José Luis Romero: intelectual cosmopolita latinoamericano

JUAN GUILLERMO GÓMEZ GARCÍA
RAFAEL RUBIANO MUÑOZ

Formalmente, este libro puede tenerse como una contribución a la asignatura denominada “historiografía latinoamericana”. Pero pretende ser algo más. Pretende contribuir a una discusión sobre el estado intelectual de las ciencias sociales en el país y redefinir un rumbo al compromiso político de la inteligencia profesoral para el siglo XXI. La pretensión es excesiva, si se quiere, y la relación entre la subdisiciplina histórica a que eventualmente pude servir  (la historiografía latinoamericana) y el compromiso implícito que motiva la compilación de estos textos sobre el gran historiador argentino José Luis Romero, quizá escape a primera vista. En este sentido, el libro se propone un desafío múltiple.

José Luis Romero ofrece un modelo intelectual –de cosmopolitismo académico- que supera ampliamente las prácticas corrientes y usualmente consagradas en nuestro medio académico. Este modelo es ejemplar y, en la práctica, solo se tiene como magistral, en el sentido más ambivalente que pueda soportar el término. Su magisterio ejemplar se puede valorar pues como ambiguo y su efecto pragmático difuso. La ambigua difusión del legado de la obra enorme de Romero en la universidad colombiana recae, empero, en el rasgo dominante insular de las ciencias sociales del país y en los efectos todavía menos perceptibles entre los snobistas círculos intelectuales, de las últimas décadas en Colombia. 

La obra de Jose Luis Romero no es una novedad en nuestro medio colombiano. José Luis Romero se leyó apasionadamente, a finales de los años ochenta, por diversos y pequeños grupos de estudiantes universitarios, como efecto de una crisis profunda de la inteligencia académica colombiana. Esta lectura se entendió como protesta y como esperanza a la vez. Como protesta, la lectura de Romero significaba la resistencia a la burocratización temprana de la vida académica y el cómodo alinderamiento que la comunidad profesoral observaba, luego de sus intensos años de inconformismo de las décadas anteriores; y como esperanza, esa lectura del maestro argentino se identificaba con un rumbo utópico de la sociedad colombiana.    

La crisis de la inteligencia académica colombiana -de la historia y la sociología principalmente- en esas décadas consistió, en suma, en que ella no fue capaz de percibir la crisis de sus fundamentos institucionales, su propia crisis fundamental, y se conformó con lo alcanzado, no sin grandes esfuerzos. En el momento en que las figuras más representativas –y que sacaron más provecho- de la inteligencia académica- universitaria colombiana no quisieron ni supieron captar esa crisis, sacrificaron las demandas de la inteligencia a favor de su provecho personal. La lectura de Romero operó como antídoto a la acomodación institucional, a la burocratización científica y al oportunismo profesoral que hoy aqueja a una buena parte de nuestro profesorado universitario.       

La obra de José Luis Romero enseñaba para nosotros, en esta circunstancia, lo contrario a la acomodación, a la burocratización y al oportunismo. Ella enseñaba el mantenimiento de una tensión intelectual, abierta a poderosas fuerzas del espíritu universal, como fundamento teórico a su resistencia contra la comodidad y contra todo oportunismo. El punto de partida de la experiencia académica de Romero parecía muy ajeno a las demandas de respuestas concretas a las realidades acuciantes del país. ¿Qué podían aportar a nosotros contribuciones como Estado y sociedad en el mundo antiguo o De Heródoto a Polibio, sumidos en la desconfianza que deparaban regímenes políticos definitivamente atroces y desesperanzadores? ¿Respondían esas obras históricas a la violencia imperante y al clima de tensiones agobiantes del país colombiano? ¿Había algún modo académico de sacar provecho de esta tarea histórica, que superaba todo presupesto y toda práctica institucionalizada en la universidad colombiana de esas décadas? ¿Eran hoy reproducibles las circunstancias que dieron lugar a estas contribuciones del historiador argentino? Las respuestas no estaban a la mano, pues las preguntas desbordaban –y siguen desbordando- los márgenes de plausibles prácticas universitario-institucionales, cada vez con menores libertades, atrapadas en los ranking internacionales y en las políticas de desarrollo trazadas desde los centros de planeación nacional.    

Sin duda Romero creció en el mundo de entreguerras, todavía heredero de un modelo universitario humboldtiano y una imagen de la cultura europea como presupesto y modelo universal. Este modelo universalista de la cultural europea decimonónica, que justamente las Guerras mundiales, la Revolución rusa y los nazi-fascismos, pusieron en tela de juicio, fue columna vertebral, motivo y marco de su indagación historiográfica como argentino. La ambición historiográfica de José Luis Romero por recabar los presupuestos de su “experiencia argentina”, al hilo del proceso de la formación de la burguesía occidental, fue aparentemente el resultado de una inédita aventura de la inteligencia latinoamericana. Pero si ese resultado se tradujo en una obra, por su calidad e importancia, sin apenas antecedentes y sin un heredero próximo entre nosotros, no es una flor exótica o un monumento inalcanzable. Como flor exótica de la inteligencia o como ícono abrumador histórico, la obra de Romero sería prescindible y hasta contraproducente.    

La obra de José Luis Romero invita a hacer saltar el quicio estrecho de nuestros presupuestos historiográficos, gracias a la universalidad genuina o totalizante que la caracteriza. La lectura de Romero nos introduce en los temas, en los motivos y en los procesos de la tradición europea, y entresaca de ellos el horizonte comparativo en que traduce su propia historia argentina y latinoamericana. En este sentido Romero es de provecho para cada uno de nosotros, porque es el más universal de los historiadores de la lengua española, es decir, que su obra es la superación del dogmatismo provinciano y el presupuesto para la reconfiguración del sujeto-ciudadano en medio de los nacionalismos en crisis.

De este modo el tipo intelectual cosmopolita, que encarna Romero, es lo contrario a una flor exótica. El cosmopolitismo intelectual y el compromiso político formaban una misma red de exigencias y de prácticas, un modo de comprender la tarea del espíritu y definir las prácticas profesionales. Al revés de lo que formuló Ortega y Gasset en 1923 (en ese espectacular libro El tema de nuestro tiempo), a saber, “en Europa han acabado las revoluciones”, Romero comprendió que el signo de nuestra época son las revoluciones y que sustraerse de su análisis (las Guerras mundiales y la guerra civil mundial) era de antemano renunciar a la comprensión de nuestra inevitable inserción en la historia universal y coartar las posibilidades que este ciclo revolucionario entraña. La universalidad académica era solo la elemental consecuencia de la comprensión de un proceso de larga duración y muy amplio espectro, cuya exigencia de estudio la imponía la tarea misma del historiador, y si Romero no fue un marxista-leninista, no supuso esto la renuncia a los postulados de transformación progresiva de la sociedad y su arsenal de tareas concretas partidistas.          

José Luis Romero era también hijo de su época, el heredero indirecto del cosmopolitismo del Modernismo, y sobre todo y más inmediatas de las experiencias literarias –en rigor, ensayísticas- del mexicano Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Era el heredero, pues, de los esfuerzos de la asimilación de las más diversas y encontradas corrientes espirituales europeas y a la vez la superación  de ellas en nuestro medio. Romero alcanzó una cima del pensamiento historiográfico en América Latina por virtud de la conjugación de una tradición intelectual, sólidamente anclada en un repertorio cultural de Occidente, como tarea y presupuesto para fijar una imagen del desarrollo histórico de nuestros países. Su Latinoamérica: las ciudades y las ideas es la obra maestra de este inusitado esfuerzo.

