José Luis Romero y Gino Germani: la inmigración masiva y el proyecto de una comprensión histórico-sociológica de la Argentina moderna

ALEJANDRO BLANCO [*]


[Quiero agradecer muy especialmente a Ezequiel Gallo, Francis Korn, Juan Oddone y Su­sana Torrado por el tiempo que me dispensaron en las conversaciones que mantuve con ellos para la preparación de este capítulo. También a Fernando Devoto, por la cesión de algunos materiales y por sus valiosos consejos. Las afirmaciones vertidas en el texto son de mi entera responsabilidad y no comprometen la opinión de las personas mencionadas]


La observación, aun la más superficial, de la experiencia que caracteri­zó el desarrollo de la sociología moderna en América latina es suficien­te para advertir muy rápidamente hasta qué punto la de la Argentina exhibe un rasgo que la distingue de las demás. Así, y a diferencia de Brasil y México, por tomar dos ejemplos, en la Argentina esa experien­cia aparece muy estrechamente asociada con las relaciones de colabo­ración intelectual e institucional que mantuvo, entre fines de los años cincuenta y mediados de los sesenta, con la disciplina histórica. Pero no con la corporación de una profesión que hacia los años cincuenta estaba ya plenamente establecida en el sistema intelectual, sino con un sector bien marginal a ella, y básicamente encarnado por una singularí­sima figura intelectual, la de José Luis Romero.

No ocurrió algo semejante en México, en efecto, y todo ello a pesar tanto de la presencia de José Medina Echavarría, el traductor de Max Weber al español y una de las figuras más representativas de la renova­ción de las ciencias sociales en la región, como de las estrechas relacio­nes y los proyectos –tanto editoriales como de enseñanza– que llevó a cabo durante la primera mitad de los años cuarenta, junto al entonces director del Fondo de Cultura Económica, el economista e historiador Daniel Cosío Villegas. Tampoco en Brasil, donde la enseñanza impartida por el entonces joven Fernand Braudel y otros colaboradores de Annales en la nueva Facultad de Filosofía, Ciencia y Letras de la Universidad de San Pablo, no llegaría a gravitar en la formación de la escuela de sociología liderada por Florestan Fernandes, el hijo pródigo de ese novedoso experimento institucional.[1]

En Argentina, en cambio, fue bajo el decidido patrocinio de José Luis Romero, en su carácter de rector interventor de la Universidad de Buenos Aires, que la sociología, que por entonces disfrutaba de una muy baja cotización en la jerarquía local de las humanidades, alcanzó el rango de una disciplina universitaria. En esta última, asimismo, Ro­mero tuvo a su cargo uno de los cursos más celebrados y recordados por los primeros graduados en sociología, el de Historia Social General, y junto a Gino Germani, participó en la dirección de uno de los proyectos de investigación más ambiciosos de la nueva carrera de sociología, el rela­tivo al impacto de la inmigración masiva en el Río de la Plata, algunos de cuyos resultados se verían reflejados en dos volúmenes emblemá­ticos de esa nueva sociedad intelectual: Argentina, sociedad de masas (compilado por Gino Germani, Jorge Graciarena y Tulio Halperin Donghi) y Los fragmentos del poder (compilado por Tulio Halperin Donghi y Torcuato Di Telia).

Pero del mismo modo ocurre a la inversa. La renovación que expe­rimentaron los estudios históricos en la Argentina de esos años sería impensable sin la presencia de esa figura, acaso menos singular por de­masiado representativa de los nuevos aires de aquel tiempo, pero no por ello menos influyente, como fue la del sociólogo ítalo-argentino Gino Germani. En todo caso, ambas figuras son acaso las más expresivas en el terreno de las humanidades y de las ciencias sociales en un momento de extraordinaria creatividad intelectual y de una significativa renova­ción de los estudios sobre la sociedad y su pasado. Todavía hoy resulta admirable el modo en que tanto Romero como Germani lograron despertar el entusiasmo por sus empresas intelectuales en un momento en el que, dado el carácter novedoso y todavía incipiente de los cam­bios que estaban afectando la morfología del campo intelectual, nadie podía tener certeza alguna de lo que podía significar su consagración a ellas tanto en términos profesionales como de perspectiva intelectual. Que esa incertidumbre seguramente dominaba el espíritu de quienes entonces estaban dispuestos a experimentar con esas novedades nos lo revela de manera inmejorable la estrategia de Tulio Halperin Donghi quien, más que seguro –como viene de confesarlo en sus memorias– de dónde estaban sus inquietudes intelectuales, decidió no obstante cursar los estudios de derecho como reaseguro frente a los más que seguros imponderables de una profesión de rumbo todavía incierto.[2]

A despecho de las muchas diferencias que los separaban, Romero y Germani son figuras comparables bajo varios puntos de vista. En principio, compartían una misma posición marginal en el campo aca­démico de sus respectivas disciplinas y adoptaron una forma de hacer historia y sociología, que vino a desafiar los modos previamente esta­blecidos. Marginados, a poco de graduarse, de los ámbitos oficiales, y muy especialmente de la universidad, construyeron sus carreras intelec­tuales a través de una serie de estrategias análogas que incluyeron acti­vidades de enseñanza en instituciones no oficiales y diversos proyectos editoriales, lo que revela, por lo demás, y en contraste con la experien­cia mexicana y brasileña, la importancia de los circuitos privados en la promoción de las innovaciones intelectuales. A su vez, ambos procu­raron sortear esa marginalidad institucional a través de una estrategia de legitimación internacional de sus iniciativas intelectuales en un contexto de creciente expansión e internacionalización de los mundos académicos. En tal sentido, sus trayectorias intelectuales revelan, de manera inmejorable, aspectos significativos, tanto del funcionamiento del campo intelectual como de algunas de las transformaciones que es­te experimentó y que los tuvo a ambos como protagonistas en los años que van de la década del cuarenta hasta mediados de los sesenta.

