Desagraviar al maestro

DAVID VIÑAS

La síntesis de la vida de una persona es algo así como un epitafio laico. Y pues bien, dos personas dedicadas a la historia fueron los únicos profesores memorables que tuve: Claudio Sánchez Albornoz y José Luis Romero. Y si los recuerdo tendría que atribuirlo a que ambos, entonces, se dedicaban a la historia medieval llegando a trabajar juntos, y nos hablaban de Almanzor, de las mezquitas y las sinagogas de Toledo, de los poetas musulmanes que tomaban vino (pese a las prohibiciones) junto a sus amantes y hasta la madrugada en que escuchaban las campanas de alguna iglesia católica cercana. Córdoba tan blanca y sola, el mudéjar, las barbas de los rabinos enruladas y sutiles como sus argumentaciones. Además de esa Andalucía del Medioevo habitada por bibliotecas vertiginosas y esclavas gallegas -cuyos hijos de la morería tenían ojos azules- José Luis Romero y Sánchez Albornoz eran los profesores fuera de serie, sagaces y con pasión en un medio, también entonces, definido por su inepcia o su pedantería. Por lo menos.

Pero, Romero José Luis: lo conocí en 1941 cuando yo estaba en primer año del Liceo Militar General San Martín, cuyo director era Ernesto Florit, antiguo edecán de Alvear. Romero dictaba historia moderna dos veces por semana; y se aparecía por las tardes cargando su portafolio. Adentro no había más que una pipa y un tomo de Maquiavelo. Y él alternaba sus humaredas con sus recuerdos de una Florencia carraspeada entre los Medici, las traiciones papales, alguna estatua de mármol y ciertos apotegmas. Era un aula arrinconada entre un matorral de malvones y la bedelía.

Al año siguiente se obstinó con los borgoñones, las peregrinas doncelleces de la región de Lorena, algunas cruzadas que se iban diseminando hasta llegar a la Jerusalén amurallada y varios procedimientos tan arcaicos como precursores utilizados por la Santa Inquisición para obtener delaciones. Y Romero no se sonreía.

El último año que lo tuve de profesor fue en 1945. Fue una temporada notoriamente movida. Muy pocas clases se dieron a lo largo de ese curso inquietante. Romero dictaba lo que solía llamarse historia universal. Y si empezó comentando los diálogos de Platón, apenas si llegamos a La República. Se le había ocurrido -con otros pocos profesores- cuestionar públicamente la dictadura de Farrell. Ingenua, liberalmente, exigían la entrega del poder a la Suprema Corte de Justicia. Por semejante infracción fue expulsado de su cátedra. Los alumnos de quinto año organizamos una visita y desagravio a su casa de la calle Guatemala.

No sé si era socialista; pero democrático, no me cabe la menor duda. Sobre todo por la manera de tratar a un grupo de alumnos muy jóvenes con un ademán que no era elitista ni demagógico. Algo excepcional en aquellos años (y aún ahora).

A lo largo del “peronismo clásico” (1945-55), a Romero, marginado pero empecinadamente sagaz y hasta agresivo, lo seguí visitando en su casa de Adrogué: arboledas, perros condescendientes, el mitológico edificio del hotel Las Delicias y un antiguo colegio del que había sido director, allá por el 1900, el primero de los Monner Sans en la Argentina. Romero nos atendía -mi Dios- en compañía de Tere, su mujer, tan puntual como inolvidable. En esos años le exigían un certificado de buena conducta para viajar a Montevideo, donde había empezado a dar clases en la universidad; entonces sacó una colección de copias fotográficas que irónica, escrupulosamente distribuía en la Carrera, entre los beneméritos gendarmes de la Prefectura.

¿Anécdotas? Hasta aquí. Sin duda. Pero que se van acumulando hasta dibujar una vida. Por eso, y dando un brinco o, quizá, convocando una fecha lejana y algo borrosa, un guión, y otra fecha mucho más próxima e inexorable: ¿Su mejor libro? Para mí (y todo juicio de valor, al fin de cuentas no es mucho más que un test proyectivo): Latinoamérica, las ideas y las ciudades. Y como entrecierre: José Luis Romero representó la izquierda posible y más lúcida de Sur y La Nación.