CARLOS ALTAMIRANO
(UNQ-UBA/CONICET)
Introducción
La preparación de este libro me deparó cierto orden en mi pensamiento acerca del desarrollo de nuestro pasado y acrecentó mis esperanzas de comprender nuestro presente vivo, entonces tan dramático. Los temas fueron surgiendo al azar de diversas incitaciones, pero el hilo que condujo el desarrollo de todos ellos fue siempre el mismo, casi a pesar mío. [1]
José Luis Romero escribía estas palabras en marzo de 1956, es decir, unos meses después del derrocamiento de Perón (el peronismo era el presente dramático, sobriamente aludido), al prologar una selección de sus ensayos sobre la realidad histórica nacional. El libro al que hacía referencia y cuya preparación le había suministrado un orden para pensar la historia nacional era Las ideas políticas en Argentina, publicado diez años antes. “Quizá conozca mejor los textos medievales que los documentos de nuestros archivos”, afirmaba más adelante, para indicar cuál era su campo de especialización y que éste no era la historia argentina. “Pero aun así -agregaba-, he aplicado a la indagación de los hechos y las ideas que analizo en estos estudios el celo necesario para que merezcan alguna consideración.” [2]
Al contemplar hoy la obra que Romero produjo desde ese prólogo de 1956 hasta su muerte en 1977, puede apreciarse que la preocupación por explicar la Argentina no lo abandonó nunca, y se la puede seguir como una línea paralela a su labor académica de medievalista. No sólo continuó escribiendo ensayos y artículos sobre hechos e ideas de la vida argentina,[3] sino que en 1965 publicó dos libros dedicados a la historia de su país: Breve historia de la Argentina (un texto “apretado desesperadamente”, escribió en la presentación) y El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx. Varios de los estudios que consagró a América Latina, por otra parte, entre ellos uno de sus grandes libros, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), dejan ver una y otra vez, aquí y allá, escorzos de la Argentina.
¿Había adquirido mayor familiaridad para entonces con los archivos nacionales? Independientemente de cuánto hubiera aumentado su erudición documental en los años transcurridos desde 1956, no podría decirse que la ilustración de los archivos alterara básicamente ese “orden” respecto del proceso histórico argentino que había cristalizado en él al preparar su libro sobre las ideas políticas en la Argentina. Si bien corrigió, amplió o dio nueva formulación a algunas de sus interpretaciones, el núcleo o el hilo, para retomar sus propias palabras, “fue siempre el mismo”.[4] Pues bien, ¿cuál era ese hilo? Es lo que quisiera caracterizar en esta ponencia. La hipótesis general es que Romero cultivó, sea a través del ensayo histórico, sea por medio del ensayo-diagnóstico, esa tendencia al rastreo y la interpretación de la personalidad colectiva de los argentinos tan extendida en el país a lo largo de la primera mitad del siglo xx. Su idea del saber histórico, para el que reclamaba el punto de vista de la complejidad, lo preservó de las simplificaciones de los críticos moralistas del carácter nacional. “Los historiadores ignoran muchas cosas, pero saben que todo lo que existe, existe”, escribió en una oportunidad. Los juicios de esos críticos, sin embargo, alimentaron muchas de sus observaciones sobre la Argentina.
I
En 1975, en ocasión de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina, Romero se referirá complacido a la fortuna que había acompañado a ese libro: se había vendido mucho y suponía que no se lo había leído menos.[5] Después de recordar que el texto respondió a una iniciativa del Fondo de Cultura Económica, el historiador buscaría definir cuáles eran a sus ojos los méritos de un trabajo que seguía considerando ajeno a su área de competencia académica. La historia del país la había inventado Mitre, declaró, y durante mucho tiempo la Argentina no tuvo otra representación de su pasado que la que había elaborado el autor de la Historia de Bel- grano. Contribuciones como las de Saldías o Quesada corregirán después aspectos parciales de esa visión, pero más en lo relativo a juicios políticos particulares que respecto del esquema general. Ahora bien, la síntesis de Mitre podía dar inteligibilidad al proceso argentino hasta el momento de la organización nacional, tras la caída de Rosas. Pero todo lo que había acaecido después, sobre todo desde 1880 en adelante, quedaba fuera de la comprensión que ofrecía ese marco ordenador. Y en el discurso historiográfico, observaba Romero, después de 1880 no parecía haber otra materia que la sucesión de las presidencias, como si el proceso simplemente continuara, pese a las grandes alteraciones experimentadas por la sociedad argentina. En esa brecha historiográfica se había insertado su trabajo sobre las ideas políticas en la Argentina, que en la tercera parte proporcionaba un cuadro del ciclo hasta entonces sin representación ni nombre distintivo.
Yo decidí sistematizar el período que comienza en 1880 y ponerle una designación (“La Argentina aluvial”), que aludía al fenómeno que a mí me parecía decisivo y fundamental de ahí en adelante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración. Con el agregado de que para más de un colega la inmigración era no sólo un fenómeno inexplicable sino también… un fenómeno marginal, y para muchos otros colegas un fenómeno lamentable.[6]
Para Romero ni la política, ni la cultura de la Argentina moderna podían pensarse sin referencia al gran clivaje que significó la inmigración. La mutación que ella había traído aparejada fue un principio de discontinuidad en la historia colectiva de los argentinos. Una y otra vez volvería sobre esa alteración del tejido de la Argentina criolla. La palabra que eligió para denominar el ciclo que se había iniciado bajo el signo de la inmigración, aluvial, no era anodina, como no era anodino aquello que quería evocar al elegirla como imagen. Aunque no se encontraba entre quienes veían en la inmigración “un fenómeno lamentable”, tampoco juzgaba que se tratara de un acontecimiento sin trastornos ni otros efectos que los demográficos.