De orígenes sociales modestos, las trayectorias sociales de Romero y Germani son más que reveladoras de una Argentina que ellos mismos irían más tarde a retratar: la de una sociedad en la que la educación se convertiría, para los sectores medios, en una vía segura de ascenso so­cial. Hijo menor de un matrimonio sevillano, José Luis Romero nació en Buenos Aires en 1909. Con la muerte de su padre, un comerciante en otro tiempo próspero, tuvo que abandonar sus estudios secundarios en el colegio jesuita del Salvador y culminarlos en la escuela normal Mariano Acosta. Costeó sus estudios universitarios en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata trabajando como maestro de grado –actividad que ejercería por muchos años– y estudió allí con los principales referentes de la Nueva Escuela Histórica. Pero la enseñanza que recibió en dicho establecimiento no provino mayormen­te de los historiadores –con excepción de los cursos de Clemente Ricci, a quien consideró siempre como el más importante de sus profesores universitarios– sino de aquellos a quienes consideraría como sus maes­tros, Alejandro Korn y Pedro Henríquez Ureña.[3] Ya desde entonces no logró atraerlo el programa que en la Universidad Nacional de La Plata Ricardo Levene había orientado hacia la historia local y en su lugar –y en parte por instigación de su director de tesis, Pascual Guaglianone– decidió explorar la historia política romana, exploración que se vería reflejada en dos títulos de esos años: El Estado y las facciones en la Anti­güedad (1938) y La crisis de la república romana (1942).

Italiano de origen, Germani nació en 1911. Hijo único de un sastre de profesión y viejo militante socialista y de una descendiente de campesinos católicos, se crió en un barrio de clase media en Ro­ma y se radicó en la Argentina en 1934, a la edad de veintitrés años, luego de cumplir una condena de confinamiento por sus actividades antifascistas.[4] En Roma había concluido estudios secundarios de contabilidad en una escuela técnica y más tarde obtuvo el diploma de economista en el Instituto de Economía de la Universidad de Roma. Una vez en la Argentina, se integró a los grupos de la comunidad ita­liana antifascista y publicó algunos ensayos referidos a la problemáti­ca del totalitarismo en distintos periódicos de la comunidad italiana en Argentina.[5] Mientras trabajaba en el Ministerio de Agricultura, cursó sus estudios de filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y, a poco de graduarse, inició su ca­rrera como sociólogo, paradójicamente, bajo el padrinazgo de Ricardo Levene, uno de los historiadores eruditos de mayor renombre, y que encarnaba aquel tipo de historia de la que Romero procuró apartarse desde un comienzo. En efecto, fue en el Instituto de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, creado por Levene a comienzos de los años cuarenta, donde Germani realizó sus primeras investigaciones empíricas y publicó sus primeros artículos sobre sociología.

El peronismo vino a interrumpir dos carreras intelectuales apenas comenzadas. Con el ascenso del peronismo al poder en 1946, las uni­versidades fueron brutalmente intervenidas, extremando, en realidad, lo que ya era una pauta institucional de intervención del poder político sobre el campo intelectual, y que desde la década del treinta en adelan­te, había afectado las condiciones del trabajo intelectual, alterando, en diferentes grados, las reglas de funcionamiento de las instituciones de educación superior, modificando los cuerpos docentes y las jerarquías establecidas, las formas de reclutamiento y los criterios de consagra­ción. Romero fue desplazado de la cátedra de Historia de la Histo­riografía, que en 1942 había obtenido por concurso en la Universidad Nacional de La Plata y Germani, quien se había graduado más tarde y había conseguido ingresar como asistente de investigación del Ins­tituto de Sociología, debió resignar esa posición frente a una serie de acusaciones que lo tildaban de “comunista”.

Durante los años del peronismo, esas carreras bruscamente inte­rrumpidas encontraron, como tantas otras, tanto en el desarrollo de actividades editoriales de un mercado por entonces en expansión, como en la enseñanza en espacios no oficiales, nuevos recursos intelectuales para difundir sus proyectos de innovación fuera del ámbito universi­tario y un modo de canalizar inquietudes intelectuales hacia las que la universidad de entonces se mostraba poco hospitalaria. A través de dichas actividades libraron sus respectivas batallas intelectuales en ám­bitos alternativos a los oficiales. Uno de ellos, que se revelaría decisivo, fue el Colegio Libre de Estudios Superiores, una institución que había sido creada en 1930 como un espacio de enseñanza alternativo a las universidades nacionales, una alternativa frente a las presiones de los poderes políticos, que desde entonces estas últimas se verían obligadas a soportar. Como esas presiones, que venían a contrariar los postulados más caros a la reforma, no harían más que acrecentarse con el correr de los años, el Colegio iría ganando un protagonismo –probablemente im­pensado por quienes fueron sus progenitores– que alcanzaría su máxi­ma expresión en los años del peronismo, llegando a convertirse en uno de los centros más importantes de la oposición cultural a este último.[6]

En el Colegio Libre Romero desarrolló una actividad de enseñan­za que habría de alternar con aquella otra impartida en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República.[7] En esos años, asimismo, se integró al círculo de la revista Realidad y en la editorial Argos codirigió, con Luis Baudizzone y Jorge Romero Brest, una serie de colecciones sobre Historia y Viajes, La Crítica Literaria, Los Pensadores, El Arte y los Artistas y El Espíritu Científico. Pero fue sin dudas Imago Mundi, la revista que fundó en 1953 junto a un grupo de colaboradores, su proyecto editorial más ambicioso y a la vez más innovador en el campo de la historiografía. Los doce núme­ros editados funcionaron como un dispositivo de actualización de la cultura nacional a través de su puesta en diálogo con algunos de los movimientos intelectuales y disciplinarios más expresivos de la cultura occidental, y que tanto la sección de las reseñas bibliográficas –mayo­ritariamente consagradas al comentario de obras extranjeras– como el generoso espacio concedido a la información sobre congresos in­ternacionales sobre ciencias sociales y humanidades no haría más que confirmar.[8] Imago Mundi fue también el laboratorio de un nuevo pro­grama intelectual, el de una “historia de la cultura”, que Romero había ido madurando en la década precedente.

