José Luis Romero y la historiografía argentina: Mitre y Sarmiento

NATALIO R. BOTANA

La época en que le tocó actuar y pensar a José Luis Romero, que comienza a principios de la década del cuarenta y concluye con su muerte en 1977, marca a la historiografía argentina con un sello polémico. Sobrevino entonces un conflicto ideológico entre visiones contrapuestas acerca de nuestro pasado que colocó al ensayo histórico y a su judiciario estilo en el centro del escenario.

Hacia 1965, cuando aún sonaba en Buenos Aires un debate que dividía tajantemente a los intérpretes de la Semana de Mayo en abanderados de Juan Jacobo Rousseau y de Francisco Suárez, Romero observaba que “el género de la interpretación intuitiva del ser argentino prosperó en los ensayistas a despecho de la erudición, y a veces con una militante posición contra ella. Parecería —proseguía— que la urgencia de llegar al fondo de una ontología nacional podía ser obstaculizada por el afán de extremar el análisis de la realidad económica, social, política y espiritual del país”.[1]

Mientras muchos autores proyectaban hacia el pasado las discordias del presente, Romero dedicó una porción importante de su oficio de historiador a los temas que despertaban el apetito de aquel combate. En todo ello, en esa tarea impuesta más por un deber ciudadano que por una obligación erudita (“No creo —dijo en voz alta en 1975— que la erudición sea algo defendible si sirve para evitar que un ciudadano siga siéndolo”)[2] se destacan estos títulos, separados por un largo intervalo de tres décadas: el folleto publicado en 1943, Mitre: un historiador frente al destino nacional, que se engarza en 1946 con Las ideas políticas en Argentina, y Latinoamérica: las ciudades y las ideas, cuya primera edición es de 1976.[3]

Creo que estos trabajos están unidos por una estrecha afinidad. En 1975, con motivo de la presentación de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina, Romero dejó bien en claro su propósito de prolongar en ese libro la visión historiográfica de Mitre; meses después, en una carta a Javier Fernández, no dudó Romero en colocar a Latinoamérica: las ciudades y las ideas bajo la paternidad de Sarmiento. Ese “libro mío que están leyendo —decía— es hijo del Facundo”.[4]

Como veremos de inmediato, dentro de los límites de este breve ensayo, los puntos de partida de nuestro entendimiento histórico, que fijaron Mitre y Sarmiento, tienen en estos textos una importancia primordial. Fueron, al mismo tiempo, una fuente que le permitió a Romero abrir interrogantes y un motivo para continuar el diálogo con una tradición a cuya posteridad se honró en pertenecer.

Mitre: el ajuste entre pasado y presente

El estudio que Romero consagró a Mitre en 1943 interrogaba a un personaje que reunía la doble condición de político e historiador. Este “arquitecto de una nación”, que es también “constructor de la historia de la Nación” (M: 243 y 253], pensó la historia en esos momentos de crisis cuando “el pasado desemboca en el presente y le señala posibilidades y caminos”. Por eso, “Mitre constituye, definitivamente, un clásico; porque si hay clásicos en la ciencia histórica, su perfección consistirá, precisamente, en este ajuste entre el pasado y el presente que Mitre alcanza con penetración singular” [M: 233].

Acaso esta manera de introducir el tema describa con certeza las intenciones de Romero en aquella estación de su biografía intelectual, pues este ajuste entre ambas dimensiones de nuestra conciencia (el pasado que vive en el presente de Mitre en 1852 y en el de Romero en 1943) está impulsado por un mismo afán: descubrir en la historia un “hilo conductor” que le dé sentido y coherencia. O, dicho de otro modo, para Mitre, y en secreto quizá también para Romero, la historia tendrá por objeto “la construcción de un proceso” [M: 247 y 248].

El retrato que nos deja Romero de Mitre, disputando en Comprobaciones históricas, es por esto paradójico. Mitre, que para el uso corriente hace las veces en esa polémica de cauto historiador, anclado en el documento y en la crítica de fuentes, frente a la ambición filosófica de su contrincante, aparece dispuesto a seguir una traza comparable a la de Vicente Fidel López: los “documentos constituían para él —Mitre— sólo un instrumento de trabajo, sin el cual toda filosofía no podía ser sino débil estructura, pero era necesario que constituyeran un conjunto orgánico, con sentido” [M: 246].

