos, sin que ello suponga abandono de su condición política militante. Uno de sus promotores, Lorenzo Varela, recalcó varias décadas más tarde, con ocasión de su reimpresión, que la revista fue “un lugar de en­cuentro de los españoles del destierro con los argentinos en permanen­te búsqueda de la libertad”.[16] Se ha discutido por ello, si es una revista “nacional” argentina, en el sentido de no inmiscuirse en los debates del “ser nacional” argentino,[17] pero es justamente esta dimensión atlántica, como refleja el título tomado de un verso de A. Machado, e incluso ibérica (con la incorporación de Portugal y Brasil), la que aporta mayor originalidad a una revista, que a ojos de su promotor podría definirse como la expresión de una “civilización afroeurogalaicoamericana”.

Lorenzo Varela recordó en 1978 que hubo tres personas que “ampararon bondadosamente la empresa”: los hermanos Francisco y José Luis Romero, “grandes enamorados de España” y el “maestro de humanistas que fue don Pedro Henríquez Ureña”. Efectivamente, desde el número 3 de la revista, figura Romero en la nómina de sus colaboradores, aunque nunca su hermano Francisco. Tampoco entre los autores figura el Romero filósofo, sino el historiador, quien publicó en sus siete números, dos ensayos de naturaleza historiográfica y po­lítica, así como alguna reseña de libros. En un ensayo titulado “Crisis y salvación de la ciencia histórica” (número 3), aborda Romero la dimensión teórica de su concepto de historia y del papel que le corres­ponde al historiador como autor y como pensador. Además de refutar la idea de la historia como un saber erudito, Romero apuesta por el papel de la “experiencia” como fuente de inspiración y por la “historia viva” como instrumento que sea capaz de dar cuenta de “las líneas del desarrollo histórico que han conducido hacia el presente”. En su repaso de la historiografía occidental insiste en algo que resulta cen­tral en su pensamiento, la relación entre presente y pasado, dado que desde los tiempos clásicos, concluye Romero, solo merecen tal nom­bre “aquellos historiadores que han realizado con certero juicio este ajuste fundamental entre el presente y el pasado”. De largo aliento es también su otro ensayo, “América o la existencia de un continente” (número 7), en el que el historiador vuelve sobre algunos de los temas que ya había apuntado en las páginas de Argentina libre, en torno al papel que debía jugar el continente americano en la coyuntura de la guerra mundial.

Los promotores y los colaboradores de esta revista de nombre ma­chadiano se reencontraron al poco tiempo en otra cabecera, mucho más ambiciosa literaria y políticamente, que mantuvo el objetivo de ser una publicación militante a favor de la libertad y de la lucha de los Aliados contra el nazismo, pero también aspiraba a ser la plataforma desde la que pudieran actuar “los diferentes grupos de desterrados acogidos a la generosidad de estas tierras”. Se trata de la revista Correo Literario, cuyos cuarenta números se publicaron entre noviembre de 1943 y sep­tiembre de 1945. La revista se imprimía en los talleres de La Vanguar­dia, que era el órgano de prensa del Partido Socialista argentino, lo que define claramente su apuesta política, que era la de luchar a favor de la democracia y, sobre todo, prepararse para la derrota del nazismo. Para el caso de los exiliados españoles, esto significaría también la caída de la dictadura del general Franco, salida de la guerra civil. Revista de gran formato y mucho más atenta a la vida política que su predecesora De mar a mar, mantuvo sin embargo similar estilo en lo que se refería a promotores y colaboradores. La experiencia literaria de Lorenzo Varela, que ya había puesto de manifiesto en la revista mexicana Romance y en De mar a mar, se intensificó en esta ocasión con la incorporación de Arturo Cuadrado y de Luis Seoane, gallegos y desterrados los tres, pero con una capacidad organizativa y una presencia en la vida cultural que convirtieron a esta revista en un “episodio de grandísimo interés dentro del panorama” de las relaciones literarias entre España y la Argentina, en los años cuarenta. Llegó a ser una publicación relativamente popular que, recuerda Seoane en 1972, se “vendía en los tranvías”, aun tratándo­se de una revista literaria que “toma partido” claramente en contra del enemigo común, que era entonces el nazismo.

El elenco de temas que aborda esta revista es también muy plural, propio de un “periódico de mayorías”, que es como se define en la declaración de intenciones (“Al lector”) de su primer número. Dentro de la muy extensa nómina de colaboradores que es capaz de reunir Correo Literario se puede decir que se hallan presentes en partes más o menos iguales sudamericanos y europeos, si bien la hegemonía la ejercen argentinos y españoles exiliados. Entre estos últimos se en­cuentran las firmas de Rafael Alberti, León Felipe, Francisco Ayala y la mayoría del grupo Hora de España (Serrano-Plaja, Dieste, Sánchez Barbudo, Gil-Albert). Entre los argentinos, algunos nombres son de autores ya consagrados, como Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada, otros bien conocidos por su apoyo a los exiliados, como Fron­tini, Córdova Iturburu o Luis Baudizzone, artistas gráficos como Rossi, Butler o Castagnino, escritores noveles como Ernesto Sábato o Julio Cortázar y, desde luego, un amplio panel de críticos literarios, de cine y de arte (Romero Brest, González Carbalho, Ayala, Payró…). Además, la revista se abrió a otros sudamericanos, como el brasileño Newton Freitas (cuyos artículos se publicaron en lengua portuguesa), el chileno Huidobro o los uruguayos Juvenal Ortiz, Esther de Cáceres y Juana de Ibarbourou, mostrando la vocación de capitalidad cultural que trataba de ejercer la ciudad de Buenos Aires en el continente sudamericano en los años cuarenta. Uno de sus directores, Lorenzo Varela, lo reconocía expresamente en una “carta abierta” que era también el balance del pri­mer año de la publicación: “el carácter continental que queríamos darle desde el principio va cumpliéndose poco a poco” (número 24).