La lectura entre nosotros de la obra de Romero, como lo delatan las contribuciones de colombianos aquí publicadas, estuvo signada por un ánimo de superación e inconformidad. La crisis, que era simplemente la semi-consciencia de los límites de nuestra cultura académica, atizó y dio relieve colectivo a la influencia del historiador argentino entre nosotros. Él se constituyó como referente obligado, intelectual y moral, para la vita activa de una nueva inteligencia profesoral. Era una exigencia que, al sacudirse del sonambulismo-ambiente, pretendía romper con el continuum de las prácticas académico-universitarias consagradas y demostrar con una práctica consecuente resolver la disyuntiva que había planteado Alfonso Reyes, en “Notas sobre la inteligencia americana”, si debemos consagrarnos solo a una especialidad nacional o asomarnos sin complejos al mundo europeo, en su conjunto. Aliento vital-intelectual, que Reyes resume así: “Muy al contrario, presiento que la inteligencia americana está llamada a desempeñar la más noble función complementaria: la de ir estableciendo síntesis, aunque sean necesariamente provisionales; la de ir aplicando prontamente los resultados, verificando el valor de la teoría en la carne viva de la acción. Por este camino, si la economía de Europa ya necesita de nosotros, también acabará por necesitarnos la misma inteligencia de Europa.” 

Renovar el ambiente, viciado o acomodado de finales de los ochenta y principios de los noventa en la universidad colombiana, no fue solo un deseo o una consigna, para sus lectores universitarios. Hoy se puede constatar, al margen de la nostalgia o de la hipérbole deformadora, que las lecciones de José Luis Romero quisieron ponerse al servicio de una utopía universitaria. Si el resultado no fue lo suficientemente significativo o consistente, los factores que intervinieron en él para frustrar parcialmente la idea siguen vigentes o se han transformado en un signo del porvenir. De allí la actualidad y potencial crítico de una lectura de Romero para las nuevas generaciones. Su lectura se impone como una precisión y un ajuste con el medio y para contribuir a romper tantos lazos asfixiantes. Su lectura es un acto de emancipación intelectual y una fuente de confrontación saludable. Es así fuente de placer y alegría, fundamento de una formación profesional y de un presupuesto de la ciudadanía cosmopolita.

Como lectores de José Luis Romero, teníamos tras de sí la experiencia intelectual de los historiadores y sociólogos que, en la generación inmediatamente anterior, había discutido vehemente el estatuto de democracia restringida del Frente Nacional. Lo que se llamó “generación de Estado de sitio” había sentado los fundamentos de la nueva historia y la nueva sociología para el país. Los nombres de Orlando Fals Borda y de Jaime Jaramillo Uribe resumen esa experiencia. Pero son sus discípulos los que cumplen con la tarea, en los años sesenta y setenta, asociada a la emergencia de los movimientos sociales, estudiantil, obrero, agrario y guerrillero, de generar una amplia producción intelectual que podemos amparar bajo el epíteto de “libro de izquierda”.

Esta producción histórica, sociológica e histórico-social y política emergente produjo una serie nada desdeñable de obras e hizo circular una veintena de autores que conocieron una resonancia de época. Al examinar hoy los títulos se puede inferir la conexión entre las demandas político-democráticas de las juventudes universitarias y de los grupos de resistencia política y las temáticas y énfasis académicos dominantes. Así la búsqueda de una entidad nacional, bajo la investigación de una estructura económico-social, se ponía al servicio de una movilización de gran escala que hizo mucho ruido[1].  

Los nombres más representativos de esa generación, que encabezaban Mario Arrubla, Germán Colmenares, Álvaro Tirado Mejía, Salomón Kalmanovitz, Marco Palacios y media docena más, ya no satisfacían expectativas y exigencias de la generación siguiente, muy a pesar de sus logros académicos y su relevancia en la opinión radical del país. A esta insatisfacción de la generación que leyó en los márgenes del proceso general a José Luis Romero –y lo que él postulativamente representaba-, cabría calificarla de diversos modos. Nada revela menos ingratitud que la crítica y menos envidia que la comparación estimulante. El reconocimiento de esta tarea era el presupuesto para distanciarse de la celebración y coronación que, como colofón. se hizo de muchos de ellos. Esta actitud también determinó un destino académico que todavía parece ser dominante en el medio universitario colombiano. La excentricidad académica ha querido ser tributo de una generación que quiso señalar a José Luis Romero como paradigma –heredero intelectual de Reyes, Henríquez Ureña, Picón Salas-, que se debatió como intelectual entre los dilemas propios de una sociedad en intensa y acelerada transición social. 

La universidad colombiana quedó flotando durante más de dos décadas, entre 1970 y mediados de los noventa, sin investigación científica, sin publicaciones académicas, sin bibliotecas universitarias bien equipadas, sin vínculos internacionales ni grupos o prácticas de investigación y docente mínimas[2]. Esto desestimuló prematuramente la producción académica de las figuras de primer orden y de sus discípulos, quienes no lograron capitalizar a tiempo las lecciones impartidas por sus maestros. Muchos talentos fueron abortados y resultaron víctimas de una desorientación creciente. Así que a finales de los ochenta, la voz de José Luis Romero, atizada por las enseñanzas de Rafael Gutiérrez Girardot y la revista Argumentos de Rubén Jaramillo Vélez, resonaba como un desafío, como una alternativa ante la desazón institucionalizada y el medio ambiente de la cultura intelectual poco creativa o definitivamente encogida o esclerotizada. Entre un Estado a la defensiva, que estimuló salidas autoritarias y hasta dictatoriales (Turbay Ayala fue un Pinochet con corbatín) ante la marejada de resistencia subversiva, y una sociedad que empezaba a sentir los efectos de la primera escalada del narcotráfico (Pablo Escobar captaba a favor de su empresa criminal un resentimiento social acumulado y un impulso de enriquecimiento inmoral como vieja práctica generalizada), y un sistema universitario en caída libre, las posibilidades de abrir caminos alternos de utopía, parecía una empresa cultural, social e individual, muy improbable.            

Nada más improbable pero inaplazable que buscar nuevas alternativas, otros caminos de modernidad, tras los efectos o la resaca de las movilizaciones universitarias de finales de los setenta y principios de los ochenta. Los disímiles caminos y resultados, todavía a la expectativa, no demeritan la justa protesta. Empero, la protesta justa no se ponía al día de las exigencias implícitas por una nueva cultura intelectual. La misma sensación de que tras la “nueva historia” de Colombia, nada se ha logrado sustancialmente creativo (o nada comparativo), hace parte de una aparentemente esclerosis neuronal. No es así. Pero lo que parece acercarse más a la evidencia es que los “cacaos” de la Nueva historia agotaron tempranamente sus cartuchos intelectuales, sin detrimento de una figuración, que merecieron en su momento, pero que poco a poco se parecía más a la simulación intelectual y a la afectación política en retirada. Esta persistencia de la notoriedad pública sobreviviente de la plana mayor de nuestros historiadores de los sesenta y setenta, que no se compadece con su creación efectiva posterior, confirma la variable de una regla de la sociología de la literatura que reza, “el primer éxito literario, garantiza los siguientes éxitos al autor”, que se conoce más popularmente con el adagio “cría fama y échate a dormir”.

