José Luis Romero, el historiador socialista

ROGELIO ALANIZ

José Luis Romero murió el 27 de febrero de 1977. Murió en Japón, lejos
de su casa. No era un exiliado en el sentido estricto de la palabra,
pero en un sentido más profundo lo era. Me hubiera gustado conocerlo,
conversar con él, escucharlo, aprender a su lado. Eso no fue posible y
por lo tanto me “resigno” a disfrutar de sus libros, de sus textos
cargados de sugerencias, de interrogantes, de saberes.
Leer a Romero es un placer para la inteligencia y para la
sensibilidad. No es una lectura fácil, (para esos menesteres con Pigna
y Lanata alcanza y sobra); como corresponde a los libros que perduran,
es una lectura exigente. En Romero las ideas se expresan a través de
una prosa elegante,  tensionada por un pensamiento complejo, rico en
matices y en tonalidades.
Creo innecesario insistir en que la calidad de la escritura no es un
recurso retórico, un adorno. Como Sarmiento o como Martínez Estrada, Romero escribe bien porque piensa bien. El ritmo, la cadencia sinuosa y tersa de su lenguaje escrito no es un accidente, un dato menor del
historiador; tiene que ver con la calidad de su pensamiento, con su
facultad para imaginar, para construir imágenes, para elaborar
conceptos que encuentran siempre el giro justo, la palabra precisa, la
frase que sugiere o ilumina, que revela o subvierte.

Alguna vez se me ocurrió decir que la prosa de Tulio Halperin Donghi
me recordaba a Faulkner; ahora se me ocurre pensar que la prosa de
Romero se parece a la de Borges, con el cual las coincidencias que
mantenía eran tan importantes como las diferencias.
Quienes disfrutaron de la felicidad de ser sus alumnos recuerdan que
el profesor escribía como hablaba; el lenguaje oral no traicionaba al
lenguaje escrito. Su elocuencia no se confundía con la ampulosidad, el
palabrerío inútil, vacuo, los lugares comunes. Poseía la difícil
elegancia de la precisión, pero esa precisión estaba cargada de
sentidos, de significados, de alumbramientos.

No creo pecar de exagerado si digo que fue uno de los grandes
intelectuales de la Argentina y tal vez su historiador más importante.
Sus maestros fueron Sarmiento, Groussac y Henriquez Ureña y, sin lugar
a dudas, su hermano mayor, el filósofo Francisco Romero. Si es verdad
que a los maestros no sólo hay que citarlos, además hay que
merecerlos, Romero demostró que sabía estar a la altura de ese
principio.