La presencia de Romero en las páginas de Correo Literario con­tinuó algunas de las pautas de colaboraciones precedentes, pero su perfil se acercaba claramente al de un historiador consagrado. Allí se comentan sus libros, se ofrecen noticias de las novedades edito­riales y se le califica de “inquieto historiador”, experto en las épocas antigua y medieval pero también muy “atento a la historia de la historiografía”. Su relación con el grupo de exiliados que dirigía la revista es evidente, pues forma parte de la nómina de autores de la colección popular de libros que promovía la editorial Atlántida, en la que colaboraban Baudizzone, Serrano-Plaja, Otero Espasandín (el más prolífico de todos, con 16 títulos de los 60 publicados en 1944), Francisco Ayala o Córdova Iturburu. Por su parte, Romero participó en esta colección con sus libros Las cruzadas y una Historia universal. De su libro Maquiavelo historiador, editado en 1943 en una editorial fundada por Cuadrado y Seoane (Nova), se ofrece una rese­ña en el número 5 de la revista. Su primera colaboración ensayística en Correo Literario se produjo en 1944 (número 13), con su artículo “Preconcebida imagen de Mariano Latorre”, una reflexión sobre el criollismo y la aportación de Latorre al conocimiento de “una rea­lidad americana vivida y sentida, captada con sabia distinción de lo necesario y lo contingente en la americanidad”.

Uno de los momentos culminantes de Correo Literario fue la aten­ción prestada al curso de la guerra en Europa y, de forma especial, la “liberación” de Francia tras el desembarco aliado de Normandía, en el verano de 1944. En el número 20, del mes de septiembre, se incluye una “Carta a un amigo maquis”, escrita por Lorenzo Varela, que vin­cula estrechamente la liberación de Francia con el papel de la Resis­tencia, en la que incluye a muchos (“centenares de miles”) republicanos españoles que quedaron en suelo francés y que lucharon como maquis: “la Francia universal está ganada y ello quiere decir, para un español de­cente, que estamos a las puertas de nuestra victoria”. El número 22 de la revista, del Io de octubre de 1944, está íntegramente dedicado a este asunto, con un gran despliegue de colaboraciones poéticas y artísticas, un recuerdo del dramaturgo Giraudoux, “envenenado por la Gestapo” y un homenaje a Jean Cassou, “el gran hispanista” del que se asegura erróneamente en primera plana que “ha sido muerto por los invasores”. El nombre de Cassou es mencionado en diversos pasajes de la misma revista, además de incluir un sentido texto necrológico, firmado por lo más granado del exilio intelectual español (Alberti, Casona, Dieste, Teresa León, Gori Muñoz, Serrano-Plaja y Seoane, entre otros). El es­tro poético de Serrano-Plaja, templado en la guerra de España y en la experiencia vivida por los refugiados en Francia tras la derrota, refleja el entusiasmo de aquellos días:

¡La oscura libertad es un misterio,

que sabe a Línea de Fuego!

Es indicativo de su compromiso político e intelectual –sin caer en la historia militante y partidista–, que Romero aportase su firma a este número especial de Correo Literario. Lo hizo con un breve ensayo titulado “Retorno a la historia de Francia”, que ilustra, desde la pers­pectiva del historiador, lo que estaban sosteniendo poetas y escritores como Varela, Serrano-Plaja o Alberti. Porque Romero interpreta allí la liberación como la “reconquista de Francia”, esto es, como un paso ne­cesario para la recuperación de su propia historia y su “fondo nacional”, que se hallaba en los principios del 89 y en el gran relato construido por los historiadores liberales, desde Thierry o Guizot a Michelet, el autor por el que sentía especial predilección nuestro historiador.

El entusiasmo de los directores y colaboradores de la revista se fue atemperando a mediados de 1945, cuando el curso de la diplomacia mundial practicó con toda crudeza, sobre todo en relación a España, una suerte de realpolitik que hizo poco inteligible la posición de las de­mocracias occidentales. Muchos exiliados habían confiado en que ha­bía llegado el momento del retorno, aunque cada vez podían compren­der peor el curso de los acontecimientos vividos desde mediados de aquel año. La percepción de que el final de la guerra abría una nueva etapa histórica afectó directamente a los promotores de la revista, que Seoane y Varela decidieron cerrar –“matar”, dirá Seoane treinta años más tarde– en septiembre de aquel año. Pero las esperanzas de que el exilio terminase se aplazaron sine die. El testimonio de Luis Seoane no puede ser más conmovedor:

creíamos que el régimen de Franco duraría unos meses (…) Todos los años, por navidad, nos reuníamos en casa de Dieste y brindábamos porque el año próximo estaríamos en España. Muchos ni habíamos comprado muebles, vi­víamos en pisos alquilados, siempre con las maletas preparadas…[18]

Pero aquel momento no llegó, al menos para la mayoría. El exilio, que en su mayoría había sido de tendencia “ovidiana” hasta 1945, se disponía a convertirse en algo estable y “plutarquiano”, según la cono­cida expresión de otro hijo del exilio, Claudio Guillén.

La revista Correo Literario tuvo su continuidad en una nueva publi­cación, Cabalgata, dirigida por Lorenzo Varela y Luis Seoane, pero con el apoyo del editor de Poseidón, una editorial especializada en libros de arte, fundada por el catalán Joan Merli. El curso seguido por esta nueva revista fue mucho más azaroso que el de su predecesora, pues hubo que cambiar de formato por la escasez de papel, sufrir algunas interrup­ciones temporales y, sobre todo, se vio envuelta en la propia crisis de la industria editorial. Como correspondía a la nueva situación política –que uno de sus directores, Lorenzo Varela, sufrió en sus propias carnes al tener que escapar en 1947 a Montevideo, acusado de comunista–, el enfoque de Cabalgata tuvo más dificultades para proclamar su militan­cia política, refugiándose en su condición de “quincenario popular” que se ocupaba de todos los ámbitos de la cultura. La nómina de colabora­dores fue, sin embargo, bastante similar a la de las revistas literarias que le precedieron, con algunas incorporaciones como Estela Canto (que entrevistó a Borges) o Jean Tedesco, así como una mayor atención a la literatura europea de contenido social (E. Vittorini) o a las obras de Sartre, que analiza en un conocido texto el crítico Guillermo de Torre.

