Aspectos metodológicos de la historia de las ideas en José Luis Romero y los dilemas de las independencias latinoamericanas

RAFAEL RUBIANO MUÑOZ

[1] El papel de Ias historias patrias y el contrapunto de las historias continentals

La pregunta de si existe una relación adecuada entre ideas y revolución en las independencias latinoamericanas deriva en diversos interrogantes que actualmente todavía se encuentran semiocultos o poco explorados en profundidad. Si frente a otras revoluciones, como la Francesa de 1789 en particular, hay una abundante y casi ilimitada bibliografía al respecto, no sucede así con la hispanoamericana. Para la Francesa basta señalar obras como Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa, 1715-1787, de Daniel Mornet (1969), o Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, los orígenes culturales de la revolución Francesa (1995), de Roger Chartier —quien replica a y polemiza con la obra de Mornet—. En estos trabajos se encara la discusión sobre si las «ideas inventaron o promovieron la revolución», en especial las de la Ilustración, por ejemplo, o si fue la «revolución la que inventó o promovió las ideas de la Ilustración», para lo cual acuden a dos trabajos clásicos sobre el asunto: Orígenes de la Francia contemporánea (1876), de Hippolyte Taine y El antiguo régimen y la Revolución (1856), de Alexis de Tocqueville.

En contraste, sobre Latinoamérica no hay hasta ahora una investigación de comparativo valor que pueda afirmar con solvencia qué ideas o qué corrientes ideológicas preferentemente definieron los contenidos y marcaron los desarrollos del proceso de Emancipación e Independencia.

La variedad, los giros y la complejidad de las relaciones entre ideas y revolución en Latinoamérica son explicables si se entiende el entrecruzamiento de diversos factores históricos y el profundo carácter paradójico o a veces contradictorio del evento que marca las «guerras de independencia en nuestro territorio» (Thiebaud 2003). En el presente artículo expondré por qué la discusión metodológica en la reconstrucción de las independencias latinoamericanas es una clave, entre muchas otras, para descifrar con alguna suficiencia analítica dicho suceso continental, para lo cual utilizaré el prólogo a los dos volúmenes del Pensamiento político de la Emancipación (1985) y el capítulo correspondiente de la obra titulada Situaciones e ideologías en América Latina (2001), del historiador argentino José Luis Romero (1909-1977).

Al inicio del prólogo referido, el autor establece un conjunto de advertencias respecto de las dificultades, las paradojas y las disyuntivas sobre las cuales la investigación histórica de las independencias latinoamericanas ha realizado la interpretación de dichos acontecimientos. Además añade sus dudas sobre la existencia de una linealidad histórica y sobre una metódica, lógica y sistemática construcción latinoamericana del pensamiento político de la Emancipación. Sus sugestivas apreciaciones se enmarcan en el indicativo crítico que aduce frente a la historiografía latinoamericana del siglo xix y xx —reiterado en sus investigaciones sobre el continente—, en la cual centra sus polémicas observaciones respecto a las metodologías y las fuentes seleccionadas para encarar las demandas de reconstruir los problemas latinoamericanos.

En su pertinente reconstrucción metodológica, Romero destaca las relaciones de las ideas y la revolución de independencia, los modelos ideológicos y las primeras formas de gobierno propuestas o aplicadas por los proceres, así como las mentalidades y las estructuras de las sociedades latinoamericanas, que si bien son insuficientemente tratadas por la investigación en la actualidad, las considera ejes principales de su análisis.

En el plano de su concepción histórica, argumenta la necesidad de un diálogo entre la historia social y la historia política, una invitación que para su momento constituía una oposición sosegada frente a la predominante historia positivista latinoamericana de los últimos dos siglos, empecinada en la descripción estrictamente plana de los hechos históricos, austera, sin pliegues, reiteradamente parca y lineal. En este estilo de la historiografía en el continente americano, asevera, se le ha dado relevancia a las narraciones épicas de las independencias, destacando para ello las fechas emblemáticas, los héroes, las batallas insignes, los acontecimientos y las acciones trascendentales (Romero 2001, 7). Es cierto que las biografías de los héroes de las independencias constituyen una fuente primordial, pero solo en la medida en que se las encara con otros planos de la vida social y política en su totalidad, no como una parcialidad o singularidad de sus acciones teleológicas. En ese sentido, Romero describe cómo las biografías son una fuente peculiar del «encuadre histórico» del pensamiento político, en cuanto información imprescindible para reflexionar sobre las relaciones entre acción subjetiva y estructuras sociales que muestra sus enlaces y sus características específicas. Basta para ello auscultar sus obras Sobre la biografía y la historia (1945) y Maquiavelo historiador (1970), para mencionar dos de sus trabajos más significativos en esta línea.

Con el propósito de encarar esa relación entre historia social e historia política en las independencias, en el prólogo al Pensamiento político de la Emancipación el autor señala tres consideraciones metodológicas para construir los contenidos ideológicos de las independencias: la primera que se destaca es la selección e interpretación de las «fuentes», la segunda es la que él llama «el encuadre histórico» y la tercera trata sobre las «corrientes de ideas», a partir de las cuales se apremia a considerar:

“La preparación de una antología del pensamiento político de la Emancipación no sólo obliga a seleccionar según cierto criterio —siempre discutible—, los textos que se juzguen más significativos, sino que se propone inexcusablemente ciertos problemas de interpretación sobre los que caben diversas respuestas.” (Romero 2001, 51)

Frente a la primera, Romero encuentra que las interpretaciones de las independencias latinoamericanas han estado cargadas en la «selección a veces caprichosa de las fuentes» por parte del investigador, en su escogencia de lo que le parece más prominente y en la interpretación de lo que juzga como las más apropiadas. Ese cierto grado de «criterio discutible en la selección» como primera advertencia vale también para las historias nacionales construidas a lo largo del siglo xix, las cuales han sido legitimadas por los equipos intelectuales —ligados según la estratificación social, las ideologías en curso o la adhesión a los partidos políticos— y desarrolladas con premura para, entre otras cosas, legitimar su vinculación con el manejo del poder y del Estado. Esta actitud no fue exclusiva de los latinoamericanos, como se aprecia en las obras de Bartolomé Mitre en Argentina, Lucas Alamán en México, Miguel Antonio Caro en Colombia, por citar algunos, sino que en últimas este estilo de concebir la historia decimonónica fue una actitud europea, como lo señala George Rudé en su obra Europa desde las guerras napoleónicas a la revolución de 1848 (1988).

Al respecto vale la pena considerar que las llamadas historias patrias, y con ellas la noción de identidad nacional que las amparaba en el siglo xix —es cierto que también en parte en el xx—, fueron elaboradas por los grupos de intelectuales que eran al mismo tiempo militares y políticos, o políticos y ensayistas, o políticos y periodistas, cuya tarea fue legitimar y respaldar la obtención del poder dentro de sus respectivas posiciones y al amparo de sus específicas ideologías políticas. Esta relación entre «el intelectual y la política del siglo xix» concibió la historia como un arma ideológica (Gutiérrez Girardot 1989) que politizó la profesión, en la cual fueron involucrados los criterios de la «selección», como admite Romero, y en la que se pueden destacar nombres como Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Miguel Samper, Ignacio M. Altamirano, José Martí, Gabriel Rene Moreno, Manuel González Prada, así como muchos otros que rindieron versión de la historia española y de su pasado, depuraron con intencionalidad política las guerras de independencia y construyeron su imagen de nación desde posiciones ideológicas diferenciadas, según el estrato al cual pertenecían y de acuerdo con las mediaciones culturales en las que se inscribieron.

La Conquista y la Colonización española, las guerras de independencia, las formaciones de los Estados naciones, la ciudadanía y las bases culturales, así como las primeras formas de gobierno —temas que circularon con predilección— se alternaban indiscriminadamente en esas historias con la urgencia de pensar la realidad inmediata, exaltando o moderadamente encubriendo, evocando apologéticamente u omitiendo con rudeza dichos acontecimientos según el interés social y político, el lente cultural o la ideología que comprometía la narración de esas historias patrias. El campo de investigación de la «vida histórica» se nutrió en un nivel cerrado de la descripción a ultranza de los «hechos históricos de las independencias», narrados con asepsia o con intencionalidad política —en la que primaban preferiblemente las fechas, los actos emblemáticos, las batallas, los sucesos considerados transcendentales y los héroes—, de manera que esta se encogía estrictamente a ser «historia política» sin más, sin conexión con estratos más profundos de la vida social, como lo indica Romero:

“En los países latinoamericanos —tan distintos, por cierto, y tan difícilmente comprensibles como unidad más allá de ciertos límites— los estudios históricos se desarrollaron intensamente en la segunda mitad del siglo xix como consecuencia de causas encontradas y diversas. Sin duda los cultivaron y desarrollaron ciertas minorías cultas, de muy fina formación intelectual e impregnadas de pensamiento europeo. Pero sólo en parte fue una pura actitud científica la que las movió a dedicarse a la investigación histórica, como se advierte si se observa que ninguno de los miembros de esas minorías cultas sumió exclusivamente en ella. Tanto como la pasión del conocimiento, o acaso más, las movió cierta militancia política, tanto en sentido lato como en sentido estricto. Y de esa confluencia de motivaciones obtuvo el saber histórico cierta inobjetable gravitación.” (Romero 2001, 8)

