América o la existencia de un continente. 1943

Nadie podría decir con qué signo preciso manifiestan el hombre de América y su aventura histórica su acento peculiar: ni la selva ni el río ni la montaña configuran a su alrededor un paisaje inequívoco ni es su piel distintiva ni son exclusivas de su espíritu las formas de su pensamiento. El hecho es singular: nada hay que de por sí caracterice una americanidad sustantiva del hombre, y, sin embargo, apenas habrá quien no perciba con intuición segura que discurre por todo el ámbito de la vida americana —la de la carne y la del espíritu— cierto demonio imponderable que se solaza en disponer dentro de un orden peculiar lo que, en rigor, no es peculiar y en crear —con algo de malabarismo y mucho de alquimia misteriosa— un tono original que fluye, indeciso y a veces inasible, de la extraña combinación de elementos heterogéneos. Sin duda alguna constituye ese tono nuevo el signo distintivo de una vida nueva, con la siempre escasa novedad de todo lo humano, con la suficiente, sin embargo, para que constituya un acontecimiento decisivo en la historia de las tres o cuatro centurias venideras. Y aunque se reconoce como tal, tan sólo a duras penas y a nuestro pesar comenzamos a sumirnos en la reconcentrada cavilación que puede conducir a su secreto. Entretanto, solemos contentarnos con definirlo por la más elemental de sus notas, por su mera localización: hay una americanidad sustantiva del hombre americano y de su aventura histórica, que trasciende no sólo el tipo individual sino también los tipos gregarios de clases o de generaciones, de nacionalidades o de sexos.

La presunta americanidad del hombre es, pues, apenas una intuición profunda y unánime, sobreentendida y vigente; la encuentra en el fondo de su conciencia el nacido en América y está presente en la del no americano que se enfrenta con este homo novus, sorprendente —acaso amenazante— ejemplar de un nuevo matiz de la fauna humana. Y no se la explicará por el Amazonas o el Paraná arrolladores quien haya contemplado el Ganges o el Nilo, ni por la fuerza de la pampa melancólica quien haya recorrido la estepa rusa, ni por la mole andina quien haya alcanzado el pie del Himalaya; advertirá, por el contrario, muy pronto, que la americanidad no reside tan sólo en la naturaleza; el observador avisado notará, en efecto, que la americanidad reside preferentemente en el hombre y, sobre todo, y más que en él mismo, en lo que ha nacido del hombre, en la vida que vive y en la que aspira a vivir, en su peculiar actitud frente a la naturaleza y en la obra que superpone a ella con sus manos; porque si la americanidad se da como sustrato actuante del hombre americano, trasciendo, ante todo, como un ideal de vida, híbrido de la Geografía y de la Historia, y plasma en aquello en que el hombre deja su impronta: sólo por ser ciclópea la aventura que transcurre a su vera parecerán ciclópeos el Amazonas o los Andes.

He aquí, a mi juicio, el punto de partida: la intuición de la americanidad descubre la esencia de un tipo humano y de un tipo de ideal de vida que configuran una nueva aventura para el hombre. ¿Quién puede hoy medir y calcular las proyecciones de este hecho nuevo en el desarrollo de la historia del mundo? Una circunstancia semejante se ha dado pocas veces en el pasado y ya hoy parece acrecentarse, día a día, la responsabilidad de quienes son depositarios de este nuevo módulo vital y protagonistas de la nueva aventura. Porque la americanidad surge, se elabora y se vivifica sobre un continente, preciso e inequívoco ámbito muchas veces más extenso que el mundo griego o el chino, el orbe romano o la India, el imperio alejandrino o la Europa occidental, un ámbito sin solución de continuidad espiritual, con escasos atributos diferenciadores y con uno radical —el sentimiento de una americanidad esencial— que une activamente más de lo que separa la selva amazónica, los Andes o la llanura semidesértica. Pero no es, con todo y con ser mucho, lo más importante; la americanidad como ideal de vida trasciende ya de América y su proyección acrecienta la significación del ámbito cultural en el que ha surgido y donde se explaya de manera espontánea. Es, pues, evidente que el primer deber de una conciencia americana es trasladar a su propio campo, iluminado por la reflexión, esa intuición de la americanidad, analizar sus contenidos y reconocer sus raíces, precisar los fundamentos valiosos que ella señala y aclarar los esquemas que nos propone y propone al destino del mundo para el trascurso de su historia inmediata. Esta labor de clarificación del propio destino se adivina acentuada precisamente —digámoslo desde ya— con los atributos de la americanidad: porque el continente, como realidad de cultura, como fruto de un acto consciente de la voluntad histórica y la determinación de su destino exige la misma razonada decisión que condujo a los conquistadores de desiertos: una misma intrepidez y una misma clarividencia exige en América el dominio de la naturaleza y el dominio de su sino histórico.