Al editar en 1956 sus ensayos sobre la Argentina, Romero les dio el título de uno de ellos, “Argentina: imágenes y perspectivas”, y lo puso a la cabeza de la recopilación. En él hizo suyo uno de los temas de la reflexión ensa- yística sobre el ser colectivo de los argentinos. Es innegable, decía, “que uno de los secretos de nuestra realidad es esta falta de correspondencia entre los contenidos íntimos y las formas externas, cuya expresión más clara aparece en cierta relación falseada entre la sociedad y el Estado”. En la disonancia entre la sociedad y el Estado se hallaba el signo más visible “de cierta incoherencia que se adivina en nuestra realidad, la más precisa fórmula posible de nuestra fisonomía informulable”. Romero conjeturaba que el sentimiento de esa incoherencia podía tal vez explicar la inquietud extendida por la identidad colectiva: “Apelamos a los testimonios de los viajeros ingleses, a nuestros ensayistas más agudos, a nuestro propio caudal de observaciones, y nos esforzamos por recoger el conjunto de los rasgos típicos que nos permitan decir: esto somos”.[7]
Pero si se tuviera la certeza de quiénes somos, concluía Romero, no existiría la compulsión a definimos.
El tema de la incongruencia entre estructuras y códigos formales, por un lado, y disposiciones profundas de los argentinos, por el otro, era uno de los motivos recurrentes del discurso de Ezequiel Martínez Estrada desde Radiografía de la pampa (1933). Romero no lo cita en esta ocasión, pero estimaba hasta el elogio la obra ensayística de Martínez Estrada, como lo prueban numerosos escritos. De todos modos, no era la “falta de correspondencia entre los contenidos íntimos y las formas externas” la cuestión que quería recalcar, sino cuál debía ser el modo de dar cuenta de esa realidad que consideraba palmaria. ¿Qué observaba a su alrededor? Que se prefería, escribe, “realizar una minuciosa labor exegética sobre los datos de nuestra tradición, en lugar de sumergirnos en los datos inmediatos que se nos ofrecen por todas partes”.[8] Los supuestos de esa exégesis eran la continuidad de la experiencia histórica argentina y la coherencia de su configuración cultural. Pero era con la certidumbre de esos supuestos con lo que era necesario romper, ruptura que obligaba también a un empleo circunspecto de los pensadores del siglo xix. “Nadie discute el valor de Echeverría, Alberdi, Sarmiento o Mitre como testimonios o como intérpretes de su tiempo.”[9] No obstante, su tiempo no es el del presente: “Porque la realidad es diferente, y no sólo desde el punto de vista meramente cuantitativo -esto es respecto del grado de desarrollo- sino también desde el punto de vista cualitativo, esto es, respecto a su naturaleza interior”.[10]
¿Cómo no leer en estas afirmaciones una crítica a la tendencia a descubrir en el peronismo (el ensayo es de 1949) la repeti ción del pasado? En efecto, una de las formas que adoptó desde el comienzo la oposición intelectual al régimen de Perón fue la del combate por la verdadera tradición nacional, amenazada por el nuevo movimiento. Haciendo un uso analógico del pasado, el peronismo era identificado con el rosismo y éste con la interpretación que habían hecho de él los miembros de la Generación del ’37: Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mitre. No era el antiperonismo lo que preocupaba a Romero, quien pertenecía orgánicamente a ese campo, sino sus presupuestos y la ceguera que encerraban para escrutar la realidad argentina del siglo xx.
Había, sin embargo, más que un sentido polémico inmediato en las palabras de Romero. A sus ojos el proceso que estaba en curso iba más allá del peronismo, al que juzgaba un hecho circunstancial, pasajero, como el resto del campo antiperonista. Pero no se podría dar cuenta de ese proceso sin hacer el esfuerzo por interpretar y hablar del “verdadero país”, el que había surgido de la ofensiva de las élites modernizadoras que le dieron su organización nacional. Pues la historia le había reservado muchas sorpresas a la “pequeña colectividad” rioplatense del siglo pasado: “Un vasto movimiento de expansión económica la incluyó poderosamente en su ámbito de influencia y desarticuló totalmente las líneas de su desarrollo local. La Argentina prometía demasiado para que pudiera gozar de sus condiciones potenciales sin sacrificar en el altar del gran capitalismo en ascenso, y así irrumpieron en ella los capitales y la inmigración”.[11] Este movimiento había traído sus recompensas, pero también acarreó un mal: “la desarticulación interior del complejo social, una suerte de enloquecimiento de sus potencias íntimas, cada una de las cuales busca su propio destino sin descubrir -ni buscar- un entendimiento recíproco”.[12]
Aunque Romero consideraba que la rumia obstinada en torno de los textos clásicos de la tradición liberal no daría las claves del presente, no se propuso tampoco romper con esa tradición. Su labor en el campo de la historia argentina, como ha señalado Tulio Hal- perin Donghi en un espléndido ensayo sobre el pensamiento histórico de Romero, “lo ubica en una línea interpretativa previa, cuya dirección general lo satisface plenamente”.[13]Lo que buscaba, pues, era una ampliación antes que una alternativa a la imaginación histórica del liberalismo argentino. Mitre había pensado la historia nacional desde el punto de vista del porvenir, es decir, de acuerdo con la concepción de lo que el país debía ser. ¿Qué visión debían tener los argentinos de su pasado? La que los ayudara a encarar y aun a preparar ese destino que, a pesar de las pausas y los retrocesos, su historia anticipaba. Romero admiraba esa idea y la ejecución que le había dado el autor de la Historia de Bel- grano, pero consideraba, como lo declara en 1943, que ella debía ser actualizada. Ha llegado la hora, escribió entonces, “de que realicemos un nuevo ajuste entre el pasado y el futuro, como Mitre lo hizo, para descubrir cuáles son los deberes que nos impone la continuidad del destino común”.[14]
Dos años después, la inquietud por el destino común se había tornado más imperiosa. En un artículo titulado “El drama de la democracia argentina”, el requerimiento de una nueva síntesis histórica se asociaba expresamente con las disyuntivas políticas del país, y la exigencia de que el historiador contribuyera al debate cívico será enunciada en términos apremiantes. Es “innegable, escribirá, que no podemos esperar más y tenemos que realizar el esfuerzo de reconstruir, con los pocos materiales que contemos, el curso de nuestra existencia institucional y ciudadana, ese extraño curso [el subrayado es mío] que nos ha conducido a la situación que hoy debemos afrontar tomando una u otra actitud”.[15]
El artículo contenía ya la caracterización condensada de las dos etapas en que a su juicio se dividía la historia argentina -la era criolla y la era aluvial- y desembocaba en el presente, 1945. El carácter insospechado del presente aclaraba la frase “ese extraño curso”, pues es imposible no ligarla al desconcierto que producía en el campo de la cultura progresista lo que por entonces comenzaba a llamarse peronismo. “El hecho que ha causado sorpresa ha sido la aparición de una masa sensible a los halagos de la demagogia y dispuesta a seguir a un caudillo”, observará, aludiéndolo de acuerdo con una de las representaciones habituales en las filas del antiperonismo. A su juicio, el hecho no era, sin embargo, incomprensible: “Este fenómeno -amargo y peligroso- no es de ninguna manera inexplicable”.[16] La explicación tanto como la solución del fenómeno se hallaban en los cauces y las fuerzas del proceso histórico nacional cuyas líneas previamente había trazado.