Y aunque la historia no era una profesión considerada como «vocación», fue esta última el filtro de una actividad que ejercían aquellos instados a mantener o a contraponerse al poder político de quienes manejaban los «Estados naciones» en los diferentes territorios del continente. A contrapelo con la anterior observación, o en conjunción contrastante con ella, en la actualidad hay una vasta profusión de investigaciones que han hecho un esfuerzo por considerar desde lentes diversos «el pensamiento político de la Emancipación» y «los procesos de independencia latinoamericana». Con tal propósito y recurriendo a fuentes innovadoras y creativas, en estos estudios se han distinguido elementos o sucesos diferentes, las ideas y sus instituciones culturales, los lenguajes de las guerras, los caudillos y sus bases sociales —no solamente lo militar o lo político—, la estructura socioeconómica y las mentalidades, la estratificación social y su relación con la burocracia, los intelectuales y el conocimiento científico, la diplomacia y las relaciones internacionales, las políticas imperiales y el orden geopolítico mundial, el papel de la Iglesia y su relación con las revoluciones, las instituciones culturales y las prácticas sociales de la lectura, los grupos marginales y los movimientos sociales, etc.; en fin, ante la verticalidad que tiene a veces la «historiografía positivista» de los siglos xix y xx se han abierto nuevos canales de investigación.

Como se advierte, «la espesa niebla» con que se suele leer el pensamiento político de la Emancipación se ha ido disipando, de manera que ahora la investigación sobre las independencias se hace con una nueva actitud: las disciplinas sociales humanas latinoamericanas se han encaminado en un esfuerzo por dialogar con fuentes diversas, en la medida en que se trata de «redescubrir la historia», pero más decididamente han entrado en una conversación que exige el intercambio de la filosofía, la historia, la sociología, la economía, la ciencia política, entre otras, que han permitido una mayor claridad en contraste con la dominación casi autárquica de la historiografía positivista que dominó por largo tiempo. Es decir, en consonancia con la propuesta de Romero se ha ido consolidando un campo diversificado en el que se conjuga la historia social y cultural con la historia política y en el que se descubren tendencias que requieren, como se notará, una renovación de las tradiciones intelectuales latinoamericanas acumuladas ya en casi dos siglos.

La vida cotidiana, el pensamiento, los intercambios culturales, la opinión pública, los espacios urbanos, la lectura, la literatura, la filosofía, entre otros aspectos tan o más fascinantes que aquellos propios de la descripción llana de los hechos políticos, se han acentuado poco a poco en una bibliografía amplia, generosa y extensa. Si por un lado se siguen las huellas de los trabajos con que se ha ido «escribiendo en la actualidad», la historia del pensamiento político de la Emancipación y su relación con las independencias latinoamericanas en su unidad y extensión —esa pesada bruma de la construcción de las «nacionalidades latinoamericanas del siglo xix»—, y si por el otro se consideran los innumerables trabajos de investigación prestos a pensar nuestros procesos más que como parte sustancial de una parcialidad geográfica o territorial, se observa que estos han ganado espacio en el modo de concebir a «Latinoamérica» como una unidad, como un mundo (o Nuevo Mundo) conformado por una totalidad que puede ser estudiada en sentido pleno, completo, pese a las diferentes ópticas y a los medios analíticos que se empleen para ello. En ese sentido se pueden mencionar las obras de John Lynch (2001), Carlos Rama (1982), David Brading (1988), Françoise Xavier Guerra (1992), Clement Thiebaud (2003), Manuel Chust y José Antonio Serrano (2007), entre una multiplicidad de prestigiosos investigadores que se han movido en el péndulo de destacar y visibilizar aspectos sociales, económicos, políticos y culturales con decisión, aunque también a veces con cierto titubeo.

[2] Los dilemas en el «encuadre histórico» y las «corrientes de ideas» en la periodización de las independiencias latinoamericanas

La segunda advertencia de Romero sobre la oscilación metodológica con que plantea la lectura histórica de las independencias latinoamericanas es el «encuadre histórico», esto es, el marco histórico y de la periodización o de la percepción del tiempo histórico. ¿A qué suceso o sucesos se les debe otorgar el mérito de ser los primordiales en la génesis del proceso político de la Emancipación? Entre las dificultades o dilemas del estudio de las independencias latinoamericanas sobre los cuales reflexiona Romero está cuál periodización el historiador considera como la más oportuna o pertinente. En este sentido, una de las primeras barreras que enfrenta el investigador son las dicotomías: crisis o auge, decadencia o surgimiento son recurrentemente utilizadas para denominar el contexto o ciclo de los años que transcurren entre 1808 y 1824, aproximadamente.

La elección de uno o varios momentos históricos sobre los cuales poder situar la explosión política de la Independencia o, en concordancia con lo anterior, designar con destreza reflexiva o analítica el surgimiento de las ideas emancipatorias, constituye uno de los retos centrales según el examen de Romero. Saber situar los procesos que unen la emancipación en las ideas con el proceso de Independencia acorde con las realidades históricas es propio de la capacidad de reflexión, pero también de un agregado que tiene que ver con el conocimiento y con una capacidad de «síntesis», que para este propósito el autor llama el «encuadre histórico»2.

El manejo de esas dicotomías depende del despliegue reflexivo del historiador, de la manera en que vea cómo se desenvuelve la crisis o la decadencia del imperio español, cómo se da el auge o impulso de la naciente «conciencia nacional criolla independista», en qué medida ubicar en un plano las acciones y pensamientos individuales en su conexión, no solamente con el conjunto de la realidad histórica, sino además con la totalidad de la sociedad, pues el «historiador» tiende a individualizar, tratando de darle «trascendencia» a las acciones de los sujetos aislados de su «conexión vital» con la sociedad. De ahí que, siguiendo el trabajo de Norbert Elias, las «acciones individuales» que el historiador privilegia son apenas una parte del contexto, de manera que como lo señala con reiteración Romero, se debe ubicar el juego de las acciones en un «entorno amplio y de conjunto», es decir, en el «encuadre histórico».

En su amplio desarrollo, Romero no solo hace una reconstrucción de las obras filosóficas y políticas que fueron leídas, traducidas o comentadas entre las élites latinoamericanas, sino que también trata de reconstruir su recepción en un marco en el que se conectan las relaciones del juego de poder colonial mundial. Esto implica abordar la influencia geográfica y cultural entre Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal y España, potencias que tuvieron un efecto en el destino y en el carácter pragmático de las independencias latinoamericanas (Romero 2001, 54-55). Se trata entonces de un aspecto central para examinar las independencias que pregunta por las condiciones sociales e históricas propiamente «latinoamericanas», el ambiente en que esas obras fueron debatidas y a su vez utilizadas con intención política en la construcción de las formas del Estado nación y en la orientación de las formas de gobierno.

En ese sentido, algunos de los campos poco explorados son las intervenciones políticas de los imperios coloniales y, con ellas, las relaciones diplomáticas sobre las que se fueron fraguando los procesos de independencia en medio de acuerdos, ayudas económicas, empréstitos o negociaciones, los cuales brindaron apoyo a las guerras y definieron los hechos consumados de la emancipación política de Latinoamérica en sus diferentes regiones y localidades. Es importante decir que estos campos son a su vez una muestra del ambiente de conflictos o consensos internacionales a principios del siglo xix que se describen de manera parcial en los artículos compilados en Meditaciones colombianas (1972/1829), del cartagenero bolivariano Juan García del Río, cuya obra lamentablemente ha sido poco valorada y leída, no obstante que como alto diplomático y secretario de los gobiernos de San Martín, O’Higgins y Bolívar, constituye una de las fuentes primordiales de las ambivalencias o las disyuntivas de las independencias de nuestro continente.

El aspecto anterior abre un segundo punto de polémica o confrontación ya insinuado, a saber, la tensión entre acontecimientos externos e internos. La estimación de qué procesos históricos «ajenos a la realidad colonial americana» fueron preponderantes y decisivos en la emancipación latinoamericana, por un lado, y de cuáles sucesos propiamente americanos junto con los foráneos se pueden considerar como de mayor impacto en la emergencia del pensamiento político de la Emancipación y su vinculación con los procesos de independencia, por otro, constituye un campo inexcusable, inocultable e imprescindible de la investigación en esta materia3.