Si algo precisa hoy la universidad colombiana, al abocarse a reformar o refundar sus postulados (en caso que esta tarea sea susceptible de emprender), es discutir los fundamentos del conocimiento científico y la tarea crítica de los intelectuales en una sociedad en permanente sensación de naufragio. Esto implica la conciencia de la crisis universal de la noción de historia, la crisis universal de la democracia representativa y la crisis de todos los valores ontológicos y estéticos que caracterizaron a la sociedad europea del siglo XVIII y XIX. Estas múltiples crisis son el horizonte –en alguna medida aterrador-, que como patrimonio deshecho, cuenta los hijos de la posguerra y cuyos efectos deben sopesarse a la hora de retomar ese hilo desecho de la historia. Este recuento es exigente, y quizá inabordable, en alguna medida. Renunciar, sin embargo, a él, fragmenta la comprensión, debilita la formulación de base. 

La pregunta por una renovación o reforma o refundación de la vida universitaria, remite a la pregunta de ¿dónde están hoy los intelectuales del tipo de José Luis Romero? La pregunta tiene un toque de añoranza y por tanto de anacronismo. Hoy la situación en Colombia ha cambiado considerablemente, no tanto porque no haya intelectuales o se juzgue a ellos como pseudo-intelectuales u otros adjetivos agraviantes. Mucho de ello es merecido. La pregunta remite quizá al cuestionamiento del modelo interpretativo más generalizado en la discusión de la historia intelectual de cuño francés, a saber, la explicación del paso del intelectual universalista comprometido (en el tipo de Sastre) al intelectual especializado. Este modelo interpretativo que introdujo el muy divulgado Michel Foucault, ha hecho carrera. Pero hay una explicación acaso más auténtica, que sobre todo implica un recuento de un asunto local (no necesariamente endémico).

En efecto, hoy una parte del profesorado colombiano cumple con los requerimientos de su estatus, en términos de su competencia académica y domina por este conocimiento institucioanlizado los resortes de la vida universitaria. Este profesorado competente tiene la titulación académica exigida y conoce las prácticas consagradas con estándares internacionales. Esta normalización de las prácticas institucionales universitarias, con todo, no ha generado figuras descollantes, pero tampoco un grupo suficientemente representativo que dé la batalla por un cambio estructural de la universidad a luz de las inmensas necesidades nacionales. El profesorado altamente capacitado se acomoda y saca provecho de su alto estatus, al margen y por encima de sus colegas, con menos capacidades y en situación en desventaja. Hay pues hoy, paralelo y a la base, también un proletariado profesoral, muy deprimido y desadaptado. Sabemos que por esta situación pasó la estructura universitaria norteamericana en los años ochenta.

Este fraccionamiento de la estructura profesoral, en medio del mayor desnivel que se produce entre universidades acreditadas y universidades de garaje, complementa la otra fisura que se da entre universidades públicas y universidades privadas de elite, y forman un conjunto o panorama tan heterogéneo de instituciones o semi-instituciones que difícilmente esto (las casi 350 IES) se puede calificar de estructura o sistema nacional universitario.

Con todo, ello no explica del todo lo que podemos llamar la carencia de un liderazgo efectivo (amplios cuadros académicos dinámicos competentes ya a la vez inconformes y organizados), políticamente visible, del profesorado intelectual. Esta visibilidad de un profesorado, altamente competitivo en su determinada especialización académica, pero casi invisibilizado en la vida pública del país, es un fenómeno apenas nuevo. La nueva clase de profesores especialistas, en disciplinas tanto sociales y humanas como biológicas e ingenierías, ha sucumbido como cómplice de un sistema rentable para su elite del saber y así ha despolitizado su acción más allá de la busca gremial de sus privilegios. Esta despolitización se puede ver como efecto de las tareas y los requerimientos exigidos en el rendimiento diario en sus centros universitarios y en la ética de trabajo adquirida en el proceso mismo de su formación doctoral y posdoctoral, en centros universitarios europeos o norteamericanos. Este cumplimiento cotidiano del deber académico genera la sensación legítima de bienestar íntimo y buena conciencia profesoral, de haberse ganado el salario con el sudor de su inteligencia y fidelidad institucional, pero barre debajo del tapete la mugre política que surge por todos los rincones.

Los mejores talentos han sido pues capturados por la lógica instrumental de su quehacer, al cimentar un nuevo prestigio, frente al viejo sistema profesoral, caduco y anacrónico. Pero también esa superioridad objetiva de sus servicios profesorales se ha convertido en una fuente de injusticias institucionales, frente a un profesorado terciarizado y proletarizado, al que se le ha dado la espalda. La lógica instrumental de la competencia académico-profesional, no la solidaridad bajo ninguna de sus alcances, mueve su plan de trabajo profesoral. Han dejado estos profesores altamente capacitados, en una palabra, el campo libre de la discusión sobre el destino general de la universidad, su sistema de financiamiento, sus órganos de poder y gobierno, su vocación social-cultural y su dimensión política, en manos de los otros, es decir, en manos de la vieja y mañosa clase política nacional (o de órganos extranacionales como OCDE o Banco Mundial). El problema de la democracia universitaria, les resulta a estos colegas tan extraño como las virtudes de la virginidad al marqués de Sade.

Se ha argumentado que si hay algo desprestigiado en Colombia es la clase política, percibida como “excepcionalmente corrupta, incompetente y cínica” (la expresión la tomamos de Edmund Wilson), sin reparar en la paradoja de que esa clase “excepcionalmente corrupta, incompetente y cínica” es la que recibe abrumadoramente el respaldo en cada elección y se le permite meter la mano hasta donde quiera, en procura de la inmovilidad de lo existente. Esto abrevia la conclusión de que los más perversos son los eternos ganadores: “ser pillo paga”. 

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José Luis Romero, una conciencia lúcida como historiador, asumió el desafío de darle sentido y coherencia a ese derrumbe y a un virtual restablecimiento de expectativas para rehacerse del desengaño monumental. Sus libros La vida histórica, El ciclo de la revolución contemporánea o Estudio de la mentalidad burguesa son agudos testimonios de la estructura crítica de Occidente. En una versión libre de esas lecciones para nosotros quedó, además de reelaborar por cuenta propia esa crisis como presupuesto de la actividad intelectual, la perdurable insistencia en volver sobre el horizonte europeo. Si Romero estuvo condicionado al iniciar su carrera de historiador por las suscitaciones intelectuales de Franz Werfel, Paul Valéry, Oswald Spengler, el conde de Keyserling o Miguel Unamuno, para nosotros esas referencias son usualmente extrañas. La lucidez de Romero, empero, estuvo por encima de estos referentes intelectuales, algunos de ellos equívocos (afinidades peligrosas), como fue el del mismo Spengler.

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De ese estímulo primario de José Luis Romero forjamos, en esos años de oscuridad de los ochenta, un esquema de la crisis europea que cabe resumir de modo complementario al Ciclo de la revolución contemporánea (guardando las requeridas distancias). Con las dos Guerras mundiales no solo se pusieron en entredicho los ideales ilustrados, románticos, positivistas, historicista y acaso marxistas –al menos en la versión leninista, derivada del SPD alemán- del curso de la moderna historia occidental. La historia desde finales del siglo XVIII, con la Revolución francesa particularmente, había estimulado y aun consolidado una imagen secular, y más o menos confiada, de la historia como hechura del hombre, como voluntad libre y progreso indefinido. Gracias a su voluntad moralmente libre –que implicaba su constante impulso consciente a observar sus virtudes cívico- seculares- el hombre ilustrado positivista se hizo dueño de sí, autor de sus destino y generador confiado del destino humano en general.