En los 21 números publicados de esta revista, las colaboraciones de Romero son pocas, pues realmente se reducen a un breve perfil de su maestro Pedro Henriquez Ureña (recogido luego en La experiencia argen­tina) y en un ensayo historiográfico sobre la figura de Jean Jaurès y la revolución francesa. Aunque se trate de un comentario de la obra que el dirigente francés dedicó a la “historia socialista de la revolución france­sa”, en esta corta reseña emerge de nuevo alguno de los temas mayores del pensamiento del Romero historiador. Defiende allí con claridad la necesidad de cohonestar militancia política con objetividad científica, asunto sobre el que Romero escribió por estas fechas un texto, dado como “epílogo” de su libro Las ideas políticas en Argentina, que “es uno de los orgullos de mi vida”, diría en 1975.[19] Pero tampoco olvida nuestro autor llamar la atención sobre la vinculación entre pasado y presente, al entender que la obra de Jaurès es una “indagación de las raíces históricas del movimiento que [Jaurès] debía conducir” y en señalar que la escritu­ra de la historia es el resultado del uso de documentos y de “experiencias adquiridas”, retomando algunas ideas ya expresadas años antes en De mar a mar y en otros textos aquí no considerados.[20] Como se ve, el estilo intelectual de Romero era sólido y coherente, propio de un proyecto in­telectual que se forjó en su etapa universitaria.

La cuarta publicación referenciada es Realidad, una revista de periodicidad bimensual que se publicó durante tres años, entre 1947 y 1949, que se alejó claramente de la condición de “revista literaria”, pero que mantuvo algunos de los rasgos de las revistas bonaerenses de los años cuarenta. Publicación surgida también del esplendor de la industria editorial y del aliento intelectual de los exiliados republi­canos españoles, la presencia de argentinos, sudamericanos y autores europeos es mayor que en los ejemplos precedentes y, además, su enfoque está menos vinculado a la cuestión del exilio, como revela la lúcida apreciación de Ayala de que la España de la II República “ha­bía desaparecido para siempre” y, por tanto, era necesario hacer otro diagnóstico que no dependiera de recuerdos anclados en el pasado.

España se estaba transformando, cuando este daba noticia de la no­vela Nada de C. Laforet (1944) y el retorno del exilio habría de plan­tearse en otros términos. El futuro ya no tenía que ver con el mundo de la preguerra, sino con los problemas que planteaba el mundo surgido de la guerra mundial: la democracia, la aparición de un nuevo orden mundial y la instauración de una sociedad de masas. A estos retos quiso responder Realidad, como una revista de reflexión cultural –“revista de ideas”, pero atenta a la “realidad” que lleva a su cabecera–, preocupada por los “destinos de la cultura democrática occidental” que, a juicio de sus responsables se hallaba en “una formidable crisis” que solo podía afrontarse “en una sola unidad”, esto es, con un diálo­go entre civilizaciones y con perspectiva o mentalidad universalista. La revista fue en cierto modo, un precedente de Imago Mundi, tam­bién definida como “revista de historia de la cultura”, el proyecto que en los años cincuenta iba a dirigir el propio Romero.

El director nominal de Realidad fue el filósofo Francisco Romero, quien accedió a su desempeño, en opinión de Ayala, “por mi iniciativa y a insistencia mía”, lo que le concedió a la revista un mayor grado de respetabilidad, además de reforzar la amistad entre ambos, que fue muy intensa.[21] Es sabido, sin embargo, que el peso de la revista lo lle­varon sus dos secretarios, el sociólogo Francisco Ayala y el pedagogo Lorenzo Luzuriaga, ambos ilustres miembros del exilio intelectual en el Plata. Vinculados los tres a la editorial Losada, donde dirigían res­pectivamente sus bibliotecas filosófica, sociológica y pedagógica, su es­pecialización profesional y su formación de base alemana –Ayala había estado “pensionado” en Berlín a finales de los años veinte y Francisco Romero tenía relaciones familiares con Alemania– dotaron a Realidad de un cosmopolitismo muy superior al de otras revistas coetáneas. La presencia del historiador Romero en Realidad fue también más cons­tante que en las revistas anteriores, pues acabó perteneciendo a su pro­pio consejo de redacción, del que formaban parte, además de sus tres principales responsables, figuras como Raúl Prebisch, Guillermo de Torre, Amado Alonso, Julio Rey Pastor o Carmen Gándara, una “se­ñora copetuda” (según los recuerdos de Ayala) que fue la patrocinadora económica de la revista.

Además de participar en el proyecto editorial de Realidad, Ro­mero contribuyó con algunos textos de su autoría personal. Sus más constantes contribuciones fueron reseñas de libros que, en general, son traducciones de importantes autores europeos (Roeder, Trevelyan, Burckhardt o Friedländer). Como una muy amplia reseña puede con­siderarse el texto “El aventurero o la nada” (Vol. 10,1948), dedicado a la novela Kaputt de Curzio Malaparte. En cambio, apenas se ocupó de autores americanos, salvo en un nuevo texto evocador del magisterio de Henríquez Ureña que complementa el publicado en Cabalgata. Los artículos de fondo debidos a Romero son únicamente dos y en ellos reaparecen los temas favoritos de nuestro autor: la función del histo­riador y el espíritu que rige la evolución histórica de Argentina. La condición del historiador es abordada en un texto de aire orteguiano titulado “Digresión sobre el historiador arquetípico” (Vol. 1, 1947), que más parece una reflexión de juventud sobre su identidad como historiador y no un texto de madurez. Comparando su inseguridad con un hipotético amigo “filósofo” (¿acaso su hermano?) que se refugia en Pascal como “arquetipo del filósofo”, Romero busca su Idealtypus en un mar de indecisiones: “acaso Michelet”, quizás algunos historiadores clásicos o de la Ilustración (Vico, Voltaire), para terminar concluyendo que “pondré el retrato de Michelet” en la “pared de mi cuarto”. ¿Razo­nes para esta elección?, “después de todo, sabía bastante bien su oficio y era, además, un hombre”. De nuevo, erudición y pasión, amor por su pueblo y confianza en la libertad y en el futuro.

