La experiencia argentina de José Luis Romero

GREGORIO WEINBERG

Bajo el título tan decidor como significativo de La experiencia argentina y otros ensayos (Editorial de Belgrano, Buenos Aires 1980, 522 páginas) tomado de uno de los varios trabajos inéditos que incluye el libro que comentamos, la Editorial de Belgrano acaba de poner en circulación una obra que constituye un valioso aporte que, por su interés y alcances, trasciende el ámbito de quienes se preocupan por la historia o la cultura, tomadas éstas en un sentido restringido, para alcanzar el más amplio de toda la ciudadanía.

Innecesario parece reiterar ante el lector de Vigencia los elementos capitales de la sobresaliente personalidad de José Luis Romero, uno de los intelectuales de mayor enjundia que haya producido nuestro país en lo que va del siglo. Sólo quisiéramos destacar algunos de los rasgos que lo singularizan y parece pertinente recordar en esta oportunidad.

Humanista

Humanista de muy amplio horizonte mental y fina sensibilidad contemporánea, medievalista eminente de bien sólida formación, unía a todo esto una harto poco frecuente galanura literaria, virtud que le permitía exponer con claridad y sentido estético sus originales contribuciones en todos los campos del quehacer que le preocuparon, algunos de ellos escasamente frecuentados entre nosotros.

En varias oportunidades el mismo Romero ya había explicado que sentido atribuía a su preocupación por la historia nacional, cuando se consideraba un profesional especializado en una determinada etapa de la formación de Occidente, cronológicamente bien anterior por cierto al surgimiento de las nacionalidades latinoamericanas, aunque, en última instancia, de algún modo emparentada a su génesis. Varios libros importantes (Las ideas políticas en Argentina; El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, y, en menor escala, Breve historia de la Argentina) corroboran el valor de sus contribuciones, las que ahora se ven sensiblemente realzadas cuando disponemos del medio millar de páginas (un centenar de las cuales inéditas) de La experiencia argentina donde aparecen recogidos – y debidamente organizados – numerosos trabajos escritos a lo largo de más de cuatro décadas de intensa y fecunda reflexión. De estos ensayos – vertebrados en torno a diversos aspectos de la realidad, el hombre y los problemas nacionales – se desprende no sólo una constante y enriquecida inquisición sobre el sentido del proceso pretérito sino también una por momentos angustiada interrogación sobre el significado y proyecciones de la crisis que traba el desarrollo de la sociedad argentina. Más todavía, diríamos que se advierte un permanente asedio a esas cuestiones, que ataca empleando instrumentos de comprensión cada vez más refinados, que él maneja con sabia destreza de historiador avezado. Así, pues, constituye su lectura una provocativa experiencia intelectual para el lector de nuestros días conmovidos, percibir como J. L. Romero fue manejando materiales más ricos y complejos, sin por ello perder las perspectivas fundamentales en momento alguno, y, dato nada desdeñable, cómo se transparentan en su ánimo los diversos ‘climas’ vividos por el país durante los últimos decenios. Acostumbrado a emplear ‘tiempos largos’, no podrían desalentarlo las asechanzas de los acontecimientos ni acometerle el desaliento cuando oscuros nubarrones se cernían sobre el cielo; nada de esto tampoco podía desorientarlo pues por su ciencia y conciencia sabía siempre dónde estaba, y dónde buscar el norte.

Y llegados a este punto permítasenos dos reflexiones. ¿A cuántos historiadores argentinos pueden atribuírseles contribuciones tan decisivas y fecundas como las realizadas por J. L. Romero, por ejemplo, cuando enuncia un criterio de periodización que permite ordenar satisfactoriamente un prolongado lapso del desenvolvimiento de nuestra sociedad, y destacar al mismo tiempo la decisiva importancia del ‘impacto inmigratorio’, fenómeno hasta entonces marginado, subestimado cuando no despreciado? ¿Cuántos historiadores argentinos pueden ‘darse el lujo’ de conservar, por su alto valor testimonial, los sucesivos prólogos a un mismo libro, reeditado cinco veces en treinta años, período durante el cual el país sufre transformaciones realmente profundas y asiste a enfrentamientos políticos e ideológicos, a cuyo extremo puede hoy comprobarse la sabiduría de sus intuiciones sobre el significado último de esos cambios que a tantos desorientaron, echándolos en brazos de los más diversos sectarismos?

