Un optimismo urbano

Adrián Gorelik

Quiero felicitar a Siglo XXI por haber recomenzado su actividad editorial en la Argentina con Latinoamérica: las ciudades y las ideas, un libro que tiene la extraña virtud de ser cada vez más actual, aunque de un modo siempre peculiar: tanto hace veinticinco años cuando salió por primera vez y no se hablaba de nada llamado “cultura urbana latinoamericana”, como ahora, cuando bajo ese nombre ya se ha desarrollado un pequeño boom dentro de los “estudios culturales”, el libro de Romero tiene la peculiaridad de mantenerse, por diferentes razones, desajustado. Desde ya que surgió de un suelo abonado por la creciente importancia que venían asumiendo la ciudad y su historia en Latinoamérica desde los años cincuenta. Pero frente a una historiografía básicamente monográfica, Latinoamérica… sigue siendo el único emprendimiento que busca abarcar la historia cultural urbana del continente desde la colonización hasta el siglo XX. Un intento sólo posible por el enorme talento narrativo del autor, que organiza una multitud de materiales, en su mayoría literarios, alrededor de una serie de hipótesis, tan complejas como firmemente articuladas.

Pero, tratándose de un libro único, es importante entender ante todo qué historia cuenta, qué significa en él “historia cultural urbana”. Romero cuenta una historia ideológica de las sociedades urbanas en Latinoamérica, que es lo mismo que decir, en su acepción, una historia ideológica de Latinoamérica. Porque ideología debe entenderse como forma social: cuerpo de creencias, ideas, valores y estilos de vida que encaman en diferentes grupos sociales y en diferentes localizaciones espaciales. Y la ciudad, como la expresión auténtica del continente: desde el siglo XVI. Latinoamérica es, para Romero, una proyección del mundo europeo, mercantil y burgués, y las ciudades son el ámbito en que esa proyección se realiza, los baluartes de frontera de aquel mundo europeo, las avanzadas que buscan organizar a su imagen y semejanza el extraño, enorme y desconocido territorio en que se incrustan. En este sentido, la ciudad es también una ideología y su propia creación, a la vez tan original y tan pendiente de los modelos que toma, una forma urbana y mental de larga duración.

Para realizar esta historia, Romero va a mostrar, en principio, que si el rol de la ciudad fue conformar una nueva realidad, los logros fueron tan importantes como los fracasos, no en el sentido de que se anularan unos a otros, sino que en su mutua contaminación fueron produciendo entre ambos, dialécticamente, situaciones siempre completamente nuevas. Las ciudades le dieron inequívocamente el perfil a los territorios sobre los cuales se posaron. Pero el principal riesgo que buscaban conjurar, de acuerdo al mandato de una España que se veía a sí misma como una sociedad homogénea en lucha contra el diferente, el riesgo del mestizaje y la aculturación, se convirtió en su característica permanente. Uno de los temas centrales del libro es, entonces, los mecanismos por los cuales la ciudad y la realidad que la circunda se van a ir modificando mutuamente, hostiles al punto de que llegarían a conformar dos ideologías contrapuestas; en ese conflicto, que es básicamente cultural y siempre se libra en las ciudades, se define para Romero toda la historia social y política latinoamericana.

Así constituye el libro el proceso histórico de las sociedades latinoamericanas como un proceso que va de la homogeneidad a la creciente diferenciación: en el entrecruzamiento complicado y de resultados siempre impuros (y que siempre desmienten los designios de quienes quieren conducirlos) de dos tipos de procesos de desarrollo. Los procesos de desarrollo heterónomos, es decir, el impacto de las transformaciones económicas y las corrientes de ideas europeas, que siempre seguirán encontrando en las ciudades el ámbito propicio que señala su origen. Frente a los procesos de desarrollo autónomo, es decir, la conciencia sobre la región y sobre la sociedad que la habita, y sus formas ideológicas. Este es el original modo de Romero de formalizar un problema central de la historia latinoamericana, que permite revisar productivamente las diferentes teorias que promovió, de la acculturation a la transculturación, y que permite también trazar una historia interna de los instrumentos conceptuales del propio Romero, desde su temprano artículo “Los contactos de cultura: bases para una morfología”, de 1944, inspirado por el vitalismo alemán. Aunque, como siempre en Romero, el trabajo historiográfico es mucho más rico que el conceptual: a diferencia de aquel articulo, en Latinoamérica… ese conflicto rompe cualquier empresa clasificatoria. Porque si una constante de toda historia cultural (no sólo latinoamericana) es que los designios ideológicos se cumplan sólo en parte, esto significa que la combinación de eso que se cumple con el resto de la realidad que resiste cambia todos los marcos presupuestos, manteniendo características de la sociedad preexistente pero completamente transfiguradas. El objeto de Romero es identificar en la historia ideológica de las sociedades urbanas latinoamericanas la convivencia tensa entre representaciones y realidades: entre lo que queda del designio, incompleto y desmentido, y la propia realidad que, en su fracaso, llegó a constituir.