Su otra pasión, la explicación profunda del destino histórico de Ar­gentina, aparece de nuevo en el artículo “Los elementos de la realidad espiritual argentina” (Vol. 2, 1947), en la senda de los debates abiertos por las reflexiones de Martínez Estrada en Radiografía de la Pampa o de la “Argentina invisible” por Eduardo Mallea. Son temas predilectos de Romero, que desarrolló en otros libros sobre la época contempo­ránea, como Las ideas políticas en Argentina (1946). En este caso, contrapone la Argentina “criolla” con la “aluvial” y la posibilidad de que se produzca una transición hacia una mentalidad “universalista”, todavía en ciernes. La “mentalidad aluvial” es el centro de su análisis, en una perspectiva orteguiana de valoración del papel de las minorías y de denuncia de la subordinación del espíritu a la “posición social a que la riqueza da derecho”. En el fondo, es la aplicación a la realidad histórica argentina del debate de entreguerras en torno a la aparición del filisteísmo y del “hortera” como persona que ne comprend pas y del “cursi” como estereo­tipo social que, al decir de Roberto Arlt, también podría haber nacido en la calle Florida.[22]

La biografía de Romero desde principios de los años cincuenta se mueve entre su exilio profesoral en Montevideo, una larga estancia en los EE.UU. y la asunción de un liderazgo intelectual que acabaría concretándose en un proyecto de largo aliento, como fue la revista Imago Mundi. Como ha subrayado Halperin, Romero había mostrado el camino de que “era posible sobrevivir al margen del aparato educa­tivo del Estado”.[23] Tras la “Revolución libertadora”, su acceso al cargo de Rector-interventor de la UBA, pese a ser muy breve, dejó marca indeleble en la historia de la institución, por el equipo que formó y, al menos en el campo de las ciencias sociales, por la introducción de una cátedra nueva dedicada a la historia social. La revista por él dirigida en los años 1953 y 1956, que ha sido considerada como una “universidad en la sombra”, destinada a preparar para el futuro unas elites intelec­tuales que no tenían acomodo en las instituciones oficiales,[24] invirtió los términos de la relación que en los años cuarenta caracterizaba las revistas literarias y culturales. El papel de los exiliados era poco menos que ancilar, salvo en un caso: Luis Seoane fue el cuidador de su impre­sión, en las dos imprentas (Artes Gráficas Alfonso Ruiz y Pellegrini Impresores) por las que tuvo que pasar la revista.

Romero y los exiliados gallegos

Aunque muchos republicanos exiliados podrían ser considerados co­mo “gallegos” en el argot porteño, quiero concluir esta aproximación a la figura de Romero con una atención específica a su relación con algunos exiliados gallegos en su acepción más propiamente etnocultu­ral. Entre ellos sobresale, como anunciaba al principio, el artista Luis Seoane, pero también es cada vez más perceptible en estas relaciones la presencia de una pequeña legión de exiliados de origen gallego y, más adelante, incluso de intelectuales residentes en Galicia, que comenza­ron a entablar relaciones con Argentina a través de Seoane. Además de reconstruir con breves pinceladas sus relaciones de amistad, me in­teresa llamar la atención sobre algunas pautas interpretativas, actitudes intelectuales y comportamientos vitales que compartían –o se influían mutuamente– el historiador Romero y el artista Seoane pero que, en algunos aspectos, son extrapolables a muchos otros amigos. Destacaré tres puntos: su proximidad con la comunidad judía, el gusto por el medievalismo de Seoane y la defensa del compromiso social y político como bandera del artista y del creador (que ya vimos que Romero apli­caba claramente en sus reflexiones de historiador).

Como ya he indicado, Luis Seoane entró de forma rápida en rela­ción con un amplio grupo de escritores, artistas e intelectuales argen­tinos desde los últimos meses de 1936. El primer punto de apoyo fue, desde luego, Norberto Frontini, citado con frecuencia en el epistolario de Seoane como el mediador de amistades y de contactos con otros artistas y escritores. En enero de 1938, el director del Casal catalán solicitó de Frontini datos sobre Seoane, a quien había conocido en el homenaje al doctor Reyes. Años más tarde, en la única carta conservada de Francisco Romero a Seoane, datada en 1952, aquel se excusa de no poder asistir a la inauguración de una exposición del artista gallego, para añadir a continuación que “precisamente hoy estuvimos hablando de ella con el amigo Frontini”. Otro apoyo fundamental fue Baudizzone (“Baudi”), por medio del que conoció al brasileño Newton Freitas y a los hermanos Romero. Además del apoyo recibido de Frontini, otros argentinos como el fotógrafo Horacio Coppola y su esposa Grete Stern, Córdova Iturburu, Rojas Paz y Jorge Romero Brest formaron parte de ese núcleo inicial. De hecho, es plausible pensar que estas redes de re­laciones se tejieran rápidamente, pues entre los amigos de infancia de Romero –según el autorizado testimonio de su hijo Luis Alberto– figu­ran Jorge Romero Brest, Horacio Cóppola e I. Maiztegui, todos ellos rá­pidamente avistados en el horizonte personal y epistolar de Luis Seoane.

A Romero Brest le envió Seoane la primera obra que publicó en Argentina con su nombre (Trece estampas de la traición, 1937), obse­quio al que respondió el crítico de arte con una atenta carta de agosto de aquel año, en la que queda clara la mediación del “común amigo” Frontini. Muchos otros amigos se irían agregando con el paso del tiempo, como se puede ver en su epistolario, en el que se deslizan con frecuencia recuerdos o menciones de amigos comunes, especialmente en las cartas cruzadas con Baudizzone, Lipa Burd, Frontini o Gerstein. Valga como argumento una carta escrita en mayo de 1977 desde Gali­cia a la escultora Noemí Gerstein:

En este poco tiempo de nuestra estancia en Galicia, fallecieron seis grandes amigos nuestros. Estamos desolados. Audivert [que era catalán], el primero y Cordova [Iturburu] creo que el último, y en el medio María Rosa [Oliver], Papa­rella, José Luis Romero y Bernardo Weisman. Todos, aparte del talento que poseían, verdaderos grandes amigos.

La noticia de la muerte de Romero se menciona en otras cartas, a Baudizzone y a Lipa Burd, a quien le confiesan apenados que “con José Luis estuvimos cenando en casa unos días antes de venirnos” (16/5/1977).

