De las ciudades burguesas a las masificadas en Romero. Revisión conceptual e impacto historiográfico en América Latina

ARTURO ALMANDOZ [*]

Cuando recibí la primera invitación de Adrián Gorelik para participar en el simposio que dio origen a este libro, la imagen que todavía tenía de José Luis Romero era, básica y difusamente, la del historiador argentino que había escrito Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976); conocí, el ya entonces clásico en Caracas, en su segunda edición de 1984, cuando ya me había graduado de urbanista en la Universidad Simón Bolívar y daba mis primeros pasos en la docencia. Me sorprendió entonces que, desmarcándose de la lógica economicista de la Escuela de la Dependencia, cuyo materialismo todavía atravesaba las ciencias sociales latinoamericanas, aquel autor planteaba una reivindicación de la dimensión cultural de lo urbano, desatendida por el determinismo económico de la literatura predominante en Venezuela a la sazón, buscando a la vez, demostrar cierta autonomía y especificidad de las formas de representación en los escenarios de las europeizadas ciudades latinoamericanas.

Desde entonces, la imagen que conservé de Romero fue la del latinoamericanista precursor de la historia cultural, quien junto a nombres como Jean Franco, Richard Morse y Ángel Rama, ha inspirado sucesivas camadas de estudios artísticos, literarios y urbanísticos sobre la ciudad latinoamericana. Pero en el proceso de preparación intelectual que ha supuesto aceptar esta invitación, la recepción de parte de la bibliografía europeísta del primer Romero –gracias a la diligencia y gentileza de su hijo Luis Alberto– me ha permitido darle más relieve a la figura formidable del historiador y humanista, al incorporar su obra previa sobre la revolución burguesa en el mundo feudal, así como su mapeo de la cultura occidental y las coordenadas que en ella tiene Latinoamérica. También he podido valorar, siguiendo las confidencias de Luis Alberto Romero, el trabajo artesanal que hacía que su padre procesara como fuente todo “lo que formaba parte de su experiencia”, desde la literatura que rezuma de todos sus trabajos, hasta las ciudades viajadas y exploradas con las guías Michelin, y las referencias informativas que extraía del gran diccionario Larousse o de las conversaciones con los albañiles italianos de las casas de Adrogué y Pinamar.[1]

Por ello, me he permitido introducir ajustes a la propuesta inicial de este capítulo que se concentraba originalmente en el tránsito de la ciudad burguesa a la masificada, para pasar directamente a su impacto historiográfico en una pequeña muestra de obras. Jugando ahora con metáforas pictóricas como el retrato y el tapiz, el mural y el fresco, en tanto composiciones que entretejen una escala, una expresividad y una técnica, el trabajo se propone revisar conceptualmente el tránsito entre los episodios de ciudad burguesa y masificada, propuestos al final de Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976). Para ello se observan, en primer lugar, los retratos burgueses y los tapices de modernidad extraíbles de algunas obras europeístas de Romero, que no dejan de prefigurar aspectos del proceso latinoamericano. Se busca a continuación, caracterizar algunos rasgos romerianos de las nociones de burguesía y masa, tratando de proveerles de coordenadas temporales y permitiéndome añadir ejemplos no incluidos en el análisis del historiador, así como ilustrar la técnica de este para pasar de la ciudad burguesa a la masificada. Finalmente, se intenta rastrear el impacto de este clásico pasaje de Romero sobre trabajos de la región, a través de una pequeña muestra historiográfica que incluye una obra general o comparativa para el período, así como variantes en algunos casos de estudio de diferentes contextos latinoamericanos.

Retratos burgueses en la Europa medieval

Entre las edades distinguidas en La cultura occidental (1953), magistral vademécum que sirve a la vez como carta de navegación de la obra de José Luis Romero, el final de la Primera Edad viene dado por la emergencia de la burguesía en su tránsito hacia lo que comúnmente se denomina el Renacimiento; aunque temiendo caer en la simplificación, el autor lo resumió en los siguientes términos: “Ajena a los intereses feudales, y enemiga de ellos, esta clase buscó y obtuvo el auxilio de la monarquía, que se ofreció para apoyarse en ella contra la aristocracia feudal que limitaba su poder”.[2] Si bien esta concepción de la burguesía como opuesta al establecimiento feudal se corresponde, grosso modo, con la que Pirenne preconizó en Las ciudades de la Edad Media (1925) –según un esquema dualista que Romero adoptara, no sin granjearse críticas–[3] son notorias algunas variantes del autor de La cultura occidental, con respecto a las más tradicionales y antinómicas concepciones de feudalismo y burguesía.

Primeramente, a diferencia del énfasis que el medievalista belga atribuyera a la anquilosada tenencia de la tierra por parte de los estamentos feudales frente al dinamismo comercial y artesanal burgués,[4] el erudito argentino pareció iluminar ángulos desconocidos de la nueva clase. Así por ejemplo, reforzando la lógica mercantil y asociativa en la que insistieran Pirenne y Weber,[5] Romero nos recuerda que el dinamismo burgués provenía más bien del despertar de la romanidad adormecida por siglos: “Y despertó con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo –el activismo romano– y comenzó a desdeñar la pura contemplación y a estimar el mundo más que el trasmundo”.[6] Como en los cuadros interiores de Van Eyck y Vermeer, esta filiación de los personajes burgueses con la mundanidad terrenal, heredada de los romanos, detalla y colorea, con pinceladas culturalistas e ideológicas, el monocromo relieve de los medievalistas tradicionales.

Resulta curioso, sin embargo, que la crisis del orden cristiano-feu­dal haya sido ubicada por Romero, en aquel ensayo temprano, después del siglo XIII.[7] Si bien ilustrada en el cataclismo que La divina comedia alegoriza, al que el mismo humanista apelara con maestría en un gran fresco de cierre, valga recordar que la crisis del orden feudal había sido anunciada, en términos poblacionales, comerciales y urbanos, desde el siglo XI, cuando se terminara la “Alta Edad Media”, si se nos permite utilizar una denominación periódica de la que no gustaría Romero quizás. En el marco de cierta recuperación demográfica que fuera re­saltada por Mumford,[8] para el siglo X y el siglo XI era ya evidente el restablecimiento de rutas comerciales y ligas interurbanas, tanto en la Europa nórdica como en la mediterránea. Este dinamismo comercial había sido en parte renovado por el influjo del Islam desde el Oriente, a través del norte de África y la Europa meridional, tal como sostuvie­ra Lombard, a la cabeza de los islamistas.[9]