La historia así construida abría una perspectiva desde el presente “como conjunto de problemas cuyas raíces hay que escrutar en el pasado” [M: 249]. En la guerra civil que siguió a la caída del rosismo, cuando emergía vigoroso el sentimiento de la legitimidad constitucional, Mitre observa en la historia un proceso creador de la idea de nación y de las ideologías que pretenden representarla. Y no en vano, para dar más dramatismo a esta circunstancia, Romero comienza citando las primeras ediciones de la Historia de Belgrano que aparecieron en las librerías porteñas en 1858: faltaban entonces dos años para la jura de la Constitución Nacional en Buenos Aires, luego de la Convención del ’60, y tres para Pavón.

Esta interpretación que se desprende de la Historia de Belgrano —a la Historia de San Martín le asigna Romero en estas páginas un papel secundario— está inspirada, antes que en la historia política, en la historia social. Es cierto que en la Asamblea Constituyente del Estado de Buenos Aires, en 1854, Mitre había montado la hipótesis de una “nación preexistente” a la guerra civil y al despotismo sobre la Declaración de la Independencia en 1816, pero cuatro años más tarde esa afirmación de un hecho político se explica por una realidad aun más contundente: la determinación histórica, legada por el pasado colonial, de una sociabilidad propensa a establecer en estas tierras una nación republicana.

Romero reconoce que esta manera de ver las cosas tiene algún aire de familia con “la del propio Guizot”. A primera vista no parece del todo convincente este parentesco. Mitre no se inclinaba a concebir la historia como resultado de una fusión de principios antagónicos en una etapa ascendente de la civilización (por cierto venturosa pues es aquella en la cual habrán de gobernar los doctrinarios), que supera, gracias a esa solución ecléctica y a un régimen mixto, los desvaríos de la revolución, del bonapartismo y de la restauración.[5]

Hay otras huellas en la Historia de Belgrano, tanto o más sugerentes, como las que dejaron Tocqueville y Mignet.[6] Empero, no importa mucho detenerse en estas pequeñas querellas de filiación sino destacar que, pese a sus diferencias con el eclecticismo, Mignet y Tocqueville (el segundo más que el primero) compartieron con Guizot el presupuesto que éste expuso en la Histoire de la civilisation en France: “…es por el estudio de las instituciones políticas que la mayoría de los autores pretendieron conocer el estado de la sociedad, el grado o el tipo de su civilización. Hubiera sido más sabio estudiar primero la sociedad con el objeto de entender sus instituciones políticas. Antes de ser una causa, las instituciones políticas son un efecto; la sociedad las produce antes de ser modificada por ellas”.[7]

Este es uno de los problemas que a Romero le interesa subrayar en la Historia de Belgrano: la vocación igualitaria del Río de la Plata, esa “democracia de hecho” de una comunidad originaria cuyos límites bien pronto se precisan con la disgregación del Alto Perú y del Paraguay. Tributario aquel de la colonización aristocrática del Pacífico y éste de un orden teocrático reacio a la civilización, las nuevas fronteras de las Provincias Unidas responden mucho más a un espontáneo reagrupamiento de sociedades semejantes que a los fracasos de la política militar y diplomática (la Banda Oriental, bien destaca Romero, era una excepción a esta regla de la que Mitre “no podía consolarse” [M: 256]).

En aquel espacio, cuyo centro era Buenos Aires, se perfilan por tanto el sentimiento de independencia y los movimientos de acción nacional y reacción localista. Es una línea de desarrollo que habrá de desembocar en la anarquía de 1820 y en esa explosión del instinto federal que liquida definitivamente a la colonia.

La guerra civil que Mitre protagoniza en la década del ’50 se reproduce en la disolución que el historiador advierte en el año ’20. Era esa “realidad histórica que le fuera dado observar en el decenio que transcurre entre la secesión de Buenos Aires y la batalla de Pavón la que le había incitado a buscar en el pasado cuál era la auténtica significación de la nefasta antinomia de unitarios y federales que él deshace como historiador en la conciencia colectiva y como político en el campo de la realidad contemporánea” [M: 261 y 262].