En este terreno se deben tener en cuenta las discusiones que Romero ha planteado con respecto a las relaciones entre coyuntura y estructura, entre corta y larga duración, ya muy elaboradas a lo largo de sus temas y problemas acerca de América Latina. El autor ha explicado y descrito claramente este asunto en sus libros, entre los cuales se destacan Sobre la biografía y la historia (1945), Situaciones e ideologías en América Latina (2001), ya señalados, y específicamente en su prólogo a Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1999), en los cuales pone de presente el «proceso de europeización y su repercusión en el continente americano» (Romero 2001, 4). En la historiografía tradicional ha habido una tendencia a explicar las «independencias» y «el pensamiento político de la emancipación» como un momento de mera ruptura, lo que no permite encarar con plasticidad o versatilidad procesos históricos más amplios sobre los cuales detectar las continuidades y los quiebres de las dinámicas históricas que las encauzaron o las influyeron: la Conquista, la Colonización y la crisis imperial española son algunos de los más destacables. Es de resaltar que, entre otras obras, este tema ha sido objeto de investigación del sociólogo argentino Sergio Bagú en Economía de la sociedad colonial. Ensayo de historia comparada de América Latina (1949) y por el chileno Mario Góngora en Historia de las ideas en América española y otros ensayos (2003).

Las independencias han de ser construidas analíticamente en este juego del tiempo histórico entre la corta y la larga duración de tal manera que ambos se puedan contemplar adecuadamente, lo cual permitiría revelar las huellas y las distancias dentro de una amplia gama de temporalidades históricas que se deben sopesar analíticamente: la Conquista, la Colonización, las políticas imperiales españolas, la invasión napoleónica de 1808, las Cortes de Cádiz, la restauración de Fernando VII y las guerras de independencias propiamente dichas. Sin duda estos asuntos han sido elaborados por muchos investigadores, pero es necesario enfatizar que ha sido el historiador británico John Lynch quien ha auscultado con generosidad esos dilemas de la «crisis y el auge» indistintamente en España y América; me refiero específicamente a sus obras —que cabe llamar emblemáticas sin recurrir a una hipérbole— Las revoluciones hispanoamericanas: 1808-1826 (1983), Hispanoamérica 1780-1880. Ensayos sobre el Estado y la sociedad (1987) y América Latina, entre colonia y nación (2001).

Con un enfoque distinto al de otras interpretaciones históricas sobre los orígenes del proceso de Emancipación en Hispanoamérica, en esas obras Lynch destaca por ejemplo la crisis española imperial a través de «las reformas borbónicas de Carlos III entre 1759 y 1788», y desde ese encuadre histórico concibe los orígenes del pensamiento político de la Emancipación y el «auge de la conciencia criolla americana» que emprendió la Independencia. Además, en su estudio propone examinar con cuidado la noción de crisis y explora con cautela y objetividad lo que ella significó en la dinámica de los procesos de Independencia. La invasión napoleónica de 1808 se ubica como punto primordial de los orígenes criollos de la nacionalidad latinoamericana y española, pues curiosamente ambas comienzan sus procesos de independencia en esos momentos con paradojas y disyuntivas inocultables, lo que constituye un escenario analítico que polemiza o rivaliza con otros momentos considerados cruciales de las independencias de nuestro continente.

Las evaluaciones históricas de la relación entre Conquista, Colonización e independencias como dispositivo histórico esencial en el surgimiento del pensamiento de la Emancipación han sido exploradas con holgura en obras que tratan de darles concordancia a las relaciones entre larga y corta duración. Entre estas vale la pena señalar —junto a la del ya mencionado Sergio Bagú— El mundo de las ideas y la revolución hispanoamericana de 1810, de Ricardo Levene (1956), y la compilación Problemas de la formación del Estado y la nación en Hispanoamérica (1984).

Más adelante en su exposición Romero se torna polémico cuando pregunta sobre las relaciones entre ideas y revolución en Hispanoamérica. ¿Qué tipo de revolución fue la hispanoamericana? ¿Existió una concordancia en el sistema de ideas y los procesos de revolución? ¿Hubo una coherencia y correlación entre las clases sociales y las ideologías de la Emancipación que ellas invocaron en Hispanoamérica, o la hubo entre la crisis del imperio colonial español y el nacimiento del sentimiento de inconformismo criollo americano, es decir, el surgimiento de su conciencia nacional? Es claro que hubo divergencias; sus ritmos fueron disímiles en las diversas áreas sociales y geográficas del continente, y las reacciones y respuestas que se emplearon estuvieron, según admite Romero, sustentadas en «contradicciones», en una tensión permanente entre ideas y decisiones políticas. Por ello, insiste, «el encuadre histórico» es problemático porque hay una oscilación en la comprensión analítica, en el contexto que se considera de mayor prestancia o en el marco que se asume con mayor susceptibilidad de interpretación; en sus palabras:

“¿Hasta dónde es válido pensar e interpretar el proceso de la Emancipación sólo como un aspecto de la crisis de transformación que sufre Europa desde el siglo xvii y en la que se articula la caída del imperio colonial español? Sin duda esa crisis de transformación constituye un encuadre insoslayable para la comprensión del fenómeno americano, y lo es más, ciertamente, si se trata de analizar las corrientes de ideas que puso en movimiento. Pero, precisamente porque será siempre imprescindible conducir el examen dentro de ese encuadre, resulta también necesario puntualizar —para que quede dicho y sirva de constante referencia— que el proceso de la Emancipación se desata en tierra americana a partir de situaciones locales, y desencadenan una dinámica propia que no se puede reducir a la que es propia de los procesos europeos contemporáneos”. (Romero 2001, 51)

De modo que es inadecuado, a la luz de Romero, comprender el proceso de la Emancipación latinoamericana exclusivamente con los moldes, los criterios, las imágenes y las interpretaciones de las revoluciones europeas, incluida la norteamericana. Se tiende a comparar las revoluciones europeas con las latinoamericanas por el mismo rasero, lo cual es inadecuado si se comprende «el proceso de mestizaje y de aculturación» que el mismo autor sustenta con detalle en su ensayo «Los puntos de vista: historia política e historia social» (Romero 2001, 10). Las independencias latinoamericanas plantean, según Romero, un grado de especificidad que es ineludible de considerar si se pretende reconstruirlas como proceso histórico con sus rasgos más singulares y contornos más definidos.

Lo que de nuevo abre el debate en la relación entre emancipación y revolución latinoamericana son dos presupuestos metodológicos que Romero juzga no solamente necesarios, sino decisorios del análisis del «pensamiento político de la Emancipación». Las ideas, tal y como él las asume, difieren sustancialmente del trato científico corriente que presuponen las ideologías, puesto que concibe las «ideas» en el sentido de «mentalidades», a las que le otorga un papel primordial del análisis histórico latinoamericano. Según su criterio, las «ideas» difieren del sentido que se les da usualmente a las «ideologías» porque las primeras se hallan en un plano diverso, en cuanto no son «contenidos» que se caractericen por ser solamente lógicos, o por ser sistemáticos, es decir, acabados doctrinariamente y concluidos en principios. Por el contrario, las ideologías en Latinoamérica son susceptibles de investigarse por cuanto ellas no tienen aún un nivel de teorización o de sistematicidad plena o exclusiva. Esta consideración de Romero respecto a las ideas e ideologías se encuentra en su prólogo a El desarrollo delas ideas en la sociedad argentina del siglo xx, citado en su ensayo «Situaciones e ideologías», en el cual además admite:

“No llamo ideas, solamente, a las expresiones sistemáticas de un pensamiento metódicamente ordenado sino también a aquellas que aún no han alcanzado una formulación rigurosa; y no sólo a las que emergen de una reflexión teórica sino también a las que se van constituyendo lentamente como una interpretación de la realidad y de sus posibles cambios. Estas otras ideas, las no rigurosas, suelen tener más influencia en la vida colectiva. En verdad, son expresiones de ciertas formas de mentalidad, y suponen una actividad frente a la realidad y un esquema de las formas que se quisiera que la realidad adoptara. Todo esto no suele ser engendrado en las mentes de las elites. Suele ser el fruto de un movimiento espontáneo de vastos grupos sociales que se enfrentan con una situación dada y piensan en ella como en su constrictiva circunstancia, sin perjuicio de que las elites sean quien provea la forma rigurosa, la expresión conceptual y, acaso, la divisa rotunda capaz de polarizar a las multitudes y enfrentar a amigos y enemigos”. (Romero 2001, 5)

A esta observación de Romero subyace el problema central del pensamiento político de la Emancipación, puesto que sus tesis sobre las «ideas» en Latinoamérica han de ser construidas con base en tres relaciones preponderantes y problemáticas: entre ideas y estratificación social en Latinoamérica; entre la recepción de ideas y su utilidad práctica o aplicación, y entre ideas y realidad social. Respecto a estas relaciones se debe decir que entre las clases o grupos sociales no necesariamente hubo concordancia o coherencia plena en las ideas que sea fácil de reconstruir en los moldes liberales, conservadores, progresistas o tradicionales.

