Tres cuestiones en el análisis de José Luis Romero sobre La revolución burguesa en el mundo feudal y el medievalismo actual

CARLOS ASTARITA [*]

Introducción

En esta contribución se planteará la actualidad de Romero, a partir de una investigación personal en curso sobre movimientos comunales. En consecuencia, este aporte no es solo glosa y exposición de contexto, porque Romero abastece activamente un trabajo, y es esta, posible­mente, la distinción más alta a la que puede aspirar un historiador, medio siglo después de haber escrito.

El análisis de esa vigencia discurre entre esquemas ordenadores y fuentes primarias. Al respecto, es conocido que su “revolución burguesa”[1] se inscribió en tesis concurrentes. Por un lado, en la de Pirenne sobre la apertura mercantil del siglo XI;[2] por otro, en un esquema que él mismo construyó sobre el devenir burgués, y con el cual se procuró un orden de inteligibilidad histórica. El análisis muestra una inestable tensión entre esas tesis y las fuentes. En determinados momentos estas últimas con­solidan ajustadamente el esquema, en otros quiebran sus límites; a veces se sobrepone el esquema. Se examinará esa oscilación, en la que poten­cialmente se nutre el medievalista actual, alrededor de tres cuestiones: la organización de los subalternos en comunas y comunidades, el anticleri­calismo burgués y la naturaleza revolucionaria del movimiento.

Este examen, tamizado por una investigación, adquiere una distan­cia crítica; pero no lamentemos nada de lo que nos previene contra la apología, el riesgo perentorio de todo homenaje.

Las comunas

La literatura proporciona un arco iris de respuestas sobre la causalidad comunitaria. Enumeremos: el concejo surgió para administrar tierras, por la lucha de clases, por crecimiento demográfico, por cooperación aldeana, por fueros buenos, por la violencia de los milites, por la con­centración del hábitat, por el ordenamiento parroquial, por la iglesia con su cementerio, por el comercio que requirió franquicias, por ruptu­ra de la familia extensa, por un proceso múltiple en el que contribuye­ron el señorío y la asociación del pueblo, o por ninguna de estas causas si se adopta la postura de Hilton, de que era una organización eterna que se retomaba de la manera más natural.[3]

Algunas causas son más historiográficas que históricas. La asocia­ción campesina como imitación de la urbana emergió de la creencia en una pasividad rural en oposición al dinamismo burgués. Se alegó, corrigiendo el preconcepto, de que si hubo imitación de formas, posi­blemente el arquetipo estuvo en el campo,[4] aclaración que nos ofrece una igualdad problemática: concejos urbanos o rurales remiten a una sola cuestión, el de la organización de los subalternos.

Pero en realidad, esa mezcolanza (con excepción del modelo tipo Hilton, que hoy casi nadie suscribe), está sostenida por el señorío banal.

Efectivamente, la causa de las causas entre los especialistas es una derivación de lo propuesto por Duby: la comunidad fue la consecuen­cia algo diferida del señorío banal y de la “mutación feudal” del año mil.[5] Este gran tema tuvo una variante en el señor que agrupó pobla­dores alrededor de su residencia, y en ese trance surgiría la organiza­ción. Asimismo los eclesiásticos promovieron su propia versión cuando, para protegerse de los milites, establecían la sacraria, un “círculo de paz” alrededor de la iglesia que atraía pobladores.[6]

Pareciera entonces que la descripción de Romero sobre las comunas abriéndose paso contra el mundo feudal debe abandonarse. Pero no nos apresuremos, porque son varias las objeciones a la causalidad señorial.

En primer término, si bien en algunos lugares el momento de géne­sis pareciera adecuarse a la tesis predominante, una afinidad cronoló­gica no indica causalidad. En segundo lugar, la población dispersa alto medieval, un presupuesto de esa interpretación, habría sido caracterís­tico del norte europeo, pero no en todos lados fue similar el sistema de vivienda, ni tampoco el hábitat desperdigado impidió las comunidades.[7] En tercer término están los casos puntuales: ningún hispanista des­conoce que en la frontera sin señoríos existieron comunidades como Sepúlveda, conocida por su fuero de 1076;[8] tampoco en la Sei Miglia, región dominada por Lucca, se constata esa relación entre señorío y comunidad.[9] Por último, algunos señores se opusieron a que sus vasa­llos se organizaran.

Romero y otros medievalistas de su generación no estaban en lo esencial errados, aun cuando modifiquemos su criterio de que las co­munas instauraban una oposición absoluta al feudalismo. Volvamos a su descripción.

Considera que los alzamientos del siglo XI en adelante se orienta­ron contra los señores que no aceptaban a los burgueses. Esto implica ciertas precisiones.

Para Romero los burgueses eran comerciantes y artesanos dedicados al beneficio monetario, pero la caracterización se debería matizar. En la Crónica de Sahagún se manifiesta que impulsaban la rebelión “burgueses”, artesanos enriquecidos.[10] Pero cuando a ese relato se lo coteja con la documentación del cenobio, se constata que no se había configurado un sistema urbano mercantil, que predominaba una economía rural, y que a ella estuvieron ligados los procesos de diferenciación social. No había allí burgueses en el sentido moderno del término, aunque podía haber comerciantes, y se concluye que ese núcleo dirigente de la rebelión era más bien una elite que combinaba actividades artesanales con posesio­nes agrarias. Aun cuando se comprueba una cierta propensión inverso­ra, la lógica del lucro no había desplazado al ideal de subsistencia, y la primera confrontación con el abad fue por defender el horno doméstico contra el horno banal. El “burgués” era más bien el estrato superior del burgo, y esto se corrobora en otras áreas, sin negar por ello la presencia de mercaderes en muchas rebeliones.[11]

Concentrémonos ahora en los señores que se oponían a las comu­nas, y que Romero caracterizó como eclesiásticos. La observación es acertada, pero no persistió en diferenciar entre los dominantes, porque enseguida afirmó que la comuna afectó al viejo orden en su integridad, constituyendo un cambio que la nobleza debió aceptar por exigencia.[12] Esta deducción se inscribe en su tesis sobre esos movimientos, como disrupciones burguesas, descartando incluir a las instituciones de las villas en la reproducción del sistema.