A una escala más propiamente local, ya desde el siglo XI era asimismo evidente la revolución burguesa que había reivindicado la lógica e insti­tuciones municipales frente a las restricciones del orden feudal, tal como lo había recalcado Pirenne; mientras que la renovación municipal que la burguesía preconizara hizo que Weber equiparara, en analogía de su tipo­logía histórica, la ciudad democrática griega y la republicana romana con la democrática burguesa.[10] Haciendo uso de esta famosa tipología –ciudad aristocrática, democrática y principesca– podríamos decir que el despertar burgués del final de la Primera Edad coincide en parte, con la ciudad principesca de Weber, a juzgar por el cuadro que el mismo Romero ofrece:

La nueva realidad está representada por los condotieros que dominan las ciudades italianas, por los reyes que, como Luis o Fernando el Católico, mar­chan hacia el absolutismo, o por los banqueros como Cósimo de Medici, o por los pintores como Masaccio o Botticelli. He aquí el triunfo del legado ro­mano, en los albores de la Segunda Edad.[11]

Si bien este retrato burgués es secular reencarnación de la roma­nidad mundana, resulta quizás tardío para una burguesía que había iniciado su renovación urbana desde siglos atrás. En este sentido, Ro­mero pareciera estar subsumiendo, en un solo tapiz, las transforma­ciones económicas y políticas de la ciudad burguesa y democrática de la Baja Edad Media, con las de la principesca del Renacimiento, para utilizar de nuevo las categorías de Pirenne y Weber; pero ese gran ensamblaje se explica en parte, porque el fin principal de Romero en La cultura occidental era dar cuenta de la fusión de los legados romano, hebreo-cristiano y germánico, más que de las transformaciones eco­nómicas e institucionales que preocupaban a los medievalistas.

Después de las grandes edades distinguidas en La cultura occidental, la ubicación de la burguesía a partir del siglo XI fue enfatizada por el historiador argentino en La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), cuyo prólogo abre justamente reconociendo:

Fue en esa época –hacia el siglo XI– cuando comenzó a operarse esa revo­lución burguesa que sirve de título a este libro y cuyo desarrollo se prolonga hasta nuestros días en busca de un despliegue total de las posibilidades que entonces comenzaron a abrirse. Cabe preguntarse si los movimientos del último siglo suponen un viraje fundamental en la historia o si, aun ellos, son nuevas formas de aquel mismo proceso; o, dicho de otro modo, si los movimientos contemporáneos de masas entrañan un cambio profundo en la concepción de las relaciones humanas o si, simplemente, procuran extremar la consumación de ciertos principios que subyacían en aquel remoto enfrenta­miento de las nuevas clases con el orden cristiano feudal.[12]

Además de coincidir así con el medievalismo tradicional –a través de una subdivisión más temprana del mundo feudal, el cual era en La cultura occidental prolongado hasta el siglo XIV– los vínculos entre los cambios de la burguesía y la emergente masa contemporánea comien­zan a ser delineados en La revolución burguesa en el mundo feudal. De hecho, buena parte de esta obra se centra en el “mundo urbano”, que esa burguesía ayudara a difundir desde el siglo XIV, tanto en transfor­maciones económicas y sociales como en “formas de vida” y mentalidad, considerando movimientos como las guerras de religión y la Contrarreforma en tanto expresiones de esas fuerzas generadas en la Primera Edad. Hay que advertir empero que ese “mundo urbano”, el cual, según el mismo Romero, es “un mundo de burguesías y de ciudades integra­das dentro de un conjunto difuso, verdadera red entretejida con la de las jurisdicciones políticas”,[13] no es por supuesto, todavía, el urbanizado or­be resultante de la revolución industrial. Corresponde más bien al que autores como Weber y Mumford,[14] vieron como el declive de la ciudad burguesa frente al Estado nacional, con sus consecuentes “errores” en términos de ceder a este la defensa de aquella, incapaz de sobrevivir con autonomía política y militar en el agregado mapa de reinos nacionales.

Ese mundo urbano del Renacimiento y del barroco fue facilitado por la expansión geográfica y colonial, que la “europeización” permi­tiera desde finales del siglo XV, cuando deviniera una empresa civili­zadora y mercantil; aunque esa égida evangelizadora, al menos en la América hispana y portuguesa, fuera en gran parte impulsada por la religiosidad cristiano-feudal. Atravesando esa suerte de gran fresco renacentista y barroco, por sobre los períodos marcados por grandes acontecimientos o événements tradicionalmente aceptados como hitos –del descubrimiento de América y la toma de Constantinopla a las re­voluciones francesa e industrial–, Romero concibió la modernidad co­mo un dilatado proceso de “desvanecimiento final de las últimas som­bras del orden cristianofeudal y de reconocimiento pleno del triunfo de la burguesía”.[15] Y en esa concepción de la égida burguesa puede verse una de las expresiones de longue durée en el proyecto romeriano, sin amarrarse por ello a la estratificada visión de los Annales.

Ese triunfo de la burguesía puede interpretarse también –como lo hizo Romero en Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980), segun­da parte del proyecto sobre “Proceso histórico del mundo occiden­tal”– como la conversión final del “patriciado urbano” en el estado y la burguesía nacionales, en medio de un contexto de creciente mercanti­lismo, colonialismo y urbanización.[16] En esta transición del patriciado a la burguesía se encuentran claves para entender las epónimas perio­dizaciones urbanas que Romero utilizaría en Latinoamérica: las ciuda­des y las ideas. Y esa conversión está ilustrada, valga decir, con precio­sos retratos de las cortes feudal y burguesa, entretejidos prolijamente con fuentes literarias y pictóricas, de Chaucer a Castiglione, pasando por Mantegna, para producir uno de los más elaborados tapices del estilo romeriano.