Esta operación tiene dos partes. En el conflicto que impregna el primer ciclo de la historia nacional, en efecto, están presentes dos ideologías en pugna: un partido revolucionario e ilustrado se escinde en una facción liberal y otra conservadora. El cuadro es conocido, pero esta división, que tiene nombre y apellido, cabalga sobre una lucha más profunda entre una inevitable tendencia republicana a la cual se oponen diversos intentos monárquicos.

Desde el mirador de los años cincuenta, donde ya se avizoraba “el triunfo de la organización republicana y federal, animada por un espíritu fuertemente liberal y democrático” [M: 262]. Mitre asume el papel de quien devela la naturaleza republicana de la revolución. Las intuiciones de Moreno, la reacción de las democracias semibárbaras del litoral y la pureza ilustrada de Rivadavia con su constitución unitaria de 1826; todos esos gestos imperfectos son expresiones del movimiento natural de la revolución americana, contra el cual se estrellan los proyectos artificiales de Bolívar o de Alvear y de los letrados monárquicos del ’19 que escribieron una constitución aristocrática.

Naturalidad y artificio: unos en la corriente de una fatalidad republicana, sin duda bienhechora; otros, a quienes la historia ha dejado en el camino, enancados en un fracaso tan definitivo como la solución institucional que Mitre vislumbra después de 1852. Este será, al fin de cuentas, el genio que dará a luz lo que Romero llama la segunda Argentina, “prefigurada en la primera, pero depurada y perfilada como comunidad social y como entidad política…” [M: 272].

Romero veía esta segunda etapa como un gozne que abre curso a una tercera Argentina en la que él mismo, al término de este escrito, se sentía instalado en 1943. En todo caso, para entender el desarrollo de esta nueva sociedad, las visiones de ambos historiadores se reúnen tres años después en Las ideas políticas en Argentina. Porque en ese tríptico acerca de nuestras Argentinas —la colonial, la criolla y la aluvial— hay también un “hilo conductor” de prosapia mitrista. Es el enfrentamiento entre “el principio autoritario y el principio liberal”, por un lado y, por otro, la tensión entre las instituciones y una realidad social que las cuestiona e impugna. Tal “el nudo —nos anuncia Romero— del drama político argentino” [IP: 11].

No obstante, conviene precisar algo más el significado de este linaje. ¿Habría acaso satisfecho plenamente a la concepción de la vida histórica que esgrimía Mitre este planteo de un conflicto abierto? Para él nuestro pasado guardaba un depósito sacro —la nación republicana y su destino— que el historiador debía estudiar y el político realizar. Como más tarde escribió Romero, todo ese “pasado estático” adquiría, de este modo, “una grandeza carismática, que ponía sus creaciones y contenidos a cubierto de la crítica y revisión”.[8]

Sarmiento y la historia profunda

El “pasado estático” tenía sin embargo una contrapartida: era la visión sarmientina que descendía al fondo de una sociedad ignorada y convocaba, en lugar de los héroes sagrados que liberan naciones y continentes, a los caudillos de las guerras civiles.

Me parece razonable aducir que esta manera de ver el pasado argentino, “más imprecisa […] pero más atenta a las fuerzas primarias que operaban en él”,[9] cautivó al pensamiento de Romero hasta el punto de sugerirle otra concepción complementaria de la vida histórica que está presente en cada página de Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Se trata, obvio parece recordarlo, de la intuición que tuvo Sarmiento acerca de la historia profunda.

No es sencillo asomarse a esta idea si antes el lector no reconoce en Sarmiento no tanto al frustrado expositor de una antítesis que no logra resolver satisfactoriamente sino al testigo que descubre una historia ignorada. Recién publicada Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Romero volvió a reconocer esta deuda con Sarmiento en las conversaciones que mantuvo con Félix Luna, pues “la medida en que a mi libro se lo puede llamar facundiano es aquella en que la antítesis entre campo y ciudad, que yo reconozco como sustancial y como admirablemente percibida por Sarmiento, sea enunciada sin adjetivos y sin juicios valorativos absolutos”.[10]

Ciudad y campaña, es decir, conflicto entre los usos establecidos, forjados al ritmo de la existencia colonial, y esa incipiente “sociedad informal” de las últimas décadas del siglo XVIII, “inequívocamente autóctona, criolla, que crecía incontrolada y un poco misteriosa en el hinterland del mundo legal” [L: 126 y 127].