Por esto, el rechazo eclesiástico solo es interpretable, en este régi­men de conexiones, como la expresión acabada del asunto, y él apuntaló este enfoque diciendo que el cuestionamiento a la iglesia se dirigía a todo el orden social. Esta consideración, que no explica cómo podían participar fracciones de la nobleza en la herejía anticlerical, remite a una premisa: la iglesia representaba ideológicamente a la clase feudal dominante.[13] Es posible que sobre esto se filtrara en Romero una corre­lación, muy aceptada, sobre que el cristianismo romano expresaba a la clase feudal tanto como el calvinismo a la burguesía; por otra parte, no era habitual profundizar hacia 1960 en la diferencia estamental.[14]

En ese marco sobresale el hecho de que Romero advirtiera la desigual reacción que los señores ofrecieron ante los concejos. Fiel al seguimiento documental, percibió la intensidad del conflicto en ciu­dades episcopales, donde las tensiones sociales se transformaron en políticas.[15] Eran estas el escenario de una violencia que surgía cuando el poder adoptaba una posición rígida ante las demandas burguesas, respuesta propia de muchos eclesiásticos, incluido el Papa, y ello se ha­bría debido, según Romero, tanto a la fuerza de la tradición autoritaria como a las posibilidades que ofrecía una burocracia bien organizada. Los señores laicos, en cambio, fueron más flexibles.[16]

Este planteo nos abre la problemática (que él no exploró) del es­tatus y del poder. Efectivamente, la cuestión no solo radica en la clase dominante como un todo sino en la diversidad de sus reacciones esta­mentalmente determinadas. En España la oposición a los concejos fue básicamente eclesiástica, como lo representan los casos de Sahagún y Santiago de Compostela. En Alemania, la lucha contra el dominio episcopal se prolongó y algunos centros no se libraron de esa tutela hasta pasado el siglo XIII.[17] Esa obsesión por controlar urbes estuvo representada, incluso en Inglaterra, donde el dominio eclesiástico so­bre las ciudades, amparadas por la Corona, era excepcional, y la iglesia desafió a los gobiernos urbanos hasta principios del siglo XVI.[18] Por el contrario, los señores laicos, y los monarcas especialmente, aceptaron las organizaciones comunitarias para implementar un apoyo sociopolí­tico a su poder.

No se resolverán aquí las razones de esta reacción desigual, de cuya complejidad habla el hecho de que los mismos eclesiásticos, e incluso en un mismo dominio, no mantuvieron una posición homogénea sobre esto. Solo interesa ahora que existió oposición señorial a las or­ganizaciones de base de los vasallos, aunque esta no fue absoluta como afirmó Romero, sino parcial. Remarquemos también que en su estu­dio advierte esa diferenciación de reacciones estamentales, aunque no la jerarquiza, y termina subsumiéndola en el imperio de su tesis gene­ral sobre un antagonismo entre burgueses que aspiraban a organizarse y el poder feudal. Esa observación penetrante era lo que realmente le importaba al investigador.

Anticlericalismo

El anticlericalismo se nos presenta en las insurrecciones a través de crónicas, documentos diplomáticos o en las andanzas de algún líder como Arnaldo de Brescia.[19] Esto plantea una conexión con las herejías que no siempre se advirtió. Por ejemplo, persiste la convicción de que el noroeste español estuvo desconectado de las herejías,[20] y no es indi­ferente aclarar que Romero tuvo sobre esto una percepción más inclu­siva, y por ello más acertada.

Estimulaban ese anticlericalismo muchos sediciosos: burgueses, menestrales pobres, oficiales y aprendices del taller, campesinos que se acoplaban a la efervescencia de la villa, una buena porción de milites, para referirnos con un término unitario a sectores nobiliarios, e inte­lectuales salidos de las escuelas urbanas. Esta diversidad le planteaba al historiador si era posible formular una única causa para todos y cada uno de estos sectores. La respuesta nos lleva a un asunto vinculado: la negación del sacerdote es el problema de la sociología religiosa, o para expresarlo de otro modo, anticlericalismo y religiosidad son dos caras de una misma moneda.

El cristianismo fue entendido de forma dicotómica: o bien se lo administró conceptualmente como totalidad uniforme, o bien se procedió a un examen multifactorial, para decirlo con una expre­sión imperfecta.[21]

Empecemos por el primer enfoque, el más simple, exhibido en algún libro indigesto que se leía hacia 1960.[22] Se describían acontecimientos, y entre ellos la iglesia y la religión eran módulos equivalentes de una cristiandad sin fisuras: al oficializarse la iglesia el mundo se catequizaba.

Estudios posteriores revelaron que la cristianización fue más débil de lo que se creía, y que el campesinado siempre observó ritos paga­nos. El criterio hoy compartido nos aleja de un idílico pueblo cristia­no.[23] Pero este logro se exageró. Si bien la primera cristianización era, en sus intenciones, formalmente memorística, y ni siquiera el recitado más elemental era retenido por la gente ordinaria,[24] esto no presupo­ne ausencia de toda cristianización. Al contrario, fue justamente por esa débil penetración de la doctrina en el pueblo que el sacerdote se esmeraba por imponerse, y esto dio resultados que no por inacabados deben desconocerse. Esto significa que no estamos ante una situación folclórica compuesta solo por magos y hechiceros, como creyeron al­gunos colegas, y no se logra una representación adecuada reduciendo todo a la antropología.[25]

La no conversión, en el sentido de no transformación profunda de la persona, planteó que capas cristianas se establecían sobre otras paga­nas que no desaparecían, y como dijo Giordano, “…se puede pensar en una superposición de zonas sacrales, en una acumulación de entidades culturales diversas siempre confrontadas, muchas veces en conflicto más o menos latente, con la mediación de un lenguaje frecuentemente idéntico”.[26] El criterio lo comparte Gurevich, cuando dice que las creen­cias heredadas y el cristianismo representaban dos aspectos sincrónicos de la conciencia social popular.[27] Esto, que se dio en la Alta Edad Media, siguió siendo así incluso entre los artesanos que después del año 1050 habían asimilado muchas nociones evangélicas. Si no se entiende esa superposición de elementos, se corre el riesgo de subestimar o sobrees­timar la incidencia de la iglesia sobre la sociedad popular. En el ámbito agrario, la gente comulgaba con una noción sobre recompensas paradi­síacas y castigos infernales, como muestran las donaciones por el alma, el temor a morir sin confesión[28] y las visiones campesinas del otro mundo.[29]