Tapices de cultura y modernidad

Continuando con esta imagen del tapiz, me permito hacer ahora, aunque representen una breve digresión, ciertas consideraciones me­todológicas sobre el erudito discurso de Romero. Su galería burguesa fue ensamblada tanto en la “faz realista” como en la “faz imaginaria”, si nos acogemos a la distinción establecida por Le Goff a propósito de aquel, quien sería así “el pionero de la historia de las represen­taciones y del imaginario…”.[17] Esta preocupación por las formas culturales e ideológicas hizo que, afortunadamente, en la radicalizada academia argentina de mediados de los sesenta, pecara Romero de no ser marxista –afortunadamente decimos hoy– al menos en el sentido que los más socialistas le criticaban. Según Luis Alberto lo cuestiona­ban por “su manera de hacer historia, poco economicista, escasamen­te determinista, poco atenta a los modos de producción y demasiado preocupada por cuestiones superestructurales”.[18]

Esa búsqueda culturalista e ideológica es algo que Romero reco­noció desde la misma introducción de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, donde advirtió que su estudio quería ofrecer “más de lo que habitualmente se le pide a la historia”; en lugar del protagonismo o del peso económico, se proponía “establecer y ordenar el proceso de la historia social y cultural de las ciudades latinoamericanas”.[19] Pero también hay que recordar en este sentido que, tal como lo advirtiera en 1967, la noción de idea en este libro y otros del autor, no está des­vinculada de, o impuesta a los componentes económicos o sociales, sino que, por el contrario, esas ideas “se van constituyendo lentamen­te como una interpretación de la realidad y de sus posibles cambios”; al ser resultado de confrontaciones entre diferentes grupos sociales, “suelen tener más influencia en la vida colectiva”, como señaló el autor de “Situaciones e ideologías”.[20]

También se cuestionaba a Romero por no ser un “seguidor acrítico” de la escuela de los Annales: si bien era obviamente practicante de la obra de largo aliento, no podía serlo de la longue durée, en el sentido con frecuencia desteñido y casi inmóvil de las quietas playas que, para utilizar los famosos estratos de La Mediterranée…, algunos discípulos de Braudel quisieron reproducir a rajatabla. Pero, curiosamente, bien supo Le Goff ver en el discurso de Romero la “historia total preconizada y ja­más realizada en su totalidad por los historiadores franceses de Annales“; porque sus tapices feudoburgueses incorporan los testimonios artísticos y literarios para reconstruir eso que primeramente llamó el “espíritu” de la burguesía, y que después asimiló a las mentalidades, en consonancia con el vocabulario historiográfico contemporáneo.[21] Fue a través de ese concepto de mentalidad como Romero pudo desplegar mejor su vieja noción de vida histórica, a través de la “trama profunda” que la disciplina debía develar, entretejiendo “lazos sociales de larga duración”, como ha señalado Acha.[22] De manera que ese entramado, que es historiográfico, metodológico y estilístico a la vez, resulta a mi juicio predicable de la obra de Romero en general, en la que la imagen del tapiz –así como las del mural y del fresco– son aplicables también en términos prosísticos; porque, como apuntara Astarita, sus elaboraciones históricas, “regidas por la respuesta a un interrogante sustancial, se representan mediante una arquitectura expositiva que, sin excluir el análisis de las particulari­dades, brindan una imagen global y comprensiva”.[23]

Volviendo ahora al tapiz de modernidad renacentista, al tomar Romero como hilo conductor el despliegue de la racionalidad bur­guesa, saltó las artificiales vallas que las historiografías tradicionales y parciales establecieron para ver la modernidad como un proceso compartimentado.

El Renacimiento, el siglo de los grandes sistemas filosóficos, la época de la Ilustración, la de la revolución industrial o de la revolución francesa deslumbraron a quienes examinaban los productos de la crea­ción estética, filosófica, política, científica, impidiéndoles ver la conti­nuidad de un proceso que, cada cierto tiempo, lograba expresar acaba­damente lo que se venía elaborando con duro esfuerzo durante siglos.[24]

A esa visión continua e integradora llega después de una de las conclusiones que parecen haber sido olvidadas en estas décadas que siguieron a la primera edición de La revolución burguesa en el mundo feudal, cuando se manoseó tanto el término modernidad, sin proveerle realmente de una base histórica. Y esa conclusión es de una cristalina pero aquilatada sencillez:

…que lo que se ha llamado el espíritu moderno tal como parecía constituirse en el llamado Renacimiento, no es sino mentalidad burguesa, conformada a partir del momento en que la burguesía aparece como difuso grupo social, elaborada a partir de ciertas actitudes radicales, y desarrollada de manera continua aunque con ritmo diverso desde entonces.[25]

Más allá de esa modernización que pudiera parecer demasiado vasta y básica, Romero era consciente de los cambios de ese ritmo diverso, los cuales pueden además reforzarse volviendo a los vastos períodos de La cultura occidental. Recordemos que allí el inicio de la Tercera Edad está ligado a dos revoluciones, ya que, en sus propios términos, “resulta de la transición que se opera en el área de la cultura occidental… de la revo­lución política de la burguesía y la nueva revolución técnico-económi­ca…”;[26] o dicho de otra manera, el autor vinculó esos inicios al último tercio del siglo XVIII, cuando confluyeron las revoluciones francesa e industrial, cuyo protagonista fue en ambos casos la burguesía. Pero den­tro de la misma Tercera Edad, como característica ulterior,

una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos. Un ascenso generalizado de las masas parece ser el fenómeno que Ortega y Gasset ha definido como ‘rebelión’, pero que no posee el carácter de tal, puesto que no se realiza violando determinados principios legítimos, sino, por el contrario, poniendo en movimiento un nuevo sistema de principios sobre los que se ge­neraliza el asentimiento.[27]

Y estos principios, que incluyen los del individuo en soledad, de una manera que pareciera anticipar al existencialismo, son también los de una masa proletaria que, al moverse según la especialización y capa­citación, como mecanismos de ascenso social, parece responder a los análisis de la escuela de Chicago y de la sociología funcionalista.[28] Esos principios entran así en la última de las crisis identificadas a lo largo del proyecto historiográfico de Romero sobre la burguesía, la cual en parte “correspondía ya a su experiencia personal”, crisis que era “anunciada por el romanticismo y desencadenada con el fin de la Primera Guerra Mundial”.[29] Era a la vez el inicio de otra edad en la que asomaban, co­mo en la obertura de una sinfonía, motivos de algunas antinomias de los filósofos de la cultura y de la emergente sociología urbana de entresiglos: del mecanicismo y organicismo de Durkheim y la Gemeinschaft y Gesselschaft de Tönnies, pasando por los dominios privado y público en Simmel, hasta la cultura y civilización en Spengler.[30] Concientes entonces de la tupida síntesis de influencias que representa el gran tapiz moderno de la Tercera Edad, tratemos pues de enmarcar allí el pasaje de ciudad burguesa a masificada en América Latina.