Romero trata de superar tanto los mitos desde los cuales se han interpretado las independencias y el pensamiento político de la Emancipación, como aquellas versiones que ven el fenómeno desde el trasfondo unilateral y unánime de las revoluciones burguesas europeas, sin hurgar en sus contrastes ni en sus diferencias sociales, políticas o culturales, como tampoco en las respuestas o reacciones particulares y específicas que les dieron los grupos latinoamericanos a finales del siglo xviii y principios del xix.

Obviamente este es uno de los puntos polémicos de la discusión de las independencias y del pensamiento de la Emancipación latinoamericana, pues además de estar cargado de disentimiento, conlleva la confrontación analítica que exige sopesar o, mejor, asumir con equilibrio analítico ese encuadre histórico y el modo en que Romero encara «las corrientes de ideas». La postura que asume Romero demanda un amplio conocimiento de la historia europea —al menos en su ciclo de la «revolución burguesa»—, por supuesto de la historia española y naturalmente de la historia latinoamericana desde la Conquista hasta la Colonización, horizonte universal en que se movió con holgura el argentino. Así lo ratifican sus obras sobre Grecia y la Edad Media, pero especialmente La Revolución burguesa en el mundo feudal (1967), Crisis y orden en el mundo feudo burgués (1980), Estudio de la mentalidad burguesa (1987), y las ya mencionadas sobre Latinoamérica, en las que se conjugan Las ideas políticas en Argentina (1946) y Breve historia de la Argentina (1997), entre las más representativas que sirven de trasfondo para auscultar y descubrir el proceso ideológico del mestizaje y de la europeización en Latinoamérica.

Ahora bien, en su tercera advertencia Romero se refiere a las corrientes de ideas, plano desde el cual se insinúa un contexto de nueva discusión: la relación entre las ideas y la revolución misma. Las disimilitudes de las revoluciones europeas y latinoamericanas en este campo son dicientes, según las advertencias planteadas por el autor, quien de nuevo señala:

“Más aún: [el encuadre histórico] desencadena también unas corrientes de ideas estrictamente arraigadas a aquellas situaciones que, aunque vagamente y carentes de precisión conceptual, orientan el comportamiento social y político de las minorías dirigentes y de los nuevos sectores populares indicando los objetivos de la acción, el sentido de las decisiones y los caracteres de las respuestas ofrecidas a las antiguas y a las nuevas situaciones locales.” (Romero 2001, 52)

La anterior consideración desdice de la manera corriente con que se estiman las revoluciones de independencia latinoamericanas como obra y semejanza de las ideas de la Ilustración o de la Revolución Francesa con que se ha preferido encuadrarlas ideológicamente. En este punto crítico los ensayos de Lynch se aproximan una vez más a las aseveraciones de Romero: basta señalar los ensayos del historiador británico «Las raíces coloniales de la independencia latinoamericana» (2001, 117-169), «Las reformas borbónicas y la reacción hispanoamericana, 1765-1810» (1987, 7-43) y «Orígenes de la nacionalidad hispanoamericana» (1967, 9-47). Entre los más específicos se pueden citar «Los caudillos de la Independencia: enemigos y agentes del Estado-nación» (1987, 71-99), «El gendarme necesario: el caudillo como agente del orden social. 1820-1850» (1987, 101-128), «Simón Bolívar y Era de la revolución» (2001, 207246), «Bolívar y los caudillos» (2001, 247-290) y, sin duda, una de las mejores biografías del Libertador, Simón Bolívar (2006). En estos trabajos son claramente discernibles las especificidades de las corrientes de ideas, el pensamiento político de la Emancipación y los procesos de las independencias del continente.

El prólogo de Romero avanza dubitativamente y con cierta precaución en sus argumentos; alega una vez más con titubeo la existencia de un pensamiento político claramente definido de la Emancipación, frente a lo cual reitera:

“Pero es bien sabido que no siempre —o casi nunca— tuvieron auténtica y profunda vigencia real. Esa contradicción proviene, precisamente, de la inadecuación de los modelos extranjeros a las situaciones locales latinoamericanas y, sobre todo, de la existencia de otras ideas, imprecisas pero arraigadas, acerca de esas situaciones y de las respuestas que debía dárseles. Eran ideas espontáneas, elaboradas en la experiencia ya secular del mundo colonial en el que el mestizaje y la aculturación habían creado una nueva sociedad y una nueva y peculiar concepción de la vida. Lo más singular —y lo que más dificulta el análisis— es que esas ideas no eran absolutamente originales, sino transmutaciones diversas y reiteradas de las recibidas en Europa desde los comienzos de la colonización, de modo que pueden parecer las mismas y reducirse conceptualmente a ellas.

Pero la carga de experiencia vivida —irracional generalmente— con que se las transmutó introdujo en ellas unas variantes apenas perceptibles, y las mismas palabras empezaron en muchos casos a significar otras cosas.” (Romero 2001, 52)

El entramado histórico y las situaciones reales en que se encauzaban las ideas foráneas o adaptadas —más que su impostación— constituyeron en el pensamiento de la Emancipación una variedad de contradicciones que resultan casi que imposibles de diseccionar o separar a la hora de reconstruir las independencias latinoamericanas. Realidades sociales, experiencias, sentimientos, creencias o, si se prefiere, costumbres arraigadas matizaron los moldes ideológicos en que se recibieron las ideas de la Emancipación con las «respuestas o reacciones» propiamente americanas, en un juego de confrontaciones entre las formas institucionales y la realidad. De ahí que la percepción histórica de las independencias constituya una coyuntura compleja, difícil de descifrar, debido a las tensiones que se expresan en los escenarios que van de lo escrito a la acción, de las ideas a la revolución, de los pensamientos a las decisiones políticas, todo lo cual ofrece al historiador o al lector común la imagen de una vasta pero complicada serie de eventos plagados de contradicciones.

Luego de considerar las obras más representativas de la Ilustración liberal, Romero asevera sin ambigüedad:

“No es fácil establecer cuál era el grado de decisión que poseían los diversos sectores de las colonias hispanoamericanas para adoptar una política independentista. Desde el estallido de la Revolución Francesa aparecieron signos de que se empezó a pensar en ella, y cuando Miranda inició sus arduas gestiones ante el gobierno inglés se aseguraba que vastos grupos criollos estaban dispuestos a la acción. Pero era un sentimiento tenue, que sin duda arraigaba en los grupos criollos de las burguesías urbanas sin que pueda saberse, en cambio, el grado de resonancia que tenían otros sectores. El sentimiento prohispánico estaba unido al sentimiento católico, y los avances que había logrado la influencia inglesa, promovidos por grupos mercantiles interesados en un franco ingreso al mercado mundial, estaban contenidos por la oposición de los grupos tradicionalistas que veían en los ingleses no sólo a los seculares enemigos de España sino también a los herejes reformistas. Fue esa mezcla de sentimientos la que galvanizó la resistencia de Buenos Aires cuando dos veces hizo fracasar otros tantos intentos ingleses de invasión en 1806 y 1807.” (Romero 2001, 54-55)

Esta ambigüedad en las actitudes y esta mezcla de sentimientos del pensamiento de la Emancipación, esos giros contradictorios entre el tradicionalismo o la independencia, o ambas incluso unidas, solo pueden ser descifrables en la medida en que se logren captar las contrastantes actitudes políticas en los diversos momentos y sucesos en que se conjugaron las posiciones de los criollos frente a las variantes externas que las suscitaban. Era expresión de un vaivén en el juego de relaciones de poder y de alianzas, en el que el entramado de consensos o disensos, externos o internos, dan muestra, por ejemplo, de la oscilación o la ambigüedad de las independencias expuesta en los manifiestos, cartas, panfletos y los múltiples escritos de los «orígenes del pensamiento de la Emancipación latinoamericana». Basándose en estos aspectos Romero reconstruye y proyecta su imagen hispanoamericana del proceso de Emancipación e Independencia, como se presenta en los siguientes apartados.

[3] Corrientes de ideas y proceso político de Emancipación en las independencias latinoamericanas desde la óptica de Ia Historia de Romero

En la reconstrucción que hace Romero del «pensamiento político de la Emancipación» se establecen nexos concretos entre el tiempo histórico y el pensamiento. Con sutileza, el autor marca los momentos en los cuales aflora y fluye el pensamiento político de las independencias, en un marco de debates, polémicas, incertidumbres y altibajos tanto en las concepciones políticas como en los modelos constitucionales recurridos y formalmente aplicados (Romero 1985, 11). En esta perspectiva se vale no de la colocación a ultranza de fechas emblemáticas u obras destacadas y primordiales, sino más bien del conjunto histórico en el que se encuadran los momentos coyunturales. En el marco de esos dos referentes explica la manera sintética como va surgiendo un «pensamiento político de la Emancipación» en los «criollos americanos» (Lynch 1976), al que le traza al menos cuatro etapas con ritmos y con planteamientos o contenidos diferenciables y paradójicos.