Esta concepción de capas superpuestas (no mera síntesis, aunque sí había simbiosis parcial) explicaría la mañosa dualidad de la multitud adicta al paganismo, que se reunía piadosamente en los traslados de reliquias de los santos o en sus festividades.[30] En esas ceremonias se esperaba que el dios del lugar se despachara con un milagro muy afín a patrones no cristianos, y nadie quería perderse algo así; por el contrario, educarse en la iglesia con una aburridísima homilía o asistir al incom­prensible rito dominical era más difícil de sobrellevar.[31] Esas conductas que tanto irritaban a los censores pueden anotarse en el catálogo de la resistencia popular contra las imposiciones desde arriba, y efectiva­mente, la coerción para ir a la misa se reiteraba en la Edad Media.

Esta imagen es aplicable si tenemos la precaución de alejarnos del espejismo “geológico”, porque los sedimentos no eran estáticos sino que estaban en marcha constante en el interior de una misma persona, y aparecían de manera casi simultánea. El labriego medieval podía salir de la iglesia para consultar al brujo, o atacar al sacerdote en una insurrección, y temer de que este no lo confesara in articulo mortis. Con esas conductas la vida espiritual del pueblo bajo se teñía de un colorido especial, como la paleta de un pintor impresionista.

Romero se acercó mucho a este concepto. Tratando la formación del mundo feudal detectó, en el área romano-germánica, una situación conflictiva por la presencia simultánea de diversas creencias, comple­jidad derivada de la mezcla misma de pueblos y grupos.[32] No había desaparecido el politeísmo romano, que vivía junto a una fuerza del cristianismo que calificaba de arrolladora, lo que llevaría a uno de sus ejes de análisis, que es el no discriminar entre realidad e irrealidad, su profunda interpenetración, y esto se combinaba con supersticiones folclóricas, como la adoración de los bosques, de las aguas, de diver­sos animales, divinidades a las que se les ofrecían sacrificios y otras prácticas como encender velas en encrucijadas de los caminos, arrojar alimentos y vino en las fuentes.

Ese seguimiento de la interacción de niveles sacros y de ideas dis­curre en admirable armonía: su descripción antropológica antes de la antropología histórica no olvida la fragmentaria cristianización popular, y en esto superó a mucho de lo que vino después. Este logro se vincula, o tal vez estuvo condicionado, por su descripción de incorporaciones activas de creencias o ideologías, método que lo llevó por un camino muy distinto al de un estructuralismo que privilegiaba la parte imper­sonal del comportamiento.

Su rechazo a la unanimidad religiosa tuvo otro componente cuando relacionó los cambios con el nacimiento de la burguesía. En este as­pecto se acercaba, sin mencionarlo, al concepto weberiano de afinidad electiva, sobre el que pasaremos por alto, pero del que interesa destacar su conexión sociológica. Como dijo Weber: “…la clase caballeresca de los guerreros, los campesinos, los comerciantes y los intelectuales con educación literaria han seguido naturalmente diversas tendencias religiosas”.[33] Estas precisiones, que en Romero guiaban su análisis, son compartidas hoy por otros historiadores.[34] Su riqueza se denota ante una pluralidad de religiones en la religión cristiana, diversidad incluso contradictoria que expresa antagonismos sociales, un plano de la diná­mica social que le interesaba mucho. Dicho de otra manera, la religión no cohesionó a la sociedad sino que más bien, y por su propia naturale­za, implicó formas agudas de discriminación y enfrentamientos.

Esto impone el citado criterio sociológico, y en esto evitemos res­tringir los matices si con ellos se captan diferenciaciones reales. Esto significa que aun eludiendo la simplificación de una única iglesia, otras taxonomías pueden acotar con sus anteojeras predefinidas el espectro de nuestra percepción. Es insuficiente, por ejemplo, dividir entre reli­gión clerical y letrada, por un lado, y religión popular y oral por el otro. Pero el problema no está solo en la insuficiencia. Cuando se clasificaba, la no adecuación entre la premisa y lo observado no tarda en aparecer, porque las cosas no se dividían como dictaminó el fabricante de casi­lleros, teniendo en cuenta que el número de alfabetizados aumentaba en las ciudades y que hubo clérigos letrados que se fundieron con el campo popular. Conviene aterrizar desde esa cultura en el aire a las sensibilidades socialmente determinadas. Por este camino llegamos al racionalismo práctico diferenciado del que habló Weber, o más bien, a prácticas razonables en su estado efectivo, y por eso mismo no liberadas de las impurezas de la historia. Esa praxis heterogénea de los actores del pasado, y sus conexiones en profundidad con la estructura, se aprecia en figuras típicas reales que es necesario indagar, como hizo Romero, dejándonos señales para que volvamos a ese camino.

El instrumental sociológico para captar el fenómeno lo desarrolló en el análisis de la nueva situación que se abría después del siglo XI.[35] Constató que, en la Alta Edad Media el hombre y la naturaleza se compenetraban hasta identificarse. Con las manufacturas y el mercado hubo un alejamiento del hombre de la naturaleza que fue psicológico y físico: “determinado por la independencia adquirida frente a ella, trans­mutó a la naturaleza en un mundo ajeno a quien hacía esa experiencia, distinto de él y objeto de su contemplación”. Con la nueva situación, la naturaleza dejó de parecer una condición de la existencia y comenzó a ser su marco o su escenario.