La respuesta a la primera crisis de la razón ilustrada (por el terror jacobino), la dio la filosofía de la historia, que reverdeció durante todo el siglo XIX bajo Hegel y sobre todo bajo el utopismo socialista, los positivismos y el marxismo. El Manifiesto comunista mismo de Marx y Engels constituyó una contundente declaración de fe del destino manifiesto racional de la historia universal, cuyo proletariado fungía como secretario del espíritu universal. La fe en la revolución inminente del 48, fue atenuada por las aventuras del segundo Napoleón, el segundón Napoleón III, pero el declive de ese César hechizo se convirtió en condición del cumplimiento de la revolución definitiva del hombre. Reelaboró Marx su fe revolucionaria, dosificó su dialéctica con plazo más pragmático, con su menos célebre, pero igualmente determinante para su madurez intelectual, El 18 Brumario de Luis Bonaparte. En el sutilizó, refinó su método de análisis de coyuntura.  Así que el porvenir deparaba lo mejor de la humanidad, pese a este incómodo populismo bonapartista. La organización internacional del proletariado se impuso como medida y exigencia para la revolución mundial: la dialéctica marxista no era un asunto libresco y demandaba una organización suficientemente contundente para derribar los últimos bastiones del orden capitalista, como expresión extrema de la explotación del hombre por el hombre.  

Fue la unificación de Alemania bajo Bismarck, construida a base de una violencia militarista sin precedentes (derrotando a Austria en 1866 y a Francia en 1870) y un imperialismo campante, lo que sentó los cimientos de una disputa de las potencias por la dominación imperialista planetaria. La Primera Guerra mundial se coció lentamente en este ambiente de euforia Guillermina. La visita del Kaiser Guillermo II a Palestina, en que arranca al sultán Abdul Hamid II la promesa de la concesión del ferrocarril de Bagdad,  hace parte estructural de la carrera demencial hacia la destrucción total. La Guerra mundial precipitó, por su parte, la Revolución rusa bolchevique (este año se cumplen cien años del magno suceso), y creó el clima de la tensa entreguerra, de la que nació el movimiento de masas alterno o más confuso posible, el nazifascismo. Hitler fue bendecido por la Gran Guerra y el experimento de la Räterepublik comunista muniquesa, la ocasión para que el pobre diablo pintor ambulante y luego cabo casi insignificante se elevara, por arte de la magia (odio, frustración, prejuicios oportunamente bien administrados), como conductor de la venganza del Reich derrotado. 

La Segunda guerra mundial, en fin, no solo afectó en sustancia los valores del humanismo renacentista, de la filosofía de la ilustración, de la esperanza de los socialismos, en sus diversas variables. Esta crisis también había afectado el sentido o posibilidad de una filosofía de la historia, es decir, de una historia con sentido humanístico, o simplemente de la práctica de la historia como disciplina académica. Si la filosofía de la historia era hija del siglo XVIII, y por tanto era hija de la resistencia anti-absolutista, como lo considera Reinhard Koselleck en Crítica y crisis (1959), el derrumbe del proyecto humanista-iluminista, que hizo posible a Lessing, pero también a Condorcet, Kant o Hegel o Marx, como filósofos de la historia, evidenció el desinterés por la historia como reina de las ciencias del hombre. Spengler mismo había estado en el punto de inflexión entre la muerte de la filosofía de la historia ilustrada y la apoteosis de sus grandiosas morfologías culturales, más cerca al esoterismo imperialista (su héroe era no von Ranke, sino Cecil Rhodes). Con Spengler ¿no valía tanto consagrase a la historia como a cualquier pesimismo snobista?

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Tras los destrozos de las Guerras mundiales, tanto en vidas como en valores esenciales del hombre, solo la propaganda descarada o la ingenuidad que roza con la tontería (entre estas se cuentan los ismos de renovación religiosa o el esoterismo o los ocultismos), podrían sacar provecho y fruto. Así que una parte sustancial de la crisis del mundo occidental fue el derrumbe de una filosofía de la historia, que significó a la vez la deshistorización de la experiencia humana. La deshistorización o desinterés del público culto por la historia, otrora reina de las disciplinas humanas, fue el resultado inevitable. La tarea titánica de los historiadores historicistas del siglo XIX (Niebuhr, Mommsen, Von Ranke, Droysen, Burckhardt, Renan, Fustel de Coulanges), cayó en el vacío.

José Luis Romero sacó las consecuencias de esa crisis de la disciplina histórica, o deshistorización del mundo, de modo  que fueron filósofos o novelistas los que tomaron la delantera y ofrecieron al público voraz por novedades o verdades históricas, las más diversas, pero lo mismo las más inquietantes interpretaciones. Así hizo su agosto la biografía histórica, de Emil Ludwig o de Stefan Zweig, no por su profundidad sino por ofrecer en moldes de fácil comprensión un universo que le era tan lejano a ese creciente público. Por popular que fuera esa modalidad historiográfica, la “moda biográfica” (para decirlo con Leo Löwenthal) no trascendió de los límites de la circunstancia que la había hecho próspera como género de emergencia.  

Este descrédito de la historia como disciplina de profesionales de archivo, es decir, la crisis de la institucionalización de la historia que garantizara con rigor la interpretación del sentido último de la historia para responder al enigma de lo humano, tuvo un efecto más profundo y académicamente más decisivo para los años de la Segunda posguerra. Este descrédito de la historia obró, en fin, a favor de la especialización de otras disciplinas sociales.

A Romero no le fue difícil percibir  los efectos de los formalismos, de los estructuralismo, del econometrismo, de los giros lingüísticos, la moda freudiana, con su ahistoricidad paradójicamente creativa, que emergieron tras la Segunda post-guerra y sus consecuencias para la disciplina histórica. Definitivamente tras el derrumbe de los postulados ilustrados y la consistencia dialéctica del acontecer histórico (que obraban con las categorías de totalidad y mediación), tras la hecatombe de la racionalidad occidental, la historia como proyecto unívoco del género humano se hizo añicos. Esta destrucción del horizonte del progreso moral de hombre hacia “un constante mejor” (Kant), como lo señala el mismo Romero, tuvo su contrarréplica en el plano del desarrollo técnico-científico e industrial: el hombre se superó, progresó, pero era para hacerse más daño, para destruirse mejor en integridad. Los veinticinco millones de muertos de la Primera guerra mundial, insiste el historiador argentino, determinaron un “psicosis de encrucijada”, una disyuntiva fatal. Esta disyuntiva se fraguó entre la desesperanza nihilista que entregó al individuo a observarse las entrañas de su Yo en soledad, a expensas de su sentido gregario, y la participación en política en grupos o sectas cada vez más violentas, extremistas e intolerantes. Esa brutal caída del hombre público (entre su despolitización desesperanzadora y su hiperpolitización agresiva) había desenmascarado los falsificados postulados humanitarios de las corrientes anteriores, dando lugar a una “revolución conservadora”; a una “revolución contra la revolución” (Romero). Este fue el trabajo de zapa de Mussolini, Primo de Rivera, Hitler. Romero enseñó a verlo de frente, sin dilaciones y sin el patetismo de los artífices de la “revolución contra la revolución”. Más directa o indirectamente hoy podemos identificar a intelectuales como Ernst Jünger, Carl Schmitt, Gottfried Benn, Spengler y hasta el mismo Thomas Mann, en su labor de zapa contra la democracia, el parlamentarismo, la racionalidad científica de la modernidad, como esos intelectuales a los que señaló Romain Rolland, en su manifiesto pacifista “Más allá de la contienda”, como los más funestos enemigos de Alemania.    