Ese programa, que se quería alternativo tanto a la Nueva Escuela como al “revisionismo histórico” implicaba, en rigor, una concepción integral y/o comprehensiva de la historia. El cuadro de las referencias con el que Romero construyó su programa es relativamente bien co­nocido: los clásicos de la tradición historiográfica de los siglos XVIII y XIX, Vico, Voltaire y Michelet, pero, y sobre todo, la tradición alemana de los nuevos filósofos de la historia, Rickert, Windelband, Dilthey y Simmel, una tradición, esta última, que había sido entronizada y acli­matada en la cultura nacional a través de una serie de iniciativas cultu­rales y editoriales nacidas al calor de la llamada “reacción espiritualista” de “cuño antipositivista”. En cualquier caso, frente a una historia eru­dita que fundaba su actividad en el cultivo casi ritualista del método, Romero movilizó los recursos de aquella tradición y conectó la práctica de la historia con una reflexión filosófica tan amplia como rigurosa.

En ese nuevo programa de una historia de la cultura, esta última designaba menos un conjunto de objetos que una determinada pers­pectiva intelectual. No era historia de la cultura porque privilegiara los fenómenos culturales por sobre los económicos o sociales. La complejidad misma de la vida histórica no admitía –o solamente al precio mismo de la comprensión histórica– la operación de reducirla a sus elementos simples. En rigor, la historia de la cultura era para Romero simplemente la historia, pues la cultura implicaba “todo lo que es acción y creación del hombre: la reflexión metafísica tanto como la acción económica, la lucha por el poder tanto como la creación estética o la investigación científica”.[9] Lo peculiar del punto de vista histórico– cultural no residía entonces en el recorte de un determinado dominio de objetos, sino en una determinada concepción de aquello que Rome­ro llamaba “la vida histórica”, y que, siguiendo a Simmel, caracterizaba como el resultado de “una constante y múltiple tensión entre el orden fáctico y el orden potencial”.[10] El primero refiere a los hechos, y en tal sentido Romero advertía que la historia de la cultura tal como la con­cebía no excluía “la historia de hechos ni se opone a ella”, pero el senti­do de esos hechos solo podría ser recobrado al cabo de una hermenéu­tica histórico-cultural que los examinara en sus relaciones con ese otro orden, no menos operante, de las representaciones, las ideas, los juicios de valor, en fin, en sus relaciones con el orden potencial.

Por su parte, y luego de su alejamiento de la universidad, Germani comenzó a impartir en el Colegio Libre sus primeros cursos de socio­logía y, en forma paralela, se consagró a una intensa labor de difusión intelectual como director de las colecciones “Ciencia y Sociedad” en la editorial Abril, y “Biblioteca de Psicología Social y Sociología” en la editorial Paidós. Tradujo y escribió prólogos y estudios preliminares a un conjunto de obras extranjeras y se convirtió en el importador de una literatura relativamente desconocida en los medios intelectuales locales. Edificó una biblioteca con autores que, como Erich Fromm, George Mead, Karen Homey, Bronislaw Malinowski, Franz Neumann y Karl Popper, no formaban parte de las lecturas habituales de los so­ciólogos locales. Comunicó a la disciplina con nuevas tradiciones inte­lectuales y disciplinarias y con nuevos debates: la sociedad de masas, la planificación, el totalitarismo.[11]

Pero a diferencia de Romero, quien enfrentó una disciplina rela­tivamente consolidada, con sus instituciones y tradiciones de trabajo intelectual, la sociología era por entonces un campo en formación, que no obstante su temprana inserción en el sistema universitario a través de cátedras e institutos, no había logrado unificarse en torno de una tradición intelectual. Dentro de ella cabía el estudio histórico de las ideas sociales y de las doctrinas sociológicas, de los sentimientos y creencias que forman el carácter de una nación, hasta el examen del presente a través de su morfología. Los géneros cultivados por los profesores de sociología, en su mayoría abogados de profesión, eran el ensayo político, la historia de ideas, el libro de texto y el tratado. La investigación empírica, que Levene había confiado a Germani en la primera mitad de los años cuarenta, era vista como una actividad menor, carente de prestigio intelectual. En ese contexto, este último se lanzó a una ambiciosa campaña de proselitimo científico, que reuniría más tarde en un libro de título por demás emblemático, La sociología científica. Apuntes para su fundamentación (1956), libró una dura batalla contra la sociología “amateur” y subrayó la necesidad de convertir a la sociología en una ciencia empírica. Su defensa de una sociología “científicamente” orientada fue parte, además, de un compromiso cul­tural y político más amplio: el de una modernización y democratiza­ción de la sociedad.

Hacia los mismos años, entonces, Romero y Germani concibie­ron dos programas intelectuales que buscaban renovar los modos de hacer historia y sociología respectivamente, el de una historia cultural y el de una sociología científica, y que a la salida del peronismo los convertiría a ambos en figuras de proa de un movimiento de reno­vación de las humanidades y de las ciencias sociales. Ambos pro­gramas, a su vez, vinieron a conectarse –aunque más acusadamente en el caso de Germani– con una reflexión sobre los problemas de ese presente acuciante que la revolución peronista había puesto de relie­ve, un gesto, por lo demás, con el que, cada uno a su modo, venía a romper o bien con una historia erudita sin conexión con el presente, o bien con una sociología entregada a la recitación in abstracto de las distintas doctrinas sociológicas del pasado.