El fenómeno tenía, a su entender, una causa a medias compartida en las condiciones de existencia y de reproducción material (manufac­turas), incluyendo una economía del lucro, por un lado, y por otro, en las condiciones de observación. Derivó de esto una formulación jerár­quica de las imágenes captadas, tanto en la apreciación estética como en el conocer científico a través del método experimental, y figuras excepcionales del tipo de Bacon que condensan esas expresiones del “hombre nuevo”. Esto se combinó, según su cuadro, con la disminu­ción de los vínculos de dependencia social, resultado de la revolución burguesa. Entonces, la naturaleza y la sociedad se vieron más indepen­dientes de Dios, y a Dios se lo imaginó más distante, como una instan­cia posterior de las fuerzas sociales y naturales, lo que sintetizó como debilitamiento de la fe y aparición de descreídos.[36]

La complejidad del problema no le pasó desapercibido a Romero, en cuanto interrelacionó distintos atributos de la sociedad y los vinculó con los movimientos burgueses. Pero la plenitud descriptiva es al mismo tiempo limitada, porque la inscribió en una secuencia histórica prefijada, y el esquema impide el despliegue de toda la potencialidad contenida en su propia elaboración. Como otros historiadores del momento, Romero creía que el pensamiento comenzaba a liberarse de Dios y la sociedad iniciaba su ascenso hacia las cumbres luminosas de la razón.

No descartemos totalmente ese derrotero, aunque en verdad se dio como desenvolvimiento filosófico y en el interior de la fe: sin la escolástica y sus intereses por conceptuar el ser en tanto ser, o sea, por la determinación de lo que es, el racionalismo moderno sería inconce­bible. Es una cuestión que Romero trató mediante la oposición binaria entre realistas y nominalistas, en un momento en que no se había demarcado el conceptualismo de Abelardo. La misma mal llamada doctrina de la doble verdad, que no omitió tratar, abría muchas posi­bilidades para que la razón avanzara tanto como deseara. Pero no nos concentramos ahora en ese plano de la cultura, sino en su despliegue social. En esto, es decir, en el fenómeno como hecho social, el período entre el siglo XI y el XVIII, captado por Romero como la unidad his­tórico-problemática de génesis de la mentalidad burguesa, se refleja en su obra como una evolución lineal hacia el agnosticismo racionalista.[37]

Apresado en esa lógica, interpreta la negativa del sacramento sacer­dotal como crisis de la fe. Percibió que la elite alumbrada por la razón natural develaría el misticismo de lo sobrenatural mucho más tarde, y que esto no es seguido por las capas populares del siglo XVIII que ostentaron reacciones tradicionalistas. Pero esa dicotomía de pensa­mientos y acciones la veía como un quiebre y no como resultado de un dilatado proceso no lineal de la religiosidad popular.

Dicho de otra manera, en la sociología religiosa se avanzaba, desde el siglo XI en adelante, hacia el lugar opuesto al que previó el esquema de Romero, sencillamente porque Dios no se distanciaba del hombre; todo lo contrario, se había acercado a él a través del “burgués”. El in­surgente que expresaba su anticlericalismo, lo hacía por un avance del dios hecho hombre que, desplazando al antiguo dios de la naturaleza, prescindía de la mediación sacerdotal. Las preocupaciones de salvación del alma, que lo atormentaban por haber matado a un labrador en el transcurso de un levantamiento, no permiten dudar sobre la intensidad de su experiencia religiosa. Desarrollar esto nos llevaría muy lejos, pero se lo invoca para destacar que ese distanciamiento de la naturaleza im­plicó simultáneamente un culto que se interiorizaba.

El encuadre que adoptó Romero relegaba el material empírico que le mostraba esa cercanía del hombre con Dios, y que como historiador no desconocía: en su esquema de la marcha hacia el agnosticismo se interponen manifestaciones de fe desde el año 1050, aproximadamente, que explicó por la vigilancia de la iglesia sobre los signos exteriores de la creencia. Con ello, la “ritualidad se convirtió en una obligación hacia la sociedad, independientemente de la fe que cada uno guardaba en su conciencia”, ritualidad destinada a conservar una religiosidad que carcomía el naturalismo.[38] En suma, adjudicó el cristianismo popular a una presión externa. La explicación no condice con su talento: el bur­gués que fundaba un pequeño monasterio para cultivar su piedad brin­daba un gesto singular e intenso de manifestaciones populares urbanas, que no se explican como marionetas obligadas.[39]

Hagamos un balance. El estudio de Romero sobre la religiosidad popular tiene un vínculo profundo con los más refinados análisis ac­tuales, y no fue un mérito inferior haber eludido una dimensión uni­lateralmente antropológica. También fue un logro haber relacionado la dinámica religiosa con el movimiento social. Creencias y valores aparecen allí siempre enlazados con un plano experimental: el racio­nalismo que exigía la actividad calculable del burgués lo distanciaría de Dios y de la naturaleza. En esto estuvo también su limitación.

Significación histórica de la revolución burguesa en el mundo feudal

Es sugerente recorrer los levantamientos en los libros de Romero, des­de Milán en 1035 hasta la confrontación de Barcelona en 1453, entre la burguesía y los menestrales.[40] Estos límites temporales encuadran un cambio de actores. En los siglos XI y XII los “burgueses” se su­blevaron para tomar el poder e imponer un nuevo orden económico. Según Romero “…este designio político le daba a los movimientos insurreccionales un carácter revolucionario en la medida en que su­ponía la revisión del orden tradicional”.[41] De esas conmociones surgió el patriciado, es decir, la burguesía que, alcanzado su objetivo, pactaba con la nobleza. Pero la burguesía se ampliaba con nuevos individuos que presionaban al patriciado. Esta tensión ya aparecía en el siglo XII, se agravaba en la centuria siguiente, y marcó las convulsiones medie­vales tardías. Los oficios deseaban participar en el gobierno, y cuando lo lograron, introdujeron cambios. Romero interpretaba ese paso del movimiento antiseñorial a otro antipatricio, como un restablecimiento del impulso transformador, y afirmaba que las clases populares, cuan­do triunfaban, introducían modificaciones que constituyeron una re­volución, y con esa presión ajustaban los mecanismos de poder en una sociedad de gran movilidad.[42]