La revisión histórica de Romero señala cómo esta fuente de la democracia fue sustituida, en forma por lo demás histérica, por las masas que erigieron en su lugar a un Führer. Este mandamás, esta figura autoritaria encajó perfectamente en la estructura del autoritarismo social-burgués como resultado de esa movilización en segundo grado. El caudillo copó la atención y ofuscó la raíz, paradójicamente democrática de ese impulso inevitable. La “democracia de emociones” (la expresión es de Mannheim), sustituyó la democracia formal rousseauniana, no por no creer en la democracia sino por resultarle sus formas parlamentarias consagradas anti-democráticas. Las masas no pidieron permiso y se abrieron paso violentamente contra una sociedad burguesa y sus instituciones formalmente constitucionales, que quería mantener una distancia obsoleta frente a las instituciones públicas, frente a la experiencia de lo político. Al caudillismo inherente de este período, que implicaba el acceso de grandes colectividades al mundo incierto de lo público, se le llamó fascismo. Fue la violencia organizada por el Estado omnímodo, que se burlaba de la anterior división de los poderes públicos, porque entendió, conforme uno de sus agudos doctrinarios (Carl Schmitt), que la soberanía se contraía al poder del soberano de decidir en un estado de emergencia. Como la emergencia era la regla, la voluntad del Kaiser o de cualquier otra autoridad era el predicado del nuevo constitucionalismo decisionista. El mismo Schmitt vio en Hitler la encarnación activa de la libertad político-jurisdiccional del Estado alemán y en la Leyes de Nüremberg de 1935 las bases de una verdadera constitución (contra la Constitución de la República de Weimar), para una Alemania soberana, libre, decente y sin contaminación judía.   

La gran crisis del modelo democrático de raíz rousseauniana, no obró en el vacío social y estuvo atada a las convulsiones sociales. Para Romero, que veía el drama argentino del ascenso del peronismo, estas lecciones de la historia europea no podían pasarse por alto. La democracia de masas era un reto inevitable para toda democracia formal-parlamentaria, que no debía abandonar sus postulados últimos ilustrados, pero debía responder al mismo tiempo a las necesidades emergentes de las masas. Estas necesidades no se contraían a las demandas materiales o de confort, sino a responder a un elemento simbólico de participación de la masa, entre real, sensacional e ilusorio, pues las masas no son meros conglomerados numéricos, sino fuerzas vivas tras representaciones políticas que rompen los marcos políticos consagrados. De modo que crisis es crisis de representación política, ante todo, crisis de orientación institucional que genera esta “psicosis de encrucijada”.

Romero recordó que en esa movilización nazi-fascista europea no se trató solo de una movilización o un impulso masivo, sino que su dinámica respondía a una profunda desestructuración social anterior. La sociedad burguesa, que había sido caracterizada tempranamente por Adam Smith por la división social del trabajo, en el mismo año en que Goethe escribía Los sufrimientos del joven Werther (primera protesta proto-romántica contra la sociedad burguesa), buscaba una redefinición a una situación extrema un siglo después.

Esta desestructuración social conoció (agreguemos por nuestro lado) el nombre de anomia.  El neologismo científico procedía de Émile Durkheim (Romero aplica provechosamente el concepto durkheimiano de anomia en Latinoamérica: las ciudades y las ideas). El libro El Suicidio (1897) de Durkheim (que le valió un crédito indisputable y la primera cátedra universitaria de sociología en Europa) era el resultado de una indagación sociológica paradigmática que desvelaba la tragedia de esa división social del trabajo y la virtual carencia de valores morales del profesional para guiar su conducta social. El hombre burgués, por virtud de su competencia profesional, tendía a un aislamiento mayor; su individualismo exacerbado lo alineaba de los fuertes vínculos comunitarios tradicionales y culminaba por auto-destruirse. La desesperación así hacía mella en el más caracterizado exponente de la sociedad burguesa, el profesional de clase media, competente, especialista capacitado, pero a la vez homo faber solitario desadaptado o suicida.

La anomia era pues parte de una situación propia de la condición humana en una época de intensa transición social. La anomia era en principio yuxtaposición de valores sociales, por la aceleración del ciclo histórico. Romero lo contempló parcialmente en su examen de la crisis del Ciclo de la revolución contemporánea, pero lo implicó en sus recorridos de la crisis como un producto de la desestructuración de la sociedad, que en el siglo XX siguió acusando los alarmantes síntomas negativos de su secularización radical.

La profunda perturbación en el ámbito de la cultura, que hasta Marx todavía parecía salvaguarda de cualquier crítica –eran todavía el arte y las ciencias- entra en pleno declive. Era otra inexorable consecuencia de este extravío colectivo. Max Scheler lo documenta en un libro –fácil de leer: Conocimiento y trabajo (1926), que estaba entre los autores de cabecera de Romero. Era pues la incertidumbre epistemológica de Occidente. Occidente se ponía en tela de juicio, como entidad epistémica, como cultura. La unilateralidad racionalista, o lo que se asoció con ella –el imperialismo y la guerra-, daba lugar a discutir los fundamentos humanistas y científico-cartesianos que la había distinguido. No solo era disputable esa soberanía de la razón occidental, a la luz de sus enormes errores, sino que las masas impusieron su punto de vista, su situación de conocimiento. En estas condiciones era un acto de fatalismo ideológico, afirmar esto o aquello, pues se levantó una abrumadora protesta contra todo derivado de ese cúmulo enciclopédico de conocimientos. Los relativismos dominaron la escena y el culturalismo, como discurso anti-colonial, entró a escena.  

A este conjunto de problemas, apenas esbozados en las anteriores líneas, aludimos cuando hablamos de las lecciones de Romero para elevar la conciencia de todo universitario en el presente (es la categoría exigida en toda interpretación de la vida histórica en Romero, a saber, la categoría dialéctica de la totalidad). Esta conciencia de la estructura crítica de Occidente se traduce en la forma en que el historiador Romero la expresa en su obra. Él, como heredero de la ensayística universalista de Reyes y Henríquez Ureña, como ya advertimos, supo aunar esta exigencia universal a un estilo claro, conciso, pedagógico e ilustrado. Su narrativa –se conoce técnicamente, como la “tópica”-[3] estuvo a la altura de sus pretensiones y era el instrumento idóneo de su quehacer histórico. La modelación estilística de su pensamiento era un sustrato de la crisis de la práctica histórica –no escribió solo para el gremio de los profesionales de la historia sino para el lector que ha sido alejado de la historia por “los historiadores que Carlyle llamó dry-as-dust y los sociólogos torturados por la discriminación de las influencias telúricas, en el fondo artífices de una historia y una sociología fáciles”-[4] en la sociedad de masas.