Una forma, imperfecta pero indicativa, de medir la naturaleza e intensidad de estas relaciones de Seoane con artistas e intelectuales argentinos se encuentra en su epistolario. Con ocasión de los frecuen­tes viajes de unos y otros a Europa (o a otros países americanos), se produjo una relación epistolar que en algunos casos fue bastante in­tensa. Por ejemplo, consta en el corpus de cartas recibidas por Seoane hasta un total de 23 de Baudizzone, 28 de Falcini y de Frontini, 29 de Lipa Burd, 33 de Lipschitz, 30 de Sofovich, 39 de Tomas A. Negri o 45 de Simon Scheimberg, mientras que entre las cartas enviadas (de las que se conserva copia o borrador), los más constantes corres­ponsales siguen siendo los mismos (Baudi, Scheimberg, Sofovich, To­mas A. Negri…). Las tendencias artísticas de Europa, la vida cultural y política argentina, los recuerdos de Galicia y de España, los proyec­tos personales de cada uno de los corresponsales epistolares son los temas predilectos de esta correspondencia.

Todos estos amigos fueron, junto a otros exiliados gallegos co­mo Varela, Cuadrado y Dieste, los soportes afectivos en una ciudad en la que, por su ausencia de veinte años, Seoane no tenía “esas amistades de la adolescencia que arman una estructura afectiva, de relaciones muy especiales a través de toda una vida”. Al final, esas relaciones las encontró gracias, entre otros, a Frontini y con ellas “comencé a instalarme en mi propio país, ya con mi irrenunciable acento gallego”.[25] La red de relaciones forjada por los gallegos con algunos argentinos fue muy sólida. Algunos meses después de la “Revolución libertadora”, la familia Dieste le contaba a Otero Espa­sandín (ya en los Estados Unidos) que

los amigos argentinos [están] muy contentos con el cambio de régimen, Fron­tini estuvo preso casi un año sin saberse porqué. Baudizzone se portó muy bien con nosotros –gracias a él pudimos comprar el departamento–, José Luis Romero es ahora Interventor en la Universidad de Buenos Aires.[26]

Desde esta posición, el nuevo rector le ofreció a Dieste hacer “un cursillo sobre los cancioneros galaico-portugueses”[27] y otra oferta vino de la Universidad Nacional de La Plata, regida entonces por B. Canal Feijoo.

Estas relaciones se extendieron a una pequeña lista de escritores e intelectuales residentes en Galicia. El primero de ellos fue el escritor –y diputado galleguista en las Cortes Constituyentes de la II República española– Ramón Otero Pedrayo. Invitado por el Centro Gallego, a instancias de Seoane, a dar una serie de conferencias en Buenos Aires en los meses de julio y agosto de 1947, han quedado varios testimonios de esta relación. El más evidente fue el artículo que el propio Romero escribió para la revista que dirigía Seoane en el Centro Gallego, sobre “Ramón Otero Pedrayo y la Galicia medieval” (Galicia 413, junio 1947), un texto que revela el conocimiento que Romero tenía de la obra de Otero, de la historia gallega y, en especial, de dos libros oterianos, el Ensayo histórico sobre la cultura gallega, escrito en 1931, pero reeditado en Buenos Aires (Emecé, 1940) y la novela de ambiente medieval, Las palmas del convento, también publicada en Buenos Aires (Emecé, 1941). Sobre este importante viaje –el primero que un escritor galleguista des­afecto al régimen podía hacer al exterior– escribiría Otero Pedrayo un precioso libro en el que dejó constancia de que entre las “nuevas amis­tades” que allí conoció, la más relevante es la del profesor José Luis Ro­mero, “buen conocedor de las letras y del fondo de historia y naturaleza entrelazadas, donde se bordan las letras gallegas”.[28] Luego se volverían a encontrar en su segundo periplo argentino, cuando Otero fue presenta­do por Romero en una conferencia en la UBA sobre “Galicia y Europa”, recientemente recuperada y editada (Otero, 2007)

Las referencias a Romero aparecen, de forma dispersa, en el epis­tolario de Seoane. Cuando invitó en 1954 al escritor F. Fernández del Riego para que viajase a Buenos Aires, una de sus primeras observa­ciones fue: “con Imago Mundi aprovecharé tu viaje para ponerte en contacto con su director José Luis Romero, uno de los historiadores de más prestigio en este continente y con su cuerpo de redactores, todo él compuesto por gente especializada en diversos aspectos de la cultura” (22/4/1954). Más adelante, con la instalación intermitente en la Argentina del pintor y ceramista Isaac Díaz-Pardo, director de la Fábrica “Celtia” de Magdalena, la integración de Romero en el núcleo de los gallegos porteños se acentuó, como demuestra su constante relación social, de la que existen abundantes muestras. En 1959, Carmen Muñoz, la esposa del escritor Rafael Dieste, le escribía a su discípulo mexicano Gabriel Zaid para decirle que lo recordaron “espe­cialmente anteanoche”, que cenaron “en casa de Seoane, con ellos José Luis Romero, Payró, las señoras, también universitarias y Miss Flower, delegada al Congreso de Filosofía por la Universidad de Pensilvania”, consumiendo la velada en culta charla sobre filosofía y matemáticas protagonizada por Dieste.[29] Sucesivas referencias de visitas familiares, presencia en actos públicos y exposiciones o en lugares de veraneo, como la casa de los Seoane en Ranelagh o de los Romero en Pinamar, dan cuenta de esta sociabilidad grupal. En sus tiempos de director de la audición radial Galicia emigrante, Seoane hizo una larga entrevista a Romero, que luego reprodujo parcialmente en la revista del mismo nombre, acompañada de una caricatura del entrevistado (número 19, marzo-abril de 1956).