La primera etapa que define tiene lugar entre la Revolución inglesa y las reformas borbónicas de Carlos III (1759-1788) (Lynch 1987), y en ella se emprende una discusión con las formas políticas del poder monárquico absolutista y se da el auge de las teorías contra el tiranicidio, a partir de las cuales se incrementa la tendencia a la monarquía constitucional o al parlamentarismo. Para sustentarlo, el autor comenta significativamente cómo fue el exilio y las gestiones diplomáticas en Inglaterra de importantes proceres, cómo, en la experiencia vital ajena a Latinoamérica, se fue allanando el camino de la Emancipación. Añade además que Londres fue la cuna de las ideas políticas iniciales —«aunque prematuras»— de las independencias, la ciudad en la que se acotaron para los viajeros y exiliados americanos los incipientes sentimientos de «inconformismo» y de injusticia al contrastar lo que era Inglaterra frente a la «opresiva y explotadora España» a mediados y finales del siglo xviii (Romero 1985, 12-13).

Los intelectuales políticos de las independencias latinoamericanas se fueron aproximando a la lectura y discusión de diversas obras políticas, entre las cuales se deben señalar primordialmente Two treatises of Government (1690), de John Locke; The Leviathan (1651), de Thomas Hobbes; Lettres sur les Anglais (1721), de Voltaire; De TEsprit des Lois (1748), de Montesquieu, y Discours sur l’origine de l’inégalité parmi les hommes (1748), de J. J. Rousseau. En la lectura de estos escritos prima el interés por acercarse al conocimiento de las teorías políticas de la modernidad y por asirse con audacia a un pensamiento en el que pudieran sustentar o justificar sus «observaciones críticas a los vejámenes ejercidos contra los americanos por la Corona española de la era borbónica» (Romero 1985, 11-12). La primera actitud de la Emancipación en ese encuadre histórico no era «la libertad» necesariamente, sino una búsqueda que permitiera mostrar en una doble faz el despotismo, la explotación, la desigualdad, la tiranía y el absolutismo de la Corona española de finales del siglo xviii, y construir la oposición contra España, si bien algunas veces con ambivalencia, no absoluta ni radicalmente, porque ante todo se pretendía exponer los argumentos necesarios para evidenciar la insubordinación y la insurrección ante «el nuevo colonialismo imperial de las reformas borbónicas» (Lynch 1987,12-13).

La ratificación histórica de lo anterior se halla en la figura de Juan Pablo Viscardo, quien tras el exilio involuntario debido a la expulsión de los jesuítas en 1767 por Carlos III, después de una vida agitada y novelesca, se instala en Inglaterra subvencionado por la Corona inglesa y allí escribe la famosa carta-panfleto titulada Carta dirigida a los españoles americanos (1792) (Batllori 1953), que fue recogida por Francisco Miranda en Londres, se tradujo al español en 1801 y constituyó el primer manifiesto agudo en contra de la España borbónica. Cabe agregar que este documento suscitará otras reflexiones políticas en Latinoamérica en insignes personajes de las independencias, entre los cuales se puede señalar a Andrés Bello y Simón Bolívar (o Mariano Moreno) preferentemente, así como en muchos otros. En ese texto se alude al problema de los «derechos naturales» y del pacto de fidelidad roto por la Corona española con las «reformas borbónicas», lo que dio pie y justificación a la rebeldía y a la emancipación (Góngora 2003, 5). A su vez, Viscardo cita a Montesquieu para oponer dos Españas: la de la Conquista, a la que admira (parcialmente), y la España de las reformas, repudiable, odiosa, resentida y opresora de los americanos, de modo que en un aparte aduce:

“Todo lo que hemos prodigado a la España ha sido pues usurpado sobre nosotros y nuestros hijos; siendo tanta nuestra simpleza que nos hemos dejado encadenar con unos hierros, que si no rompemos a tiempo, no nos queda otro recurso que el de soportar pacientemente esta ignominiosa esclavitud. Si como es triste nuestra condición actual fuese irremediable, sería un acto de compasión el ocultarla a vuestros ojos; pero teniendo en nuestro poder su más seguro remedio, descubramos este horroroso cuadro para considerarle a la luz de la verdad. Ésta nos enseña que toda ley que se opone al bien universal de aquellos para quienes está hecha es un acto de tiranía, y que el exigir su observancia es forzar a la esclavitud; que una ley que se dirigiese a destruir directamente las bases de la prosperidad de un pueblo sería una monstruosidad superior a toda expresión.” (Viscardo 2004, 74-75)

En esa primera etapa la tensión política entre monarquismo absoluto y parlamentarismo —exigencia de los «derechos naturales» universales en contra de la opresión, explotación y absolutismo hispánico— se nutre de las ideas de igualdad, libertad de comercio, justicia y autonomía de los «criollos americanos» en su territorio y geografía. Así mismo, de la demanda por la participación en la administración pública y el Estado, como se revelará también en las Cartas de un americano (1810-1811), de Fray Servando Teresa de Mier, en polémica con José María Blanco White, el «español heterodoxo», donde defiende la «independencia absoluta» enmarcada en una noción jurídica y política del modelo «de monarquía limitada» o «monarquía constitucional» (Romero 1985, 19). Aunque esas ideas iniciales de la Emancipación no fueron asumidas como «ideas radicales», sí se irían constituyendo tenue y lentamente en los proceres de la Independencia hasta conformar una conciencia «nacional», que no estará del todo delimitada ni construida, sino que más bien será indeterminada hasta entrar en la segunda etapa.

En el segundo «encuadre histórico» Romero visualiza una nueva etapa en la que «la idea de emancipación e independencia» se perfila con contornos más definidos, pero poco nítidos para los latinoamericanos, ya que su marco se establece entre la invasión de Napoleón Bonaparte a España en 1808 —y con ella las abdicaciones de Bayona de Carlos IV y Fernando VII— y la constitución de las Cortes de Cádiz entre 1810 y 1812. En ese lapso hay que incluir otro «encuadre histórico» fundamental: la importancia que tendrá indudablemente la Revolución de Francia de 1789 en los dilemas del pensamiento político de la Emancipación (Romero 1985, 18-21).

En este momento, indica Romero, hay una conexión fuerte entre libertad e igualdad. Sin embargo, esas ideas ya no se encuentran ancladas con exclusividad en territorio inglés: se trasladan, a España, por cuanto es allí donde se intensifica el problema de la representación y la participación política de los americanos debido al vacío de poder y de soberanía. Este hecho motiva o enmarca, por un lado, la polémica sobre la situación de las «colonias americanas» y, por el otro, los dilemas jurídicos y políticos referidos a si era menester «defender al Rey cautivo del invasor opresivo representado en Napoleón» (Lovett 1975) o por el contrario caminar a tientas, en medio de una incertidumbre, y alentar la insubordinación de los «criollos americanos» contra España decretando las «independencias no relativas sino absolutas» (Anna 1986).

Romero asevera que en este «encuadre histórico» se pasa por algunos filtros, en especial el de las traducciones y el de las influencias de la Ilustración —que eran más fuertes para los americanos—, especialmente las ideas de la ilustración española de Gaspar Melchor de Jovellanos (sin desdeñar la tradición escolástica de Marina y Suárez). Estas últimas resultan más decisivas que las ideas propiamente francesas, ya que las españolas generaron el titubeo entre ilustración y religiosidad, entre liberalismo o conservadurismo, lo cual fue tan diciente como expresivo en las incertidumbres políticas de los criollos americanos, como se puede encontrar en Juan Pablo Viscardo, Teresa de Mier, Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo, Rodríguez de Quiroga, entre otros. Esos dilemas de los primeros escritos de la Emancipación son notorios por la encrucijada en la que se inscriben —entre «Napoleón, el odiado invasor, y Fernando VII, el Rey deseado»—, que se irá resolviendo y desvaneciendo a medida que se precipitan los acontecimientos, en especial los relacionados con el problema de la representación de los americanos en las Cortes de Cádiz.

En ese contexto del «encuadre histórico», entre 1808 y 1810, el autor menciona que

“hubo, en 1809, casi en los extremos del mundo colonial, dos documentos valiosísimos que revelaron en qué peligrosa medida crecían tanto la lucidez como el resentimiento. Fueron el Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres y la Representación de los hacendados del rioplatense Mariano Moreno. Agudos y precisos, ambos documentos puntualizaban en el momento en que se derrumbaba la autoridad peninsular, los derechos que los criollos creían tener y las soluciones que les parecían imperiosas. Solo veladamente se insinuaba en ellos ese rencor que explotaría con las primeras jornadas revolucionarias, tanto en las ciudades altoperuanas como en las inflamadas imprecaciones contra los «gachupines» de Miguel Hidalgo y de José María Morelos en México.” (Romero 1985, 21)

Contando aún con la incertidumbre de un proceso político peculiar e inédito, los años que transcurren entre la invasión a España por Napoleón y la restauración del rey deseado en 1814 —y con ella la reconquista de Morillo y la enconada suerte de contiendas por el poder en Hispanoamérica— parecen transmitir la imagen de una bruma que, al calor de las batallas, apenas puede ser despejada con el pensamiento claro y distinto que se obtiene a través de sobresaltos. Como se suele referir, las independencias latinoamericanas, y con ellas su pensamiento político, se han mirado en el más llano de los aspectos históricos como unilateral y uniforme, sin apreciar los contrastantes manifiestos que se expresaron en esa coyuntura. La perspectiva de Romero se debe a su postura crítica frente a la linealidad histórica, a la unilateralidad del tiempo histórico de «raigambre iluminista» (Romero 1986, 9) en la que se ha concebido indefectiblemente la historia en una proyección hacia adelante, sin detectar lo que Ernst Bloch llamó «la simultaneidad de lo no simultáneo» (Bloch 2004), es decir, la discontinuidad, los destiempos y, con ellos, los complejos procesos de mestizaje que evidenciará hasta la actualidad la construcción de las naciones y las nacionalidades en Latinoamérica en sus dilemas y disyuntivas.