Pero eran diferentes, tanto su posición en el campo intelectual como sus tradiciones de formación. Romero, a diferencia de Germani, estaba mucho más integrado a los cuadros de la elite intelectual. Su hermano Francisco, quince años mayor que él y uno de los filósofos más prestigiosos del mundo de habla hispana, fue no solamente quien lo inició en el conocimiento de la tradición filosófica y sociológica alemana, que conocía muy bien, sino que le abrió las puertas de un mundo intelectual del que Romero –“el más joven de un grupo de gen­te mayor”[12] se asumiría como su heredero. En la biografía intelectual de Germani no hay nada parecido a esa escena de iniciación intelectual y de constitución de un discipulazgo evocada por Romero en el prefa­cio a la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina, al comentar sus viajes en tren a La Plata junto a Pedro Henríquez Ureña, como el hecho de haber disfrutado por unos años del “monopolio de quien se sienta al lado”.[13] Intelectual sin herencia, Germani se vio forzado a compensarla con una mayor inversión en la construcción de alianzas con interlocutores extranjeros y con autores, conceptos y paradigmas ajenos a las tradiciones intelectuales locales.

En la segunda mitad de los años cuarenta Romero ya era dueño de una reputación y un prestigio intelectuales de los que Germani carecía. Incluso su figura intelectual ya comenzaba a trascender el ámbito local, como lo revela aquella comentada visita de Braudel a la Argentina, que si bien no lo tuvo a Romero como único y exclusivo interlocutor, fue con él y su grupo con quienes Braudel establecería relaciones que se prolongarían por un tiempo.[14] Por lo demás, la audiencia que uno y otro serían capaces de reunir en los cursos que durante esos años im­partieron en el Colegio Libre de Estudios Superiores ofrece una medi­da al menos aproximada del éxito de sus carreras intelectuales. Frente a los de Romero, que normalmente reunían alrededor de 70 personas, el auditorio de los de Germani no superaba los 10 interesados.[15]

Estilos y concepciones del trabajo intelectual también los diferen­ciaban. A una sólida formación erudita, Romero sumaba un estilo de trabajo más próximo de la tradición del ensayo histórico. Germani, en cambio, encarnaba un nuevo tipo intelectual, el del especialista, cuya emergencia fue parte de un proceso más vasto que acompañó y contribuyó a legitimar, el de una nueva división social del trabajo experto y la correlativa formación de una nueva intelligentsia, la de los científicos sociales. Por lo demás, Romero estaba más cómodamente instalado en la tradición intelectual argentina, en la que todavía sus modelos de excelencia intelectual remitían al trabajo reconocido en los dominios de la historia, el ensayo y la literatura. Las credenciales de Germani en ramas del saber aplicado no gozaban, en cambio, del prestigio que tenían las disciplinas humanísticas clásicas, como las letras, la filosofía y la historia. La admiración de Romero por la obra de Martínez Estrada (y en general, por la tradición del ensayo que reivindicará por momentos frente a las formas convencionales de la historiografía profesional), contrastaba con las reservas que hacia esta última tenía Germani, aunque, no es ocioso recordarlo, mucho más equilibradas y menos pronunciadas de lo que tantas veces se ha reite­rado de manera harto clamorosa.[16]

No obstante su enorme erudición y apertura a los movimientos intelectuales más expresivos de la cultura occidental, Romero podía sentirse parte de una tradición nacional, encarnada en Sarmiento, Mitre, Korn y Martínez Estrada. Aunque apreciaba la obra de la pri­mera generación de sociólogos –calificará a La ciudad indiana de Juan Agustín García como una “notable contribución” sociológica al estu­dio de la estructura social de la sociedad criolla tradicional–, aunque llegara a considerar a la tradición intelectual del pensamiento social argentino y latinoamericano como un ejemplo de lo que Wright Mills denominaba como “análisis social clásico”,[17] la tradición de la que Ger­mani se sentía parte, sin embargo, y a la que reivindicaba en calidad de compañía intelectual tenía un carácter definidamente cosmopolita, una suerte de cofradía intelectual internacional: Alfredo Nicéforo (de quien había sido alumno en la Universidad de Roma), Vilfredo Pareto, Emile Durkheim, los filósofos de la ciencia Félix Kaufmann y Hans Reichembach, Karl Mannheim y Erich Fromm, entre otros.[18]

Romero estaba mucho más comprometido con ese espíritu cultural conocido como “reacción espiritualista” y que entronizó entre nosotros Ortega y Gasset y la Revista de Occidente. Su programa de una histo­ria cultural remitía a una tradición intelectual hacia la que Germani manifestaría una y otra vez sus mayores reservas. Desde un comienzo, Germani fundó la autoridad de la nueva ciencia sociológica a partir del rechazo de una distinción que Romero, por el contrario, había acepta­do como fundante de su programa: aquella que diferencia las ciencias de la naturaleza de las ciencias de la cultura. Más aún, en opinión de Germani, era precisamente esa distinción la fuente de todos los errores subsiguientes y uno de los mayores obstáculos a la conversión de la so­ciología en una ciencia.

¿Debería recordar también las enormes reservas de Romero respec­to del rumbo que habían adoptado las ciencias sociales en su ambición de cientifización?

El sostenía que a medida que las ciencias del hombre delimitan sus campos los restringen dentro de los límites tolerados por una actitud científica muy estricta. Y aquellos problemas que constituyen un recla­mo permanente de la inteligencia, pero que se resisten a los métodos de las ciencias empíricas, han quedado afuera, como tema propio de disciplinas especulativas. Al aferrarse a aquel planteo –continuaba Ro­mero– la actitud científica extrema su tendencia a escapar de los pro­blemas radicales que atañen al sentido de la existencia humana y a sos­layar los interrogantes acerca del sentido y la justificación del saber.[19]

