Las ideas políticas en América

CARLOS REAL DE AZÚA

No son muy abundantes por aquí, las incursiones en aquélla que los franceses llaman con cierto equívoco, “histoire des idées”.

“La evolución de las ideas argentinas” de Ingenieros, su compendiada “Sociología”, constituyen un indispensable desbroce y acotación de campos. “Las influencias filosóficas” de Korn, como las anteriores, mantienen viva la constancia de una prolongación transitiva de las ideas puras.

Igualmente, y en plano continental, los recientes estudios de José Gaos —en “Cuadernos Americanos”, en “Jornadas”, en su “Antología”— enfrentan el pensamiento con su circunstancia, tan a menudo dramática.También Raúl Orgaz con sus estudios sobre Alberdi, Ricardo Levene en las ideas sociales (“Historia de las Ideas Sociales argentinas”), el oriental Arturo Ardao en su “Filosofía Preuniversitaria en el Uruguay”, han reconstruido pensamientos individuales o rastreado las mayores influencias. (Y el señor Enrique de Gandía, que ha hecho en los últimos tiempos el confortante descubrimiento de que nuestros próceres se movieron —sólo— por “ideas”; junta a esto, una saludable insistencia en que no fueron únicamente los “ideólogos” los que tuvieron ideas; un tenaz empeño en querer saber lo que pensaban los hombres de la segunda y la tercera fila: coroneles, exportadores, mayoristas, gobernadores oscuros; una cordial convicción de que esos tales, a veces decisivos, no se redujeron a hacer balances, taconear fuerte o domar potros).

Pero cuando se sale de la reconstrucción de perspectivas individuales, cuando se accede al móvil mundo de lo político, la historia de las ideas plantea casi insolubles problemas metodológicos.

Esta materia, que comienza por aparecérsenos tan desesperadamente fronteriza con la historia de la política, con la historia de los partidos políticos, con una “sociología de los partidos”, con la historia de las ideas en su generalidad y con las historias nacionales, está también zapada en su seguridad y en su importancia. Cada día es mayor la tentación de prescindir da estas “ideas”, la tentación de arrinconarlas.

En Francia, para un Thibaudet que piensa que “la politique ce sont les idées”, hay un Siegfred que dará largo curso al método sociológico y geográfico; está el actualísimo Francois Goguel que organiza los setenta años últimos de la historia francesa por “los temperamentos políticos”: “ordre établi” y “mouvement”.

En América, un primer enfrentamiento —elemental sin duda— resuelve que nuestros países no tuvieron “ideas políticas” originales, y que la cuestión  se soluciona con un simple “traslado” al desarrollo ideológico europeo.

Otra postura se vincula al llamado “realismo histórico” en su diversidad, y desde el desprecio y desconfianza contrarrevolucionaria en las “ideas”, expuesta en “La Fronda Aristocrática” de Alberto Edwards, hasta esa rígida concepción marxista de las “superestructuras”, de las primeras obras de Rodolfo Puiggrós, tiende a radicar la atención en un plano fáctico desnudo de voluntades de potencia, de voluntades de adquisición.

Tantas ambigüedades, tanta divergencia posible, se refleja con problematicidad ejemplar en estos trabajos de Ricardo Donoso y José Luis Romero. (Y ello es lo que reclama su comentario común, y no un gusto más a menos inconfesable por el fenecido artificio liceal de las comparaciones).

Dos mentalidades muy distintas testimonian las obras respectivas. Donoso es un minucioso archivero, que agregó a la bibliografía, tan dilatada, del pasado de Chile, sus estudios sobre Antonio José de Irisarri, Ambrosio O’Higgins y Vicuña Mackenna. Historia apasionadamente, con su cabeza y corazón en el centro mismo de los debates, cuya crónica, muchas veces altisonante, agota. A pesar de sus casi quinientas páginas, detiene el lento y acotado tranco en la crisis dictatorial de Balmaceda, en 1891. José Luis Romero, profesor de historia universal, hecho al oficio sintetizador que esa disciplina impone entre nosotros, esquematiza sin temor y doscientas treinta páginas le permiten llegar hasta la deposición de Ramón Castillo, el 4 de Junio. La ventaja de Romero finca así en su perspectiva, en lo que le da su alejamiento de las pequeñas querellas enconadas de los historiadores nacionales; no le perturba el jaque-mate del documento inédito ni forma en ninguna de las facciones profesionales de defensores de próceres. Así ve, además, la vida argentina desde lo ecuménico, que es su mejor —¿su solo?— ángulo posible.