En esta segunda etapa de incertidumbre política se despliegan dos nuevos conceptos de discusión: la soberanía y la legitimidad. En el marco de las Cortes de Cádiz el problema de la representación criolla propiciará un sentimiento más cercano al de revolución, en tanto se conjugan los anhelos de justicia descritos en el primer «encuadre histórico», pero ya condimentados con la idea de libertad. Hidalgo, Morelos, Artigas, Vidaurre hacían visible «el nuevo despotismo español» de los «liberales españoles» en las Cortes de Cádiz, al tiempo que se trataban temas de mayor agitación y de una intensa pugnacidad, como los indios y la tierra, de ahí que como lo indica una vez más Romero:

Los más audaces creyeron que había llegado la ocasión definitiva y pusieron al descubierto el designio emancipador. Lo que ya parecía insinuarse en la Proclama de José Artigas en abril de 1811, quedó consagrado en julio en el Acta de Independencia de Venezuela. Dos años después declaró su efímera independencia México en el Congreso de Anáhuac y quedó inscripta en el acta de Chipalcingo bajo la inspiración de José María Morelos. Pero aun allí donde los gobiernos se mostraban tímidos sonaba la voz de los más radicales: la de Camilo Henríquez en Chile, la de Bernardo de Monteagudo en Buenos Aires, la de José Artigas ya inequívoco en Montevideo, en son de desafío contra Buenos Aires. (Romero 1985, 22-23)

Por supuesto, no era uniforme esa postura, en la que se batieron las élites hispanoamericanas, algunos de sus miembros refugiados en la independencia realizada a través de la defensa y restauración de Fernando VII o en la atrevida pero audaz propuesta de una «guerra por la liberación de los americanos ante las dos columnas de la explotación imperial colonial, Francia y España, naturalmente». El terror y con él el jacobinismo se filtraban entre quienes, al calor de las ideas de Rousseau, del igualitarismo y el libertarismo, asumieron con cautela esas ideas revolucionarias, pero las enseñanzas históricas se dispusieron como diques por la temeridad al extremismo o a la violencia popular desenfrenada. Apareció entonces el mito «antijacobino», que constituía un antídoto a toda conexión entre lo popular y la violencia, al tiempo que espantaba tanto al más entusiasta como al más osado de los criollos inconformistas. Por eso la soberanía conculcada y socavada por el invasor podía mantenerse provisoriamente mediante juntas locales de sabor popular, mientras llegado el momento se trasladara a su inmediato dueño, el cautivo Fernando VII. De ahí que con «la máscara de Fernando» se incitaron no pocas revoluciones en Hispanoamérica, en la medida en que a la cautela se sumaba el problema del bandolerismo, la criminalidad, el caudillismo y con ellos los azotes de las disputas regionales por el poder y el Estado. En una mixtura entre tradicionalismos y modernidad en las ideas, la contradictoria síntesis histórica del pensamiento político de la Emancipación no fue «del todo liberal» como no fue «del todo tradicionalista», ya que en su segundo «encuadre histórico» se apeló a ambos, en una yuxtaposición de lo «viejo tradicional jurídico» con las «nuevas ideas de libertad y revolución» que tuvo lugar en la conjunción sin vergüenza de modelos aparentemente contraproducentes. El «constitucionalismo histórico» de Jovellanos y la postura ecléctica de Teresa de Mier reveló hasta el fondo esta tensión contradictoria.

Con la mención del documento de Simón Bolívar, Decreto de guerra a muerte de 1813, escrito con la decepción ocurrida en el traspié de la primera «República de Venezuela» de 1812, se inicia el tercer «encuadre histórico» de Romero. Desde el Manifiesto de Cartagena escrito por Bolívar en 1812, en el que escudriña con agudeza las falencias, los desatinos, los errores e incluso los candores asumidos por la primera «República» venezolana, se desata una de las etapas más vivaces, polémicas y contradictorias del proceso político de la Emancipación, vale decir, las tensiones entre «federalismo» o «centralismo». Romero considera que solo hasta este momento, pese a las ambigüedades y las indecisiones, madura el pensamiento político de la Emancipación (Romero 1985, 24). Ya en auge, se intensifica una contienda ideológica particular (Lynch 2001, 71-128) tras la restauración de Fernando VII en 1814, en la reconquista española que él mismo desata con Morillo y en la diversidad de confrontaciones ocurridas entre los caudillos que emergieron en el transcurso de las «guerras de independencias».

La traducción de Mariano Moreno del Contrato social de Rousseau, la vinculación de muchas de las ideas del ginebrino en las cartas constitucionales de Latinoamérica, la anterior traducción en 1794 de Antonio Nariño de los Derechos del hombre y el ciudadano de 1789, así como su utilización en muchos de los escritos de los primeros manifiestos políticos y cartas constitucionales (König 1994) delataban la circunstancia en la que «los modelos de las ideas político jurídicas foráneas» se fueron ajustando a la dinámica de la realidad política latinoamericana que las requería. Esta circunstancia no desdeñaba las tradiciones inveteradas, las costumbres políticas coloniales ni la herencia en las prácticas sociales de la mentalidad hispánica, es decir, la apelación a esas ideas no derribaba el muro en que se amparaba todavía la sociedad que «salía» del dominio hispánico colonial —con su sociedad medio encastillada en su estructura estamentaria en crisis—, pero convivía con sus pesados y todavía resistentes y tercos prejuicios culturales, de ahí que el requerimiento de esas ideas modernas, novedosas o innovadoras debía instalarse en los moldes de una sociedad anclada aún en las costumbres y las prácticas del mundo hispano colonial. De este modo:

“El constitucionalismo fue casi una obsesión desde el primer momento. Sin que se pudieran establecer principios válidos de representatividad, se convocaron por todas partes congresos que debían asumir la soberanía de la nueva nación y sancionar la carta constitucional que, de arriba a abajo, moldearía la nueva sociedad. Los principios parecían sólidos, indiscutibles, universales. Pocas opiniones —ninguna— los objetaban. Sólo los contradecía la realidad social y económica, que desbordaba los marcos doctrinarios con sus exigencias concretas, originales y conflictivas.” (Romero 1985, 27)

Normas y realidad, formalismo jurídico y estrategia o realismo político se sumaron a una variedad de tensiones contradictorias en la que la construcción de la nación, y con ella de la identidad nacional, debía pasar por el filtro de los hombres, con sus pasiones y sentimientos, a través de sus formas de gobierno. De la construcción de la nación latinoamericana y frente a sus formas de gobierno, así como de la exigencia jurídica política al mundo práctico y estratégico de lo político, sobrevino una andanada de exigencias y discordancias que visibilizaron no solamente las complejas relaciones entre las ideas y la realidad, sino también entre las regiones y la nación, entre la unidad y la diversidad, las cuales pronto conformaron un escenario de nuevas disputas con el molde de viejas herencias: la capital frente a la región, los centros coloniales y las regiones apartadas. Por tal razón, en el Manifiesto de Cartagena ya se hacen claros los orígenes de las confrontaciones entre federalismo y centralismo, como también se evidencian en el espléndido trabajo del cartagenero bolivariano Juan García del Río en su obra Meditaciones colombianas (1972/1829). En estos y otros trabajos que Romero añade en su análisis se aprecian esas disputas ideológicas:

“En términos doctrinarios, centralismo o federalismo fueron dos posiciones políticas antitéticas. El modelo político norteamericano sirvió de apoyo a los federalistas, cuyos argumentos esgrimieron sus partidarios en el congreso venezolano de 1811. Circuló en Venezuela la obra de Manuel García de Sena titulada La Independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine Treinta años ha, publicada en Filadelfia en 1811, en la que el autor ofrecía la traducción de fragmentos de Paine y, además, la de los textos constitucionales norteamericanos: la Declaración de la Independencia, los Artículos de Confederación y perpetua unión, la Constitución de los Estados Unidos y las constituciones de varios estados de la Unión. La obra ejerció una enorme influencia y estuvo presente en las mentes de los congresistas que dictaron la Constitución de 1811. En Chile, ese mismo año, difundía los mismos principios Camilo Henríquez en un célebre artículo, Ejemplo memorable, publicado en La Aurora de Chile. En Paraguay los hacía valer el doctor Francia contra Buenos Aires. En Uruguay, el más decidido defensor de los principios federalistas, Artigas, se valía también de la obra de García de Sena para sostener su posición también contra Buenos Aires. En Nueva Granada los sostuvo Camilo Torres, siempre apoyado en el ejemplo norteamericano. Todos hacían alarde de abundante doctrina histórica, jurídica y política.” (Romero 1985, 29)

