“…  mezcla de luchador y de fino intelectual”

ALBERTO M. SALAS

Durante toda esta tarea [como Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA] conté con la decidida colaboración y los buenos conocimientos de Andrés Vázquez, viejo empleado[1] de la Facultad que se había formado en el Instituto de Filología, en el tiempo en que se reunió allí un grupo de hombres decididamente excepcional, encabezado por Amado Alonso, Henríquez Ureña, Raimundo y María Rosa Lida y Ángel Rosenblat, cada uno de los cuales nucleaba a otras gentes. Este Instituto fue literalmente arrasado por la intervención de Enrique François, y Andrés, luego de algunos avatares, fue desterrado al Museo Etnográfico. De allí lo extraje para designarlo Secretario de la Facultad, cargo bastante incómodo, por lo menos tanto como el mío. A lo largo de los dos años de trabajo en común, y en permanente consulta, sólo tengo palabras de elogio para su comportamiento, su serenidad y modestia. Habíamos sido compañeros de estudio en el primer año, y nuestras vidas corrieron destinos muy parejos y uniformes, incluso en nuestras dificultades económicas. Habíamos trabajado juntos en Buenos Aires Literaria, pero nunca había trabado con él una amistad como la que se forjó durante la áspera tarea de la Intervención. Pude confiar plenamente en él y tener la absoluta seguridad de ser advertido de cualquier exceso o mala providencia que cometiera. Ni él ni yo sacamos nada de concreto ni de provechoso de nuestra tarea universitaria, fuera de la convicción de haber cumplido con nuestro deber. Yo volvía al Colegio y a la Cámara del Libro y Andrés Vázquez, creado el Departamento Editorial de la Universidad de Buenos Aires- tarea en la colaboró proponiendo un plan de trabajo y su organización-, fue designado Subdirector del mismo y Subdirector de la Revista de la Universidad a prestar servicios en la Revista de la Universidad, que dirigió Marcos Victoria y luego José Luis Romero. [2]

                                 También conté con todo el apoyo de los viejos empleados de la Secretaría de la Facultad, a los que recuerdo ahora con gratitud y a quienes quisiera honrar con las palabras más adecuadas, por el mal fin que algunos de ellos tuvieron en una Facultad desordenada, desquiciada y caótica, donde ya se habían producido increíbles regresos. De esos empleados recuerdo particularmente a Rocco y a Ramos, ambos ya desaparecidos, y luego a Becker, Baylis, Victor Mohr y al siempre bien humorado Toranzo.

                                 Esta experiencia tan negativa puedo contrastarla, en cambio, con muchas buenas y ponderables amistades que hice durante la gestión universitaria. Quiero recordar en primer término a Juan Mantovani y a Fryda Schultz, buena amiga, a Roberto F. Giusti, a Francisco Romero, a don Marcos Victoria y a Carmela, su mujer, a Marcos Morínigo y a Maruja, su mujer, a Salvador Bucca, a Günther Ballin, a la doctora Chirber, a Amanda Imperatore, a Julio Payró, a Atilio del Soldato, a Delia y Ema Isola, a Elena Chiozza, amiga siempre fiel y consecuente. Volví a la vieja amistad de Margarita Muruzábal y me relacioné, con las inevitables pendencias y diferencias, con todos los decanos interventores, pero de manera muy particular con el ingeniero agrónomo Marengo, Malvicino, Isidoro Martínez, Ambrosio Gioja, José Babini, y con Pedro Aberasturi, subsecretario del ministro Adrogué.

                                 Mi relación y amistad con José Luis Romero tuvo muchas aristas y avatares. Nos conocíamos desde el año 1948 o 1947, en oportunidad de la visita a Buenos Aires de Fernand Braudel, y más tarde en las revistas Buenos Aires Literaria e Imago Mundi y, donde probó que era un excelente narrador. Era una personalidad fuerte, y como ahora se dice, carismática. Profesor y expositor excelente, apoyaba su prestigio docente en una copiosa bibliografía, de entre la cual destaco su excelente síntesis de la historia argentina publicada por el Fondo de Cultura Económica. Socialista militante, llegó a ser una figura decisiva en el movimiento juvenil y en la división ulterior de ese partido. Era hombre habituado al predominio y al mando, de una personalidad atrayente y recia, mezcla de luchador y de fino intelectual. Ambicioso y pujante, se sentía seguro de su futuro, hecho a lo grande, a pesar de que en política, en mi opinión, pecaba de ingenuo y no supo advertir que la caída del ministro Dell´Oro acarrearía irremediablemente la suya. Se abrió entonces, por completo, del proceso revolucionario y los que continuamos en la función universitaria pasamos a estar en la vereda de enfrente, como francamente nos lo dijimos en su casa de Adrogué.