Por ejemplo, la ciudad hidalga es el caso más perfecto, para Romero, de un producto del desarrollo heterónomo: ciudadela social y cultural que busca definirse como una Nueva Europa. Pero de ese desarrollo heterónomo, los cambios de la economía europea, también comienza a surgir en su interior una nueva sociedad burguesa. Y es la sociedad sui generis que en el campo ha formado una también novedosa mentalidad rural, producto por antonomasia del desarrollo autónomo, la que va a robustecer a la antigua sociedad hidalga en su conflicto interior con la burguesa. Como señaló Tulio Halperin en un bello artículo, en el libro de Romero la burguesía criolla aparece fugazmente para desaparecer, pero no porque haya sido derrotada, sino porque se confunde inmediatemente con viejas y nuevas elites de base rural que son las que darán el tono a esa nueva ciudad.[1] Mezclas análogas a las que ocurren en los años treinta, en la “ciudad masifícada”. Allí la principal oposición la encuentra Romero entre la “sociedad normalizada” y la “sociedad anómica”. Pero estos dos bloques están lejos de ser homogéneos o de tener sentidos unívocos. Por una parte, la sociedad normalizada está formada por muy diferentes sectores: un sector conformista y otro disconformista, que difieren en todo menos en su incapacidad para comprender la nueva sociedad anómica y que deberán convivir al lado de un tercer sector, populista, que sí aceptó la transformación que supuso la aparición de las masas y se colocó en posición de guiarlas. Por otra parte, esas propias masas llevan en su interior el conflicto principal entre desarrollo autónomo y heterónomo: producto de una nueva “ofensiva del campo sobre la ciudad”, reproducen en clave urbana aspectos de su cultura rural, pero de ese modo no hacen sino contribuir al mayor proceso de heteronomización europea y norteamericana de la cultura latinoamericana, la industrialización.

Es un conflicto que remite, por supuesto, a aquellos caros a la visión histórica de Romero: ciudad/campo, elites/masas. Pero no tanto como para alimentar la idea de una sociedad escindida, aunque en esta historia latinoamericana haya una mayor parte de momentos de fuerte escisión. Sino para mostrar la ciudad como el resultado de continuas combinaciones y compromisos entre las muchas facetas de lo existente y la difícil, aunque indetenible, emergencia de lo nuevo, siempre diferente, en sus resultados impuros, de lo que podría haberse proyectado. Una sensibilidad para las pervivencias y las mutaciones que enlaza muy bien con la ensayística de Martínez Estrada. Como para él, para Romero la ciudad se constituye en el miedo al otro y en el fracaso por impedir, una y otra vez, la mezcla: la “ofensiva del campo” de Romero bien puede leerse como la “venganza del otro”, de Martínez Estrada; el tan destacado rol de los caudillos en la ciudad moderna de Latinoamérica…, como esa saga de metamorfosis martinezestradianas que llevan del gaucho al guarango o explican el carnaval como el eterno retorno de lo mismo negado. La diferencia, desde ya, está en la concepción de la historia: para Romero se trata de identificar las funciones cambiantes de lo viejo en lo nuevo, no de denunciar su inmutabilidad debajo de las máscaras del progreso.