Con la rauda y áspera experiencia venezolana, en 1812 Bolívar sacaba sus propias conclusiones en el ya mencionado Manifiesto de Cartagena. Allí dilucidaba que la dispersión del poder político, el caudillismo emergente y la impracticabilidad jurídica del Congreso y los legistas se unieron a las calamidades y desastres que ocurrieron en Venezuela con el conocido terremoto de 1812, de manera que el federalismo, más que un sistema o una forma de gobierno, era un debilitamiento en la estrategia política para derrotar a la España imperial y a los enemigos de la revolución desde dentro. Ponía de este modo a flote lo que la historia oficial y tradicional ha considerado «la patria boba». Nación y región, federalismo o centralismo fueron tensiones jurídicas y políticas que se extendieron a lo largo del siglo xix y se matizaron primero con las guerras civiles que azotaron a las nacientes naciones latinoamericanas y luego se canalizaron en los diversos focos de las violencias en el siglo xx, y específicamente en Colombia en el siglo xx.

Los textos que expresaron esas contiendas en los modelos jurídico-políticos que rodeaban el proceso de emancipación independentista, sus frustraciones iniciales, sus fracasos pero ante todo las disputas entre el federalismo y el centralismo se pueden señalar específicamente: la Carta de Jamaica de Bolívar de 1815, el Ensayo de Camilo Henríquez de 1815 y el citado Manifiesto de Cartagena de 1812, en el que Bolívar considera con perspicacia y agudeza el mal de las repúblicas independizadas del yugo español:

“Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados.” (Bolívar 1985/1976, 9)

Al periodo de las «experiencias frustrantes» de las «patrias bobas» le siguió entonces, a la luz de la reconstrucción de Romero, el que denomina «el realismo político» (Romero 1985, 31). Ante un nuevo estado de incertidumbre, la restauración de Fernando VII y la reconquista que iba ya triunfando con Morillo a la cabeza fueron imponiendo el ciclo de las estrategias militares y de los caudillos de las independencias —no caudillos emergentes (Lynch 2001, 247-290)— con un agregado entre lo político y militar filtrado por la «Santa Alianza» en Europa y un posible apoyo europeo a la «restaurada monarquía de Fernando VII» (Romero 1985, 31). Bajo este haz de nuevos eventos se cierra el ciclo de las aspiraciones ideológicas democráticas revolucionarias, pero se abre una nueva transición política: el de los «republicanismos» (Romero 1985, 31). Bolívar, San Martín, O’Higgins, Belgrano, entre muchos otros comprometidos con las causas para definir militarmente las «independencias», vacilan en acogerse a la propuesta republicana o la monárquica; en un debate sobre el «orden social y virtudes ciudadanas» constituyeron los referentes de los nuevos moldes jurídicos y políticos de las independencias latinoamericanas.

Un fuerte sentimiento antihispánico, un rechazo a las contiendas y guerras civiles, una ofuscación con los líderes caudillistas regionales, así como la convicción de que tras la máscara de Fernando VII, su restauración en 1814 y los años subsiguientes se expresaría un despotismo absolutista más severo, constituyeron el círculo vicioso en el que se caldeó el ambiente de las ideas políticas que manifestaron los dirigentes del proceso de Emancipación. Desde luego en dicho proceso hay que incluir a Bolívar, pese a que su imagen perpetua de caudillo militar autoritario acentuada por sus enemigos ha opacado su republicanismo —¿revolucionario y conservador?—4. Esta etapa de propuesta republicana se debía a la necesidad del «orden civil y social» y a la exigencia de virtudes «ciudadanas», de modo que se pudieran aclimatar los odios, las pasiones y los resentimientos acumulados tras años de disputas y de confrontaciones escritas y armadas. Por lo tanto, el sentimiento de nación se tradujo en Patria, para lo cual se fundaron las bases constitutivas de lo que se llamó la «identidad nacional» o el «sentimiento nacional» (Romero 1985, 32).

Patria chica, patria grande, patria en fin, le darán los contornos a una construcción entre nación y región, nación y razas que será problemática y un aliciente para pensar la identidad de los pueblos latinoamericanos. Como última referencia, admite Romero que detrás de la idea de nación-patria surgirá dentro de los abismos y de las opacas pero visibles consideraciones reflexivas del pensamiento de la Emancipación la idea de «América como Utopía», o «la Utopía de América» (Henríquez Ureña), tierra de la humanidad, de la esperanza, el progreso y la paz, que ya está descrita y demandada en Viscardo, Teresa de Mier, Bolívar, Bello, Sarmiento, Martí y que recorre con los años el pensamiento latinoamericano del siglo xx: Alfonso Reyes, Justo Sierra, Manuel González Prada, Mariano Picón Salas, Pedro Henríquez Ureña, Ángel Rama, Sergio Bagú, por mencionar a los principales. En sus obras y en sus ideas, en ellos se ha volcado esa idea de independencia que ya no es solamente política sino también cultural.

[4] A modo de conclusiones: Ios dilemas de las independencias latinoamericanas y sus panoramas y perspectivas en el siglo xx

No es posible reconstruir el trayecto de las independencias latinoamericanas a la luz de las advertencias de Romero como una unidad si no se atiende a sus quiebres, a sus dobleces o fracturas. Leer por ello las independencias desde la unilateralidad y la uniformidad de los criterios ideológicos frecuentes no permite su adecuada aprehensión, tanto en su riqueza como en su plasticidad. Por lo tanto, es necesario percibir con audacia los ritmos, los momentos, los cambios y las constantes en los que se fue fraguando el pensamiento de la Emancipación, por lo que Romero, una vez más con la cautela que caracteriza el prólogo, reitera:

“El pensamiento escrito de los hombres de la Emancipación, el pensamiento formal, podría decirse, que inspiró a los precursores y a quienes dirigieron tanto el desarrollo de la primera etapa del movimiento —el del tiempo de las «patrias bobas»— como el de la segunda, más dramática, iniciado con la «guerra a muerte», fijó la forma de la nueva realidad americana. Pero nada más que la forma. El contenido lo fijó la realidad misma, la nueva realidad que se empezó a constituir al día siguiente del colapso de la autoridad colonial. Entonces empezó la contradicción, cuya expresión fueron las guerras civiles, los vagos movimientos sociales, las controversias constitucionales, las luchas de poder, siempre movidas por el juego indisoluble entre las ambiciones de grupos o personas y las encontradas concepciones sobre las finalidades de la acción y las formas de alcanzarlas.” (Romero 2001, 53)

Romero muestra con insistencia que el pensamiento político de la Emancipación, pese a su apegado carácter localista, se ubicaba en un contorno en el cual se expresaban múltiples tensiones. En la primera tensión, la del juego geopolítico mundial de las potencias imperiales del siglo xviii, se insertaban la política y las decisiones de los imperios coloniales, las ideologías progresistas o tradicionalistas al uso y la posición de las élites y masas criollas americanas; en la segunda tensión visible, la de las variables y contradictorias conexiones entre ideas y acciones de los sectores criollos americanos frente a la crisis del imperio colonial hispánico, se produce un entramado al que John Lynch llama con claridad «la consciencia nacional criolla americana», producto de un resentimiento socio-racial acumulado desde las reformas borbónicas hasta la invasión napoleónica (Lynch 1976, 9-47).

Diversas son las disyuntivas que Romero ofrece a lo largo del prólogo al pensamiento político de la Emancipación en América Latina, como se ha podido resaltar. Destacaré otras complementarias de un abanico de opciones y alternativas en su reconstrucción metodológica y analítica para compendiar sus reflexiones, sus análisis y sus polémicas observaciones. Los momentos circunstanciales que engranan el desarrollo del pensamiento político de la emancipación latinoamericana, así como los picos y los bajos de los intermitentes procesos de las independencias, se mueven en un vaivén que va de la actitud temerosa a la audacia, de la cautela al radicalismo según los acontecimientos que las generan. En este desarrollo el autor destaca un primer momento: la mirada a Inglaterra y el exilio de muchos en Londres como centro urbano que acogía a no pocos de los «ilustres proceres»; en contraste, en este periodo germinó una primera noción independentista en el debate entre «el modelo de monarquía absoluta frente al modelo de monarquía parlamentaria», que suscitó el interés por la crítica al poder absoluto y el parlamentarismo.