Ahora bien, aunque la presencia inmediata del peronismo pudo haber vuelto más angustiada su inquisición del futuro nacional, la necesidad de una nueva síntesis que retomara la narrativa progresista la había proclamado ya, según vimos, en 1943. En Las ideas políticas en Argentina, publicado tres años después, el primero y más importante de los interrogantes seguía remitiendo al mismo nudo histórico indicado entonces: los trastornos desencadenados por las transformaciones demográficas, sociales y económicas que se operaron a partir de la segunda mitad del siglo xix. Dicho más claramente: Romero había madurado sus claves de interpretación de la realidad argentina antes del surgimiento del peronismo y su aparición no alteró el cuadro que había definido con arreglo a esas claves. El capítulo que añadió en la segunda edición de Las ideas políticas… para dar cuenta de los años que iban de 1930 a 1955 llevaba por título “La línea del fascismo”, la categoría con arreglo a la cual interpretaba por entonces el peronismo. En su Breve historia de la Argentina esta definición era abandonada y los años de Perón aparecían bajo otra denominación: “La república de masas”. En los dos casos, el hecho peronista se incluía como capítulo de un proceso histórico que hundía sus raíces en el siglo xix y que hasta el final de su vida no consideraría concluido.
La evolución de la Argentina “aluvial”, ese presente vivo que se afanaba por comprender, no sólo va a llevarlo a reformular algunas de sus esperanzas, sino que lo obligará a volver más de una vez sobre su propio ajuste entre el pasado y el futuro.
No he empleado sin intención el término “comprensión”, pues está en el centro de la idea que Romero tenía de la intelección histórica. En los escritos que dedicó a la naturaleza de su disciplina es declarada su deuda con los pensadores que entre las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, sobre todo en el ámbito de la cultura alemana, se propusieron dar fundamento a las ciencias del mundo histórico -las llamadas ciencias del espíritu por oposición a las ciencias de la naturaleza-. En efecto: para Romero, quienes habían echado las bases epistemológicas del saber histórico eran Windelband, Rickert, Croce y, sobre todo, Dilthey.[17] Había extraído de ellos las premisas de su enfoque historiográfico, que hace de las culturas el objeto propio del conocimiento histórico: “Concebidas como totalidades, las culturas y los grupos sociales que se definen por ellas, constituyen el tema propio de la ciencia histórica, en la medida en que las objetivaciones en las cuales trascienden significan etapas de un desenvolvimiento”.[18] En la estela de Dilthey, lo que llamaba comprensión era el esfuerzo por captar en la multiplicidad de expresiones de una cultura (sea la de una sociedad, sea la de un grupo particular), la unidad que la engendraba. “Por la vía del comprender, se llega a reducir los fenómenos de superficie, los signos de las vivencias que les dan origen, y se descubre, entonces, en la realidad espiritual, una estructura que constituye el núcleo de una cultura histórica: esa estructura como una concepción del mundo”.[19]
Los nombres con que periodizó la historia argentina transmiten ese enfoque, es decir, fueron concebidos para designar conjuntos socio-culturales. De ahí el relieve que tienen en sus análisis las relaciones entre modos de vida y concepciones del mundo, configuraciones sociales y valores, aunque lo que entiende como historia cultural no sea una historia regional, definida en torno a una esfera particular de fenómenos y opuesta a la historia económica y a la historia estatal. El punto de vista histórico-cultural era para él un enfoque que aspiraba a la totalidad, aunque ésta fuera siempre obligadamente provisional.
Pero Romero también hizo suyo otro principio del historicismo alemán contemporáneo, mejor dicho, de la corriente conocida como “filosofía de la vida”, que remite a los nombres de Dilthey, de George Simmel y de José Ortega y Gasset, quien le dio traducción y vigencia en lengua española: la tesis del conflicto entre vida y cultura. El tema aparece muy temprano en el pensamiento de Romero. Como señaló Tulio Halperin Donghi, se lo halla enunciado ya en un trabajo de 1936, “La formación histórica”. En ese ensayo juvenil, de espíritu orteguiano, Romero elogia la tesis de Simmel acerca de la vida como generadora incesante de formas culturales y la pugna asociada con esa dinámica. “Una vez creada una de esas formas, toma enseguida vida independiente y adquiere una autonomía y vitalidad propias.” Pero “sucede que la vida -creadora una vez más y siempre- encuentra que su nuevo impulso creador se siente frenado por esas formas que creó antes y que ahora subsisten como formas, solamente, aunque quizá desprovistas de espíritu”.[20]Este postulado simmeliano del conflicto entre las dos instancias -la de las formas en que se plasma la vida, pero que se independizan y reifican (cultura), y la de la vida como potencia creadora permanente-, reelaborado por Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo, se reflejará en la interpretación de la sociedad argentina propuesta por Romero.