Como en el mural de Rivera

Al establecer relaciones entre las edades y los protagonistas de las obras medievalistas de Romero y las categorías de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, recordemos que esta última fue escrita una década después de La revolución burguesa en el mundo feudal, por lo que constituye una gran proyección de los esquemas de esta, en un doble sentido, como lo señala Luis Alberto Romero:

No era solamente un intento de aplicar fuera del ámbito europeo los criterios acerca del mundo urbano elaborados a partir de la experiencia de medieva­lista; era también una demostración de cómo las formas sociales y culturales elaboradas en la Europa occidental se expandieron por un mundo que fue conformándose a su imagen y semejanza.[31]

Así, aunque parezcan dos dominios y períodos distintos, el pro­yecto europeísta de Romero, que buscaba rastrear las sucesivas ex­pansiones de Occidente desde aquel Imperio romano en trance de disgregación, fue consistente desde el comienzo con la vertiente latinoamericanista y argentinista de su historiografía, ya que el Nuevo Mundo fue parte de la revolución burguesa y la expansión renacentis­ta; en este sentido, “en un juego de iluminaciones recíprocas, estudiar el núcleo europeo central permitía entender lo argentino y lo latinoa­mericano, y a la inversa”.[32]

Efectivamente, Latinoamérica: las ciudades y las ideas abre con el planteamiento de que la conquista y colonización fue “una proyec­ción del mundo europeo, mercantil y burgués”,[33] y que al menos en el proceso hispano, con diferencias con respecto al brasileño, el rol de las ciudades fue fundamental desde el mismo inicio, lo cual permite al au­tor postular la tesis de Sarmiento en Facundo (1845). Sin adoptar a ra­jatabla la antinomia entre barbarie y civilización –la cual debería estar para Romero completada con la aldea en tanto “instancia intermedia”, tal como aparece en Recuerdos de provincia (1850)– la aplicación del es­quema sarmientino fue otra de las intuiciones que permitió establecer analogías transatlánticas, esta vez desde el contexto argentino y lati­noamericano hacia el europeo. Tal como reconociera Romero a Félix Luna, a propósito de su libro “facundiano”:

Me sumergí en otra lectura del Facundo, que he leído muchas veces. Y com­puse el esquema, primero como una hipótesis de trabajo, sobre si en toda América Latina se daba ese esquema que proponía Sarmiento, y llegué a la conclusión de que sí, de que se da. Lo cual quiere decir que no es un fenó­meno específicamente argentino, que es un fenómeno americano. Pero como yo soy un medievalista, me dije: lo que pasa es que no es argentino ni ameri­cano, es mucho más: es la proyección en América del fenómeno europeo, del mecanismo del desarrollo urbano que empieza a partir del siglo XI, con el cual se crea el mundo moderno, saliendo de la estructura feudal para pasar a la estructura burguesa y capitalista del mundo moderno.[34]

Dentro de este marco de analogías en ambas direcciones tran­satlánticas, ya entrando a perfilar las peculiaridades de la burguesía latinoamericana con respecto a la europea, puede señalarse primera­mente que aquella comenzó a tener liderazgo cuando el “viejo patri­ciado” que venía de la “gran aldea” –otra analogía de Latinoamérica: las ciudades y las ideas con obras anteriores de Romero– descubrió que esta “comenzaba a transformarse en un conglomerado heterogéneo y confuso”.[35] Ello conformó una suerte de prolongada víspera que, si se me permite esta ilustración literaria ante un público porteño, iba de la Amalia (1851-55) de Mármol a la epónima novela de Lucio Ló­pez; tal como lo resume un personaje de esta: “En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semitendero, semicurial y semialdea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdía su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berroterán”.[36]

De manera que la burguesía latinoamericana es primordialmente urbana en su proyecto, como lo fue la europea en su sustitución del or­den feudal, el cual pasa aquí a estar representado por ese patriciado de raigambre colonial y terrateniente. Pero a diferencia de una burguesía europea cuyo proyecto industrial decimonónico devino nacional en su alcance, la latinoamericana permaneció básicamente como comercial y local. Puede decirse asimismo que sus raíces rurales eran más profun­das que en el medio europeo, lo que hizo que, a la postre, esa sedicente burguesía creciera con una hacendística “mentalidad de casa grande”, como señalara Buarque de Holanda en Raízes do Brasil (1936), jugan­do con la tesis de Gilberto Freyre.[37]

También con respecto a las peculiaridades del proyecto burgués latinoamericano, valga señalar que el liberalismo y progresismo de esta clase fueron para Romero, como lo ilustró en los ejemplos de Justo Sierra en México y Eloy Alfaro en Ecuador, una suerte de con­fusa extrapolación mediante la cual “el progreso de su país se con­fundía con el progreso de los grupos a los que pertenecían”.[38] Es un entrevero que puede predicarse de otros pensadores del liberalismo latinoamericano de entre siglos, desde Francisco Bulnes y Juan Mon­talvo (para volver a los países citados por Romero) hasta los doctores del Benemérito en la dictatorial Venezuela de Juan Vicente Gómez (1908-35), incluyendo a José Gil Fortoul, Pedro Manuel Arcaya y Laureano Vallenilla Lanz.

Por otro lado, están las diferencias resultantes de la condición periférica de América Latina en el orden mercantil del siglo XIX. A diferencia de sus contrapartes europeas, las burguesías, según Romero “aceptaron la ideología del progreso y procuraron acentuar el desarro­llo heterónomo de las ciudades manteniendo el desarrollo autónomo mediante el ejercicio de un poder fuerte”.[39] En este último aspecto estriba, valga recordar, una diferencia con respecto a la teoría de la Dependencia, donde todo el poder era concentrado por el sector fo­ráneo vinculado a la exportación. Desmarcándose de esta escuela tan en boga todavía en la década en que se publicara Latinoamérica: las ciudades y las ideas, los mecanismos de connivencia de los actores bur­gueses y emergentes dentro de ese desarrollo heterónomo comandado desde los países industrializados, son caracterizados, más adelante en esa misma obra:

Ciertamente, en todos los países hubo consentimiento de las clases diri­gentes, que vieron en ellos los símbolos del progreso. Pero la red se tejía en los grandes centros económicos del exterior, y allí se fijaba el papel de cada uno de los actores de esa periferia, que el mundo industrializado organiza­ba (…) Las empresas eran casi siempre de capital extranjero, y extranjeros fueron sus gerentes, sus ingenieros, sus mayordomos y, a veces, hasta sus capataces; la mano de obra, en cambio, era nacional; y nacional fue tam­bién todo el mundillo de intermediarios que la producción y su comercializa­ción engendraron.[40]

Ya en esta identificación de actores hay un avance y enriquecimien­to con respecto a los trabajos coetáneos de la Dependencia, que solo cortaban bloques monolíticos, como por ejemplo ocurría con Alejan­dro Rofman, cuya obra tenía el mismo alcance histórico y geográfico que la de su coterráneo.[41] Pero además de los agentes económicos, dife­renció y coloreó Romero dentro de ese fresco burgués, diversos actores y formas sociales de las metrópolis de entre siglos: desde los dictadores brutales pero progresistas como Díaz en México, Machado en Cuba y Gómez en Venezuela, hasta los más retrógrados, como el Estrada Cabrera de El señor presidente (1946); los extranjerizados petimetres y los calaveras de las familias patricias que frecuentaban los clubes en las novelas de Julián Martel y Blanco Fombona; la “clase media” que ya cobraba conciencia y fisonomía en medio del empuje burgués, así como “la mala vida marginal” que ganaba terreno en los conventillos de Buenos Aires y en los cortijos de Río, adquiriendo rostros dramá­ticamente emblemáticos como El roto (1920) de Edwards Bello en las callampas de Santiago.[42] Es un abigarrado fresco burgués que arropa –como en el gran mural del “Sueño de una tarde de domingo en La Alameda”, de Rivera– la contrastante diversidad de actores y motivos de la Latinoamérica de entre siglos.