A renglón seguido hace un balance de la contradictoria recepción de la Ilustración y la Revolución Francesa en los albores de las guerras de independencia, a la cual destina un examen discordante si se tiene en cuenta que se trata de una de las corrientes consideradas como principales de la Emancipación. Romero aduce que ellas dos no se desplegaron de manera directa e inmediata en nuestro suelo americano, sino a través de filtros, entre los que resalta «la comunicación marítima, las traducciones, la censura de la Iglesia y el monopolio de las bibliotecas privadas», y que fueron acogidas de manera parcial, algunas veces con temeridad jacobina, otras con el antídoto tradicionalista mediado por las influencias del liberalismo hispánico:

“Cuando empezó la ola revolucionaria de 1809, los hechos empezaron a confrontarse con las ideas preconcebidas […]. Eran problemas sociales y políticos, suscitados en la entraña de la realidad, llenos de matices locales y de peligrosas incógnitas De pronto se vio que crecía en muchas mentes el designio emancipador. Lo que pocos años antes parecía impensable, fue pensado pronto por muchos con un apasionado fervor. Pero ¿cómo realizar ese designio? Las respuestas variaron entre el temor y la audacia, entre la prudencia y la ingenuidad. Unos creyeron que era necesario marchar con tiento sin precipitar las decisiones. A la etapa de las ideologías siguió la preocupación por las estrategias.” (Romero 2001, 68-69)

Entre la disyuntiva del pensamiento frente a la estrategia de la guerra, o entre los principios formales jurídicos y las luchas por el poder en lo local y lo nacional —deduce Romero—, es comprensible esa contradicción que como lastre ha signado la construcción del Estado y la nación latinoamericanas en el siglo xix y xx, esto es, la connivencia, casi la necesidad del orden y la violencia, de la ley y la fuerza, de la institucionalidad y la guerra a un mismo tiempo. Con esto, y lo repite Romero, se fue demarcando la personalidad política de nuestro continente, en la que fenómenos políticos en apariencia contradictorios, pese a su contenido ideológico diferencial, se conjugaron como respuestas inmediatas a las encrucijadas de las élites en los inicios de las repúblicas independientes. Frente al constitucionalismo de las primeras repúblicas independientes se fue configurando un pensamiento político práctico, que Romero denomina el realismo político, del que son muestras palpables las actitudes de Bolívar señaladas por Lynch cuando revisa el tránsito de Bolívar desde el Manifiesto de Cartagena de 1812, pasando por el «Decreto de guerra a muerte» en 1813 hasta la Carta de Jamaica de 1815, una jacobinismo que pasa por el rasero y filtro de un acendrado republicanismo no solo atemperado sino necesariamente restrictivo (Lynch 2001, 207-246).

Esta etapa, entre la claridad y la confusión, desataría de otro modo la disyuntiva entre el pensamiento y la acción política, uno entre muchos de los dilemas de las independencias que se traduce en las tensiones entre nación y región, de las cuales saldrán los fenómenos políticos del caudillismo, tal y como lo describe con holgura Lynch en sus ensayos acerca de los «Caudillismos latinoamericanos de las independencias» (2001). Pero esta disyuntiva se aprecia con mayor nitidez en los conflictos que tienen lugar en el marco de las «patrias bobas» entre el federalismo y el centralismo, descrito con agudeza por Juan García del Río en su obra Meditaciones colombianas (1972/1829).

El debate atizado por las luchas de poder, entre los centros urbanos excoloniales y las provincias, se presentó en medio de las batallas por la independencia, aún marcadas por el signo de la guerra contra la Corona española, o incluso en medio de la era triunfalista de la Emancipación. Vacilación o inexperiencia, después de las «patrias bobas» y en medio de la contradictoria realidad política anárquica cruzada por «guerras civiles», pero alimentada por la «restauración de Fernando VII» en 1814, dice Romero, surge un sentimiento radicalmente antiespañol, que en últimas «escurría» el argumento utilizado años atrás de la «máscara de Fernando VII», la que en defensa del «monarca cautivo» y la opresión del pueblo español e hispanoamericano por la invasión del pérfido anticatólico y herético Napoleón movilizó la pasión «criolla americana». De lo que en ese momento se trataba era «combatir a ese mismo rey restaurado» (Romero 2001, 82). Los orígenes de la nación, vaga o abstracta, comenta Romero, unida más a la noción de «patria», acentuarían un ciclo en la Emancipación cuyos contenidos dan cuenta de esa nueva temporalidad, la restauración de Fernando VII y la reconquista de Morillo.

Amanece sin ser cercenada por la realidad la idea de «Patria grande», la utopía de América, que era ya rastreable durante décadas sin que se perdiera la especificidad de la «nacionalidad» en cada una de las regiones de América. De este modo va concluyendo Romero su presentación:

“Tanto la voluntad de independencia como el sentimiento de la nacionalidad crecieron y se tonificaron tras la crisis que sufrió el proceso emancipador hacia 1815. Pero no pasó lo mismo con los principios políticos y sociales emanados de la experiencia y las doctrinas francesas y norteamericanas, que habían nutrido los primeros impulsos revolucionarios. A su radicalismo atribuyeron muchos los entorpecimientos y los fracasos que había sufrido el movimiento emancipador; y como la suerte de Europa pareció confirmar esta opinión, prosperó una cautelosa distinción entre el valor intrínseco que aquellos principios tenían como tales y su valor práctico en relación con la situación real por la que América pasaba.” (Romero 2001, 84-85)

La aclimatación, o mejor, la familiaridad y la aproximación de un depurado cuerpo de doctrinas ilustradas, revolucionarias, progresistas, románticas, nacionalistas o caudillistas autoritarias se ensayaron en los niveles formales de las constituciones, pese a que la realidad burda y burlesca las contrariaba o las contradecía, unas veces como demanda en contra, otras con la ruda experiencia de las batallas, como dice Romero; en otras por la obstinación y la lucha por las hegemonías en lo local y lo nacional. Allí se matizaron los ensayos de democracia en Latinoamérica incorporando nuevas experiencias en la participación o en la representación y recuperando elementos viejos del pasado colonial o reacondicionándolos a las nuevas situaciones sociales y políticas reviviendo la empresa hispánica de la colonización imperial.

Las oscilaciones a lo largo del siglo xix se nutrirán paradójicamente de las corrientes de ideas, modernas o tradicionales, a veces ambas sucesivamente, y contribuirán a la construcción de la imagen de América, como ha quedado descrito en este ensayo. En medio o después de las dos primeras décadas de las premuras y de las batallas de independencia, en el ocaso o la culminación del proceso de Emancipación, esos intelectuales se enfrentaron a otros múltiples problemas sociales, políticos, económicos y culturales en Latinoamérica, al tiempo que estuvieron amarrados a los debates o a las estrategias políticas y a luchar por el poder en un contexto de disputas por las formas de gobierno que fueron expresadas en sus ensayos.

En su peculiar defensa, los intelectuales de América se enfrentaron con sosiego o acritud, con saña o reposo en ocasiones, a la construcción del continente, en un esfuerzo que Romero considera discordante y contradictorio, pero en el que se revelaban las relaciones paradójicas entre el intelectual y la política en el siglo xix. Del pensamiento a la acción, los hombres de la Emancipación perfilaron nuestra personalidad y su concepción de naciones independientes, así como insinuaron un canal de reflexiones que aún está abierto a la exploración investigativa, al debate y a la discusión, a la polémica y a la confrontación. Así lo había indicado Alfonso Reyes en su texto magistral sobre la inteligencia americana en el año 1936:

“Nuestro drama tiene un escenario, un coro y un personaje. Por escenario no quiero ahora entender un espacio, sino más bien un tiempo, un tiempo en el sentido casi musical de la palabra: un compás, un ritmo. Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado el tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia.” (Reyes 1982, 82-83)

Saltando etapas en una labor de síntesis que denota la versatilidad de la inteligencia, sus angustias y urgencias, ya que como una vez más lo asegura Reyes:

“Más de una vez me vi en el trance de invocar la palabra que a todos nos pusiera de acuerdo: América, cifra de nuestros comunes desvelos […]. América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites […]. Ya tenemos descubierta a América. ¿Qué haremos con América?” (Reyes 1991,191-226)

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[1] Camacho Roldán, Salvador. 1978. Santander. Bogotá: Academia Colombiana de Historia, p. 26.

[2] Este postulado sobre la capacidad de «síntesis» en el análisis histórico se aproxima a las demandas que planteó en su momento el sociólogo alemán Norbert Elias para el diálogo interdisciplinario entre historia y sociología en su obra La sociedad cortesana, especialmente en la introducción «Sociología y ciencia de la historia» (1982).

[3] Hay, con todo, una obra que tiene un mérito sin igual en este sentido, España y la independencia de América (1986), de Thimoty E. Anna, o en el caso de las relaciones diplomáticas, Bello y Londres (1980) y La política internacional en la Historia de Argentina (1973), para mencionar algunos trabajos en este campo.

[4] Desde esta perspectiva ha sido abordado de manera sin igual por Lynch en su ensayo «Simón Bolívar y la era de la Revolución» (Lynch 2001, 207-246).