Por cierto, tampoco Germani, hay que reconocerlo, estaba dis­puesto a dejar librados a las disciplinas especulativas esos problemas radicales relativos, tanto al sentido de la existencia humana como al de la empresa misma de conocimiento, tal como su temprana crítica al neopositivismo así lo atestigua.[20] Pero si Romero no parecía abrigar esperanza alguna respecto de la posibilidad de que fuera la ciencia misma la encargada de ofrecer algún día una respuesta a esos proble­mas, Germani no estaba por el contrario dispuesto a renunciar a dicha esperanza. Curiosa paradoja: el pesimismo de Romero, que al parecer, no había leído a Max Weber, se mostraba enteramente afín con las conclusiones que a este respecto había extraído el sociólogo alemán de su reflexión sobre la relación entre ciencia y valores. Germani, quien conocía a Weber, no estaba dispuesto a seguirlo en este punto y, muy por el contrario, quería creer en el carácter tan solo provisorio de sus conclusiones. Por lo demás, la reorganización de las humanidades en torno a la historia propuesta por Romero se apartaría de la dirección que había adoptado la renovación historiográfica de posguerra, y ello porque esa propuesta de Romero no incluía –o incluía muy tímida­mente– a aquellas disciplinas más innovadores del momento, como la sociología, la economía y la demografía, que eran precisamente aque­llas con las que, por ejemplo los Annales, buscarían una alianza que alejara a la historia de las humanidades tradicionales.[21]

De cualquier manera, y más allá de las posibles afinidades entre sus programas intelectuales, como de las diferencias concernientes a sus tradiciones de formación, la sociedad intelectual que ambos prohija­ron debe ser comprendida, también, a la luz de la situación en la que ambos se encontraban. Marginal en un campo historiográfico cuyas principales posiciones continuaban, no obstante la reforma universita­ria abierta a la salida del peronismo, bajo el control de los historiadores tradicionales,[22] Romero advertiría muy pronto, además, que si su pro­grama de renovación disciplinaria no había logrado despertar sino un interés muy limitado entre sus colegas los historiadores, tenía en cam­bio una audiencia mucho mejor predispuesta entre quienes habían de­cidido orientar sus vocaciones por las emergentes ciencias sociales, en quienes encontraría, al menos durante esos años, a sus interlocutores, tanto en el debate intelectual sobre la Argentina como en los asuntos relativos a la vida universitaria. Así, su alianza con estas últimas le ofre­cía un punto más seguro de apoyo para sortear la frágil implantación institucional de su programa intelectual.

La posición de Germani no era muy distinta, aunque por razones diferentes. Outsider en el contexto de la tradición de la llamada socio­logía de cátedra, lo era también, en cierto modo, en el contexto más amplio de la tradición intelectual. No obstante su mayor implantación institucional, su nueva empresa, que tenía a la universidad como centro único de realización, profundizó sus lazos de dependencia con una organización universitaria para la que muchas de sus iniciativas no eran del todo bien recibidas. En este sentido, su alianza con Romero le aseguraba una más firme inserción en la tradición intelectual erudita de la Argentina, que en cierto modo lo protegía de una reacción “anti­sociológica” que había comenzado a impregnar el ánimo de buena par­te del personal de una facultad todavía muy tradicional, como lo era la de Filosofía y Letras, ánimo de todos modos comprensible a la luz de la significativa mutación morfológica que había experimentado aquella en esos años, como consecuencia no solamente de un notable incre­mento de la matrícula sino, y más especialmente, como consecuencia de que esta última estaba siendo absorbida mayoritariamente por las nuevas carreras de sociología y psicología.

A partir de la publicación, en 1946, de Las ideas políticas en Ar­gentina el tema de la inmigración ganó un lugar y una importancia que hasta entonces no tenía tanto entre historiadores como entre científicos sociales. Romero trazó ahí el inventario de la mayoría de los tópicos que más tarde formarían parte del proyecto general[23] y de aquellos otros que Germani colocaría en el centro de sus propias hi­pótesis de investigación.[24] Sin embargo, sus visiones del fenómeno no fueron del todo convergentes. Por un buen tiempo, además, la visión de Romero quedó en un segundo plano frente a la imagen edificada por Germani, a tal punto que toda la discusión posterior tomaría como referencia casi exclusiva, las hipótesis elaboradas por Germani. Incluso más. No bien uno se asoma al proyecto original, advierte muy rápi­damente cuántos de los puntos allí propuestos, y sobre todo aquellos más propios de la agenda de Romero, permanecerían inexplorados. Me refiero especialmente a las secciones destinadas a examinar los sistemas de ideas y actitudes sociales frente a la inmigración a partir de fuentes literarias y ensayísticas –aspecto que curiosamente sería objeto de un trabajo formalmente ajeno al proyecto, como el de Gladys Onega (1966)– como de aquellas otras referidas a la mentalidad del conglomerado criollo-inmigratorio tanto en sus expresiones políticas y sociales como culturales, y que incluía un examen de las actitudes polí­ticas del grupo, las ideas sobre el éxito, el destino y su búsqueda, hasta los nuevos sistemas de ideas y modos expresivos analizados en diversas áreas culturales (literatura, filosofía, artes, etc.). Tampoco Romero participó de manera directa de algunos de los resultados de la inves­tigación que fueron publicados en los dos volúmenes mencionados al comienzo, quizá porque creía que ya había realizado una contribución suficiente y prefería delegar esa tarea en los más jóvenes; quizá porque quería destinar el poco tiempo que le dejaban sus actividades en la política universitaria a su pasión por la historia medieval. Como sea, lo cierto es que, salvo algunas pequeñas modificaciones, Romero no cambió sustancialmente el cuadro que de la Argentina aluvial trazó en aquel libro seminal. Antes entonces que detenerme en el proyecto mis­mo, quisiera ensayar una comparación de sus visiones del fenómeno inmigratorio, revelar las que a mi juicio, son sus diferencias más signi­ficativas y sugerir una hipótesis para comprenderlas.