No es casual, por otra parte, que Romero y Donoso se propongan un examen metódico y por país, que es el único que por hoy puede hacerse, el único real después que, pasado el gran soplo bolivariano, las naciones, iberoamericanas se enclaustraron, sin más ventanas regularmente abiertas que aquéllas que miraban hacia Europa.

Las “síntesis” continentales, tan comunes en la época del modernismo, están en baja, y la consigna honesta es la concentración (aunque no olvidamos la sólida excepción de Pedro Henríquez Ureña). “El que se humilla será ensalzado”. Gilberto Freyre, ganando fama mundial con sus estudios regionales brasileños, es un ejemplo a pensar. (Y nótese bien que no hay contradicción con lo anterior: áreas nacionales, regionales, “con” perspectiva universal. Conocemos el caso contrario: el resumen americano de angostas visiones particulares).

Donoso, que pone su labor bajo el signo de una frase de Eduardo Hinojosa, acepta con buena voluntad la influencia de las ideas y enrostra a Edwards su olvido. Reconsidera lo anteriormente hecho: Lastarria, Amunátegui, Errázuriz, Valentín Letelier, Alcibíades Roldan.

Puesto a andar, el cuerpo de las ideas, la sucesión doctrinaria se pierden o se invertebran muy pronto en el fárrago de esta cuidadosa versión parlamentaria, en esta historia de la política. Los ideales no se desgajan nunca de los hechos, como función orientadora o determinante. No se nos dan ni atisbos sobre las vías de penetración de las ideologías, sobre su adaptación chilena, sobre su recíproca beligerencia. Tiene en cuenta, eso sí, las presencias personales: la de Irisarri, la de Jaime Zudáñez, la de Juan Crisóstomo Lafinur, la de Mora y la de Bello. ¡Cuántas extranjeras!

Donoso descuida ese tránsito, el único valioso, el único entrañablemente americano, en que una realidad va naciendo en ideas, y estas ideas buscando su fila en las corrientes universales. Ni el potente “hecho” oligárquico, ni la continuidad portaliana, ni la escisión ideológico-religiosa le sugieren casi nada. Anega en las sombras de una larga crónica esa indiscutible originalidad de su país que fué la ausencia de militarismo y de caudillos.

El período colonial, la Independencia, y el cuadro ideológico hasta 1833, se libran con bastante éxito de estas reservas. Son, sin duda, lo más logrado del libro.

En torno a las postreras figuras coloniales de José Perfecto de Salas, de José Antonio de Rojas, de Miguel Infante, de Manuel de Salas; de Martínez de Rozas, de Juan Egaña, de Camilo Henríquez, los independientes, organiza R. D. con habilidad el relato de la penetración ideológica y acentúa agudamente el dualismo, aparentemente invencible y que tanto serviría para explicar “la máscara de Fernando”, entre el apacible, entre el conforme testimonio de Manuel de Salas y el alegato colérico del presenta y del pasado de los Zudáñez, los Henríquez, los Monteagudo y los Irisarri.

Narra con fino sentido la misión del último a Londres y las tentativas monárquicas de la segunda y la tercera década. Anota la intervención directa de los representantes de Estados Unidos, Larned y Allen.

Los capítulos IV y V abarcan el revuelto período que media entre la caída de O’Higgins, y la batalla de Lircay y la constitución “pelucona” de 1833.