Ésta fue una incidencia final, en la cual tuve que hacer frente a un hombre herido y ofuscado por el duro recambio que se hizo.

                                 Nuestro alejamiento fue definitivo y profundo, más aún cuando expresó su adhesión al castrismo. Lamento, sin embargo, todas estas circunstancias y mi propia intolerancia, que me apartaron de este hombre de real valor y significación.

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Buenos Aires Literaria,  Imago Mundi y José Luis Romero.

                                 Entre los años de 1951 y 1954 estuve mezclado con dos revistas. Una de ellas decididamente Literaria, que fue Buenos Aires Literaria, a donde fui llevado por Daniel Devoto, antes de marcharse a París. La dirigía Andrés Vázquez, y por un cierto tiempo, no me acuerdo cuánto, fui su secretario de redacción. El comité se integraba con José Luis Romero, el hombre de mayor prestigio y autoridad del grupo, Anita Barrenechea, Ramón Alcalde, Oscar Uboldi, Gregorio Santos Hernández, Roberto Di Pasquale, Anderson Imbert, Julio Cortázar, Pedro Larralde, Juan Carlos Pellegrini, Pepita Sabor, y Vocos Lescano.

                                 La revista tuvo una intención nítidamente antológica, sin propósitos revolucionarios, políticos ni vanguardistas, cosa que reflejaba cabalmente el espíritu de los que la dirigíamos. Las reuniones se celebraban en la librería Verbum, de Paulino Vázquez situada frente a la Facultad de Filosofía y Letras, en la propia casa de Paulino – ex empleado de la Facultad – o en el local de Imago Mundi, en los altos de la zapatería Grimoldi, en la calle Callao.

                                 Desgraciadamente las cuestiones políticas nos dividieron de manera intolerable y hubimos de reñir violentamente, con que todo concluyó en el número 18. De aquel grupo rescato, no sólo a Andrés y José Luis, con quienes luego actué en otro tipo de sucesos que ya llevo narrados, sino de manera muy particular a Uboldi – quien fue el que planteó la crisis final por su decisión de ingresar al cuerpo de redactores de La Prensa –, un hombre de gusto exquisito y de calidad, aunque vencido por una debilidad sin redención. Lamenté sinceramente su muerte ocurrida en un accidente poco tiempo después de estos sucesos desagradables.

                                 Imago Mundi, revista de la historia de la cultura y de las ideas, pretendió nuclear a un grupo de profesores expulsados de la Universidad, para constituir ulteriormente con ellos una especie de universidad libre o una institución semejante o paralela a la que había organizado y dirigido con eficacia don Luis Reissig, el Colegio Libre de Estudios Superiores. La revista, de la cual se publicaron 12 números estaba dirigida por José Luis Romero, con el siguiente Consejo de Redacción: Luis Aznar, José Babini, Ernesto Epstein, Vicente Fatone, Roberto F. Giusti, Alfredo Orgaz, Francisco Romero, Jorge Romero Brest, José Rovira Armengol y yo mismo.