Veamos rápidamente el cuadro trazado por Romero. En principio, al examinar el impacto de la inmigración masiva señaló, en primer lu­gar, su concentración en la región del litoral, que provocaría una consi­derable diferenciación entre aquellas zonas del interior, integradas por grupos criollos, y económica y demográficamente estancadas, y la zona del litoral, afectada por la inmigración, económicamente dinámica y con alto crecimiento demográfico. En segundo lugar, su localización en los centros urbanos. Romero vinculó el fenómeno de la inmigración con la aparición de una creciente actividad industrial, y también con un considerable impacto en el plano político, que interpretó como un divorcio entre masas y minorías. El sistema institucional, establecido por aquellos grupos mismos que habían promovido la inmigración, se reveló inadecuado para integrar a unas masas que habían cambiado “tanto su estructura como su fisonomía”. En su lugar, surgió una nueva formación política, la Unión Cívica Radical, cuyos ideales imprecisos, diría Romero movido más por sentimientos que por ideas, reflejaban bien la mentalidad de ese nuevo conglomerado aluvial.

Romero conectó también la escasa densidad de la población recepto­ra y el carácter marginal de la población inmigrada. Como ciudadano y hombre ético, decía: “el inmigrante era un desarraigado, a quien su país de adopción no podía ofrecer, a cambio de la que abandonaba, una cate­górica e ineludible estructura social y moral, dada su escasa densidad de población y la singular etapa de desarrollo en la que se hallaba”.[25] Pronto, sin embargo, la masa inmigrante y la masa criolla comenzaron a cruzar­se, y de ese cruce surgieron, progresivamente, los nuevos cuadros sociales de la Argentina, la clase media y el proletariado. La transformación operada por la inmigración afectó también a la minoría gobernante. Por obra del crecimiento económico y la prosperidad material, la antigua y austera elite republicana se transformó muy rápidamente en una oligar­quía capitalista. Social y culturalmente más homogénea, pronto advirtió el abismo que la separaba de esa masa heterogénea que constituía el conglomerado aluvial. Un sentido de aristocracia y de superioridad so­cial la alejó progresivamente de aquella. Esa imagen de un divorcio entre elites y masas y una crisis moral resultante, habría de acompañarlo siem­pre en su visión de la Argentina. En suma, para Romero la inmigración había modificado radicalmente la sociedad, por abajo y por arriba.

Germani integró esos elementos señalados por Romero en el cuadro de una problemática y de una semántica distinta, la de la modernización y el desarrollo. Así, la imagen de Romero de una Argentina del litoral (aluvial) y otra del interior (criolla), adoptó la forma de una “tradicional” y otra “moderna”. De la localización urbana de la inmigración ultrama­rina y de su conexión con el crecimiento de la actividad industrial, Ger­mani extrajo dos correlaciones: la de la inmigración con la urbanización y con el desarrollo económico. Relativizó la falta de participación o de integración política de los inmigrantes, colocada en el contexto de su inserción relativamente exitosa en la estructura social y económica y en una mirada de más largo plazo, que ofrecía la imagen de una masiva incorporación al sistema político de la segunda generación nacida en la Argentina. Germani normalizó esa demora, remitiéndola al carácter universalmente asincrónico del cambio social. De la escasa densidad de la población receptora, subrayada por Romero como un factor de desa­rraigo del inmigrante, Germani extrajo una conclusión en cierto modo opuesta. Sugirió que, a diferencia de lo ocurrido en los Estados Unidos, en la Argentina, dada la debilidad de la población receptora, no hubo asimilación de un grupo inmigrante a una conformación preexistente sino “fusión”. Y añadió dos argumentos para justificar su preferencia por este último concepto: una alta tasa de masculinidad de la población migrante, que restringía la posibilidad de matrimonios intra-étnicos, y la interrupción de la inmigración por un período de aproximadamente veinte años (de 1930 a 1947). Así, la acción conjugada de ambos fenó­menos demográficos operó como uno de los más poderosos factores de integración social, al que vinieron a sumarse, finalmente, las significati­vas tasas de movilidad social. A luz de la experiencia norteamericana, la excepcionalidad de la experiencia argentina radicaba en la alta homoge­neidad de su población. En suma, una sociedad homogénea y acrisolada parecía el saldo más ostensible de esa experiencia.

Dos imágenes entonces: En la que ofreció Romero, la sociedad re­sultante del aluvión inmigratorio adquirió los “caracteres de un conglo­merado amorfo”, de “masa informe, no definida en las relaciones entre sus partes ni en los caracteres del conjunto” o aquella más conocida de “sociedad híbrida”, coexistencia de “elementos criollos y extranjeros” sin predominio alguno en uno u otro sentido. En suma, la imagen de una sociedad desarticulada. La Argentina, según dice por ahí Romero, era un país maduro antes de producirse esa fractura. Frente a esa imagen de una sociedad híbrida, Germani erigirá la de una sociedad cultural­mente homogénea y acrisolada. ¿A qué atribuir esa diferencia?

En un artículo reciente sobre la formación del concepto de la “Ar­gentina aluvial” en Romero, Carlos Altamirano ofrece una pista que puede ser provechosa para explorar, en términos comparados, esa dife­rencia. Romero formó su idea de la sociedad aluvial en los años treinta, en el clima –dice– “de malestar e introspección intelectual que ali­mentaron los ensayos de Eduardo Mallea y Martínez Estrada”,[26] pero que también contribuyó a instalar entre nosotros la figura de Ortega y Gasset, cuya gravitación en la cultura argentina de esos años el mismo Romero habría de consignar. Sus inquietudes por la consistencia del tejido moral de la Argentina provenían de ese clima de extendida re­flexión sobre la naturaleza del ser colectivo o del carácter de los argen­tinos. Es más, la proliferación de toda esa literatura consagrada a una reflexión sobre la identidad colectiva no era para Romero sino el efecto de la alteración cultural provocada por el aluvión inmigratorio.