Ni una visión inmovilista de la historia, ni otra que haga del conflicto su punto de llegada. Más que en el conflicto en si mismo, la sensibilidad de Romero está atenta a los bordes que todo conflicto presupone, las superficies de contacto, las lineas de cambio, los puntos de tensión y fricción. El conflicto es lo que hace dinámica a una sociedad, sin duda, y ese dinamismo debe buscarse en las fronteras culturales que siempre se producen entre los diferentes universos que entran en colisión: donde se produce la chispa (por eso el periodo más rico del libro, a mi juicio, es el que dedica al siglo XIX, cuando Romero encuentra proyectos en pugna más fuertes y claros). En las fronteras culturales Romero apuesta a la posibilidad de que los conflictos encuentren una vía de conciliación, la ambicionada creación de una “cultura común”. Y la ciudad es el lugar para ello.

Ese optimismo urbano permite, para terminar, vincular la perspectiva de Romero sobre la ciudad con los estudios urbanos de su tiempo. Es importante notar que la historia urbana latinoamericana nace en los años cincuenta, paradójicamente, como parte de las políticas de desarrollo y modernización en las que la ciudad ocupa un lugar central, y va a recibir de ellas algunas marcas notables. Un nombre como el de Jorge Enrique Hardoy es emblemático de esa peculiar combinación entre curiosidad histórica, pulsión modernizadora y producción de instituciones continentales para satisfacer ambas y mantenerlas articuladas. Buena parte de las preguntas que organizan la agenda historiográfica va a acompañar los diferentes tiempos y los diferentes estados de ánimo respecto del proceso de modernización de las ciudades. Y Romero no pudo haber dejado de recibir un impacto de ese proceso y aquellos debates, aunque su apuesta a la sociedad civil frente al estado, señalada por Omar Acha, le impide sintonizar plenamente con el clima planificador.[2] Pero todos los temas y problemas de ese clima se reconocen en Latinoamérica… como un tenue hilván: el peso de algunas categorías, de aspiraciones y decepciones que surgen indudablemente de la misma agenda. Por ejemplo, los debates sobre el carácter diferencial de la ciudad latinoamericana frente a la europea, que suponían discutir la celebre caracterización de Pirenne invirtiendo el sentido de la relación que trazaba entre ciudad y campo (ciudad centrípeta europea versus ciudad centrífuga americana): de aquí sale una posición que retoma de los autores decimonónicos la idea de “vacío” americano y que Romero comparte con otra figura lateral a todo este debate, Bernardo Canal Feijóo, para quien la Independencia había supuesto el pasaje de una historia de ciudades a una historia entre ciudades. La percepción compleja de las relaciones ciudad/campo que aquí aparece también le impide a Romero asumir sin más la acepción funcionalista de la modernización como una cadena virtuosa, que se extraía de la famosa noción de “continuo folk-urbano” de Redfield. Sin embargo, ella está presente en su visión de un proceso histórico que va de la homogeneidad de la comunidad estable y aislada a la heterogeneidad y la desorganización cultural de la sociedad urbana, secularizada e individualista. Y comparte la misma pregunta que de allí extrae la teoría de la modernización: cómo las tradiciones patrimoniales del gobierno y la sociedad condicionan las formas en que se produce la innovación. Finalmente, podríamos entender la fórmula autonomía/heteronomia como una posición singular de Romero frente a las ideas de dependencia e influencia, centrales en aquel debate.

Quizás pudiera arriesgarse que Romero se topa en esa melodía modernizadora con una serie de notas familiares, que no sólo le venían de los clásicos latinoamericanos, sino también de las lecturas tempranas de Simmel, como se sabe, autor de notable influencia en los inicios de la sociología urbana de la Escuela de Chicago. No digo con esto que Romero haya descripto por su lado la trayectoria nada lineal que va de Simmel a Chicago y de allí a la teoría de la modernización. Creo, en cambio, que los temas presentes en la teoría de la modernización le permiten reencontrarse con Simmel, y ese reencuentro, no tan paradójico entonces como podría pensarse, le da un tono levemente excéntrico a su modo de formular los mismos problemas que abordaba el funcionalismo y luego la crítica dependentista. No es difícil reconocer en Romero la idea de ciudad como “forma de vida”, por usar la fórmula de Louis Wirth, o la comprensión de la ciudad como cultura objetivada (la aporía simmeliana de la máxima libertad y la máxima fragmentación) y, sobre todo, como ámbito privilegiado de la crisis de las relaciones primarias: el énfasis de Romero en las fronteras, en los contactos culturales de la sociedad aluvial, también podría entenderse en sintonía con el modo en que la primera Escuela de Chicago analizaba los ámbitos de transición en que aquella crisis se hacia manifesta en la ciudad (en primer lugar, los inmigrantes). Como la Escuela de Chicago, Romero apuesta a la asimilación, pero, quizás precisamente por ello, como la Escuela de Chicago, tiene una gran sensibilidad para identificar sus eslabones fallidos.