II
La “Argentina aluvial” se recorta sobre el fondo de la “Argentina criolla”, a la que ha reemplazado tras haberla alterado y revuelto. ¿Qué era esto de Argentina criolla? El concepto había sido acuñado, nos dice Romero, para evocar “sobre todo a los contenidos culturales de la sociedad toda, alimentada por la tradición española tal como se conservaba en las antiguas colonias americanas. Sociedad tradicional, su coherencia étnica, social y cultural era profunda y su movilidad social escasísima”.[21] Esta sociedad había adquirido sus características básicas en los siglos de la era colonial. Más aún: “no sólo se conforma entonces la realidad social futura de la Argentina, sino que se estructura también su actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva”.[22] Los núcleos étnicos primordiales (los criollos blancos y los criollos mestizos); las formas de actividad económica que gozaban de prestigio (la ganadería y el comercio); los dos ámbitos de la vida criolla (la ciudad y la campaña) -todos estos rasgos de la sociedad que surgió tras la independencia se habían forjado en la era colonial-. También los dos cauces del pensamiento político: la matriz autoritaria, que era una huella de la España de los Austria, y la matriz liberal, legado de la Ilustración borbónica.
Pero había otra particularidad en la era colonial, asociada con los modos de vida espontánea que se habían engendrado en ella, y que perdurará en etapas posteriores de la cultura argentina: la disparidad entre el apego exterior a las normas y la transgresión efectiva de sus prescripciones. “Ni la voluntad real ni las leyes y ordenanzas en que se concretaba recibían otro testimonio que el de la más rendida sumisión; pero ni la autoridad real ni las leyes podían contra la miseria y el hambre, contra el apetito de riquezas, contra la irritación que causaba la medianía en quien había acudido a América para salir de pobre.” El español violaría las “leyes que coaccionaban sus apetitos”, pero simulando reverencia y acatamiento.[23] Ejemplo de quebrantamiento de las concepciones oficiales y las formas institucionalizadas era la práctica extendida del cohecho y el contrabando, a la que no fueron ajenos los funcionarios reales que, “al ejercitarlas, reconocían la relativa licitud de ciertas formas de vida al margen de las solemnes prescripciones de la ley”.[24] Romero volverá sobre este contraste entre principios formales y realidad en un escrito de 1973, pero dándole una nueva formulación: “Antes y por debajo de toda ideología sistemática, la primitiva sociedad argentina -como todas las de Latinoamérica- se constituyó al calor de una ideología espontánea, que esconde su verdadera fisonomía detrás del idealizado espíritu aventurero”. En un rincón marginal del mundo colonial como era el rioplatense, donde “no había muchos honores que alcanzar, como en México o en Lima”, esa ideología que moldearía la sociedad argentina fue la del ascenso económico: “Era una ideología espontánea, ajena a toda conceptualización” y “porque fue espontánea dejó una huella imborrable”.[25]
Volvamos a la imagen de la Argentina criolla. Para Romero, el historiador de esta Argentina fue Mitre, y Sarmiento su sociólogo -de ellos extrajo las líneas principales de su interpretación de los años que van de la Independencia a la Organización Nacional-, El drama central de la etapa, que siguió al movimiento de la independencia, fue la guerra sin cuartel entre minorías urbano-criollas y masas conducidas por caudillos rurales. Las primeras, que proseguían el espíritu reformador y centralista del iluminismo borbónico, tenían su sede principal en Buenos Aires y concebían la Argentina independiente como una nación organizada de acuerdo con los principios del constitucionalismo liberal; las masas rurales, por su parte, aparecieron en escena con el llamado de la revolución, que había sido un movimiento de la burguesía urbana. Si desde la era colonial Buenos Aires y, en general, las ciudades eran un bastión europeo, donde había ido desarrollándose un estilo civilizado de vida, las áreas rurales eran el ámbito de una sociedad rudimentaria, ajena a la vida civil y política. Activadas por la revolución, las masas de las campañas se identificaron con la independencia, pero no con los postulados del liberalismo ni el papel rector de los letrados urbanos. “Buenos Aires quiso dominar y educar; pero el pueblo se cerró a sus clamores y respondió con una concepción peculiar del movimiento revolucionario”.[26]A la democracia “doctrinaria”, encuadrada dentro de los principios liberales y propiciada por las élites ilustradas, se enfrentará la democracia “inorgánica” de las masas criollas. Tradicionalismo antiliberal y espíritu de emancipación, caudillismo y democracia elemental, se reunieron sin articulación sistemática en una concepción que era “pura en sus fuentes, mas llena de peligros e imperfecciones”.[27] Y al proyecto de construcción de un Estado nacional centralizado, los caudillos opondrán la bandera del federalismo.