Otra de las contribuciones de Romero al retratar esa burguesía estriba en los recursos de esta para invocar el mito metropolitano que permitiría transmutar “la gran aldea” en metrópoli –según la muy por­teña y recurrente imagen del autor–. Esa transmutación no solo se da a través de la erudita ilustración que Romero hace del “ejemplo del ba­rón de Haussmann” y del “estilo francés”, sino de muchas otras formas y referencias que son características del muralismo romeriano, desde las tertulias de los clubes hasta la arquitectura academicista.[43] A través de esa faz imaginaria que mencionaba Le Goff para la reconstrucción de las mentalidades, aparecen en el gran mural burgués latinoamerica­no las recreaciones literarias de la metrópoli finisecular, desde La gran aldea (1882) hasta la Santa (1901-3) de Gamboa. Son referencias de ambientes, situaciones y personajes que Romero combina de manera poco ortodoxa en términos literarios, pero magistralmente en términos urbanos, para dar unidad y relieve al gran episodio que le interesa con­catenar. La reconstrucción entre histórica e imaginaria se logra así, me­diante un balance entre “rigor de análisis y plasticidad de tratamiento”, donde “se esconde el secreto del placer que nace con la lectura de sus libros”, como hace notar Astarita.[44]

Confirmando la observación de Le Goff de que la obra de Rome­ro está marcada por un “perpetuo cambio” que lleva a la revolución,[45] debe advertirse que dentro de la dinámica de la ciudad burguesa está ya también el germen de su mutación. En este sentido el grupo abanderado iba a ser la clase media gestada desde finales del XIX en sociedades de gran inmigración del Cono Sur y México, más que en los países andinos y caribeños. Esa clase media en fragua cobró ciu­dadanía en las reformas radicalistas de Madero en México, de Alem e Irigoyen en Argentina, de Batlle y Ordóñez en Uruguay, hasta las del primer Alessandri en Chile.[46] Como dijo este ultimo en su discurso de abril de 1920, al aceptar su candidatura a la presidencia:

Quiero ser una amenaza para los espíritus reaccionarios, para los que resisten toda reforma justa y necesaria… Yo quiero ser una amenaza para los que se alzan contra los principios de justicia y de derecho; quiero ser una amenaza para todos aquellos que permanecen ciegos, sordos y mudos ante las revolu­ciones del momento histórico presente…[47]

Era la desafiante voz de la clase media urbanizada, que junto a los sectores inmigrantes provenientes del campo y del exterior, lleva­raron a la crisis del proyecto, y la mentalidad burguesa hacia los años de la Gran Depresión.

El fresco de la masa latinoamericana

Detonando nuevamente el concepto de revolución, Romero ubicará la cristalización de la masa en medio del agravamiento de las tensiones entre campo y ciudad desde finales de los años 1920, cuando los cam­bios fueron catalizados en América Latina por la crisis financiera; en­tonces “los problemas urbanos se multiplicaron por el crecimiento de­mográfico, por la diferenciación social y, a veces, por la diferenciación ideológica entre los grupos”.[48] Se constituyó a la sazón, una masa que hizo que las urbes dejaran “de ser estrictamente ciudades para transfor­marse en una yuxtaposición de guetos, incomunicados y anómicos”.[49] Toda esta movilidad, diferenciación y anomia eran rasgos que la filoso­fía culturalista alemana primero, y la sociología urbana norteamericana después, ubicaban como sintomáticos de la modernidad industrial que arrancara desde mediados del siglo XIX. Dentro de ese gran fresco secular, Romero contrapone las burguesías que “se adhirieron a la ideo­logía de la sociedad de consumo y procuraron impulsar el desarrollo heterónomo de las metrópolis”, frente a la masa que termina consti­tuida por “la vasta muchedumbre de marginales que hicieron insepa­rable la imagen de la metrópoli moderna de la de los rancheríos que la rodeaban”.[50] Esto supuso, como rasgo propiamente latinoamericano aportado por Romero, una polarización en el concepto de masa a lo largo de metropolitanización del siglo XX, como ya veremos.

Inicialmente esa masa estuvo engrosada con los cuates y las solda­deras del campo, que llegaban a las capitales provinciales ganadas en la revolución mexicana, como en Los de abajo (1915) de Azuela; con los jornaleros que abandonaban, como en la epónima novela de Otero Silva, las Casas muertas (1954) de los Ortices palúdicos para adentrar­se en los nuevos campos petroleros venezolanos; con los cholos que, siguiendo la Yawar fiesta (1941), se avecinaban en las afueras de una Lima que devenía horrible. Pero atención: la masa romeriana no está constituida solo de inmigrantes de provincia, sino de su amalgama con los tradicionales sectores urbanos venidos a menos.

Fue la fusión de los grupos inmigrantes y los sectores populares y de pequeña clase media de la sociedad tradicional lo que constituyó la masa de las ciudades latinoamericanas a partir de la Primera guerra mundial. El nombre con que se la designó, más frecuente que el de multitud, adquirió cierto sentido restringido y preciso. La masa fue ese conjunto heterogéneo, marginalmente situado al lado de una sociedad normalizada, frente a la cual se presentaba como un conjunto anómico. Era un conjunto urbano, aunque urbanizado en distinta medida, puesto que se integraba con gente urbana de antigua data y gente de extracción rural que comenzaba a urbanizarse…[51]