Una de las expresiones más directas de esta red de amigos tejida por Seoane en Buenos Aires fue su constante incitación a que, si viaja­ban a Europa, se acercasen a Galicia, donde los ponía en contacto con su red de amigos allí residentes. Lo hizo con una muy joven Aurora Bernárdez, hermana de Francisco Luis Bernárdez, que arribó a Vigo en diciembre de 1952, de paso hacia Francia. Casos similares son los de los artistas Lipa Burd y del coleccionista de arte Scheimberg, del fotógrafo Horacio Cóppola o del abogado Luis Baudizzone, que fueron acogidos en Galicia por la familia Díaz-Pardo, en la casa de cerámicas de O. Castro o en Sargadelos. Baudizzone, en compañía de Newton Freitas, visitó la planta de cerámica de Sargadelos (fundada por Seoane y Díaz-Pardo) en junio de 1973, visita de la que existe constancia gráfica. El propio Romero debió haber visitado Galicia hacia 1965, como se deduce de dos cartas sucesivas enviadas en julio-agosto de aquel año a Díaz-Pardo.[30] Las menciones cruzadas del epis­tolario de Seoane permiten decir que las relaciones sociales entre este grupo de amigos argentino-gallegos eran muy estables. Además de encontrarse en Buenos Aires, lo hacían en Mar del Plata y en Madrid u otras ciudades europeas en el curso de sus frecuentes viajes. Baudiz­zone, por ejemplo, pasaba temporadas en París, hospedado por Eduar­do Jonquierès y en Madrid, donde le acogía el diplomático brasileño Newton Freitas, un viejo conocido de los tiempos de Correo Literario. Algo semejante se podría decir de Esther de Cáceres, el matrimonio Lifschitz, los Scheimberg, Maiztegui y tantos otros…

Una variante específica de estas redes de amigos se encuentra en la especial relación que Seoane tuvo con la colonia judía de Buenos Aires que, en cierto modo, también parece ser compartida con algunas actividades de Romero. De hecho, algunas de las presencias interna­cionales más importantes del historiador (salvados sus viajes a la École braudeliana de París y la estancia en la Widener Library en Harvard) están relacionadas con el mundo judío: seminario en la Universidad de Jerusalén (1957) y asistencia a varias conferencias internacionales sobre la situación de los judíos (1960 y 1968). La relación de Seoane con el mundo judío parece tener otro origen. Después de casi diez años de ilustrador de libros, el giro político y cultural de 1945/1946 lo llevó a convertirse en el pintor y muralista que hasta entonces no era. Entre los numerosos murales que pintó, encargados por arquitectos judíos, destacaba el del Banco Israelita de Buenos Aires, ya desaparecido. Y sus primeras exposiciones de pintura tuvieron lugar, de la mano de Luis Falcini, en la Sociedad Hebraica de Buenos Aires desde 1947, an­tes de hacerse un habitual de la galería Bonino. La decisión de exponer en la Hebraica no dejaba de sorprender al propio Seoane, cuando se lo contaba a su amigo L. Varela: “lo hago en esta sociedad (…), como homenaje a la colonia extranjera que en Buenos Aires realiza de verdad una acción cultural digna. ¡Como renegarán de mí en el cielo mis as­cendientes, auditores de la Rota, curas y cristianos viejos!”. Esta mani­festación de repudio antisemita, que iba a mantenerse durante toda su vida, esconde una toma de posición política e ideológica, pues muchos de estos amigos judíos eran de militancia izquierdista y, en algunos ca­sos, también protectores de las actividades de los exiliados.

Dejemos las redes amicales y vayamos a algunos puntos comunes entre Romero y Seoane, en el plano cultural e intelectual. Uno de los más originales es, desde luego, su historicismo que desembocó en la cosmovisión de Seoane, como artista y como intelectual que aspiraba a una reinterpretación histórica de Galicia, en su pasión por el me­dievalismo. La apelación a la tradición medieval no puede explicarse por su etapa de formación en Galicia, en la que predominaba todavía el paradigma del celtismo y una preferencia por la época prerromana (el mundo de los castros) como el mayor signo de identidad cultural gallega. Aunque en el plano estético esta tradición no fue abandonada del todo por Seoane (como muestra su gusto por las formas en espi­ral), fue la época medieval la más atendida por el Seoane editor de libros e incluso por el Seoane autor de textos literarios y, desde luego, también en muchas de sus obras de arte o de diseño para las fábricas de cerámica de O. Castro y Sargadelos. En las colecciones por él di­rigidas en Emecé y en Nova, la publicación de textos sobre la Edad Media (gallega o no) fue constante. Y en las páginas de la audición radial y de la homónima revista Galicia emigrante (poesía medieval), la historia de las revueltas urbanas de Compostela o los principales mo­numentos del románico gallego.

Su pasión por la Edad Media, leída a través del cristal de la obra de Romero, lo hizo entusiasmarse por las conferencias que impartía una “doctora argentina” [Reyna Pastor] sobre “el quinto centenario de los irmandiños y las revoluciones burguesas en Galicia en la edad media”, pronunciadas en el Teatro Castelao y que luego recogería en la revista Galicia del Centro Gallego (“La gesta de los irmandiños y su proyec­ción histórica”, 1965: 544). Este entusiasmo por las pesquisas de Reyna Pastor le hizo exclamar, en carta a I. Díaz-Pardo de julio de 1965, que “¡al fin!, estudió las causas económico-sociales de las rebeliones” y “lás­tima que estas conferencias no se hubiesen pronunciado en Galicia”.[31] En el fondo, lo que trataba de decir Seoane era que, como sostenía Ro­mero, había un fondo de “revolución burguesa” en la actuación de los irmandiños en su sublevación contra los señores feudales, en el tránsito hacia la época moderna, lo que en el léxico de Romero se definía como el “mundo feudoburgués”. El interés por la época medieval no era, pues, una simple obsesión erudita, sino que escondía una concepción del proceso histórico de Galicia diferente del elaborado por Murguía (que insistía en el celtismo) o por la Xeración Nós (que privilegiaba la fe cris­tiana en la definición de la identidad gallega).

Frente a esta tradición, Seoane trató de construir, literaria y estéti­camente, una visión mucho más laica y próxima del devenir histórico de Galicia, que se separaba no solo de la tentación “arqueologista” o de anticuario que tanto criticaba, sino también del componente cleri­calista de la historia gallega. Porque en el imaginario de Seoane, eran otros los protagonistas del proceso histórico gallego: los señores laicos, los líderes de revueltas urbanas como María Castaña o Roi Xordo, los trovadores, juglares y “soldaderas”. En suma, lo que reflejan muchos tapices, xilografías y óleos de Seoane es una historia de conflictos ma­nejables y reductibles a la voluntad de los individuos, en la que nada estaba escrito en el pasado de forma inexorable. En la búsqueda de una edad de oro perdida, frente al período más etnográfico de los castros y la época prerromana, Seoane tomó la opción de evocar las acciones de los individuos y no sus vestigios monumentales, de ensalzar las luchas sociales y no de difuminar el pasado en una imposible concordia. Es una opción ideológica que debe entenderse no solo en clave porteña, sino como una alternativa interpretativa a la predominante en la cultu­ra galleguista del interior.