Si en alguna nota de los años cuarenta todavía se delata en Romero la impronta de Ortega y Gasset[5], la inspiración de su escritura parte de un polo político opuesto. Romero es un demócrata y socialista convencido. Así que su transparente y viva escritura es la síntesis del rigor del especialista y de su voluntad democrática por hacer accesible al gran público la gran problemática del presente. Su tarea de historiador era una tarea publicística, pues, en un sentido ilustrado de la palabra. La crítica de Romero a los historiadores historicistas –a los abogados de las causas ganadas- era también una praxis estética. Especialidad profesional, universalidad dialéctica y virtud expresiva eran el resultado de esta praxis discursiva, que ya se haya expresada en su primera obra, en La vida histórica, El ciclo de la revolución contemporánea, Las ideas políticas en la Argentina, para mencionar tres títulos de amplia divulgación.

Cabría cotejar El ciclo de la revolución contemporánea de Romero con dos obras casi concomitante que hicieron época en Europa. La primera es la del más destacado teórico marxista (de cuño leninista) del siglo XX, el húngaro Georg Lukács, La destrucción de la razón (traducida al español con el absurdo título El asalto a la razón), de 1952 y la segunda, Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt.  Lukács perfila en esta obra una monumental revisión de la filosofía poshegeliana alemana que sentó las bases del irracionalismo y el vitalismo anti-racionalista, ya desde los años de la Revolución francesa. Desde Schelling y Schopenhauer a Nietzsche, y de Nietzsche a Rosenberg y Hitler, se traza como un arco fatídico e ineluctable, que hace de Alemania no solo la patria por antonomasia de la irracionalismo filosófico, sino que lleva a sus últimas consecuencia este movimiento filosófico que fue universal, que está en las entrañas misma de la experiencia global europea, y que salió de las aulas para instaurarse en la calle, en las tabernas, en el poder totalitario. Así que la pérdida del sentido de la racionalidad de la historia, que se expresa de diversos y expresos modos en esta carrera loca contra la racionalidad ilustrada y dialéctica, era la destrucción de una filosofía de la historia (hegeliano-marxista) que garantizaba y contemplaba para las masas un mejor mañana, una vida menos traumática, socialmente consideradas. Frente a la esperanza fundada humanísticamente (en Kant o Hegel o Marx), se impuso para Lukács la demagogia racista, guerrerista y ultranacionalista más descara y destructiva. Pese al sustrato estalinista de Lukács, cabe resaltar la indudable importancia de las expresiones del irracionalismo, como concomitantes al historicismo ilustrado y dialéctico en el curso del siglo XIX y XX, y que corresponde a las diversas fases o períodos de la lucha de clase.

Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, por su parte, que había sido publicado en 1951, se ofrece como un panorama, con un tono no menos polémico y combativo, una prosa sugestiva y una argumentación aplastante, para dar razón de lo inexplicable. La movilización de masas espontánea o maquinada contra los postulados del racionalismo occidental y los vericuetos y escondijos en que los argumentos más bajos se hicieron sentir para negar la evidencia de la condición humana, constituyen el foco de atención para reconstruir los momentos históricos, los antecedentes pues que articularon la marcha final de la infernal maquinaria de guerra antisemita del hitlerismo. No es Hitler sino el bufón sanguinario que cierra el telón de un movimiento pan-europeo, que tiene su raíz no solo en los episodios de por sí escandalosos de la quiebra de la compañía del Canal de Panamá en Francia y el Affaire Dreyfus. Estos episodios resonantes, que habilitan a Francia como el nido del totalitarismo, son reconstruidos con una cautivamente y militante intrepidez por Arendt. El antisemitismo no era obra espontánea, sino un articulado de hechos acumulados y concomitantes, que se resolvió en una fatalidad que dominó la opinión pública francesa. La Francia escindida entre dreyfusianos y anti-dreyfusisnos aclimató este tumor antisemita en las entrañas de una nación contaminada por la desesperanza del republicanismo. Solo Clemenceau, según la autora, creía en la democracia republicana francesa a cabalidad, al momento de escribir Emile Zola el “Yo acuso” (1898). También en esa peligrosa bufonada mayúscula, los intelectuales de derecha, Maurràs y Barrès, y el periodista Drumont, hicieron su agosto. Pero antes de este episodio determinante en la historia del antisemitismo, aparece el movimiento romántico, emergen las figuras de un Adam Müller, Friedrich Schlegel o Clemens Brentano, como estos magníficos intelectuales, prestos a toda aventura y a toda desvergüenza (Arendt arremete contra la intelectualidad romántica en un tono que dista del análisis más convincente sobre este movimiento como génesis del irracionalismo moderno que realiza Karl Mannheim). Arendt traza esa carrera del totalitarismo, que ubica, como Lukács, en los mismos orígenes de la reacción anti-revolucionaria en Alemania, pero focaliza su discusión (que no pretende la minuciosa exposición exegética filosófica del filósofo húngaro) sobre la vigencia perpetua de los derechos humanos. Con la violación de los derechos humanos no solo se destruye un derecho, la vida, la libertad, la expresión (o incluso el más anticuado, la propiedad) a alguien, sino que de antemano se le pone fuera de la ley; queda en el limbo de la ilegalidad.  Antes de violarle el derecho, ya es considerado indigno de ese derecho, como individuo, como raza o comunidad nacional.     

Con este sumario cotejo con Lukács y Arendt (se puede ampliar el cotejo, por ejemplo con La miseria del historicismo de Karl Popper), resalta la peculiaridad de Romero, su condición de ciudadano del mundo del pensamiento. El cosmopolitismo intelectual de José Luis Romero queda presente por el valor de buscar una raíz de la crisis occidental, que derivó en las Guerras mundiales. Romero ubicó esta crisis en la confrontación de dos mentalidades, la burguesa y la proletaria, en 1848, no sin antes trazar un perfil de la tarea de la burguesía en la configuración del mundo histórico europeo, desde el siglo XIII al XIX. De modo que al momento en que la mentalidad revolucionaria se enfrenta abiertamente a la burguesía, esta ya cuenta con una trayectoria de siglos, que no solo dieron lugar a la explosión del capitalismo, la creación de enormes riquezas, en dinero y tesoros artísticos sino a favor de las libertades humanas[6].

La confrontación decisiva que se desvela en 1848; ella fue subiendo de nivel, en la misma medida que la conciencia burguesa cedía antes sus propios principios progresistas, es decir, en la medida que se volvía cada vez más reaccionaria, y sobre todo en la medida en que cada vez desdecía más palmariamente con sus acciones y sus actitudes sus postulados político-morales. De modo que la burguesía europea y occidental, luego de desmentirse a sí misma de tantos modos, solo pudo exhibir lo peor de sí misma. Mostró el lado flaco por sus contradicciones de modo que la ascendente mentalidad revolucionaria la encontró desprovista de argumentos legítimos y, sobre todo, maniatada por sus contradicciones irreparables. La Revolución rusa fue el golpe a una burguesía europea que se destrozaba en los campos de guerra, en el momento en que todavía el Estado mayor alemán creía poder manipular a su acomodo al líder bolchevique, Lenin, preso en Austria hacía tres años, y enviado en el famoso tren blindado para dirigir una revuelta que no podía ya controlar el burgués Kerensky. Las cosas derivaron para Romero, no solo hacia un camino imprevisto, sino quizá al más imprevisto e indeseado camino para la burguesía mundial. Si el nazi-fascismo se presenta como una falsa revolución, que favorece el gran capital contra la revolución proletaria, paradójicamente alienta la movilización de masas y su poder político de un modo inusitado. Tras esa aventura desgraciada de las guerras mundiales, el remanente de otra paradoja resulta en limpio, a saber,  que en el cruce de fuego entre la problemática revolución leninista y la falsa revolución nazi-fascista, emerge de los escombros la idea de la libertad humana y las formas democráticas que las protegen, que habían caído en descrédito y desuso institucional.    