Reflexionemos, ante todo, sobre si es legítima la intuición de que existe una americanidad, esto es, una esencia peculiar de la vida americana, sobre si puede pensarse en que, por sobre las realidades nacionales o, más bien, por debajo de ellas, subyace una cierta forma de comunidad radical, o, en términos más estrictos, sobre si existe América como ámbito de cultura con los caracteres que reconocemos en aquellos que han cristalizado como tales.

Acaso fuera útil señalar cómo no es concebible un módulo vital que en otros continentes se ajuste a su perímetro, un tono africano o asiático de la vida en el que coincidan sus heterogéneas poblaciones y configure, sobre la mera unidad geográfica, una auténtica unidad de cultura. Porque esto que no hallamos en África o en Asia es, precisamente, lo que encontramos en América. Pero junto a esta comprobación un poco marginal es necesario poner los elementos para un examen a fondo, comparando ahora a América no con las unidades geográficas que no han llegado a plasmar en unidades culturales, sino con las unidades de cultura que se han realizado plenamente, sobre un área imprecisa y de límites fluctuantes.

También, como ahora intuye el hombre americano, intuía el griego o el romano, el indio o el chino, el europeo medieval o el moderno, que existían, apenas encubiertos por las peculiaridades locales, principios de comunidad más profundos que las determinaciones políticas y estatales y que afloraban desde diversos campos de observación, cada vez que el azar de las circunstancias o la necesidad de la reflexión incitaba a reconocerlos. El griego los descubría fundidos en una harto comprensiva noción de raza, entendida en el sentido con que se encuentra en Herodoto o en Isócrates, esto es, como unidad ideal producto de múltiples afinidades más fuertes que los odios circunstanciales, de la posesión y el uso de un patrimonio común de tradiciones religiosas y espirituales, de costumbres políticas, de formas de vida; y no estaba ajena su intuición a la fuerza cohesiva del Egeo —mar helénico por excelencia, helénico como la actitud criticista o como la leyenda de Heracles— que acercaba las comunidades dispersas y les infundía una odiseica militancia del mar. Y, aunque el ámbito territorial era difuso y resultaba, por ello, lícito el preguntarse si eran o no helenos los bravos macedones, los principios de comunidad se manifestaban con evidencia inobjetable al griego y al bárbaro y todavía fué posible que Alejandro intentara llevar este patrimonio imponderable pero enérgicamente activo hacia un nuevo y más extenso ámbito geográfico para infundirlo en nuevos grupos humanos con celo pedagógico.

A su vez, elaboró Roma, tras la constitución de su imperio, una cartilla de la romanidad; la veía extenderse como un denominador común todo a lo ancho del Imperio y no manifestada de modo simplista en el mero vínculo estatal, sino, por el contrario, en la coincidencia de ciertos ideales de vida, por sobre los cuales no era ilícita la diversidad local sino coadyuvante a la consecución de lo común; la romanidad era, ante todo, la pax romana, producto de una absorción de la soberanía por el poder imperial que dejaba en libertad de acción, en cambio, las formas no políticas de la vida; era el primado del derecho en el campo de la vida civil, el ejercicio de la virtud pública; y mientras la definía y la caracterizaba Virgilio o Livio, procuraban Augusto y Germánico, primero, Adriano o Marco Aurelio luego, imponerla sobre las provincias de tradición extraña a la romanidad mediante la lenta y fructífera catequesis que cumplían los campamentos militares o las colonias de agricultores.