Sarmiento había hurgado en ese misterio al mejor estilo de Michelet, convocando sombras, enigmas y esfinges; Romero habrá de reconstruir ese pasado de la mano de quienes lo narraron en crónicas, memorias e informes, y en compañía de quienes lo imaginaron en novelas, cuentos y poemas. Esta doble aproximación al proceso formativo de nuestras ciudades (el Sarmiento de Recuerdos de Provincia es, a la vez, fuente y vía de acceso a este tipo de comprensión), envuelve a Latinoamérica: las ciudades y las ideas en un clima semejante al del Facundo. Hay allí, sin duda, explicación, pero también hay sugestión y un desliz voluntario hacia una abstracción que cobra vida propia: la ciudad que, según una secuencia cronológica, se descompone en varios tipos sociales.

Como hemos visto en el capítulo que precede, Sarmiento había retratado en el vasto escenario de la guerra social, una turbulenta sucesión de ciudades: la ciudad señorial del tiempo de la colonia; la ciudad de la independencia que se prolonga en la ciudad de los legistas unitarios; la ciudad de Rosas, donde se forma la tiranía urbana; y en el punto de llegada, la ciudad de la república moderna que nacerá con la organización nacional. Estos cuatro tipos, de naturaleza sociológica, se engarzan en un argumento histórico cuyo motor es el cambio revolucionario.

Romero nos propone una operación análoga. Seis tipos de ciudades: las ciudades de las fundaciones, las ciudades hidalgas, las ciudades criollas, las ciudades patricias, las ciudades burguesas y las ciudades masificadas, dan coherencia a una cronología que arranca en la conquista y culmina en nuestros días. Pero ese desplazamiento en sentido horizontal arrastra conflictos cambiantes según la relación que cada tipo de ciudad entabla con su contorno. Los capítulos dedicados a las ciudades criollas y a las ciudades patricias, que abarcan la segunda mitad del siglo XVII y los primeros setenta años de vida independiente, forman, al respecto, un admirable cuadro de interrogantes sarmientinos.

Hay, por cierto, un momento en el desarrollo de las ciudades criollas donde Romero nos coloca frente al mismo cambio que percibió Sarmiento. Es cuando se trastoca la pax colonial, y un cambio revolucionario digno del mundo antiguo, pues no modifica al principio el equilibrio social, se convierte en revolución social.

Convocada por las “burguesías criollas” para integrar los ejércitos de la independencia, “la nueva sociedad ingresó en el elenco de los personajes que representaban el drama: pero su presencia no había sido prevista y quebró los esquemas de las burguesías criollas urbanas. Dada su función económica en el proceso de producción y dada su formación étnica y social, la aparición de las poblaciones rurales cuestionó el sentido mismo de las revoluciones. Para las burguesías criollas era evidente que habían sido protagonistas de una revolución política, por medio de la cual el poder había pasado de las manos de un grupo a las de otro. Pero ellas sabían que provenían de un grupo desplazado, que eran un grupo dentro de la misma clase; y aún las clases populares urbanas percibían que era eso lo que había ocurrido y se satisfacían con las perspectivas que el cambio de manos ofrecía. En cambio la aparición de las poblaciones rurales modificaba el planteo y abría el interrogante de si lo que se había producido era, más allá del designio de sus promotores, una revolución social” [L: 170].