Romero percibía los actores del antagonismo con criterios predominantemente culturales (mentalidades, valores, concepciones del mundo). En el drama que evocaba y que cubría la historia argentina desde 1820 a la caída de Rosas (1852), los grupos urbanos ilustrados eran los portadores de la mentalidad burguesa y del proyecto de la nación progresista. Ellos terminarían por prevalecer: la generación intelectual del ’37 elaboró el programa que, madurado en el exilio, posibilitaría la liquidación de la federación rosista y la organización nacional sobre bases constitucionales. Desde 1862 las erupciones de la guerra civil fueron reduciéndose, a medida que los grupos progresistas se imponían a quienes en las provincias opusieron resistencia a su dominio. Hasta 1880 se sucedieron las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, quienes asumen en el discurso de Romero elpapel de una élite republicana -un patriciado-. Ellos afianzaron el orden institucional y cuando en 1880 tuvo lugar el último episodio de discordia armada, el aparato del Estado nacional contaba con los medios para imponer su autoridad en todo el territorio. Sin embargo, el programa de esa élite no era sólo político-institucional. Según el diagnóstico que habían elaborado en la lucha contra Rosas, la barbarie, el primitivismo político de las masas y el régimen de caudillos, no quedarían definitivamente atrás sin una mutación radical, social y económica, que insertara a la Argentina en la órbita de lo que Sarmiento llamaba la civilización. La era de la Argentina aluvial comienza con esas transformaciones.
III
La palabra aluvial sugiere afluencia brusca de cosas que proceden de diferentes sitios y no se acomodan entre sí. Esta era seguramente la imagen primera y básica que Romero quería transmitir al condensar en ella la representación del cambio y su velocidad. Es decir, la alteración demográfica y étnica, acelerada y concentrada (en el litoral y, sobre todo, en algunos de los centros urbanos); y la alteración económica, no menos acelerada y desigualmente distribuida. “Si la población cambiaba de fisonomía por la rápida recepción de elementos extraños que no podían incorporarse fácilmente al conjunto social, la renovación de las formas económicas debía producir una conmoción no menos profunda.”[28]
El ámbito de la Argentina criolla iría restringiéndose y muy pronto comenzaría a ser recordada con nostalgia por grupos que iban perdiendo gravitación en la vida colectiva: “A partir de 1880, aproximadamente, la Argentina aluvial, que se constituía como consecuencia de aquella conmoción, crece, se desarrolla y pugna por hallar un sistema de equilibrio que, obvio es decirlo, no podría alcanzar sino con la ayuda del tiempo”.[29]
Entre tanto, lo que se formaba tenía los caracteres de un conglomerado sin coherencia. Tras un primer momento en que se mantuvieron diferenciadas la masa criolla y la masa inmigratoria, comenzó a producirse un rápido “cruzamiento” entre ambas, proceso de hibridación que había de verificarse tanto en las clases subalternas como en la clase media. De la mezcla surgiría poco a poco la típica clase media argentina de la era aluvial, cuyos rasgos, tal como aparecían en los relatos costumbristas de Fray Mocho, revelaban “la coexistencia de los ideales criollos y los ideales de la masa inmigratoria, en lucha unas veces, en proceso de fusión otras, y acaso en ocasiones yuxtapuestos sin terminar de operar su adaptación definitiva”.[30] Del conglomerado criollo-inmigratorio no surgiría sólo una nueva clase media, sino también el proletariado del naciente capitalismo argentino, pero una aspiración común predominará por sobre los clivajes de clase: la aspiración al ascenso social, designio que no era inalcanzable en una sociedad incipiente, sin el obstáculo de las jerarquías rígidas y llena de posibilidades para la carrera del mejoramiento económico. El “dinero fue la llave maestra que permitió al hombre que se hacía a sí mismo o hacía a sus descendientes con denodado esfuerzo, salvar las etapas y alcanzar el triunfo”.[31]
Una evolución paralela se verificó en el campo de la minoría dominante. Una nueva generación hizo su ingreso en la vida pública en 1880 y sucedió en la dirección del Estado al patriciado liberal que había presidido el curso de la organización nacional. Esta nueva élite, que hace fortuna con las actividades generadas por la modernización económica y que asimila el progreso del país a la sola prosperidad material, asumirá los rasgos de una oligarquía que se cree con derecho a gobernar por superioridad natural. Avida y entregada al consumo conspicuo, la nueva generación, liberal desde el punto de vista ideológico, como su antecesora, era más escéptica que ésta respecto del papel cívico de las masas populares. “De ese modo, el mismo proceso que conformaba una clase media y un proletariado con el conglomerado criollo- inmigatorio, transformaba a la antigua y austera élite republicana en oligarquía capitalista”.[32] Para expresarlo con los términos que el libro de Natalio Botana sobre la tradición republicana argentina ha vuelto corrientes: en el campo de las élites, la “república del interés” sucedió a la “república de la virtud”.
Podría decirse que Romero observaba la época con los ojos de sus críticos, comenzando por el Sarmiento de la vejez, y no disimulaba la poca simpatía que le inspiraba una vida colectiva cuya aspiración dominante fuera la obtención de riqueza. No ponía en cuestión el propósito que había animado a quienes desencadenaron los cambios que dislocaron la sociedad criolla (los grupos progresistas) pero dejaba entrever que no asentía a la confianza sin reservas de esos grupos en las promesas de lo que llamaban civilización. Su idea de lo que la Argentina debía ser -el país del porvenir- apenas parecía encontrar signos precursores claros en la Argentina aluvial. Sin embargo, Romero tampoco cedía fácilmente a la simplificación de las tesis condenatorias que desde 1890 al Centenario animaron una abundante literatura sobre los estragos que producía el espíritu de factoría, sobre todo en Buenos Aires. Tomaba en cuenta esa literatura, algunos de cuyos autores citaba, pero tomaba en cuenta también otros datos, por lo cual los signos de la nueva época eran más imprecisos que unívocos.