Era secretario de redacción Ramón Alcalde, también colaborador de Buenos Aires Literaria. El grupo de colaboradores era importante y la revista apuntaba alto, como todas las cosas que organizaba y dirigía José Luis, hombre de vigorosa personalidad, ajeno a las humildades y vacilaciones. Personalmente debo confesar que no me sentí cómodo dentro del grupo, afirmativo, suficiente y hasta soberbio en sus nítidos objetivos. Sus propósitos de dictar cursos, de historiar la evolución de la cultura y de las ideas no cabían cómodamente en mi cabeza. He enfocado siempre parcelas muy circunscriptas de la realidad o de mi propia realidad, despreocupándome de la construcción de un sistema intelectivo de la totalidad, que parecía ser el objetivo principal de mis prestigiosos compañeros. Tampoco, a decir verdad, me interesaba el ejercicio de la docencia universitaria o el dar cursos o cursillos, y lo único que me preocupaba, por aquel entonces, era redondear un trabajo sobre tres cronistas de Indias, del cual difícilmente se podría extraer fundamentales conclusiones. Mis colegas de redacción, todos ellos de proyección decididamente americana y algo más, como José Luis y Francisco Romero, José Babini, José María Monner Sans, Roberto F. Giusti, Márquez Miranda, enfocaban el momento y sus posibilidades con una seguridad que me faltaba por completo. Todos ellos, o su mayor parte, parecían haber estructurado sus conocimientos en esquemas aptos para la expresión oral, ya sea en conferencias o en cursos. Eran auténticos profesores que habían sido expulsados de la cátedra y de alguna manera procuraban reiniciar la actividad docente. Yo hube, entonces, de pasarme en limpio y admitir que había organizado mis materiales e investigaciones para su expresión escrita, no para la docencia ni su expresión oral. Desde entonces he reflexionado largamente sobre esta dificultad o contrariedad que me ha significado la expresión oral, dificultad que creo haber vencido con mayor naturalidad y eficacia sobre el papel. El hablar —no digo el leer en público— obliga, quiera que no, a adoptar una postura, una manera de actuación, el mover las manos, el revolotearlas por el aire o agitarlas de manera ritmada e indicativa. Supone, además, adoptar las mil actitudes que puede adoptar un orador; bajar, subir o entintar su voz con multitud de matices, que exageran lo que se está diciendo, incurrir en gestos que decididamente niegan o burlan lo que se está expresando afirmativamente.

Este juego, que puede ser exquisitamente sutil, me fue negado desde siempre, y cada vez que he tenido que hablar en público, he procurado finiquitar el compromiso con la mayor prisa posible, volcando en una rápida exposición una información densa y acumulada, que en boca más hábil habría proporcionado material para un cursillo. Lo grave es que el público destinatario parece darse cuenta, no de una falta de respeto hacia él, sino de mi propia contrariedad al realizar algo que no me satisface ni me interesa. Sólo en algunas oportunidades, con sobra de información y abundancia de material anecdótico que todavía anda fresco por mi imaginación, me he sentido cómodo dirigiéndome a algún auditorio. Incluso pienso que lo que se escribe para ser leído en público es distinto o puede ser substancialmente diverso de lo que se ha pensado y escrito para darse en libro, caso en que los juegos, que también pueden ser infinitos, son de otra naturaleza bien diversas.

                                 Todas estas reflexiones las hago recordando aquel grupo de hombres, docentes y conferencistas de alma que habían sido privados de sus cátedras en plena madurez. El grupo, como dije, llegó a planear la formación de una Universidad Libre, en oposición a la mediocre institución oficial, pero creo recordar que la iniciativa fracasó, así como fracasó la publicación de la Revista con la muerte de don Alberto Grimoldi, el mecenas generoso.

                                 De todos modos, la mayor parte del grupo, incluso yo mismo, al estallar la Revolución Libertadora, ocupó cargos de responsabilidad en la Universidad de Buenos Aires y en otras del país. Entiendo que mi incorporación a este grupo no fue espiritualmente íntima. No lo fue en ese entonces ni más tarde, cuando hube de actuar con ellos en la Universidad. Encuentro ahora, analizando y pensando en estas cosas que me ocurrieron entre 1950 y 1955, que carecía y aún carezco, casi completamente, de un esquema válido de poder, que actué a título personal, sin ninguna pretensión de futuro ni ambición de ninguna clase, fuera de la de tener algún tiempo para escribir y entusiasmo por algunos temas. Carecía en absoluto de trasfondo político y no busqué ningún camino ulterior por esa pendiente, y lo propio sucedió con algunos de nosotros —no muchos— que, concluida la etapa de la reorganización de la Universidad, prácticamente desaparecimos de la escena. Hubo, y debo declararlo, algunas preocupaciones de buenos amigos que se interesaron por mi destino, pero rechacé de plano todos los ofrecimientos por entender que no podía volver a la Facultad de la cual había sido autoridad muy amplia. Volví a la Cámara y el Colegio, sin llevar nada nuevo, sólo un grupo de amigos y una considerable cantidad de enemigos y de resentidos por mi gestión, lo que en verdad lamento, pero las cosas había que hacerlas y la tarea me tocó a mí. Tal vez lo más paradójico es que al trabajo que inicié regido por un sentimiento generalizado de moralidad y de ética, se vio entorpecido, a poco andar —unos pocos meses después— por actitudes políticas que desde una inicial ortodoxia antiperonista se fueron orientando lentamente hacia la captación de los individuos del régimen depuesto, que se ofrecían como un conjunto en disponibilidad, La Universidad, que permaneció intervenida hasta noviembre o diciembre de 1957, sufrió las consecuencias de estos avatares, perdió unidad de concepto y entró rápidamente en una nueva etapa de desquicio.