Después de 1833, la línea del tiempo se polifurca, y aparece una división por problemas, “la Tolerancia Religiosa”, “la Lucha contra la Aristocracia”, etc. La organización es semejante a la que hace Theodore W. Cousens en su “Politics and Political Organisations in America” New York, 1942, pero más radical, ya que aquél agrupa simple y sucesivamente por tales problemas los años y presidencias, y no historia las ideas. Aquí se sigue paralela y aisladamente un trecho sexagenario, olvidando que una doctrina política es “un todo” con soluciones para una diversa problemática. Aunque se podría objetar, claro, que en esos sesenta años domina incontrovertida la corriente liberal. Aunque se podría responder, con lucidez también, que las aguas americanas y mundiales del liberalismo eran muy distintas en el 30 y en el 90.

De las págs. 114 a 491 se trazan así procesos paralelos del esfuerzo liberal por modificar y vencer una situación consolidada el año 33. El cap. VI “La lucha contra la Aristocracia” es sólo una amena reseña de las tentativas encaminadas a la supresión de los mayorazgos, hasta conseguirlo en la ley del 14 de Julio de 1852.

En el larguísimo VII se historia la secularización de la sociedad chilena : “la cuestión de la tolerancia”; los derechos de los disidentes, las procesiones y los cementerios, el fuero eclesiástico, el registro y matrimonio civiles. En el VIII se contempla, en su imprescindible luz política, un debate cardinal de nuestra enseñanza: la supresión del latín.

La sustancia ideológica de esta pugna —corolario legítimo del liberalismo— es de fácil resumen; aquí sí, su contenido permaneció casi invariable. Hubieran bastado las exposiciones de Juan Egaña (p. 182 a 185) y de Enrique Mac-Iver (p. 275).

Los capítulos finales: “La libertad electoral”, “La libertad de imprenta”, “Las bases jurídicas de nuestra organización democrática”, desarrollan el lado político del proceso liberal, y están sólidamente construidos.

Hay breves traspuntes de la evolución social: colisión de política, negocios y derecho (p. 143); conciencia burguesa y espíritu santiaguino (p. 153 y s.); causas de la crisis de 1891 (p. 436) ; se presta atención al factor generacional (p. 490), al regional (p. 240). Hay intenso sabor de época y dato directo en las manifestaciones de madres de familia (p. 213 y s.), en el cuadro del fraude (p. 390), en la influencia de la aparición de “La Aurora” (p. 41).

Muy pocas veces se expone una ideología personal, aún aquellas tan evidentemente significativas como la de Francisco Bilbao, como la de Bello; apenas la de Portales (p. 110 y s). En escasas ocasiones se tratan las corrientes espirituales colectivas (p. 290 y s.) ; sus transformaciones sólo son aludidas tangencialmente (p. 409). Los retratos no son demasiado agudos, aunque algunos hay excelentes: el de Egaña (p. 65 y 67), el de Portales (p. 101 y s), el de Errázuriz (p. 271), el de Santa María, (p. 322), el de Balmaceda (p. 432) y S.).

Reduce demasiado lo político a lo constitucional, al derecho público. Estudia bien, pero muy desperdigadamente, las constituciones de 1818 (O’Higgins), 1822 (Egaña), 1828 (Mora), 1833 (Portales).

Donoso, hombre de civiles pasiones, y en el que una cierta falta de perspectiva universal es muy sensible, califica con excesiva insistencia, con monotonía. Lo hace en forma valorativa, nunca descriptiva. Don Juan Egaña es, en todas partes, “un incorregible soñador de repúblicas platónicas”; en una página sí y en otra también, alguien “se desata en improperios”; sus volterianos son perpetuamente “incorregibles” (como por otra parte lo han sido siempre desde que, hace un siglo y medio, este matiz punitivo, peyorativo, se convirtió en epíteto).

Y esa adjetivación es abusadora —abusadora con el vencido—. “La ira”, “el apasionamiento”, “la insolencia”, “la despreciable diatriba”, “las trabajosas plumas” combaten, sin una sola deserción, con “el altivo desprecio”, con “el ilustre”, con “el agudo”, con “el elocuente”, sin una sola deserción tampoco.

La información histórica no es demasiado amplia: aludiendo a las procesiones en la América Española (p. 231) se ve que ignora el conocido y magnífico cuadro de la Semana Santa en Corrientes, inserto en las muy conocidas “Cartas de Sud América” de J. P. y G. P. Robertson.