Un terreno donde evidenciaba esta ambigüedad de los hechos era el de las corrientes político-ideológicas. Para Romero, el desarrollo del pensamiento político siguió la evolución de los dos universos que caracterizarán a la sociedad aluvial: el de la minoría dominante, la oligarquía, que se hizo portadora de un liberalismo cada vez más conservador, y el de la masa criollo-inmigratoria, que será la base de lo que designa como “línea de la democracia popular”. En este conglomerado popular, la reacción contra la élite tomó no sólo carácter antioligárquico, sino también antiliberal, remisa a la civilización europea. “[P]oco después afirmó su enérgico impulso democrático y acentuó su tono popular hasta sobrestimar lo que la élite menospreciaba.”[33] Aunque en su interior comenzarán a perfilarse los clivajes sociales (clase media y proletariado, según vimos antes), la mayoría no se agrupará en torno a partidos de clase, sino en torno a uno cuya laxa ideología era homologa a la configuración del conglomerado aluvial, la Unión Cívica Radical: “Partido de ideales imprecisos, movido más por sentimientos que por ideas, polarizó prontamente el mayor caudal de la masa criollo-inmigratoria, cuyos intereses y aspiraciones representaba en forma eminente”[34]
IV
Con algunas pocas variantes Romero hará una y otra vez, desde mediados de la década de 1940, este relato de la formación de la Argentina aluvial y sus tendencias. En todas las versiones de ese proceso, la decantación de lo que definía como “impreciso” se remitía al futuro y la era aluvial aparecerá siempre como un ciclo inconcluso. A manera de complemento sincrónico del relato funcionarían los ensayos en que describe los rasgos típicos de la cultura aluvial. Veamos cómo los reseña en uno de ellos, publicado en 1947:
Actualmente, la mentalidad predominante en la compleja realidad argentina es la que corresponde a la masa aluvial. Mentalidad de masa, ha roto todos los diques que pudieran limitarla y no reconoce los valores sostenidos por las minorías con que se enfrenta sin someterse; y como mentalidad aluvial, corresponde a un conjunto indiscriminado y resulta de la mera yuxtaposición de elementos que provienen de distintos orígenes, sin excluir los tradicionales criollos. Esta mentalidad aluvial se ha impuesto por su volumen sobre el país; ha sepultado las antiguas minorías e ignora las nuevas, aun las que provienen de su seno.[35]
Como puede notarse, pese al cambio radical experimentado por la realidad nacional, la oposición entre masas y minorías -característica de la Argentina criolla- no ha desaparecido, sino que se ha recreado, y la mentalidad predominante es irreductible a una posición definida en la estructura social -aglutina a un conglomerado que no se deja clasificar con criterios de clase o de categoría-. Mentalidad urbana, tiene sus poetas en Evaristo Carriego y Almafuerte, y su folklore, en el tango y el sainete -todos transmiten una concepción de la vida, cuyas notas distintivas son el sentimentalismo y el patetismo-. También cierta laxitud moral: “no parece haber en ella un definido y claro contenido moral; por el contrario, se insinúa cierta amoralidad radical, que se refleja en una filosofía del éxito; y este éxito inmediato a que se aspira no se proyecta sino en determinados planos: en el de la lucha por el ascenso social o en el de la lucha por la riqueza”.[36] Romero completaba la reseña con la referencia a otras características: el carácter híbrido de la mentalidad aluvial, que provenía de la mezcla sin definición de elementos criollos y extranjeros; el cosmopolitismo, asociado con su condición de fenómeno urbano, lo que la inclina a la búsqueda del confort, pero también la predispone a intereses y valores universales; el formalismo ritual que refrena la expresión de los sentimientos espontáneos: “retórica y sentimental es como la mentalidad aluvial se nos aparece fundamentalmente” [37]
Frente a la mentalidad predominante, se recortan otras dos, ambas minoritarias. Por un lado, la “mentalidad criolla”, de papel preponderante en el pasado, pero de ascendiente reducido en el presente. Aunque tenía el carácter de una formación residual, estaba dotada de coherencia y estilo, era activa y no carecía de brío: “Acaso su fuerza resida, sobre todo, en que ha logrado hacer arraigar la idea -hasta en el seno de sectores típicamente aluviales- de que se consustancia con la nación misma..Romero llamará más tarde “señorial” a esta mentalidad que hallaba su base en algunos grupos marginales de la oligarquía y daba sostén a la sensibilidad y el pensamiento de una derecha antiliberal y autoritaria, nacionalista ( “Está apegada a la tradición vernácula de origen español, y en defensa de esa tradición se ha tornado xenófoba, hostil a la masa aluvial, autoritaria, intolerante y, a veces, agresiva”).[38] Completaba el cuadro de las mentalidades la que Romero denominaba “universalista”, adversa tanto a la mentalidad criolla, como a la aluvial. “También es, en principio, una mentalidad de minoría, pero, a diferencia de la criolla, tiene en la masa aluvial muchas posibilidades de arraigo.”[39]
Aunque Romero no identificaba más que vagamente a los grupos portadores de esta mentalidad (los dispersa, podría decirse, en la “Argentina invisible”, el país profundo figurado por Eduardo Mallea), no es difícil reconocer cuál era el núcleo de la minoría universalista de la que hablaba: la élite político-intelectual progresista, constelación a la que pertenecía el propio Romero. Esa élite, que integraba también su partido, el Partido Socialista, aspiraba a la alianza con las masas, pero éstas no la tomaban en cuenta. “Las minorías que hoy podrían orientar a la masa padecen la congoja de no sentirse respaldadas por ella”, escribe Romero. Como lo había ya consignado, la mentalidad predominante no sólo había sepultado a las antiguas minorías, sino que ignoraba a las nuevas, aun las que provenían de su seno. Él confiaba, sin embargo, en la fuerza de la diferenciación de clases -que discriminaría socialmente lo que aún era un “conjunto indiscriminado”- y en la potencia de los valores universalistas alojados en la mentalidad aluvial: “esta situación no puede durar, y el proceso de acomodación entre masa y minoría ha de producirse en un plazo más o menos breve, a medida que el conglomerado aluvial se decante”.[40] Durante años seguirá aguardando esa decantación que pondría fin al divorcio entre masas y élites que registraba la Argentina aluvial. Al menos hasta 1973, cuando su análisis del presente ya no irá acompañado de esa expectativa.