Tras las Guerras Mundiales nacía un sentimiento de pérdida de hegemonía cultural de occidente y de su mentalidad burguesa característica. Si ella había dominado indiscutiblemente, incluso los socialismos habían aceptado los postulados positivistas y la fuerza liberadora del industrialismo, operaba ya una revolución cultural de dimensiones no menos universales. Pueblos orientales, chinos o japoneses, árabes, africanos –y en menos grado latinoamericanos- afirmaban un entidad cultural propia y rescataban del olvido y quizá más bien afirmaban con buena conciencia la diferencia cultural viva. Estos pueblos no tuvieron que apelar a la nostalgia –de un Herder o del romanticismo en general- para oponer una cultura diferenciada a la occidental, pues ella era viva, era parte de su vida cotidiana. Este descubrimiento cultural, que hacía parte de la crisis política –ya democracia representativa no era igual a “democracia de emociones”, para decirlo con Mannheim- y de la crisis de la estructura económica que había conducido a la conflagración universal.

Así que inconformismo –por ejemplo por el manifestado por el Osborne y los beatnik-, rebeldía y emanación revolucionaria se ponía al orden del día y se introduce en diversos sectores sociales –con lo que se rompe la relación decimonónica que orientaba las pautas políticas conforme su situación de clase-, al igual que en una forma novedosa sectores amplios y de todas las clases participan en la cultura del consumo que cimienta la conformidad vaga y el conservatismo difuso. La homologación cultural por virtud del consumo es, para Romero, un elemento decisivo en la crisis de la mentalidad burguesa, que hacía una distinción tajante entre los productos que consumían las elites por distinción y las masas, que quedaban marginadas de esos productos elegantes y sofisticados.

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Es conveniente detenerse, así sea muy brevemente, en el agudo esquema del desarrollo histórico latinoamericano que trazó Romero de modo provisorio y sintético en un ensayos sobre las crisis históricas.  El ensayo lo creemos imprescindible porque aporta un modelo interpretativo en las relaciones entre la historia político-social y el desarrollo de la ideas, es decir, un esquema determinante para una historia intelectual latinoamericana. En otras palabras,  este modelo interpretativo de Romero proporciona claves sintéticas del destino y la crisis histórica latinoamericana, a a luz del desarrollo de sus ideas. Estas no aparecen como simple reflejo o imitación de  las ideas europeas, como se suele aducir, sino que son mediadas conformes los proceso internos de la historia latinoamericana, vale decir, conforme la composición de las clases sociales que entran permanentemente en juego y definen o pretenden definir sus conducta social conforme con un equipamiento de ideas juzgadas más consistentes y de conveniente para este u otro caso. Las reflexiones de la situación del mundo histórico europeo sirvieron no tanto para Romero para entender la situación argentina sino para ubicar una discusión comparativa y por tanto fecunda de la cultura latinoamericana y su peculiar perfil histórico.  

Continente típico de “predominio de los fenómenos de aculturación”, América Latina se ha configurado, para Romero, como “zona marginal de Europa” desde finales del siglo XV que se integra al imperio español. A la conquista se sucedió la catequesis, afirma Romero. Si al principio se observó –o se quiso observar – la imposición de la mentalidad tardo-medieval sobre el mundo indígena, poco a poco fue emergiendo, de ese saldo despreciado culturalmente, un mundo diferenciado, en que hubo tanto rebeliones indígenas como un intenso mestizaje. El instrumento operativo por excelencia de esa elite conquistadora –que formó la aristocracia local- fue la ciudad, que en principio fue hidalga pero que por fuerza de la marcha de los asuntos tanto internos –el problema del dominio de la tierra y la servidumbre- como por la dependencia del mundo mercantil europeo con el que debía interactuar, terminó siendo burguesa[7].

El advenimiento de ideas –que fueron sucesivamente recepcionadas por diversos grupos sociales, diferentes a las elites imperiales- como la Ilustración, y ya en más tarde el positivismo y el socialismo, deja entrever un complejo cultural sumamente rico. La Ilustración es impulsada por sectores de elite disconformista, jóvenes de extracción urbana prioritariamente, ajenos a los intereses monopolistas. El programa ilustrado de estas elites, con el que impulsó la emancipación, no pudo ser convenientemente puesto en marcha, según Romero, porque él precisa del trasfondo del despotismo ilustrado que reñía con los ideales democráticos. Fue cuando las provincias despertaron de su letargo y pudieron enarbolar los ideales románticos, el valor de la región frente al abstracto uti posidetis, sentimiento espontáneo que traducía el amor a la tierra y la protesta por el centralismo urbano. “Al saber racional se opuso la intuición; al ‘doctor’ de la ciudad, el varón eficaz en las contiendas de la vida primitiva; al europeísmo, el criollismo; a la democracia orgánica, representativa e institucionalizada, las democracias igualitarias, paternalistas e inorgánicas”.[8]                

El positivismo, por su parte, no fue menos integrado al desarrollo histórico latinoamericano, pues si bien el positivismo está en Europa asociado a la revolución industrial, Romero señala que este fue operativo a la elites latinoamericanas en la medida que expresaba el nuevo ideario en el mecanismo de integración al mundo industrial europeo, a saber, era la proyección intelectual de las sociedades agroexportadores o de material primas alimentarias para el mundo industrial.  El orden fue la premisa para este cambio. La secularización de la sociedad, al hacer uso de la instrucción pública, fue el empeño de la idea del enriquecimiento de los individuos, aunque en el fondo se enriquecía solo ciertos y limitados sectores sociales. Esto elevó una sospecha contra el positivismo que pudo ser muy bien canalizada por los sectores católicos y tradicionales que se aferraron oportunistamente a los valores vernáculos.

La recepción del socialismo en América Latina fue asimismo producto de una situación creada por sus relaciones de dependencia con el mundo industrial europeo. No había las condiciones sociales en que surgió el socialismo o anarquismo europeo, no había un proletariado industrial que pudiera hacerse a la idea de una transformación radical del mundo. Arraigó el socialismo, en principio, en pequeños grupos, generalmente de emigrantes europeos, con acentos dogmáticos y ortodoxos que no pudieron superar la distancia entre la ideología de origen y la situación social a la que se deseaba aplicar puntualmente. Como en realidad, siempre gravitó sobre las mayorías de la población, incluido los sectores populares y clases medias, una arraigada confianza en soluciones personales, se desvió la atención pública a otras manifestaciones más llamativas.  Estas, podríamos agregar, se canalizaron en los nuevos hombres fuertes, los populistas, que traían un mensaje de revancha, pero también –esto se ve en las arengas anti-oligárquicas- un mesianismo anti-burgués.

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 José Luis Romero fue un historiador dueño de los instrumentos propios de su especialidad y consciente a su vez de la tarea o nueva función del intelectual latinoamericano. Es decir, consciente de la misión pedagógica de su obra para el amplio público lector, que procedente de los más disimiles medios sociales –anteriormente era simbolizado por el lector esteta que desea el modernista José E. Rodó: “Los que callan”- y que ahora pide soluciones para sus diferentes problemas; que reclama al intelectual más que entelequias entretenidas y demanda una orientación pragmática a sus incertidumbres crecientes. Romero afronta así, sin ambages, los dilemas que formuló su maestro Reyes, en un escrito muy divulgado y comentado, “Notas sobre la inteligencia americana” (1936), que no puede soslayarse fácilmente.