Fue un historiador riguroso, creativo, exigente, obstinado. Impugnó el ensayismo que subestima las fuentes y los documentos, pero no redujo
el saber histórico a la acumulación de papeles viejos. Su linaje fue el
de los grandes humanistas. La erudición estaba al servicio de una gran
causa y esa causa era el destino del hombre en el sentido más amplio y
generoso de la palabra. El investigador, el estudioso del pasado nunca
dudó en que el presente tenía sus propias exigencias a las que había
que honrar. Siempre se reconoció como un intelectual comprometido,
mucho tiempo antes incluso de que Jean Paul Sartre pusiera de moda el
concepto.
Se dice que Alejandro Korn se afilió al Partido Socialista luego del
golpe de Estado de 1930. Entonces tenía más de setenta años pero
decidió con ese gesto repudiar la asonada militar y comprometerse con
la causa de los trabajadores. Romero se afilió al socialismo en 1945
como una respuesta a la crisis de valores abierta a partir del golpe
de Estado de 1943.
Su oposición al peronismo y a Perón fue clara y frontal. En diciembre
de 1945 dijo en una tribuna: “Ciudadanos: un fantasma recorre la
tierra libérrima en la que nacieron Echeverría y Alberdi, Rivadavia y
Sarmiento: el fantasma fatídico que se levanta de las tumbas apenas
cerradas de Mussolini y Hitler. Sólo la movilización de la ciudadanía
puede disiparlo”. Esas palabras, esa militancia civil le valieron
cesantías, persecuciones y privaciones para él y su familia. Pagó el
precio en silencio y sin ostentaciones. En 1973, cuando le preguntaron
por Perón y el peronismo su respuesta fue algo más matizada: “Perón
simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio. Y
Eva Perón más que él. Pero ahora es sólo él, purificado y hecho
espíritu por la lejanía”.
Romero fue un socialista reformista y democrático. Su elección no fue
ni azarosa ni circunstancial. Desde el punto de vista estrictamente
político desde 1928 venía apoyando al socialismo, apoyo que se había
reiterado en las elecciones de 1931 cuando militó a favor de la
fórmula de Lisandro de la Torre y Nicolás Repetto.
Desde el punto de vista histórico consideraba que la crisis del
liberalismo de los años treinta reclamaba una solución socialista que
se apropiase de las mejores conquistas liberales pero en una clave
cultural y política que ya no podía ser la del liberalismo del siglo
XIX. Para Romero el socialismo no era la negación del liberalismo,
sino su afirmación en nuevas condiciones históricas, con otros actores
sociales y atendiendo a nuevos desafíos culturales y económicos.
Sus relaciones con Carlos Marx fueron las de un socialista crítico,
inteligente y no dogmático. Nunca lo endiosó pero nunca desconoció sus
aportes intelectuales. Por linaje familiar, por formación intelectual,
por elección de vida siempre rechazó los dogmas cerrados, las
dictaduras totalitarias y las adhesiones fanáticas a ideales
redentoristas. Consideraba que Marx era válido si ayudaba a entender
la realidad; lo demás, era aridez teórica y vulgaridad intelectual.
Fue un reformista en el sentido más amplio y generoso del término.
Asumía la complejidad de lo real y se esforzaba por hallar soluciones
razonables, civilizadas y progresistas a los problemas. Sus respuestas
pueden discutirse, pero lo que está fuera de debate es su pasión civil
y su honradez intelectual. “He escrito varias cosas, he militado en
política y he dicho siempre todo lo que me ha parecido que tenía que
decir: lo justo o correcto, lo que era una opinión; sin exceso de
espíritu de facción, pero sí con pasión”.
El historiador honró al ciudadano, pero el ciudadano honró al
historiador. Laico y republicano, la única aristocracia que defendió
fue la de la inteligencia. Su primer tesoro fue la biblioteca que le
obsequió su hermano mayor. A los veinte años publicó su primer ensayo
histórico y desde ese momento nunca dejó de reflexionar sobre el saber
histórico, sobre las relaciones difíciles y cambiantes entre el
presente y el pasado.
Por la amplitud de sus estudios, por el rigor de su formación, por la
estatura de sus intereses intelectuales, fue un clásico. Quienes lo
conocieron aseguran que le gustaba reconocerse en Goethe, en Víctor
Hugo, en Gibbon, en Taine y en aquellos hombres que pretendían poseer
al mundo desde la inteligencia y la sensibilidad. No le molestaba que
lo reconociesen como un historiador social. Sus investigaciones se
orientaban hacia el mundo antiguo y el medioevo. En una oportunidad
alguien le preguntó cómo se atrevía a incursionar en historia
argentina cuando sus preocupaciones giraban alrededor del origen de
las ciudades burguesas en el mundo feudal. Su respuesta fue digna de
él, una respuesta algo irónica, algo paradójica, pero en primer lugar
certera: “Sólo conociendo el mundo antiguo es posible entender la
historia argentina”.
Concebir la historia como totalidad, como totalidad diferenciada, fue
uno de sus grandes aciertos intelectuales. A ello habría que
agregarle, claro está, la calidad de sus hipótesis, el esfuerzo por
las construcciones teóricas amplias, la riqueza interpretativa y su
visión profunda de lo que denomina la “vida histórica”, del proceso
del devenir y de las relaciones entre el cambio y la permanencia y los
diversos sentidos y significados que de allí se derivan.
José Luis Romero murió hace treinta años. Quienes lo conocieron lo
recuerdan como un hombre recto, justo y generoso; un hombre preocupado
por defender valores y principios, un hombre pobre en patrimonios
materiales pero rico en virtudes. Sus amigos, sus discípulos, todos
los que lo amaron extrañan su ausencia; quienes solamente lo hemos
conocido por sus libros mantenemos hacia él una obstinada lealtad,
celebrada cada vez que regresamos a sus libros, a las palabras
escritas por un hombre que supo vivir con plenitud sus años, honrando
con pasión laica los valores de la lucidez y la decencia.