V
Para la representación de la Argentina aluvial, Romero no tenía a su disposición una labor de síntesis equivalente a la que produjo la historiografía liberal, de cuya lectura había extraído las líneas principales de su cuadro de la Argentina criolla. En la advertencia que escribió a Las ideas políticas en Argentina remitía a la bibliografía asentada al final del libro para dar cuenta de “los autores cuyos datos y opiniones ha consultado”. Basta echar una ojeada a esa bibliografía para comprobar que, en lo relativo a la Argentina posterior a 1880, no contaba con mucho: unos pocos estudios, por lo general de actores políticos, y algunas biografías. Los ensayos sobre la vida argentina de Agustín Alva- rez, Joaquín V. González, Alejandro Korn, José Ingenieros, autores todos de los años del Centenario, de los que sacaría provecho, le parecían de utilidad limitada, pues sus autores estaban demasiado próximos a una realidad todavía en formación y de contornos aún confusos. De citas y referencias diseminadas a lo largo de sus escritos sobre la Argentina se puede inferir que una cantera para sus observaciones sobre los rasgos de la sociedad y la cultura aluviales habían sido la literatura de costumbres, la ficción narrativa, la poesía y el teatro.
Aunque Romero era un espíritu sobrio, nada propenso a las profecías aciagas, y no se identificaba con el pesimismo telúrico de Ezequiel Martínez Estrada, le atribuía singular penetración a sus análisis y a su intelección intuitiva de la realidad nacional.[41] A su juicio el examen fructífero de los rasgos de la Argentina contemporánea había comenzado con Radiografía de la pampa. Pero una fuente mayor de sugerencias fue, según creo, José Ortega y Gasset, cada uno de cuyos viajes a la Argentina constituyeron, para emplear palabras de Romero, una fecha en la historia de la cultura intelectual del país. La segunda visita “acentuó su influencia y el prestigio del pensamiento renovador” en un milieu que desde cinco años atrás estaba cautivado por la lectura de la Revista de Occidente (1923). Cuando “Ortega y Gasset comenzó sus conferencias en el salón de Amigos del Arte, se tuvo la sensación de asistir a un acontecimiento que haría fecha en la vida cultural argentina’’.[42]
El Ortega y Gasset que vino en 1928 era el pensador de El tema de nuestro tiempo y el ideólogo preocupado por el advenimiento de las multitudes (en las conferencias que dictó ese año en Buenos Aires expuso algunos de los tópicos que ampliaría después en La rebelión de las masas). Ya señalamos al pasar que en El tema de nuestro tiempo el filósofo español daba acogida y desarrollo a la tesis de George Simmel acerca del conflicto entre cultura y vida, considerada la tragedia de la civilización moderna, y que también Romero había hecho suyo este principio de la filosofía cultural simmeliana, como lo dejaba ver un artículo muy temprano, en que también podía reconocerse el eco de la teoría orteguiana de las generaciones. Pero las sugestiones intelectuales que hizo germinar Ortega y Gasset no nos remiten sólo a sus ensayos de reflexión filosófica general, sino también y sobre todo a los que dedicó a examinar el carácter de los argentinos. En uno de esos ensayos, “El hombre a la defensiva”, de 1929, Ortega y Gasset plantearía varios de los temas que reencontraremos en los análisis de Romero: la discordancia entre un orden estatal rígido y la espontaneidad social, más caótica, a la que el primero tendía a coartar; la falta de autenticidad (“La palabra, el gesto no se producen como naciendo directamente de un fondo vital, íntimo, sino como fabricados expresamente para el uso externo”);[43] en fin, el objetivo dominante de hacer dinero y el espíritu de factoría: “El inmoderado apetito de fortuna, la audacia, la incompetencia, la falta de adherencia y amor al oficio o puesto son caracteres conocidos que se dan endémicamente en todas las factorías. Eso, precisamente eso, distingue una sociedad nativa y orgánica de la sociedad abstracta y aluvial [subrayado mío, C.A.] que se llama factoría”.[44]
Tras este recorrido, creo que podemos reunir los hilos y extraer algunas conclusiones. “[C]asi todo lo que leyó cada argentino, casi todo lo que meditó cada argentino, ha venido a terminar finalmente en un interrogante acerca de la realidad nacional”, afirmaba Romero en 1976.[45] El no escapó a esa tradición. Tomando en cuenta los diagnósticos que juzgaba perspicaces y la índole de sus preocupaciones respecto del destino de la Argentina, puede concluirse que su idea de la sociedad aluvial se formó en la década de 1930, en el clima de malestar e introspección intelectual que alimentaron los ensayos de Eduardo Mallea y Martínez Estrada, y que de ahí provenía la inquietud que dejaba ver respecto de la consistencia del tejido moral de la Argentina contemporánea. En su exégesis del presente se reconoce el eco de los críticos de costumbres de comienzo de siglo -el afán de enriquecimiento del inmigrante y el espíritu de factoría que se había apoderado del país eran tópicos de esa crítica- y de las reflexiones de Ortega y Gasset, que devolvía a los argentinos muchas de las imágenes que éstos ya habían forjado sobre sí mismos. En concordancia con su orientación liberal-socialista, Romero confió durante muchos años en que el tiempo no sólo estabilizaría lo que en el presente aparecía inestable y proteico, sino que encauzaría las posiciones políticas y las ideas de acuerdo con las divisiones del mundo social. En otraspalabras: las masas se unirían a sus verdaderas élites, las del progreso. Sin embargo, fiel al precepto del conflicto entre cultura y vida, no dejará de destacar, tanto en sus cuadros de la Argentina criolla, como en los de la Argentina aluvial, que la espontaneidad social -“pura en sus fuentes, mas llena de peligros e imperfecciones”, como había dicho de la “democracia inorgánica”- era más potente que las formas institucionales que pretendían regir la existencia colectiva.