Es natural, concluye Romero, que “moderados o jacobinos, los miembros de las burguesías criollas fijaran el alcance de sus pasos y decidieran restringir el proceso dentro de los términos de una revolución política” [L: 170]. Para Sarmiento esta restricción no fue posible y para Romero tampoco. Era necesario atravesar la experiencia de las ciudades patricias que abrieron sus puertas al mundo rural. Como escribió Sarmiento en su vejez, era este un pavoroso recuerdo de adolescencia. A Romero, en cambio, el choque entre dos sociedades le inspira una pausada recreación de costumbres donde, ciertamente, no está ausente el miedo (“…tembló Buenos Aires ante el avance de los caudillos López y Ramírez y tembló Lima cuando el negro montonero León Escobar entró en la ciudad y se sentó por un día en el sillón presidencial” [L: 195]). En todo caso, para ambos, la irrupción del mundo rural concluía con la ocupación de las capitales, aquellas viejas ciudadelas del poder virreinal.

Esta nueva convivencia era un hecho que la ambición polémica del Facundo se negaba a destacar. La tiranía urbana, con su potencia unificadora, podía acaso representar el papel de una mano invisible que, sin quererlo, creaba las condiciones para dar curso a una legitimidad republicana más madura. Era esta una versión criolla de la astucia de la razón, un recurso estratégico indispensable para constituir lo que el preámbulo de 1853 llamará la unión nacional, que de ninguna manera justificaba el terror urbano ni encubría la irritante supresión de las luces que irradiaba la ciudad unitaria. Empero, cuando Sarmiento de regreso en la década del cincuenta comenzó a explorar la ciudad que dejó Rosas, quedó desconcertado: ciudad gauchesca e igualitaria, rebosante de europeos, escuelas y comercio, ese vital conglomerado tenía poco que ver con el sórdido recinto habitado por un régimen tiránico.[11]

Mientras Sarmiento admite los matices a regañadientes, Romero va coloreando con ellos, merced a los comentarios de un viajero atento, la Buenos Aires rosista de 1850, “entre europea y gaucha, modelo extremado del cambio que la revolución trajo” [L: 229], Así se fue delineando una “convivencia acriollada” en la que se abrirán paso, hacia el fin del período en 1880, las transformaciones de las ciudades burguesas.

Sarmiento murió en 1888 y no pudo contemplar la madurez de esa ciudad que ya pretendía dominar plenamente los resortes de la modernidad. Aceptó de ella muchas cosas, criticó acerbamente otras y, a medida que los inmigrantes llegaban a nuestras orillas, observó cómo se iba formando “otra sociedad” muy diferente de la que reveló el Facundo pero igualmente escindida.

Sarmiento echa pues el prólogo a las ciudades masificadas de este siglo en cuyo seno, según Romero, late la confrontación entre una sociedad normalizada y una sociedad anómica. Pero aquí entramos de lleno en nuestra historia contemporánea que Mitre previó con optimismo como la historia de una inevitable victoria republicana, y Sarmiento, con el desgarrante acento del confidente de su trama profunda, como una posible frustración.


[1] J. L. Romero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, México-Buenos Aires, 1965, pág. 166.

[2] J. L. Romero, “A propósito de la quinta edición de ‘Las ideas políticas en Argentina’” (1975) en J. L. Romero, La experiencia argentina y otros ensayos (Compilados por Luis Alberto Romero), Buenos Aires, 1980, pág. 8.

[3] J. L. Romero, “Mitre un historiador frente al destino nacional” (en adelante M.) (1943) en La experiencia argentina…, op. cit., págs. 231-273; Las ideas políticas en Argentina, (en adelante IP.) México, 1946; Latinoamérica: las ciudades y las ideas (en adelante L.), México, 1976.

[4] J. L. Romero, “Sarmiento, un homenaje y una carta” (1976) en La experiencia argentina…, op. cit., pág. 220.

[5] Véase N. R. Botana, La tradición republicana, págs. 120-127 y 211-213.

[6] Véase N. R. Botana, “Mitre y la historia de la libertad” en Suplemento Literario de La Nación, Buenos Aires, 1/3/1987.

[7] Cit. por N. R. Botana, La tradición republicana, pág. 121.

[8] J. L. Romero, “Sarmiento entre el pasado y el futuro” (1963) en La experiencia argentina…, pág. 216.

[9] Ibid.

[10] F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, 1976, pág. 47.

[11] Véase, por ejemplo, los artículos de Sarmiento en El Nacional de los años 1856 y 1857, Obras Completas, vol. XXIV.