                                 Esto escribo para explicar que mi alejamiento del grupo que integré ocasionalmente —era y soy totalmente ajeno al socialismo, que parecía la tendencia imperante— se debió a causas profundas y desde luego ideológicas, y principalmente porque no compartí algunas decisiones de Romero, en tanto que fue Rector Interventor, ni me compatibilicé con el grupo de gente joven que colaboró con él en puestos claves de la Universidad. Mi posición, frente a algunos problemas universitarios, como fue la constitución del gobierno tripartito, según lo establecía taxativamente el decreto ley que rigió nuestras acciones, fue clara y terminante: la mayoría debía corresponder al claustro de profesores frente a la suma de los sectores de estudiantes y graduados. Este tema, reciamente debatido durante el rectorado del Dr. Ceballos, puso en evidencia que algunos de mis colegas de intervención se mostraban partidarios del gobierno tripartito e igualitario, circunstancia que les proporcionó en sus respectivas facultades un amplio apoyo estudiantil. Además, eran de esta manera los avanzados, los reformistas y los muchachistas, los portavoces de un movimiento estudiantil bien instrumentado por tendencias radicalizantes de izquierda que llevaron a la Universidad a un permanente escándalo y desacato, a un verdadero entrenamiento de lo que, un poco más tarde y como una natural constitución, fue la auténtica guerrilla.

                                 Lamento, en verdad, y profundamente, mi alejamiento de Romero, por quien he conservado siempre una indudable estimación intelectual, y de quien, en su momento, experimenté la atracción por su vigorosa y espléndida personalidad. Pero nunca pude comprender ni compartir los esquemas analíticos, lúcidos y racionales que impulsaban sus trayectorias, especie de opciones mentalmente razonables, claras y definidas, por momentos un poco a la manera escolástica. Expositor brillante y gustoso, dueño de sólidos esquemas ideológicos, era hombre de personalidad arrolladora y seductora, amigo del mando y fuertemente ambicioso. Hombre seguro, taxativo y aplomado, confesaba a veces con ingenuidad desconcertante estas grandes ambiciones de político, que de hecho no tenían límites dentro del panorama nacional. Pienso, con todos los riesgos y las dudas que caben en este juicio personal, que José Luis no poseía las condiciones políticas necesarias a sus propósitos, que parecían absorberlo más que los intereses intelectuales, para los que estaba espléndidamente dotado.

                                 Pienso, en síntesis, que José Luis, por una cierta posibilidad política que se le ofreció, frustró el logro de una gran alternativa intelectual que no ha sido suficientemente expresada en su obra. Más aún, creo que fue un hombre que buscó imperiosamente, con fuerza y con pasión, la trascendencia en todos los planos en que actuó, con gesto enfático e impostado, en una especie de desafío permanente a una realidad que solía traicionarlo. Pero no me quiero extender sobre este hombre, que fue mi amigo, con el cual discrepé en materia política y universitaria, y del que me aparté, en definitiva, con intolerancia, cuando sus definiciones ideológicas lo condujeron a extremos que no pude compartir ni aceptar.


[1] Secretario del Director del Instituto de Filología Dr Amado Alonso y encargado de las publicaciones del Instituto, entre otras la Revista de Filología Hispánica.

[2] Creado el Departamento Editorial de la Universidad de Buenos Aires- tarea en la colaboró proponiendo un plan de trabajo y su organización-, fue designado Subdirector del mismo y Subdirector de la Revista de la Universidad