El mundo medieval se refleja en casi toda la obra literaria y artística que hizo Luis Seoane desde los años cuarenta. El arte medieval es una de sus fuentes de inspiración preferidas para pinturas, xilografías y tam­bién para textos teatrales o periodísticos. Incluso sus tapices y murales reproducen escenas de las guerras irmandiñas o inspiradas en las can­tigas galaico-portuguesas. Así sucede en su obra de teatro, A soldadeira (Buenos Aires, 1956), inspirada en algunos personajes femeninos de la lírica medieval galaico-portuguesa (mujeres que venden su cuerpo por una “soldada”) o en su libro casi postumo, Imágenes de Galicia (Buenos Aires, 1979), un conjunto de 72 xilografías que reproducen de forma mayoritaria tipos y escenas medievales (reyes, juglares, obispos, pere­grinos, mendigos, etc.). Incluso en una serie de piezas de cerámica, las llamadas 18 “cabezas” o jarras que diseñó Seoane para la fábrica de cerámicas de O. Castro (Galicia) en 1967, la época medieval es la gran protagonista, con representación de figuras como Prisciliano, Gelmírez, Martín Códax o Pardo de Cela. De ello estaba muy orgulloso el artis­ta, porque pensaba que de ese modo contribuía a “divulgar personajes e historia de Galicia a través de los bazares” (carta a F. Fernández del Riego, 12/7/1968). La composición de la serie muestra ciertas preferen­cias del autor: a la época gloriosa del arzobispo Gelmírez le dedica cua­tro jarras, otras tantas a los trovadores y juglares del siglo XIII, mientras que la crisis bajo medieval tiene seis “cabezas” de un total de 17 figuras medievales (la otra es María Pita, de principios del siglo XVII).

Otro punto de engarce con el ambiente intelectual y político en el que vivía Seoane en Buenos Aires es el asunto del compromiso social del artista, uno de los grandes temas de debate en el mundo de la posguerra. ¿Es admisible permanecer en la torre de marfil o hay que ir al encuentro del pueblo? Seoane lo resolvió pronto a través de algunas de sus obras artísticas y literarias, ya en su etapa republicana gallega, según recuerda en unas notas autobiográficas escritas a media­dos de los cincuenta: “no vivíamos en una torre de marfil, queríamos volar sobre ella, estar más altos que ella y al mismo tiempo excavar sus cimientos”.[32] El tema del aislamiento del intelectual lo retomó en un libro titulado precisamente Paradojas de la torre de marfil (Buenos Aires, 1952), en cuyo prólogo vuelve sobre los mismos pasos: frente a la vi­sión idílica o distraída que el arqueólogo o el historiador erudito pueda tener de la realidad (de Galicia), en cambio, el artista conciente debe estar atento porque los “sonidos angustiosos seguramente proceden de la calle o del camino, pero se escuchan en la torre”. Esta vocación pro­meteica del artista la desarrolló Seoane en otras facetas, como la de la creación poética o el trabajo periodístico. Citaré únicamente una obra suya, de esta misma época, Fardel de eisiliado (Buenos Aires, 1952), escrita en tiempos de plomo para los exiliados y que es, a la vez, una apuesta decidida por la poesía social, frente al intimismo angustioso que predominaba entonces en la creación poética de Galicia. De ello era bien conciente el propio autor, cuando en una carta a su amigo pintor Carlos Maside (27/12/1952) le confesaba que este era un libro hecho “con el deseo de incorporar una temática distinta y más actual al movimiento literario gallego”, en suma, se trataba de abandonar de una vez el sentimentalismo saudosista y ver el exilio y, sobre todo, la emi­gración como un problema económico y social.

Esta temática social –más o menos vinculada a las posiciones de Sartre– fue una constante en la acción creadora e intelectual de Luis Seoane, que dio origen a fines de los cincuenta a una conocida polémica con los galleguistas del interior (sobre todo, con Ramón Piñeiro), pero no es del caso demorarse más en ello. También en el seno de la cultura argentina fue intenso este debate esbozado desde mediados de los cuarenta y que, tras la “Revolución libertadora”, aca­bó agrandado por la influencia de la revolución cubana.[33] Si he traído a colación este perfil de Seoane es para reforzar algunas analogías “epocales” con sus compañeros de exilio y también con los amigos ar­gentinos con los que entró en contacto, desde Frontini o los Romero hasta Baudizzone o Falcini. Su repudio de la autonomía del artista y de la reclusión en su torre de marfil, su solidaridad con los humildes, expresada en el aprecio mostrado hacia los emigrantes, su esfuerzo por recrear una nueva estética basada en la historia medieval y en toda la tradición artística de carácter popular, son algunos botones de muestra de esta actitud política e ideológica que le permitía com­partir muchas ideas con la tradición liberal y socialista en la que se movían sus colegas porteños en los años cuarenta y cincuenta. Años más tarde, en una entrevista radiofónica, pudo asegurar Seoane que toda su obra “tuvo que ver con experiencias vitales propias o con la política”. Son palabras que también admitiría su amigo Romero, aunque en su discurso de historiador adoptasen otras formas, como es la relación entre pasado y presente.

Coda

Este texto ha querido ser un estudio de la figura de Romero hecho, como avanzaba al principio, desde un mirador específico, como era su relación con los exiliados republicanos y, dentro de ellos, con el artista Luis Seoane. Ambos fueron protagonistas de una relación intelectual pero también de un nuevo capítulo de la universal historia de la amis­tad. La relación amical, a diferencia del amor, ha de ser correspondida y a pesar de que no he encontrado muchos rastros documentales de ella, los indicios son suficientes como para justificar este perfil desde el que he tratado de entender la figura de Romero, como la de un historiador exigente en su oficio, pero atento al ancho campo de la cultura o, con expresión diltheana, de las “ciencias del espíritu”. No eran estas sus únicas obsesiones, pues muy atento estaba también a los problemas de la sociedad argentina y de su futuro, como Seoane lo estaba sobre el porvenir cultural, social e incluso nacional de su tierra de origen.