La investigación confirma aspectos de las elaboraciones de Romero. Si bien su caracterización de los “burgueses”de las primeras luchas de­be revisarse, la que hizo sobre los que se rebelaban contra el patriciado es avalada por investigaciones actuales. Una reciente monografía mues­tra que en Orihuela se desató, en la segunda mitad del siglo XV, un conflicto por la repartición de cargos públicos. Allí, en oposición a los sectores urbanos dominantes, un pelaire de la ciudad, líder de los arte­sanos menores, propietario de viñas, tierras, y en otros momentos de caballo y armado al servicio del rey, dirigió un movimiento para buscar mayor participación política.[43] Esto es explicable porque el control del concejo favorecía a los oficios, cuyos miembros superiores en esta ciudad, como en otras, tendían a consolidar un estatus elevado. Esto se corresponde con atributos que se desplegaban también en la época moderna. En Nápoles en el siglo XVII, o en París y en Londres en el XVIII, hubo rebeliones no lideradas por los desarraigados sino por ha­bitantes bien instalados.[44] En suma, esos movimientos no los iniciaron los más pobres sino individuos enriquecidos que anhelaban consolidar­se, y se distinguían en esto de otros que se dieron desde el año 1500, en que diferentes categorías de hambrientos se alzaban contra la carestía.[45]

En la medida en que elites plebeyas pretendían adecuar el estatus a la posición económica lograda, el concepto de lucha de clases no se aplicó en absoluto, o bien se aplicó de modo parcial, porque solo se dio por derivación, en sublevaciones campesinas o de asalariados urbanos, que Romero no pasó por alto. En el significado clásico de enfrenta­miento entre explotados y explotadores, la lucha fue contenida por otras cuestiones, como lograr participación institucional, y esos com­bates se inscribían en el contexto de choques entre distintas esferas de poder. Las estrategias de los rebelados muestran que estos adoptaban comportamientos de los señores con los que incluso se aliaban.

Estas luchas no suelen interesar mucho a los medievalistas actuales. El problema de la acción surgido de condicionamientos socioeconó­micos, sociopolíticos y socioculturales a los que a su vez modificaba, se resolvió (en un cambio de orientación con respecto al período 1940-1960), mucho más con los campesinos que con los burgueses. En esto incidió un tema clásico como el de la formación del capitalismo, y lo explican razones historiográficas.

En la prehistoria del cambio estuvieron los Estudios de Dobb, aparecidos en 1946, que estimularían el cuestionamiento del concep­to de revoluciones burguesas tempranas.[46] En esa orientación, en la que historiadores marxistas marcaron el rumbo, la transición se in­dagó en variables de la economía agraria (como la relación entre de­mografía, espacio y tenencias) y en la lucha de clases. Interesan ahora esos combates y sus efectos.

Se estableció que el extremismo radical fue transformador, en tanto intervención política sobre la estructura, cuando acumuladores de al­dea enfrentaron, desde el siglo XIV en adelante, las trabas que los obs­taculizaban.[47] Se coincide en que 1381 fue clave para el capitalismo in­glés. En este último caso, la tradicional lucha de las clases estamentales se rearmó como lucha de clases económicas, y allí comenzó a dirimirse la transición, con los yeomen transformándose en farmers o volcándo­se hacia una primera “industrialización antes de la industrialización”. Otras sublevaciones fueron similares, por lo menos en sus propósitos básicos, como la de las comunidades de Castilla en 1520-1521,[48] aun­que no en sus resultados.

Por el contrario, los burgueses de las ciudades, al igual que otros segmentos como los caballeros villanos, preservaron el sistema vigente. Por ejemplo en Sahagún, donde el conflicto del año 1100 continuaba hacia el 1300, la exigencia central era salir de la juris­dicción eclesiástica y acogerse a la del rey. A diferencia del yeoman inglés o del “señor del paño” de Castilla, esos burgueses no rechaza­ban el feudalismo.

Definitivamente, una esfera de cuestiones que estaban en la tesis de Romero tienen que abandonarse. Otras permanecen abiertas, y hacia ellas retornamos.

En principio, la enmienda marxista debe ajustarse. El feudalismo no declinó en el siglo XIV; en realidad, esa primera transición se realizó en un marco en el que el feudalismo estaba reproduciéndose, y en la continuidad de las rentas, surgió, un poco por todos lados, la industria rural a domicilio.[49] Ese funcionamiento del feudalismo comprendía el de sus atributos asociados: capital mercantil, cor­poraciones de manufacturas suntuarias, economías de subsistencia, sectores medios con propiedad alodial, burócratas de los estados principescos o señoriales y campesinos prósperos en busca de estatus. Persistían condiciones para que renacieran nuevos ricos asociados al sistema feudal, que deseaban tanto consolidar su posición económi­ca como adecuar a esta su posición estamental y de gobierno. Los burgeois de París, que expresaron esto de manera paradigmática a mediados del siglo XIV, repetían, en sustancia, la racionalidad que guió a los burgueses que se sublevaban hacia el año 1100.[50] La diná­mica económica se traducía en dinámica política, y este movimiento, nacido de elites comunitarias que se remozaba, renovaba al régimen vigente sin transformarlo. En la medida en que el estamento se perpetuaba, seguía generando condiciones para que renacieran mo­vimientos, con el fin de participar en el funcionamiento institucional, a lo que se agregan otros atributos de la existencia social, como las demandas de hidalguía, el consumo suntuario de menestrales ricos o las hermandades urbanas en tiempos de minoridad. Las institucio­nes no eran fijas, cristalizadas de una vez para siempre. Formadas por grupos muy activos, estaban sujetas a tensiones que reaparecían con el desarrollo del sistema.

Lo planteado avalaría el carácter no revolucionario de estas insu­rrecciones, y por consiguiente, pareciera razonable que el historiador que se preocupaba por el cambio del modo de producción se des­entendiera de un movimiento que reafirmaba el orden económico tradicional; cuando lo trató fue para decir, como Reyna Pastor, que no modificaba lo existente.[51] Es un proceder que se explica por una visión ajustadamente económica y de corto plazo. Si nos ubicamos en una perspectiva más amplia, como la que tuvo Romero, regida por la inte­rrelación entre pasado y presente, por un lado, y en el plano sociopolí­tico, por otro, esa desvalorización no se justifica.