Puede así decirse que la ciudad masificada de Romero es, en buena medida, la expresión latinoamericana de la metrópoli mecanizada de la sociología funcionalista de raigambre europea. Aunque su sustrato fuera la masa amalgamada, esa ciudad masificada no deja de acusar la segregación social con respecto a la burguesía y las altas clases medias en proceso de americanizada modernización; evidencia también la segregación funcional y socio-espacial, con algo de la dialéctica entre asociativa y comunitaria, detectada por la escuela de Chicago, heredera de la contraposición entre Geimenschaft y Gesselschaft de Ferdinand Tönnies.[52] Solo que el “vecindario” latinoamericano fue mutando hacia el “barrio”, en tanto recinto primario de lo comunitario dentro de la hi­dra metropolitana, donde surgió, como lo ha ilustrado Gorelik para el caso de Buenos Aires, una cultura entre popular y masificada con ma­nifestaciones propias, desde el deporte y la música, hasta la literatura.[53]

Por ser “hidra de mil cabezas”, las manifestaciones de esa masa no eran solo “recienvenideces” de paletos y palurdos, para utilizar el neologismo de Macedonio Fernández,[54] sino también heterogéneas y multiformes. Políticamente ella se hacía visible, desde temprano, en los mítines de descamisados de Perón, así como en el Bogotazo que siguiera a la muerte de Gaitán; pero su ferocidad reivindicativa seguiría apareciendo en el resto del siglo XX, como en el Caracazo de 1989, aunque este escapara, por supuesto, del horizonte romeria­no.[55] En otros dominios, como ya lo ilustran los múltiples actores de La región más transparente (1957) de Fuentes, también se plasma esa masa en el abarrotamiento de los servicios y espacios públicos, así como en el consumismo compulsivo de todos los que a las metrópo­lis arribaban. No olvida por ello Romero, retratar esa masa sin rostro en las largas colas de los cines y metros, en las reservaciones de los restaurantes y en la congestión de las calles nerviosas y las autopis­tas de la ciudad normalizada.[56]

Pareciera finalmente que, tal como ya ha sido advertido, la masifi­cación latinoamericana comporta en Romero una polarización de los grupos constitutivos; con respecto al esquema sarmientino ya señala­do, esto suponía otra diferencia, ya que “emplazaba una escisión en el interior de la ciudad”, como ha apuntado Acha.[57] En efecto, dentro de su relativa amalgama, otro de los rasgos predominantes de esas ciuda­des masificadas pasaría a ser su conflictivo hiato entres “dos mundos”:

Una fue la sociedad tradicional compuesta de clases y grupos articulados, cuyas tensiones y cuyas formas de vida transcurrían dentro de un sistema convenido de normas: era, pues, una sociedad normalizada. La otra fue el grupo inmigrante constituido por personas aisladas que convergían en la ciu­dad; que solo en ella alcanzaban un primer vínculo por esa sola coincidencia, y que como grupo carecía de todo vínculo y, en consecuencia, de todo siste­ma de normas: era una sociedad anómica instalada precariamente al lado de la otra como un grupo marginal.[58]

A pesar de la estructural escisión entre “metrópoli y rancheríos”, las dos ciudades no solo tenían que compartir las congestiones de la masificación, sino también padecían lo que Romero denomina “la revolución de las expectativas”: “El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los dos querían dejar de ser lo que eran”.[59] La americanizada burguesía parecía importar modas cada vez más contrastantes con la cultura local, mientras su codiciable consumismo irradiaba un peligroso efecto de demostración hacia los sectores “margina­les” –para utilizar el término en boga en los setenta– especialmente en metrópolis de topografía abrupta y entreverada, como Caracas y Río.

 En esa profunda contraposición se encuentra una de las claves de la renovación política e ideológica, tendente a la izquierda, de la que Ro­mero afirma que “no se había producido una crisis social e ideológica semejante desde la irrupción de la sociedad criolla”.[60] Fue la renovación de los movimientos populistas primero, en las variantes de Cárdenas, Perón o Vargas, pero que después de la Revolución cubana conduciría a propuestas más radicales, en las guerrillas urbanas y rurales, propician­do el renacimiento del mito del buen salvaje, como advirtiera Carlos Rangel desde Venezuela, el mismo año de la aparición de Latinoaméri­ca: las ciudades y las ideas,[61] Con ello casi se cierra el horizonte que divi­saba Romero al momento de su muerte prematura; no le daría tiempo de ver el agotamiento y la superación de esa izquierda en buena parte del continente, después de la caída del muro de Berlín y la emergencia del neoliberalismo; menos aún supondría la irrupción anacrónica y dis­torsionada del populismo en hibridaciones aparentemente superadas en la historia latinoamericana, como el sedicente socialismo liderado desde la Caracas roja, nueva meca de las izquierdas masificadas, o co­mo diría Angel Rama, “revolucionadas”.[62]

Herencia de la ciudad burguesa y masificada

Tal como lo anticipé al comienzo, creo que, por contraponerse al creciente espacialismo y a la casuística de la historiografía urbana latinoamericana –a la manera como The City in History de Mumford lo hiciera en la academia norteamericana de su momento– el clásico de Romero tuvo también la novedad de incorporar el cambio cultu­ral a unas investigaciones, hasta entonces centradas en los procesos económicos y sociales de la Dependencia, o en los cambios de forma urbana que intentaban corresponderse con periodizaciones arquitectó­nicas.[63] Quizás por ello, especialmente desde el campo de los estudios literarios, Romero pasó a ser visto como intelectual y científico a la vez, para utilizar las categorías weberianas reinterpretadas por Gutiérrez Girardot al criticar dos peligrosos extremos de los discursos académi­cos latinoamericanos: el “diletantismo” de los generalistas, por un lado, y el “hermetismo elitista” y “terminológico” de los especialistas, por otro; entre ambos, Romero se erigió como excepción a esa polarización, en la medida en que supo construir un discurso en el que se conjuga el rigor científico con la fluidez expositiva del ensayo. La erudición rome­riana, que agrega a la historia social y urbana el conocimiento literario, permite elaborar un discurso en el que bien se reconoce, como señala el mismo Gutiérrez Girardot, la condición “europea mestiza” de América; ello se logra solo a partir de esa posición universal, sustentada en “un conocimiento detallado de la cultura europea frente a la cual se puede definir lo específicamente americano”, por encima de los clichés folclo­ristas y los indigenismos a ultranza.[64]

El cambio cultural de la intelectualidad latinoamericana desde los tiempos coloniales hasta la masificación del siglo XX, fue también descri­to en La ciudad letrada (1984) de Rama, ejemplo notable de la semiolo­gía social de las híbridas metrópolis latinoamericanas a través de su pro­ducción literaria, cuyo autor reconoció, desde el comienzo, la influencia de maestros como Morse y Romero. Rápidamente insertándose en la es­tirpe de visiones panorámicas, como la de este último, que han afrontado la cultura latinoamericana en toda su vasta geografía e historia urbanas, la obra del crítico uruguayo superó la especialidad y la balcanización en el campo de las ciencias sociales y las humanidades, que también había penetrado los estudios literarios, a la vez que se replanteó la naturaleza colonizada y dependiente de la suma cultural latinoamericana.