Esta amistad, pese a los escasos vestigios que he podido recons­truir, no flaqueó en ningún momento e incluso se expresó por cauces inesperados. Me valgo para ilustrarla de la transcripción de un poema en forma de soneto con su estrambote –“carta rimada” en la modesta opinión de su autor– que Romero dedicó a sus amigos Seoane y Cua­drado, dos promotores culturales que él tanto apreciaba y que el diario Clarín había calificado en su día (6/3/1949), un poco more Romero, no solo como “gallegos de prieta raíz y limpia ejecutoria”, sino “fareros de la corriente aluvional inmigratoria de los últimos tiempos”. El original se halla entre la correspondencia de Seoane y, aunque no está datado, podría estimarse que fue escrito hacia mediados de los años cuarenta, cuando la posibilidad del retorno de los exiliados parecía más abierta que nunca, tal como parece insinuar uno de sus versos cuando dice que “temo un poco el momento de vuestra despedida”.


A Luis Seoane y Arturo Cuadrado

Amigos Luis y Arturo, a quienes veo dispares

Si os miro la figura y os escucho la voz;

Amigos Luis y Arturo, por la amistad iguales,

En quienes veo una sola llama en el corazón.

Amigos Luis y Arturo, dos amigos cabales

Que me ofreceis cordiales de la amistad la flor;

En la labor hermanos y en la hermandad leales;

Quiero ser con vosotros un buen conmilitón.

Colocasteis un grano de la sal de la vida

En la áspera jornada que nos toca vivir.

Temo un poco el momento de vuestra despedida

acaso espero un poco que no os vayais de aquí.

Acoged, mientras tanto, mis manos extendidas

la amistad que os guardo desde que os conocí.

Envío:

Os he escrito esta carta rimada la otra tarde

el burlarme a mi costa ha resultado en balde.

Si de amistad no fuera, no habría en ella otro alarde.

Gonzalo de Berceo me guarde. Salve!

(a mano y firmado)

J. L. Romero

Vive Dios que no estoy loco!


[*] Universidad de Santiago de Compostela

[1] Nicolás Sánchez-Albornoz (comp.). El destierro español en América. Un trasvase cul­tural. Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991. María Fernanda Mancebo. La España de los exilios. Un mensaje para el siglo XXI. Valencia, Prensas Universitarias de Valencia, 2008. Ángel Duarte. El otoño de un ideal. El republicanismo histórico español y su declive en el exilio de 1939. Madrid, Alianza, 2009.

[2] Tulio Halperin Donghi. Son memorias. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 111.

[3] Mónica Quijada. Aires de República, aires de Cruzada: la guerra civil española en la Ar­gentina. Barcelona, Sendai Ediciones, 1991.

[4] Luis Alberto Romero. Breve historia contemporánea de la Argentina. Buenos Aires, Fon­do de Cultura Económica, 2005, p. 82.

[5] Dora Schwarzstein. Entre Franco y Perón. Memoria e identidad del exilio republicano es­pañol en Argentina. Barcelona, Crítica, 2001, p. 57. Francisco Ayala. Recuerdos y olvidos. Madrid, Biblioteca Ayala, Alianza, 2006.

[6] Schwarzstein, op. cit.

[7] Ayala, op. cit., p. 246.

[8] Schwarstein, op. cit., pp. 120-121.

[9] Ayala, op. cit., pp. 243-253.

[10] Antonio Lago Carballo y Nicanor Gómez Villegas (eds.). Un viaje de ida y vuelta. La edi­ción española e iberoamericana (1936-1975). Madrid, Siruela, 2006, p. 92.

[11] Luis Seoane. Segundo Libro de Tapas. Buenos Aires, Ediciones Bonino, 1957.

[12] Oscar Terán. Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 239.

[13] Ibíd.

[14] Tulio Halperin Donghi. La Argentina y la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 190.

[15] Alonso Lafleur Provenzano. Las revistas literarias argentinas (1893-1967). Buenos Aires, El 8vo. loco Ediciones, 2006, p. 171.

[16] De Mar a mar, revista literaria mensual. Buenos Aires, diciembre 1942-junio 1943, 7 números (reedición en un volumen por Topos Verlag AG, Vaduz/Liechtenstein, 1979, con introducción de Lorenzo Varela), p. VIII.

[17] Lafleur, op. cit., p. 180.

[18] X. Alonso Montero. As palabras no exilio. Biografía intelectual de Luis Seoane. Vigo, Edicións Xerais, 1994, p. 44.

[19] José Luis Romero. Las ideas políticas en Argentina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 43.

[20] Fernando Devoto y Nora Pagano. Historia de la historiografía argentina. Buenos Aires, Sudamericana, 2009.

[21] Ayala, op. cit., p. 290 y ss.

[22] Terán. Historia… op. cit., p. 212.

[23] Halperin Donghi. Son memorias… op. cit., p. 182.

[24] Terán. Historia… op. cit., p. 269.

[25] Luis Seoane. “Las dos raíces”, La Opinión Cultural. Buenos Aires, 20 de agosto de 1978.

[26] C. Muñoz Manzano. Epistolario, edición de X. L. Axeitos y Charo Portela. Sada, Biblioteca del Exilio, Ediciós do Castro, 2005, p. 129.

[27] Ibíd., p. 124.

[28] Ramón Otero Pedrayo. Poros vieiros da saudade. Vigo, Galaxia, 1952, p. 189.

[29] Muñoz, op.cit., p. 171.

[30] Luis Seoane. Cartas a Díaz-Pardo, 1957-1979, edición de María América Díaz. Sada, Ediciós do Castro, 2004, pp. 134 y 143.

[31] Ibíd., p. 137.

[32] M. Núñez Rodríguez. Luis Seoane. Textos inéditos. Santiago de Compostela, Universi­dad de Santiago de Compostela, 1991, p. 41.

[33] Oscar Terán. Nuestros años sesenta. La formación de la nueva izquierda intelectual ar­gentina, 1956-1966. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1993.