La lectura de estos aleccionadores trabajos, tal como aparecen recogidos en el libro que nos ocupa, desde las páginas apasionadas de Argentina Libre (1941-1942) hasta sus últimos y notables artículos publicados en Redacción (1973-1975), y por supuesto tantos otros ensayos más ambiciosos sobre temas políticos, universitarios, históricos, culturales, etcétera, revelan que estamos frente a un pensador de excepcional lucidez y comprometido sin ofuscación, de aquellos que hacen historia en todas las acepciones del concepto, porque la conocen, la escriben y la sienten; porque saben escrutar por debajo de las corrientes de agua enturbiadas por la agitación de movimientos subterráneos y reconocer los cauces y los rumbos; y sin ignorar la gracia de los cantos rodados comprenden que ellos son manifestaciones de complejas estructuras geológicas que los generan.

Tentación

No resistimos a la tentación de dar término a esta nota sin antes transcribir algunos pasajes de los muchos por nosotros subrayados, a lo largo de la lectura, en el ejemplar que manejamos; son párrafos tomados de uno de sus últimos escritos (“Antes de disgregarnos”), publicado en momentos dramáticos para la vida argentina (noviembre de 1975): “… Hay que evitar que el proceso avance si se quiere conservar una sociedad nacional, pero sin ilusionarse acerca de las posibilidades que tiene el simple uso de la fuerza, porque la fuerza sirve para defender un sistema basado en el consentimiento, pero no es capaz de recrear un consentimiento perdido. Si la sociedad nacional quiere salvarse tendrá que salvarse en el cambio, corrigiendo el sistema de relaciones que la constituye y sustenta mediante una política capaz de suscitar un nuevo sistema de fines comunes y reconocidamente superiores a los intereses individuales. Eso es la política, más allá de la delirante pasión por la conservación o la conquista de privilegios sectoriales” (pág. 497).

Pero la crisis a la cual está aludiendo J. L. Romero, viene de lejos, por lo menos a partir de 1930, cuando el sacudimiento conmovió y dislocó toda la sociedad tradicional en su estructura y en sus valores. “Desde ese momento cada grupo social – nuevo o viejo – empeñó sus fuerzas para conseguir el mejor lugar en el nuevo ordenamiento que empezaba a conformarse. Fue, como toda época de cambio, un momento favorable para los desprejuiciados, los audaces, los aventureros. Pero eso es anecdótico. Fue, sobre todo, el momento en que los intereses sectoriales disputaron la supremacía a los intereses comunes a la sociedad nacional. Fue el momento potencialmente positivo de la transmutación y, simultáneamente, el momento dramáticamente peligroso en el que la sociedad comenzó a disgregarse.

“Ante el impacto de los grupos marginales que aspiraban a integrarse, lo antiguos grupos establecidos pasaron a la defensiva. Cada uno eligió su propia estrategia para sobrevivir, para subir, para dominar. Todo se dividió en Argentina, según cual fuera su respuesta al impacto: las clases sociales, los sectores productivos, los grupos ideológicos, los partidos políticos, las fuerzas armadas, la Iglesia. Comenzó una sorda lucha de todos contra todos. Cada sector a favor de su sector. Nadie a favor del país…”

Y poco más adelante concluye J. L. Romero: “La vida histórica no se alimenta de retornos sino de creaciones. Hay que crear ideas, soluciones, proyectos. Crear algo que arraigue en la experiencia de hoy y que se proyecte hacia el futuro. Crear una política liberada de los fantasmas, de las reivindicaciones, de las nostalgias; apegada a las situaciones reales y despegada en una proyección prudente y audaz. Pero hay que asumir el proceso de cambio y partir de la instancia en que se encuentra… hay que elaborar una política para el nuevo país que es Argentina” (págs. 499-500).