Para José Luis Romero las “ideas” son, en puridad, las tendencias psicosociales con que la circunstancia política, económica y cultural va configurando a los grupos clasistas, regionales y raciales, que contienden en el tiempo argentino.

La historia intelectual y social, la intrahistoria, distinguida de la militar y de la crónica edificante o puramente externa de los cambios del poder, es potenciada así a racionalidad, a una amenazada y precaria racionalidad, que no es trascendente y que está en las manos y en la cabeza de los hombres. El título, pues, puede resultar angosto. Es una verdadera historia, en sus mejores esencias, la que se consigue en “Las ideas políticas en Argentina”.

Dentro de una general inmersión de lo ideológico, se toman adecuadamente en cuenta las ideas de las figuras representativas o de los grupos reformadores: Moreno (p. 74), Rivadavia (p. 93), Dorrego (p. 117 y s.), Goyena (p. 187), J. V. González (p. 201); del equipo director de Buenos Aires (p. 73 a 77), de la segunda emigración antirrosista (p. 128 y s), del radicalismo (p. 220 y s.), de la “reforma universitaria” (p. 222 y s.). Siempre es a través de una de estas dos vías, que el pensamiento nuevo irrumpe sobre rutinas y vigencias.

Tres grandes períodos encuentra Romero en el desenvolvimiento argentino: la “era colonial”, la “era criolla”, la “era aluvial”. (La misma calificación de las épocas ya indica el repudio a una vertebración puramente ideológica del proceso.)

En la “era colonial”, rastrea los dos espíritus que van a chocar a lo largo del vivir nacional: “el espíritu autoritario”, que moviera la actitud de la casa austríaca, y “el espíritu liberal”, importación borbónica y dieciochesca, arraigado en la minoría criolla de Buenos Aires, y motor decisivo de la independencia.

La “era criolla”, que 1810 inicia, se escinde a su vez en dos líneas: “la línea de la democracia orgánica” (Buenos Aires, Rivadavia, la unidad, formas de vida europea), rectora de la política argentina hasta 1820, y “la línea de la democracia inorgánica” (localismo, personalismo, autoridad, modos tradicionales de ser), que en el año 20 prepara, con sus montoneras en las calles porteñas, el advenimiento del “aventurero feliz” que San Martín profetizara.

Con real inteligencia histórica no entra Romero a fallar, como lo hacen tantos otros, a favor de la ambivalencia de la palabra, de qué lado estaba la democracia: si en los generosos sueños de libertad, de vida digna y asegurada, de los doctores porteños, o en el calor multitudinario que rodeaba a los caudillos.

Esta “era criolla” polarizada así, va a encontrar, nacido en la lucha contra Rosas, “el pensamiento conciliador”: la aceptación honrada de la realidad “desde” la cultura, el repudio —un poco entristecido— del utopismo. De este grupo decisivo, de esta generación de 1837, traza JLR, con ejemplar elegancia y concisión, el cuadro de su ideología (p. 128 a 151) y aquí sí, hace historia de las ideas políticas. El pensamiento de Echeverría, Sarmiento y Alberdi engrana pulcramente en el esquema.

Siempre son los cambios de orden económico, social y humano los que traen la nueva época. En el tránsito de la Presidencia de Avellaneda a la de Roca, la Argentina ha cambiado. “Lo criollo” empieza a batirse en retirada; inmigración en masa, racional ganadería, alambrados y ferrocarriles instalan un distinto estilo de vida, caracterizado por la sobrestimación del éxito económico y la irrupción cosmopolita. Es “la Argentina aluvial”, y nótese bien que esta “Argentina aluvial” comienza aquí y no en el 52. El cambio de signo político no es bastante para hacer advenir un período nuevo.

Romero, que si bien admite la coexistencia de las líneas, caracteriza cada segmento temporal por el triunfo de una de ellas, establece la vigencia del “pensamiento conciliador” desde el pronunciamiento de Urquiza hasta Roca. El esquema resulta aquí un poco violento. No parece muy abonado por ese “pensamiento conciliador” un suelo en que toma sus jugos la protesta de “Martín Fierro”.