Romero parece observar el fenómeno con los ojos de quienes fue­ron sus principales críticos. Aunque no llega a la condena moralista de los observadores contemporáneos del fenómeno, hay en Romero un tono de desaprobación en esa aspiración unidimensional del inmigran­te a la obtención de la riqueza material y al ascenso social. Incluso, y aun admitiendo, como lo haría más tarde, una progresiva integración social y cultural bajo la forma de un rechazo de la cultura de origen y una adhesión a la del país de adopción, Romero reconocerá en la mentalidad aluvial una inconsistencia radical, una “atonía moral” en esa adhesión más “formal que profunda” a las normas del país de adopción, una adhesión, diríamos, más instrumental que sustantiva.

Germani, en cambio, formó su visión de la inmigración en el contexto de un clima político e intelectual bien distinto, el de los di­versos proyectos y esperanzas asociados a los planes de desarrollo y modernización y las posibilidades que ello abría para hacer frente a los problemas políticos. Su programa mismo de una sociología científica fue parte de un compromiso y una esperanza mayor, la de edificar una ciencia del desarrollo y el cambio planificado. Aunque más cauteloso y moderado respecto de ese clima más general, este último explica la confianza con la que, según ha señalado Halperin Donghi, Germani creía haber descubierto los nexos entre pasado y futuro.[27] Esa confianza lo empujaba a ver en la experiencia de la inmigración masiva el capítu­lo decisivo, y casi sin mayores contratiempos, del ingreso de la Argenti­na a la sociedad moderna.

Como historiador de la cultura, el interés de Romero estaba colo­cado en las “mentalidades”, en las concepciones de vida que conforman la identidad de las culturas históricas. Según él, las diversas fisonomías de la realidad argentina no provienen solamente de las formas norma­les de agrupamiento, de acuerdo a los niveles sociales y ocupacionales. Responden, “a una heterogeneidad, en cuya determinación concurren factores de diversa índole: económicos y sociales en principio, pero principalmente culturales”: predisposiciones psicológicas, actitudes morales, ideales de realización individual y concepciones de vida. Esa heterogeneidad, de orden fundamentalmente cultural, esta en el origen de eso que Romero denominó como “falta de correspondencia entre contenidos íntimos y formas externas”. “Si se observan las agrupacio­nes clásicas en la sociedad argentina de hoy –dice– una clase ocupacio­nal, por ejemplo, (…) se descubre que la homogeneidad que le presta su función social es insuficiente para cubrir la heterogeneidad de los grupos que la componen”.[28] Las fuerzas formativas –y homogenei­zadoras– de una sociedad provienen para Romero, de la cultura y la estabilidad de una sociedad depende de su grado de homogeneidad cultural. La Argentina criolla es precisamente eso: “sociedad tradicio­nal, su coherencia étnica, social y cultural era profunda y su movilidad social escasísima”.[29] Heterogénea por definición, “carente de un defini­do estilo cultural”, la Argentina aluvial, por el contrario, no encuentra la manera de formar su propia personalidad colectiva. Incluso, en un ensayo de 1946, Romero vincularía la emergencia del peronismo con el carácter heterogéneo de la masa aluvial: “Este fenómeno –amargo y peligroso– no es de ninguna manera inexplicable. Medio siglo es poco tiempo para la evolución social y política de un conglomerado heterogéneo”.[30] Aunque también de formación reciente, no sería ese, como es bien sabido, el actor que escogería Germani para explicar el surgimiento del peronismo.

Ciertamente, Germani no era insensible a la heterogeneidad cul­tural. ¿No fue el peronismo un emergente de esa heterogeneidad? El protagonismo que otorgó a la nueva clase obrera, de formación recien­te, encierra precisamente ese problema: un grupo ocupacional “moder­no”, pero portador, todavía, de una cultura “tradicional”. Asincronía, tal el término con el que Germani designaba esos desajustes propios de un período de transición. Pero a diferencia de Romero, en Germani, las fuerzas formativas más poderosas provienen de la sociedad más que de la cultura: industrialización y urbanización. A ellas confiaría la tarea de reacomodar los elementos de la realidad social y política. Permíta­seme ilustrar esto último con un argumento del mismo Germani, re­ferido a las dimensiones de pluralismo cultural. Al describir la impor­tancia de las asociaciones voluntarias y presentarlas como un factor, en principio negativo, para la integración de los inmigrantes a la sociedad nacional, advirtió, sin embargo, que, además de limitarse a los aspectos expresivos y adaptativos del comportamiento (recreativo, asistencial y familiar) “el pluralismo en estos aspectos, como es sabido, de ninguna manera tiene por qué afectar el ejercicio adecuado de roles de carácter universal dentro de la estructura global”.[31]

En fin, si para Romero el fenómeno de la Argentina aluvial aparece siempre como un proceso inconcluso, y confiaba al tiempo la tarea de la decantación de un conglomerado todavía “impreciso”, Germani, en cambio, y aun cuando no se abstuvo de señalar la existencia de di­mensiones de pluralismo cultural, ofreció una imagen del proceso más cerrada a la vez que optimista: la de una progresiva integración econó­mica, social y política. Y esto porque si Romero, consciente del carácter contingente de las relaciones entre orden fáctico y orden potencial como de la naturaleza proteica de la vida histórica, no podía fundar su expectativa de una decantación más que en la acción providencial de un tiempo venidero, en el caso de Germani esa expectativa tenía un carácter más preciso a la vez que más seguro porque estaba fundada –teoría de la modernización mediante– en una imagen bien precisa de la dirección del proceso histórico en curso.