El período de las ciudades burguesas y su tránsito hacia la masifica­ción ha pasado a ser de especial interés para la historiografía latinoa­mericana, tal como se evidencia en la creciente casuística urbana de las últimas dos décadas. La modernización burguesa, que se escenificó en las ciudades que buscaban dejar de ser “grandes aldeas” poscoloniales, de cara a trocarse en metrópolis, convocó a una serie de estudiosos que, al menos desde mediados de los años 1990, produjeron ejemplos de lo que en otro texto he intentado conceptuar como historia cultural urbana.[65] Evidenciando rasgos heredados de Romero y otros pioneros –inusitados puntos de vista historiográficos, superación de los enfoques estructuralista y dependentista, tesitura ensayística, contextualización histórica del imaginario– esos estudios han hecho uso de aproximacio­nes novedosas e integrales sobre la transformación física y las nuevas expresiones de sociabilidad de los distintos grupos urbanos, a la vez que incorporaban un espectro de fuentes no convencionales dentro de la historiografía tradicional.

Hasta finales de los años 1980, las historias urbanas de Buenos Aires y otras grandes capitales latinoamericanas en la era poscolonial se centraban en los cambios demográficos y físicos que llevaron a la emergencia del urbanismo técnico. Sin embargo, como confirmación de una tendencia alternativa de estudios culturales de esas capitales, desde la segunda parte del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, La grilla y el parque (1998) de Gorelik, por ejemplo, iluminó nuestra comprensión de esta ciudad que emblematizó la cirugía urbana y la modernización cultural características del aburguesado ciclo europeo de América Latina. De una manera romeriana, ambos elementos son concebidos como “figuras de la cultura” y “artefactos materiales” para revisar una serie de propuestas de renovación y expansión urbanas, conjuntamente con representaciones y debates sobre ciudad y urbani­zación en la sociedad argentina hasta el fin del ciclo reformista en los años 1930, en un arco que claramente recuerda el pasaje de Romero, cuya pionera influencia ha reconocido Gorelik en trabajos ulteriores.[66]

Otro caso de estudio, centrado en el pasaje de la ciudad burguesa a la masificada, fue producido por Florencia Quesada, a propósito del elitista barrio de Amón, en San José de Costa Rica, que permitió a la autora recrear los cambios de principios de siglo XX en la cultura urbana del país centroamericano.[67] El fresco de la burguesía josefina y su telón de fondo es posible a partir de referencias teóricas, histo­riográficas y metodológicas a algunos autores con los que Quesada reconoce su deuda en la introducción del libro: desde la concepción de Habermas sobre los dominios público y privado en la vida urbana moderna hasta la penetrante descripción romeriana de la europeizada cultura de las “ciudades burguesas” latinoamericanas, entre otros.

Las ciudades burguesa y masificada de Romero también sirvieron para escenificar estudios de transferencia de modelos urbanísticos a las capitales latinoamericanas desde la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras del XX. No es posible repetir aquí los detallados trabajos publicados sobre Buenos Aires, Río de Janeiro, Sao Paulo, Santiago de Chile, La Habana, Caracas, Lima y Bogotá, entre otros casos de estudio. Tan solo como ejemplo notable de esta tendencia, el libro de Eloisa Petti Pinheiro, Europa, França e Bahia, diffusão e adaptação de modelos urbanos (Paris, Rio e Salvador) (2002), reconstruye un itinerario menos directo: aunque partiendo, como la mayoría de los otros casos de estudio referidos, del París del Segundo Imperio como modelo, hay un considerable trasbordo para analizar cómo Haussmann y otras influencias foráneas fueron combinadas en el Río de la Bella Época; hasta que la investigación sobre el “proceso de reforma urbana, modernización” y “posible adaptación” del modelo es finalmente considerado con respecto a Salvador de Bahía –capital del Brasil hasta que Río la sustituyera en 1763–. Todo ello dentro de una “haussmannización” que es finalmente concebida como una “vitrina burguesa” con varios ingredientes claramente influidos por la noción romeriana, en tanto cotidiana imitación de Europa.[68]

Más allá de las historias culturales y urbanísticas que son escenifi­cadas en el tránsito de la ciudad burguesa a la masificada, están tam­bién las proyecciones, por así decir, de las categorías de Latinoamérica: las ciudades y las ideas en estudios de corte sociológico. Así por ejemplo, en La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido de la convivencia nacional (2005), Silverio González Téllez ha hecho una suerte de extrapolación de la ciudad masificada hacia lo que llama la “ciudad violenta”, caracterizada y ubicada cronológicamente a partir de 1989; puede decirse que algunos de los procesos de esta ciudad vio­lenta resultan, según una lógica y un esquema muy romerianos, de la crisis de la “ciudad masificada”, con respecto a la cual la investigación de González Téllez constituye una suerte de actualización y adaptación para la Venezuela posterior al Caracazo, aunque predicable en buena medida de Latinoamérica toda.[69] Porque esa ciudad violenta fue acaso el episodio que Romero no pudo vislumbrar allá por los años setenta, cuando todavía la ciudad masificada, con ecos en la revolucionada de Rama, traza el horizonte del continente que, acaso, se urbanizara de­masiado bruscamente para la aburguesada lógica romeriana.


[*] Universidad Simón Bolívar, Caracas, Pontificia Universidad Católica de Chile.

[1] Luis Alberto Romero. “Prólogo” a José Luis Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 8-9.

[2] José Luis Romero. La cultura occidental [1953]. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, p. 51.

[3] Carlos Astarita. “Estudio preliminar” a J. L. Romero: Crisis y orden en el mundo feudo­burgués (1980). 2da ed. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pp. 14-15.

[4] Henri Pirenne. Historia económica y social de la Edad Media [1933], traducción de Sal­vador Echavarría. México, Fondo de Cultura Económica, 1975; Las ciudades de la Edad Media [1925], traducción de Francisco Calvo. Madrid, Alianza, 1981, pp. 53-85.

[5] Henri Pirenne. Las ciudades de la Edad Media, pp. 111-138; Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, editado por J. Winckelmann. Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 1977, T. Il, pp. 938-1046.

[6] J. L. Romero. La cultura occidental, p. 50.

[7] Ibíd., pp. 51-52.

[8] Lewis Mumford. The City in History. It’s Origins, its Transformations, and its Prospects. New York, Harcourt, Brace and World, 1961, pp. 253-260.