En “la línea del liberalismo conservador”, que a nuestro juicio Romero no ata lo suficiente con “la línea de la democracia orgánica” de la “era criolla”, la minoría constructora, el grupo que se trasmite el poder por cooptación escasamente resistida, se hace oligarquía usufructuaria. Fomenta la inmigración, pero hipoteca el país. Impulsa las obras públicas, pero se enriquece con ellas. Escepticismo moral, farsa republicana y “unicato”, concluyen la ferviente aristocracia directora de los Mitre y los Avellaneda.

La nueva “era aluvial” se escinde así (se advierte claro el duro juego dualista qué es casi toda nuestra historia) en esta línea del “liberalismo conservador” y en la otra “de la democracia popular”. La última se agrupa en torno al radicalismo y lucha por el triunfo desde 1890 a 1916, se pregunta después qué hacer con ese triunfo, y entre el 16 y el 30 en que es desalojada» es invadida por el temperamento “liberal-conservador” de Alvear (p. 219 y 224).

“Los interrogantes de un ciclo inconcluso” plantean el problema de un proceso imprevisible “que se caracteriza por la originalidad y la inestabilidad”, perplejidad de historiador, sobre la que el partidario dice su robusta esperanza. «

Romero declara en la página final —230—, su fe socialista. Esta fe le permite no abanderarse sentimentalmente ni en el “liberalismo conservador” ni en “la línea de la democracia inorgánica” que tironean poderosamente a casi todos sus colegas, le faculta encarar con lucidez los puntos más candentes del debate histórico argentino. Rastrea con indudable equidad las raíces de “la democracia inorgánica” (p. 99 y 100); ve las virtudes de la oligarquía (p. 203), explica la filiación, rosista-radical (p. 216), contempla con visión levantada y sin histerismos el presente (p. 229).

Romero no cuida, desde luego, la superada exigencia de una “imparcialidad”. Está en su visión y se siente cómodo en ella. Es lúcido, no neutral. Trabaja con esa honradez de buen historiador que es tener al frente todos los datos, todos los datos importantes, por lo menos todos los visiblemente importantes de un pasado mal conocido — ¿es algo más la imparcialidad?—. Ve limpiamente toda una realidad y la califica de acuerdo a su escorzo. Serán discutibles las adjetivos; el. sustantivo está donde está, anclado sólidamente. Tiene una concepción de la historia y da la casualidad que ella no es ninguna de las dos que han obnubilado a los abogados de nuestro ayer.

Toma en cuenta, y en forma principalísima, el factor económico (p. 60, 61, 167), su reflejo psicológico cuajado en formaciones sociales pero nacido, no sólo de lo económico, sino del libre viento de las ideas (p. 214-215), Una interdependencia realmente inteligente de los factores históricos quita a su construcción toda rigidez, toda unilateralidad.

Son notables en este libro el excepcional don sintético, la legítima acuñación del juicio, la vivacidad de una elaboración que nunca se deja vencer por el material.

Utiliza hábilmente las fuentes españolas, las memorias, el tan despreciado e invalorable testimonio de los viajeros: hay párrafos de Antonio Pérez y de Jovellanos, de Azara, de Azcarate Du Biscay, de Gillespie, de Brackenbridge y de Paz.

Algunas negligencias afean ligeramente la obra: anunciar en el prólogo una bibliografía que no aparece, una indisculpable errata (p. 70), calificar de “despotismo ilustrado” (p. 147) algo que se filia a gritos en la línea media de “los doctrinarios”, con su “soberanía de la razón”, conciliatoria de la del pueblo y la del monarca.

Con los dos libros que comentamos, la colección “Tierra Firme” parece intentar una ordenación de su aporte un poco desigual, algo desordenado, bastante olvidado del Sur. Su mismo título: “Tierra Firme” (seguramente sugerido por la revista del mismo nombre que dirigió Diez Cañedo en Madrid, 1935) parecía llevarla hasta ahora a centrar sus esfuerzos muy lejos de este Río de la Plata, que, repitiendo a Langston Hughes, “también es América”.