Es sabido que Romero reconoció haber encontrado la “clave” para su libro releyendo el Facundo. Pero quizás pueda pensarse que si Sarmiento le permitió pensar la ciudad, todo este bagaje de búsquedas que van de Simmel y la Escuela de Chicago a la teoría de la modernización le haya permitido leer algo nuevo en Sarmiento, y que de esa potenciación extraiga Romero la firmeza de su optimismo urbano, magníficamente retratada en la reinterpretación que dio de la antinomia civilización y barbarie como una antinomia entre libertad y necesidad: necesidad como combinación de naturaleza y cultura, elementos dados; libertad como la acción humana creadora para sobreponerse a esas determinaciones.[3] Es indudable que está remitiendo a una definición clásica: como muestra Hannah Arendt en su lectura de la polis griega, la libertad allí es lo público, la política, la ciudad: la necesidad es lo privado, la economía, el mundo doméstico. El campo es, así, para el Romero que relee a Sarmiento, la barbarie de la necesidad y la libertad, como posibilidad, sólo puede anidar en la ciudad.

Lo cual termina por recortarlo con mucha nitidez frente a dos modos alternativos de pensar la cultura urbana en los últimos años. Por una parte, frente a Richard Morse, un autor fundamental de la historiografia urbana latinoamericana, que comenzó en los años cincuenta acompañando la empresa común del pensamiento sobre la ciudad, pero que muy tempranamente hizo sobre ella un doble giro: cultural, y en eso sienta de algún modo el primer antecedente sobre el cual se apoya el proyecto de Romero, al criticar la tecnificación del pensamiento urbano y reivindicar la literatura y el ensayo como fuentes más confiables para entender la ciudad; y populista, y en eso se distancia infinitamente de Romero, al apostar por las fuerzas “auténticas” del mundo rural. Por otra parte, frente a Angel Rama, que en su denuncia de la “ciudad letrada” sintoniza mucho mejor con el ánimo actual de los estudios culturales urbanos, su modo paradójico de recorrer la ciudad como bastión y ruina de una modernidad opresora. Romero escribe, en cambio, asumiendo los valores de la “ciudad letrada”: la realidad se obstina en dificultarlos y posponerlos, pero son valores por los cuales vale la pena luchar para que alguna vez se impongan. Se trata de un programa reformista que aspira incluir a las masas en los beneficios de la cultura letrada, aunque no de un modo pasivo, sino para que a su vez la modifiquen enriqueciéndola.

Carlos Altamirano mostró el valor ambiguo que asume la noción de “sociedad aluvial” en Romero, los profundos obstáculos que el advertía en ese compuesto social heterogéneo para que se produjera la necesaria cohesión: la producción de una cultura común es muy compleja y, al menos en el caso de la sociedad argentina, Altamirano muestra que Romero no tenia mucha confianza en que se pudiera llevar a cabo con éxito el desafío.[4] Pero si bien pudo tener desconfianza en la sociedad, no creo que sea necesariamente contradictorio señalar que mantuvo siempre, y este libro es el mejor ejemplo, confianza en la ciudad, no como escenario para esa cultura común, sino como motor imprescindible para su producción.


[1] Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero: de la historia de Europa a la historia de América”, Anales de Historia Antigua y Medieval N° 28, FFYL-UBA, Buenos Aires, 1995

[2] Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, mimeo, 2001.

[3] La relación de Latinoamérica… con Ia lectura del Facundo, en Félix Luna. Conversaciones con José Luis Romero, Timerman editores. Buenos Aires, 1976. La redefinición de la antinomia sarmientina, en “Sarmiento entre el pasado y el futuro”, un artículo de 1963 reeditado en varias antologías: por ejemplo, José Luis Romero, La experiencia argentina, Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1980. Tulio Halperin, en el artículo citado, menciona ambos ejemplos,

[4] Cfr. Carlos Altamirano, “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, en Prismas N° 5. Buenos Aires, 2001, donde también desarrolla la vinculación de Romero con el vitalismo alemán.