Algunos de los resultados alcanzados en las investigaciones de las últimas décadas parecieran inclinar la balanza hacia esa visión más abi­garrada y menos cerradamente optimista que había ofrecido Romero de la sociedad que emergió de la inmigración, caracterizada por la con­fusa coexistencia de grupos y estratos sociales que no hallaba, al menos para los primeros períodos de la inmigración masiva, una adecuada síntesis. En efecto, los datos disponibles, si bien de carácter fragmen­tario y mayoritariamente correspondiente a las zonas urbanas, señalan altos niveles de endogamia en la población extranjera incluso hasta la tercera generación.[32] Pero no se trata aquí de evaluar la justeza de ambas interpretaciones que por lo demás exceden las competencias del autor de este trabajo. Por lo demás, antes que incompatibles, ambas in­terpretaciones pueden ser vistas como complementarias en el contexto de una visión de largo plazo. Al fin y al cabo, esas nuevas interpreta­ciones, más que negar la integración social pregonada por Germani, sugieren, en cambio, que esta última se operaría por mecanismos dis­tintos a los del matrimonio. En todo caso, y más modestamente, de lo que se trató es de observar el modo en que las tradiciones intelectuales condicionan la formulación de los problemas como las respuestas que se ofrecen a los mismos.


[*] Universidad Nacional de Quilmes/CONICET.

[1] Cf. Sergio Miceli (org.). História das ciencias sociais no Brasil (2 Vol.). São Paulo, Vértice, Editora Revista dos Tribunais, 1986.

[2]  Cf. Tulio Halperin Donghi. Son memorias. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

[3]  Ver Tulio Halperin Donghi. “Un cuarto de siglo de historiografía argentina (1960-1985)”, Desarrollo Económico, Vol. 25, N° 100,1986, pp. 487-520; Jorge Myers. “Pasados en pugna: la difícil renovación del campo histórico”, en Federico Neiburg y Mariano Plotkin (comps.): Intelectuales y expertos. La constitución del conocimiento social en la Argentina. Buenos Aires, Paidós, 2004.

[4] Ver Ana Germani. Del antifascismo a la sociología. Buenos Aires, Taurus, 2004.

[5] Ver Alejandro Blanco. Razón y modernidad. Gino Germani y la sociología en la Argentina. Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.

[6] Ver Federico Neiburg. Los intelectuales y la invención del peronismo. Buenos Aires, Alianza, 1998.

[7] Carlos Zubillaga. “La significación de José Luis Romero en el desarrollo de la historiografía uruguaya”, en Fernando Devoto (comp.): La historiografía argentina en el siglo veinte (2 Vol.). Buenos Aires, CEAL, 1993.

[8] Oscar Terán. “Imago Mundi: de la universidad de las sombras a la universidad de relevo”, Punto de Vista, Año XI, N° 33,1988, pp. 3-7.

[9] José Luis Romero. La vida histórica. Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 132.

[10] José Luis Romero, op. cit., 1988, p. 124.

[11] Ver Alejandro Blanco, op. cit.

[12] José Luis Romero. La experiencia argentina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 5.

[13] José Luis Romero, op. cit., 1989, pp. 4-5.

[14] Ver Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en: Ensayos de historiografía. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996, pp. 73-105; Fernando Devoto. “Itinerario de un problema: ‘Annales’ y la historiografía argentina (1929-1965)”, Anuario IEHS N° 19, 1995, pp. 155-175.

[15] Ver Federico Neiburg. Los intelectuales y la invención del peronismo. Buenos Aires, Alianza, 1998.

[16] En una de las pocas ocasiones en las que Germani se refirió al autor de Radiografía de la pampa, lo hizo en los siguientes términos: “Martínez Estrada, uno de los mejores escritores, y uno de los más eminentes ‘pensadores sociales’ contemporáneos…”. Cf. Gino Germani. “La Sociología en la Argentina”, Revista Latinoamericana de Sociología, Vol. IV, (3), 1968, p. 389.

[17] Ver Gino Germani. “Prólogo” a la edición de La imaginación sociológica, de C. Wright Mills. México, Fondo de Cultura Económica, 1961, y Gino Germani, op. cit., 1968.

[18] Ver Gino Germani. “Germani por Germani (circa 1958)”, en Raúl Jorrat y Ruth Sautu (comps.): Después de Germani. Exploraciones sobre estructura social de la Argentina. Buenos Aires, Paidós, 1992, pp. 27-28.

[19] Ver José Luis Romero, op. cit., 1988, p. 71.

[20] Ver Alejandro Blanco, op. cit., 2006.

[21] Ver Fernando Devoto, op. cit., 1993.

[22] Cf. Halperin, op. cit., 1986; Devoto, op. cit., 1993; Eduardo Míguez. “El paradigma de la historiografía económico-social de la renovación de los años 60 vistos desde los años 90”, en Fernando Devoto (comp.), op. cit., 1993.

[23] Ver José Luis Romero; Gino Germani y Tulio Halperin Donghi. “Proyecto de investi­gación: el impacto de la inmigración masiva sobre la sociedad y la cultura argentina” (2a revisión), Trabajos de Investigación del Instituto de Sociología, Publicación Interna N° 18. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Sociología, 1958, pp. 1-15.

[24] Ver Gino Germani. “La inmigración masiva y su papel en la modernización del país’’ en: Política y sociedad en una época de transición. De la sociedad tradicional a la sociedad de masas. Buenos Aires, Paidós, 1962, pp. 179-216. También de este autor “La asimilación de los inmigrantes en la Argentina y el fenómeno del regreso de la inmigración reciente”, Trabajos e investigaciones del Instituto de Sociología, Publicación Interna N° 14. Buenos Aires, Departamento de Sociología, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1964.

[25] Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en: En­sayos de historiografía. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996, p. 180.

[26] Carlos Altamirano. “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Prismas N° 5, 2001, p. 325.

[27]  Tulio Halperin Donghi, op. cit., 1986.

[28] José Luis Romero. El caso argentino y otros ensayos. Buenos Aires, Hyspamérica, 1987, p. 85.

[29] José Luis Romero, op. cit., 1987, p. 86.

[30] José Luis Romero, op. cit., 1987, p. 30.

[31] Gino Germani, op. cit., 1964, pp.36-37.

[32] Ver Fernando Devoto, op. cit., 1992 y Susana Torrado. Historia de la familia en la Ar­gentina moderna. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003.