Si bien los burgueses que enfrentaron a la jerarquía eclesiástica o al patriciado no cambiaban en lo inmediato la sociedad, sí fijaban una concepción revolucionaria: la que presupone que es posible tran­sitar de la sociedad civil a la sociedad política. Para el participante de una vida cívica en ciernes, alcanzar la dirección social devino con el tiempo un fin posible, y esto sería una premisa “revolucionaria” para la constitución del estado moderno. En este sentido, tanto la sociedad política como la sociedad civil, y en especial su interacción mutua, son inconcebibles con abstracción de esas prácticas organizativas y de ascenso de elites medievales. La hermandad sediciosa de Santiago de Compostela, la de Cambrai de 1076, o el concejo insurreccional de Sahagún, eran iniciales fórmulas de sociedad civil, y desde ellas se organizó la lucha por su versión legitimada.[52] En esa praxis se conju­gaba la auto organización y la autonomía respecto a la iglesia, atribu­tos que el antiguo historiador destacaba acertadamente, aun cuando debamos despojar a ese tratamiento de connotaciones positivistas institucionales. La comparación con el oriente, donde no hubo un sujeto político surgido del tercer estado, da relieve a esa organización comunitaria: al-Andalus careció de instituciones susceptibles de dotar a la ciudad de autonomía.[53]

Realizar grandes comparaciones es un método de Romero, que nos vincula con Weber y con Marx, aunque en realidad ya sobrevolamos sus conceptos. En el tránsito del modo de producción feudal al capitalista, el primer núcleo problemático está en el campesino que perdía su tierra para transformarse en proletario. Aunque ese cambio no se dio como Marx lo describió, en el surgimiento de la industria rural estuvo efec­tivamente incluida esa categoría clave de la “así llamada acumulación originaria”.[54] Ya se señaló que ese inicio del primer capitalismo es lo que Romero no advirtió, y sus análisis no son rescatables para esto.

Pero cuando hablamos de las estructuras políticas, las cosas son distintas. En este terreno podemos consultar a Weber para retener que la revolución burguesa consistió en la expropiación de la no­bleza de sus medios de coerción y gestión. Este paralelo tan obvio con el concepto de expropiación campesina, descifra las acciones del patriciado contra la nobleza y de los oficios contra el patriciado: la burguesía expropió el principal patrimonio nobiliario, el derecho de mando territorial, porque había experimentado largamente la lucha política y se había ejercitado en la gestión de gobierno (tanto urbano como a través de su representación parlamentaria). Su revolución transformaría la sociedad política, con ella surgiría en su plenitud la sociedad civil, y la clase estamental se reconvertía en clase económica moderna. Esa revolución fue la consumación de muchos actos prece­dentes, aun cuando estos no cambiaron en su momento el modo de producción. Con estas perspectivas, los análisis de Romero reviven.

Esta clasificación de las revoluciones, que alteraron el modo de producción feudal o pretendieron hacerlo, por un lado, y las institu­cionales, por el otro, no es otra cosa que una síntesis que nos guía de manera un tanto abstracta en la complejidad de formas sin separa­ción rígida. Reivindicaciones estamentales de tributarios ricos podían enlazarse con objetivos económicos revolucionarios, y a la inversa, de­mandas económicas podían desembocar en propósitos institucionales. Aun manteniéndose en el combate por el estatus, difícilmente la elite se desentendía de la esfera económica al desear cambios, aunque fueran pequeños, que favorecieran sus negocios. También se expresó esa interrelación en la lucha de los más oprimidos que, en oposición frontal al señorío, acompañaban “externamente” a las sublevaciones “burguesas”. Una muestra de que los sujetos de carne y hueso no siempre representaban los roles fijos que el modelo les asignaba, está en que una buena parte de los líderes bajos comuneros de 1520-1521 surgieron del segmento superior de las aldeas, y este era el mismo que aseguraba las rentas del señor.

Pero además, enfrentamientos inicialmente limitados podían con­vertirse en luchas amplias. Muchas protestas surgieron por cuestiones puntuales, y en su transcurso los protagonistas descubrían nuevos ob­jetivos. Se indicó que la protesta en Sahagún comenzó por el horno, y desde ese punto inicial llegaron a expulsar al abad y exigir el concejo. Esto se reiteró. Los comuneros de Castilla empezaron reclamando con­tra el impuesto para la elección imperial, y llegaron a organizar un poder comunero opuesto al señorial y exigieron un programa mercantilista. En Inglaterra, en 1381, la revolución tuvo similares encadenamientos.[55]

En ese hallazgo de los actores de lo que debían hacer de acuerdo con las circunstancias, se despliega esa dialéctica ascendente entre aspiraciones, actos revolucionarios, confrontación con situaciones exis­tentes y reformulación de problemas. En el seguimiento de ese proceso está la riqueza de la historia de Romero.

Conclusiones

El análisis que se realizó, clarificado por investigaciones actuales, expo­ne la vigencia de Romero. Muestra también que su obra está atravesa­da por una tensión entre tesis generales y seguimientos concretos.

Apelar a una gran tesis evita que el raciocinio se subvierta en la irracionalidad documentalista. Es, por consiguiente, un criterio cien­tífico. También es una opción prescindible para vivir cómodamente en el sistema: ningún principio de inteligibilidad histórica fue un requi­sito para el académico de otros tiempos, como tampoco lo es hoy para cumplir con el CONICET. Nadie se lo impuso a Romero cuando lo eligió para terminar con el aburrimiento positivista. Ese principio, que conecta el presente con el pasado para aprehender el sentido de lo que se estudia, es el que nos permite distinguir el significado revolucio­nario de sus revoluciones burguesas. Tampoco frecuentan ese método los que contemplan ensimismados alguna partícula creyéndola objeto autosuficiente. El posmoderno es otro acabado contraste que define a nuestro historiador.

Pero a su vez ese esquema es, en manos de Romero, una herramienta de análisis porque, aun cuando sobreponga ocasionalmente su fuerza directiva, no anula en sus obras el estudio concreto. Si lo hiciera, ya no habría tensión sino linealidad apriorística, como tienen los que, obstina­dos en la vulgaridad, reemplazan la historia por el materialismo históri­co. En la Universidad de Buenos Aires padecemos su fastidiosa barbarie.