[9] Maurice Lombard. L̓Islam dans sa première grandeur (Vllle-Xle siècle) [1971]. Paris, Flammarion, 1980, pp. 137-164.

[10] M. Weber, op. cit., T. II, pp. 1024-1046.

[11] J. L. Romero. La cultura occidental, p. 56.

[12] José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal [1967], México, Siglo XXI, 1989, p. 9.

[13] Ídem.

[14] L. Mumford. The City in History…, pp. 335-347.

[15] J. L Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal, p. 13.

[16] J. L. Romero. Crisis y orden en el mundo feudoburgués. Buenos Aires, Siglo XXI, [1980] 2003, p. 17, pp. 82-83.

[17] Jacques Le Goff. “Presentación” a J. L. Romero: Crisis y orden en el mundo feudobur­gués [1980]. 2da ed. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 11.

[18] L. A. Romero, op. cit., p. 14.

[19] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas [1976]. México, Siglo XXI, 1984, p. 10.

[20] Ver José Luis Romero. El obstinado rigor. Hacia una historia cultural de América Latina. Edición de Alexander Betancourt Mendieta. México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacio­nal Autónoma de México, 2002, p. 21.

[21] J. Le Goff, op. cit., pp. 9-10.

[22] Omar Acha. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005, p. 103.

[23] C. Astarita, op. cit., p. 22.

[24] J. L. Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal, p. 16.

[25] Ídem.

[26] J. L. Romero. La cultura occidental, p. 80.

[27] Ibíd., p. 88.

[28] Ver por ejemplo Robert Park. “Suggestions for the Investigation of Human Behavior in the Urban Environment” [1916], en Robert E. Park y Ernest W. Burgess: The City. Sugges­tions for Investigation of Human Behavior in the Urban Environment [1925], Chicago, The University of Chicago Press, Midway Reprint, 1984, pp. 1-46; Leonard Reissman. The Ur­ban Process. Cities in Industrial Societies [1964]. New York, The Free Press, 1970.

[29] L. A, Romero, op. cit., p. 4.

[30] Influencias algunas de ellas que, en tanto provenientes de la filosofía de la cultura here­dera de Dilthey, han sido reconocidas por O. Acha, op. cit., pp. 18-19 y pp. 122-123.

[31] L. A. Romero, op. cit., p. 5.

[32] L. A. Romero, op. cit., p. 3.

[33] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, p. 9.

[34] J. L. Romero. El obstinado rigor…, p. 458 y p. 463.

[35] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, p. 260.

[36] Lucio López. La gran aldea [1882], en: Tres épocas de Buenos Aires. Madrid, Aguilar, 1953, p. 138.

[37] Sérgio Buarque de Holanda. Raízes do Brasil [1936]. São Paulo, Companhia das Letras, 2005, p. 87.

[38] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, p. 71.

[39] Ibíd., p. 19.

[40] Ibíd., pp. 248-249.

[41] Alejandro Rofman. Dependencia, estructura de poder y formación regional en América Latina [1974], México, Siglo XXI, 1977.

[42] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, pp. 272-274, 286-288 y 293-294.

[43] Ibíd., p. 249, pp. 274-283.

[44] C. Astarita, op. cit., p. 22.

[45] J. Le Goff, op. cit., p. 11.

[46] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, pp. 304-305 y 317-318.

[47] Arturo Alessandri, citado en Armando de Ramón: Historia de Chile. Desde la invasión incaica hasta nuestros días (1500-2000) [2001], Santiago de Chile, Catalonia, 2006, p. 123.

[48] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, p. 19.

[49] Ibíd., p. 322.

[50] Ibíd., pp. 19-20.

[51] Ibíd., p. 336.

[52] Ferdinand Tönnies. “Gemeínschaft and Gesellschaft” [1887], traducción de Charles P. Loomis, en: Theories of Society. Foundations of Modern Sociological Theory [1961]. New York, The Free Press, 1965, pp. 191-201. Con respecto a la escuela de Chicago, además del caso de R. Park, op. cit., ver Ernest Burgess. “The Growth of the City: An Introduction to a Research Project”, en R. Park y E. Burgess: The City. Suggestions for Investigation of Human Behavior in the Urban Environment [1925]. Chicago, The University of Chicago Press, Midway Reprint, 1984, pp. 47-62.

[53] Adrián Gorelik. La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998, pp. 276-306.

[54] Macedonio Fernández. Papeles de Recienvenido. Poemas, relatos, cuentos, miscelá­nea. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968, p. 14.

[55] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, pp. 339-340. Romero reforzó la analogía entre los sucesos de octubre de 1945 en Buenos Aires y el Bogotazo en “La ciudad latinoamericana y los sucesos políticos” [1969], en J. L. Romero: El obstinado rigor…, pp. 371-388.

[56] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, pp. 348-349.

[57] O. Acha, op. cit., p. 133.

[58] J. L. Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, p. 331.

[59] Ibíd., p. 349 y p. 366.

[60] Ibíd., p. 378.

[61] Carlos Rangel. Del buen salvaje al buen revolucionario. Mitos y realidades de América Latina [1976], Caracas, Criteria, 2005.

[62] Ángel Rama. La ciudad letrada. Hanover, Ediciones del Norte, 1984.

[63] Arturo Almandoz. Entre libros de historia urbana. Para una historiografía de la ciudad y el urbanismo en América Latina. Caracas, Equinoccio, Ediciones de la Universidad Simón Bolívar, 2008, pp. 64-66.

[64] Rafael Gutiérrez Girardot. “Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Luis Romero. El intelectual y el científico”, en Javier Lasarte (coord.): Territorios intelectuales. Pensa­miento y cultura en América Latina. Caracas, La nave va, 2001, pp. 9-10 y 15-16.

[65] A. Almandoz, op. cit., pp. 182-190.

[66] Adrián Gorelik. Miradas sobre Buenos Aires. Historia cultural y crítica urbana. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, pp. 259-265.

[67] Florencia Quesada. En el barrio Amón. Arquitectura, familia y sociabilidad del primer re­sidencial de la élite urbana de San José, 1900-1935. San José, Editorial de la Universidad de Costa Rica, Comisión Nacional de Conmemoraciones Históricas, 2001.

[68] Eloísa Petti Pinheiro. Europa, França e Bahia. Difusão e adaptação de modelos urba­nos. (Paris, Rio e Salvador). Salvador, Edufba, 2002, p. 25, pp. 289-290.

[69] Silverio González Téllez. La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido de la convivencia nacional. Caracas, Fundación para la Cultura Urbana, 2005, pp. 107-116.