Este escrito encierra la clave sociológica de la función primordial de la inteligencia, por más equívocos que hubiere provocado (sobre todo a académicos europeos), a nuestras sociedades contemporáneas. Las tensiones entre el político y el científico y entre la universalidad y la especialización de conocimientos, acaso lacera la conciencia del intelectual latinoamericano, no solo en virtud del acelerado cambio social determinado por la explosión demográfica y la masificación urbana (y la multiplicación de demandas sociales y culturales) sino sobre todo por la escasez de hombres con el capital cultural y simbólico para afrontar la tarea inmensa con éxito. En la exigencia de atender tantas y tan heterogéneas tarea a la vez, el riesgo de fracaso y hacerlo todo a medias, anula la calidad misma del intelectual, pero no hacerlas y renunciar a abocarlas es una traición social a su destino secular auto-impuesto. La sensación de que siempre algo faltó o salió mal, es la prueba de fuego de una voluntad férrea, presta a no sucumbir ante el primer escollo. Nunca hay un libreto pre escrito para la acción del intelectual responsable e inconforme (como Romero) como tampoco un criterio unánime de evaluación para validar sus resultados. Y esto resultaba tanto más sugerente si se piensa que la conciencia de la crisis de encrucijada de Romero comprendía una solución a plazo indeterminado, bajo el presupuesto de la confianza inextinguible, pese a todo, en la “vida histórica”.           

Este libro es una invitación a la lectura de la obra de Romero y a insinuar el amplio espectro de su interpretación. Confiamos haber reunido un selecto número de contribuciones a colmar este propósito. Solo esperamos que el medio universitario comparta este objetivo y entre en diálogo en esa fluida e imponderable comunidad que se forja en el acto de la lectura. Esta imponderable fluidez se conoce más corrientemente como tráfico de ideas, como intercambio de conocimientos. Es el destino, en la circularidad finito-infinito, de la episteme moderna.     

Este libro tiene también una intención muy personal. Desea ser tributo a los círculos de amigos y lectores que en los años ochenta leímos a Romero como arma de resistencia y confrontación intelectual. La obra de Romero nos sirvió de argumento contra este y aquel; era instrumento, en su múltiple logicidad, de nuestra inconformidad universitaria. Romero era como la temida navaja de Occam, con que queríamos herir la piel carcomida del país, que blandíamos en la cara de nuestros contradictores. En esta batalla quimérica, alentada por el rechazo “contra todos y contra todo”, la lectura y relectura de Romero nutrió, por su rico número de axiomas históricos, las horas de desaliento y furia juvenil. Quizá este motivo personal sea el más fútil a la hora de emprender esta edición, pero fue el Verbo generoso del historiador argentino el que ayudó, en los más agrios momentos, a dar vida, esperanza, acción. Hoy eso es hoy humo disperso.

Agradezco de manera muy especial y ante todo al profesor y amigo Luis Alberto Romero, la generosa cesión de contribuciones aquí publicadas. Su generosidad se manifiesta en la espontánea cesión de derechos para la divulgación de la obra de su padre, entre nosotros. Desde el Seminario sobre José Luis Romero, que hicimos en la Universidad de Antioquia en 1999, y que fue marco para la reedición de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, la intención de dar a luz nuevos textos de Romero entre nosotros ha llegado a cumplirse, con cierta intermitencia. Este libro es un nuevo acto de esa voluntad compartida. La próxima edición en Online de la obras completas de José Luis Romero, coordinadas por Luis Alberto, es un estímulo y un ejemplo de la democrática divulgación del saber histórico en América Latina.

Como siempre el Grupo de investigaciones GELCIL de la Universidad de Antioquia, del que soy coordinador, es cómplice y apoyo a todas nuestras tareas. Hace parte este volumen de la Estrategia de Sostenibilidad 2013-2014 del CODI de la Universidad de Antioquia. Cabe al historiador Andrés Arango una mención aparte como colaborador, en  diversos aspectos de esta edición. Al Grupo KULTUR, dirigido por el amigo y colega Rafael Rubiano Muñoz, se debe el empujón de final y el contorno decisivo de este proyecto engavetado algunos años, por razones siempre explicablemente inclasificables.


[1] Cfr. Cultura intelectual de resistencia. Contribución a la historia del libro de izquierda en Medellín en los años setenta (Ediciones Desde Abajo. Bogotá, 2005) de Juan Guillermo Gómez García.

[2] La situación deprimente del ambiente investigativo detectado por Fernando Chaparro y Francisco R. Sagasti en Ciencia y tecnología en Colombia (Colcultura: Bogotá, 1978) se prolongó hasta los años noventa. La escandalosa situación general de la universidad la denunció Constanza Cubillos Reyes en Saldo rojo: la educación superior en crisis (Editorial Planeta: Bogotá, 1998). El último informe, realizado por OCDE y Banco Mundial, La educación superior en Colombia 2013, disimula los traumatismos acumulados en décadas del sistema universitario y dio ciertos lineamientos que el gobierno actual apenas ha logrado cumplir.  Entre tanto, buena parte de los fondos estatales, se han desviado a las universidades privadas de elite bajo los créditos del ICETEX y sobre todo el cuestionado programa “Ser pilo paga”. 

[3] Cfr. Johann Gustav Droysen en La Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia. Editorial Alfa: Barcelona, 1983.

[4] Romero, José Luis. El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48. Argos: Buenos Aires, 1948. Pág. 13

[5] Charles Wright Mills en Las élites del poder (1956) resalta el cuño conservador de la interpretación de las masas de Ortega y Gasset. Alinea al “moralista política” español, en aquella corriente que quiere exaltar a “la aristocracia natural” sin referente a los órdenes sociales y jerarquías socialmente existentes, lo que conviene a una corriente que tácitamente socava los fundamentos de la democracia en detrimento del problema sociológico para juzgar quién pertenece a la elite y quién no. (F.C.E. México, 1987). Pág. 397.  

[6] En un sintético recuento, Romero recuerda las hazañas desde Nicolás y Mateo Polo, los Bardi, los Peruzzi, Jacques Coeur, pero también de Van Eyck o Giotto, hasta Colbert, Fúcar o Cromwell, Adam Smith, Turgot, Ricardo, Voltaire o Rousseau. El apretado cuadro de la burguesía que realiza Romero llega a su apoteosis en la Revolución francesa y su anti-clímax en la Restauración. Para el 48 es una mentalidad en retirada. Tiene una función comparativa a la que podemos leer en el Manifiesto comunista sobre este la tarea histórico-universal de la burguesía en el mundo moderno. Pero es, en Romero,  su versión libre de repaso indispensable, que justamente deben recordar los lectores del Manifiesto comunista, entre nosotros.     

[7] Hay afinidades interpretativas de esta ambivalente composición de las elites conquistadores, con Sergio Bagú, en Estructura social de la colonia (1952). Bagú caracteriza el modelo o estructura económica del dominador hispánico o incluso lusitano y sajón, como de “capitalismo colonial”. El conquistador es un capitalista que observa las reglas del mercado gran escala, pero a la vez procura hacerse de privilegios señoriales, para coronar su empresa comercial con sesgos modernos con una mentalidad anacrónica.  

[8] Romero, José Luis. Crisis históricas e interpretaciones historiográficas. Crisis Nacimientos. Buenos Aires, 2009. Pág. 155.