Con estas consideraciones, se aprecia que Romero no solo sigue alimentando al medievalista de oficio, cuestión que, estimo, ha quedado clara en la exposición realizada. Cuando se lo ubica en la actual coyun­tura historiográfica se advierte que, como alternativa al empirista y al teórico hueco, se mantiene vigente para el quehacer de todo historiador.


[*] Universidad de Buenos Aires/Universidad de La Plata/CONICET.

[1] José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal. Buenos Aires, Sudamericana, 1967.

[2] Henri Pirenne. Historia económica y social de la Edad Media. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1981.

[3] Bases de esta información en Robert Fossier. La infancia de Europa. Aspectos económicos y sociales. 1. El hombre y su espacio. Barcelona, Nueva Clío, 1984; Werner Rösener. Los campesinos en la Edad Media. Barcelona, Crítica, 1990; Chris Wickham. Community and clientele in twelfth-century Tuscany. Oxford, Oxford University Press, 1998; Rodney Hilton. Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381. Madrid, Siglo XXI, 1978.

[4] Diane Owen Hughes. “On voluntary associations in history: medieval Europe”, American Anthropologist. New series, Vol. 76, N° 2, 1974, p. 334. Joseph Morsel. “Le prélèvement seigneurial est-il soluble dans le Weistümer? Appréhensions franconiennes (1200-1400)”, en M. Bourin y R Martínez Sopeña (eds.): Pour une anthropologie du prélèvement seigneurial dans les campagnes mediévales (Xle-XIVe siècles). Realités et représentations paysannes. Medina del Campo, 31 mayo a 3 de junio de 2000. Paris, Publications de la Sorbonne, 2004, pp. 155-210, ha dado un tratamiento igualitario a cartas de franquicia de ciudades y aldeas alemanas.

[5] Georges Duby. La société aux XIe et Xlle siècles dans la région mâconnaise. Paris, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 1988; Pierre Bonnassie, Cataluña mil años atrás (Siglos X-XI). Barcelona, Península, 1988.

[6] Bonnassie, op. cit., p. 307 y ss.; Karen Kennelly. “Sobre la paz de Dios y la sagrera en el condado de Barcelona (1030-1130)”, Anuario de Estudios Medievales N° 5, 1968, pp. 107-136.

[7] Kathleen Biddick. “People and things; power in early English development”, Comparative Studies in Society and History, Vol. 32, N° 1,1990, pp. 3-23.

[8] Analizado en Carlos Astarita. “Estructura social del concejo primitivo de la Extremadura castellano leonesa. Problemáticas y controversias”, Anales de Historia Antigua y Medieval N° 26, 1993, pp. 47-118.

[9] C. Wickham. Community and clientele in twelfth-century Tuscany. Oxford University Press, 1998.

[10] Julio Puyol y Alonso. “Crónicas Anónimas de Sahagún”, Boletín de la Real Academia de la Historia, Vol. 76-77,1920.

[11] Sobre diferenciación campesina que llega al burgo ver, Edith Ennen Die Europäische Stadt des mittelalters. Gottingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1972, pp. 74-75.

[12] Romero. La revolución, op. cit., p. 355 y p. 359. ,

[13] También, Romero. Crisis y orden en el mundo feudo burgués. México-Madrid, Siglo XXI, 1980, p. 90.

[14] John S. Ott y Anna Trumbore Jones. “Introduction: the bishop reformed”, en idem: The bishop reformed. Studies of episcopal power and culture in the central Middle Ages. Aldershot, Ashgate Publishing, 2007, pp. 1-20.

[15] Romero, La revolución, op. cit., p. 348 y ss.

[16] Desconfiemos de esta explicación: el realengo dispuso de su burocracia, pequeña según pautas de un estado moderno, pero significativa en la escala del feudalismo, y se inclinó por dar cauce a comunas o concejos. Los señores laicos, por su parte, mantuvieron desde la época condal una tradición autoritaria con tanto empeño como cualquier jerarca de la iglesia. Sobre esto último, Gregorio Del Ser Quijano. Colección diplomática de Santa María de Otero de las Dueñas (León), (854-1037). Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 1994.

[17] José María Monsalvo Antón. Las ciudades europeas del medioevo. Madrid, Síntesis, 1997, p. 131 y ss.; 177 y ss. Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal, passim.

[18] Lorraine Atreed. “Urban identity in medieval English towns”, Journal of Interdisciplinary History, Vol. 32, N° 4; The productivity of urban space in northern Europe, 2002, pp. 571-592.

[19] Crónicas de Sahagún, op. cit., J-P. Migne (ed.). “Historia Compostelana”, Patrología Latina. Paris, Otto de Frisinga. “De gestis Friderici”, Patrología Latina, CLXXXII. Paris, 1844-1855.

[20] Francisco Javier Fernández Conde. “Movimientos de pobreza evangélica e iglesia oficial: conflictividad interreligiosa”, en J. I. de la Iglesia Duarte (coord.): Conflictos sociales, políticos e intelectuales en la España de los siglos XIV y XV. XIV Semana de Estudios Medievales de Nájera, 2003, Logroño, 2004, pp. 293-294.

[21] En lo que sigue, la elaboración es deudora de John Van Engen. “The Christian middle ages as an historiographical problem”, The American Historical Review, Vol. 91, N° 3, 1986, pp. 519-552.

[22] Por ejemplo, Lacarra y Reglá. Historia de la Edad Media. Barcelona, Montaner y Simon 1979, 2 Vol.

[23] En un nivel teórico general, han tratado la cuestión, Nicholas Abercrombie, Stephen Hill y Bryan S. Turner. La tesis de la ideología dominante. Madrid, Siglo XXI, 1987. Estudios específicos medievales: De Jong, Mayke “Religion’’, en R. McKitterick (ed.): The early middle ages. Europe 400-800. Oxford, Oxford University Press, 2001; Jean Chélini. L’aube du Moyen Age. Naissance de la chrétienté occidentale. Paris, Picard, 1997; Giordano, Oronzo. Religiosidad popular en la Alta Edad Media. Madrid, Gredos, 1983; Aron Gurevich. Medieval popular culture. Problems of belief and perceptio. Cambridge, Cambridge University Press, 1990.