Permítanme ilustrar esta afirmación con la tesis de un artículo de 1973, ya citado. En él evoca una vez más la sociedad aluvial, aunque a la imagen del país revuelto por la inmigración Romero añade ahora la del país dividido cultural y políticamente: por un lado el sector popular criollo-inmigratorio y por el otro, la élite tradicional, parapetada en defensa de lo que había creado. No eran los socialistas, sino un caudillo, Hipólito Yrigoyen, el símbolo de la lucha de las clases populares contra los privilegiados. Sin embargo, Romero no remite al futuro, como otras veces, el encauzamiento apropiado de las energías populares. “Lo popular espontáneo triunfaba mientras languidecían las ideologías revolucionarias -el anarquismo, el socialismo- que habían pretendido orientar las actitudes políticas de las masas. Fracasó Juan B. Justo lo mismo que Felipe II.”[46] Esta afirmación parecía una despedida de antiguas certidumbres e implicaba una conclusión complementaria: el fracaso de las élites. Con lo popular espontáneo había triunfado la ideología del ascenso socio-económico, la ideología que todavía seguía vigente, “la que encuentra expresión en los nuevos movimientos multitudinarios posteriores a 1943, pese a contradictorias apariencias”.[47] La alusión al peronismo es aquí tan obvia que casi no es necesario señalarlo (para entonces Romero había cambiado su juicio no sobre quién sino sobre qué era Perón y el movimiento que había nacido bajo su liderazgo) .[48] No celebraba el contenido de la ideología victoriosa, sino el triunfo de la espontaneidad social y la posibilidad de que ese triunfo dejara atrás la incoherencia entre el ritualismo formalista y la realidad -o sea el fin de la inautenticidad que, a sus ojos, paralizaba la cultura argentina-, “Quizá dentro de poco nadie se sienta tentado de indagar la peculiaridad del ‘ser nacional’ y acaso nos decidamos definitivamente a escribir como hablamos, como sentimos y como pensamos.”[49]
¿Había abandonado para entonces Romero todo criterio normativo para aceptar, con alguna ironía, los corsi e ricorsi de la vida histórica? No estoy seguro. Tal vez ocurriera, simplemente, que su expectativa se había hecho más abierta.
[1] José Luis Romero, Argentina: imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 7.
[2] Ibid.
[3] La mayoría de esos trabajos fueron reunidos luego por su hijo, Luis Alberto Romero, en un largo volumen: José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.
[4] Basta ver que en ediciones sucesivas de Las ideas políticas en Argentina añadió nuevos capítulos al texto de la primera edición, pero mantuvo ese texto, con algunas correcciones, hasta donde llegaba en 1946. El esquema periodizador de este libro reaparece en la Breve historia de la Argentina, aunque lo había extendido añadiéndole, como etapa preliminar, la “Era indígena”.
[5] José Luis Romero, “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina”, en La experiencia argentina y otros ensayos, ed. cit., p. 6.
[6] Ibid., p. 8.
[7] José Luis Romero, Argentina: imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 11.
[8] Ibid., p. 12.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibid., p. 14.
[12] Ibid.
[13] Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina’’, en José Luis Romero, Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 217.
[14] José Luis Romero, “Mitre: un historiador frente al destino nacional”, en Argentina: imágenes…, cit., p. 158.
[15] José Luis Romero, “El drama de la democracia argentina”, en Argentina: imágenes…, cit., p. 39.
[16] Ibid., p. 53.
[17] Los escritos de reflexión teórica y metodológica han sido reunidos en José Luis Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.
[18] José Luis Romero, Bases para una morfología de los contactos culturales, Buenos Aires, Institución Cultural Española, 1944, p. 11.
[19] Ibid.,p. 15.
[20] José Luis Romero, “La formación histórica”, en La vida histórica. Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 48.
[21] José Luis Romero, “La crisis argentina: realidad social y actitudes políticas”, en Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, ed. cit., p. 46.
[22] José Luis, Romero, Las ideas políticas en Argentina, México, fce, 1956, p. 13.
[23] Ibid., p. 34.
[24] Ibid., p. 36.
[25] José Luis Romero, “Las ideologías de la cultura nacional”, en Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, ed. cit., p. 77.
[26] Las ideas políticas…, cit., p. 71.
[27] Ib id., p. 103.
[28] Ibid., p. 175.
[29] Ibid.
[30] Ibid.,p. 177.
[31] Ibid.p. 183.
[32] Ibid., p. 181.
[33] Ibid.,p. 183.
[34] Ibid.,p. 216.
[35] José Luis Romero, “Los elementos de la realidad espiritual argentina”, en Argentina: imágenes…, cit., p. 21.
[36] Ibid., p. 22.
[37] Ibid., p. 24.
[38] Ibid., p. 25.
[40] Ibid.
[41] “Poeta y estilista [Martínez Estrada] poseía el secreto de las fórmulas profundas y expresivas para destacar la significación de los rasgos típicos de la vida argentina, descubiertos en parte por la vía del análisis sociológico y en parte por el camino de una intuición desusadamente sagaz.” José Luis Romero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx, Buenos Aires, Solar, 1983, p. 218.
[42] José Luis Romero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx. Buenos Aires, Solar, 1983, p. 135.
[43] José Ortega y Gasset, “El hombre a la defensiva”, en Meditación del pueblo joven y otros ensayos sobre América, Madrid, Alianza Editorial, 1981, p. 125.
[44] Ibid., p. 131.
[45] José Luis Romero, “La cultura argentina”, en La experiencia argentina y otros ensayos, Editorial de Belgrano, 1980, p. 136.
[46] José Luis Romero, “Las ideologías de la cultura nacional”, en Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, ed. cit., p. 84.
[47] Ibid.
[48] “Perón simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio”, escribió en un artículo contemporáneo al que comentamos (“El carisma de Perón”, en La experiencia argentina y otros ensayos, ed. cit., p. 491).
[49] Ibid., p. 85.