MARCELO MORENO
Quizá para José Luis Romero, una figura intelectual de indiscutible talla y uno de los más lúcidos historiadores que dio la Argentina, la misión de resumir en poco más de doscientas páginas las crisis, angustias y triunfos que finalmente conformaron el desarrollo de una nación, haya constituido uno de los retos más intensos de su larga y fructífera trayectoria. Acaso, también, el pequeño volumen tenga algo de testamento: poco antes de morir, el autor corrigió las pruebas y reescribió el último capítulo.
Sucede que quien, como Romero, conoce bien la compleja trama de la historia argentina, sabe que la labor de reseña casi roza la utopía, más aún cuando lo que se propone no sólo es informar sino también interpretar. Por eso, lo primero que se estima en la lectura de Breve historia de la Argentina es la destreza con que el autor equilibra los conceptos y los datos; hasta qué punto, con qué sutil oficio Romero distingue y administra lo fundamental y lo accesorio, lo útil y lo anecdótico.
Para la mayoría de los argentinos, la historia de su país es mucho más una pasión que una materia de reflexivo estudio. Lo que comúnmente interesa, entonces, es concordar con el punto de vista del autor, pasando muchas veces por alto la eficacia intrínseca del trabajo. Importa acaso demasiado la ideología y la política que explícitamente (o no) propone el historiador, más que el desciframiento prolijo de lo sucedido.
Por eso es bueno declararlo: la visión de Romero es la de un historiador “tradicional”. Encendido defensor de la cultura, ferviente adicto del progreso, Romero anatematiza aquellas figuras del pasado en quienes vislumbra una ideología del atraso. Todos los héroes del revisionismo histórico –esa ficción basada en la existencia de una supuesta civilización hispano-indígena– caen bajo los escuetos e implacables adjetivos de Romero, principalmente Rosas y Perón. En cambio, hay figuras que parecen sobrevaloradas: Bernardino Rivadavia, por ejemplo. Es notable, al mismo tiempo, cómo se las arregla el historiador para suprimir hechos como la batalla de la Vuelta de Obligado.
Una de las claves para la interpretación, la enuncia Romero al describir la era colonial, cuando anota: “La convicción de que lo propio del mundo es cambiar, comenzaba a triunfar sobre la idea de que todo lo existente es bueno y no debe ser alterado. La primera de esas dos ideas se enunció bajo la forma de una nueva fe: la fe en el progreso. Y España, pese al vigor de las concepciones tradicionales, comenzó bajo los Borbones a aceptar esa nueva fe. Naturalmente, se enfrentaron los que la aceptaban y los que la consideraban impía, en una batalla que comenzó entonces y aún no ha concluido”.
Tales son los cimientos sobre los que Romero erige su estimación de la historia argentina. La contradicción fundamental que enuncia, no difiere demasiado de la que sostuvo, a fuerza de puro genio, hace un siglo, Domingo Faustino Sarmiento: civilización y barbarie. A través de dicho prisma, el autor relata lo sucedido, teniendo siempre presente el desarrollo de las expresiones culturales.
La versión, obligadamente esquemática, también puede parecer algo anticuada. Sin embargo, resulta estimulante releer una interpretación que reniega de la barbarie, sobre todo después de haber sufrido, en la última década, los embates de una escuela historiográfica que, en su afán reivindicativo, cantó loas a la ignorancia y a toda forma de salvajismo.
Más allá de los acuerdos – tan efímeros, por otra parte –, la Breve historia de la Argentina queda como un legítimo alarde de destreza de alguien que se internó en la materia con un afecto y una honestidad que conocieron, como en el presente caso, una acertada materialización.