[24] Tomás Muñoz y Romero (editor). Colección de fueros municipales y cartas pueblas de los reinos de Castilla, León y Navarra. Madrid, 1847, Concilio de Coyanza, Año 1050, titulo III, p. 210. ídem, título III, p. 215. Chélini, op. cit., p. 84 y ss.

[25] Van Engen, op. cit., p. 537 y ss., y su contraposición con Le Goff y Schmitt.

[26] Giordano, op. cit., p. 20.

[27] Gurevich, op. cit., p. 80.

[28] Las donaciones pro anima y pro timendum infernum realizadas por modestísima gente del pueblo abundan en las colecciones diplomáticas de las instituciones religiosas. Ver también, Bonifacio, Bartolomé Herrero. “Una visita pastoral a la diócesis de Segovia durante los años 1446 y 1447”, Apéndice; “Cuaderno de la visita realizada a la diócesis de Segovia durante los años 1446-47”, En la España Medieval N° 18,1995, pp. 303-349.

[29] Gurevich, op. cit., p. 37 y ss.

[30] Julia M. H. Smith. “Religion and lay society”, en R. McKitterick: The New Cambridge Medieval History, Vol. Il, c. 700-c. 900. Cambridge, 2006, p. 661.

[31] Giordano, op. cit., p. 32 y ss.; Smith, op. cit., p. 664. Muñoz y Romero, op. cit., Concilio de Coyanza, Año 1050, título VI, pp. 210-211.

[32] En los párrafos que siguen, Romero, La revolución, pp. 60-61, p. 69.

[33] Max Weber. “Los rasgos principales de las religiones mundiales”, en R. Robertson (ed.): Sociología de la religion. México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 29.

[34] Henry J.Cohn. “Anticlericalism in the German peasants’war 1525”, Past and Present N° 83, 1979, p. 25; Jean Flori. Pedro el Ermitaño y el origen de las cruzadas. Barcelona, EDHASA, 2006, p. 287.

[35] Romero. La revolución, p. 499 y ss.

[36] Ídem, p. 534.

[37] José Luis Romero. Estudio de la mentalidad burguesa. Buenos Aires, Alianza, 1987, p. 36, p. 42, p. 69 y p. 73.

[38] Romero. La revolución, pp. 514-515.

[39] Sahagún, doc. 1488, año 1194.

[40] Romero. La revolución, 1980, p. 104 y ss; p. 338 y ss.

[41] Ídem, p. 355.

[42] Ídem, p. 380.

[43] J. A. Barrio. “El asociacionismo popular urbano en la segunda mitad del siglo XV. El procurador del pueblo de Orihuela en 1459-1460”, Anuario de Estudios Medievales N° 36/2, 2006, pp. 687-712; ídem “La reforma de la industria textil pañera en la ciudad de Orihuela en la primera mitad del siglo XV”, Miscelánea Medieval Murciana, XXXI, 2007, pp. 39-68.

[44] Peter Burke. “The virgin of the Carmine and the revolt of Masaniello’’, Past and Present N° 99, 1983, p 19.

[45] Georges Rudé. La multitud en la historia. Estudio de los disturbios populares en Francia e Inglaterra, 1730-1848. Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, p. 27 y ss.; p. 44 y ss.; Eric, J. Hobsbawm y Georges Rudé. Revolución industrial y revuelta agraria. El capitán Swing. Madrid, Siglo XXI, 1985, p. 75 y ss.

[46] Dobb, Maurice. Estudios sobre el desarrollo del capitalismo. Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

[47] Hilton, op. cit., passim; Christopher Dyer. “The social and economic background to the rural revolt of 1381’’, en R. H. Hilton y T. H. Aston (eds.): The English rising of 1381. Cambridge, Past and Present Publications, 1984, pp. 11-14.

[48] Joseph Pérez. La revolución de las comunidades de Castilla (1520-1521). Madrid, Siglo XXI, 1977.

[49] Carlos Astarita. Del feudalismo al capitalismo. Cambio social y político en Castilla y Europa Occidental, 1250-1520. Valencia, Universidades de Valencia y de Granada, 2005.

[50] Juan Carlos Rubinstein. Viva el común! La construcción de la protosociedad civil y la estructura política castellana en el bajo Medioevo. Buenos Aires, Prometeo, 2005, pp. 68-69 y p. 71, las pretensiones de los comunes de París, de acuerdo con los acontecimientos que se suceden entre octubre de 1356 y marzo de 1357, era buscar un estatus político que les permitiera tener un papel activo en la conducción del reino.

[51] Reyna Pastor de Togneri. “Las primeras rebeliones burguesas en Castilla y León (siglo XII). Análisis histórico social de una coyuntura”, en, ídem, Conflictos sociales y estancamiento económico en la España medieval. Barcelona, Ariel, 1973, pp. 13-101.

[52] “Chronicon S. Andreae Castri Cameracesii”, en (éd.): L. C. Bethman Monumenta Germaniae Histórica. Scriptores, VII, Hannover, 1846, pp. 526-550. También la Crónica de Sahagún y la Historia Compostelana, op. cit.

[53] Pierre Guichard. Al-andalus frente a la conquista cristiana. Los musulmanes de Valencia. (Siglos XI-XIII). Valencia, Universidad de Valencia, 2001, p. 403.

[54] Karl Marx. Das Kapital. Kritik der politischen Okonomie, 3 Vol., T. 1. Frankfurt, Verlag Marxistische Blatter, 1976, capítulo 24: “Die sogenannte ursprüngliche Akkumulation”, p. 741 y ss. Ver Wally Seccombe. A Millenium of Family Change. Feudalism to Capitalism in Northwestern Europe. London y New York, Verso, 1995.

[55] Hilton, op. cit.; Steve H. Rigby. English society in the Later Middle Ages. Class, status and gender. Basingstoke, Macmillan, 1995, p. 165.