De modo semejante, aunque en planos muy diversos, porque cada cual realiza su vocación espiritual en aquel al que lo llama su peculiar sentido de la vida, conformaba su unidad espiritual el mundo indio sobre la base de una religiosidad de férreas prescripciones sociales, o el mundo chino apoyado en un estratificado concepto moral, o la Europa medieval ceñida a la concepción cristiana de la vida; y así también la Europa moderna, aunque nacida, precisamente, al calor de la afirmación del principio de nacionalidad y de soberanía, buscaba en la comunidad de una cultura que surgía marcada por el sello del racionalismo los rasgos típicos de su unidad; la civilisation de Voltaire o de los epígonos del progresismo no era, en el fondo, sino esta categoría común susceptible de ser llamada, por analogía, la europeidad moderna.

Cuando se intenta realizar el cotejo de lo común americano con los principios homólogos de unidad que han obrado en otros ciclos culturales de los que, a su tiempo, se han realizado en plenitud, es cuando se advierte que la americanidad constituye un potencial de fuerza cohesiva de tan alto nivel, al menos, como el de otros principios de unidad que han plasmado como realidades de cultura. Esta fuerza cohesiva vincula los fundamentos profundos, de ningún modo las formas transitorias y circunstanciales de la vida, como para tornar en unidad férrea lo que sólo se da como espontánea coincidencia; y así, son compatibles con su vigencia las divergencias locales, constitutivas o episódicas; también en América están presentes las nuevas Espartas celosas de las nuevas Atenas, las Macedonias agazapadas, quizá las Génovas y las Venecias, acaso nuevas Alemanias y nuevas Francias.

Esa comunidad de fondo que presta a la vida americana su esencia peculiar no se desmiente por esta presencia de elementos opuestos o aún irreductibles. Quizá podría señalarse, en efecto, la existencia de dos —acaso más— principios antagónicos, inconciliables, aunque acaso un análisis atento podría demostrar que no lo son tanto como los que oponían a la China del Yang-Tse-Kiang y a la del Hoang-Ho, o a la Roma medieval y a la Constantinopla bizantina, pese a lo cual se integraron en ámbitos de cultura que las comprendían a una y a otra. Rivalidades y antagonismos semejantes y aún más profundos se dan como elementos constitutivos de ciertas unidades culturales que subsistieron durante siglos y que plasmaron su unidad en formas inequívocas, y acaso pudiera decirse que fué fructífero su choque, como parece ser fructífera la sangre humana en los embates de la vida histórica, para aclarar y dilucidar los ideales por los cuales se lucha. Hay, pues, en la americanidad una fuerza homologa a la que ha creado, en otros tiempos y lugares, las más vivas unidades de cultura; quedan señalados los elementos formales que la configuran; queda ahora por señalar — en este planteo preliminar del primero de los problemas americanos — cuál es el contenido de esa esencia que llamamos americanidad, y cual es su sentido histórico, ese sentido por el cual parece realizarse el fenómeno —nuevo y gigantesco— de la conjunción de una clara vocación histórica con un área territorial precisa, sin ínsulas irreductibles.

Enunciemos, tan somera y tan pulcramente como nos sea posible, cuáles son las notas que caracterizan la americanidad. Sin duda la enunciación comenzará por su continentalidad, la primera en jerarquía por sus proyecciones, la primera también que se presenta ante el observador.

Porque esto de coincidir una cierta vocación histórica con un continente no puede ser un fenómeno intrascendente. Hay, en general, una fuerza que nace de la convicción del contorno preciso, como si el ser adquiriera conciencia de sí mismo con más vigor por conocer a ciencia cierta el primer secreto: el de su existencia material; esta fuerza es la que se proyecta sobre la americanidad proporcionándole un cuerpo, una innegable realidad.

Desde un comienzo —acaso por una intuición o acaso por un mero azar, sin que ello importe demasiado— Europa impuso a las tierras transoceánicas una designación caracterizadora: Nuevo Mundo, porque veía en ellas, cuando apenas conocía sus costas y cuando ignoraba su relieve y sus posibilidades, una unidad territorial que suponía —y afirmaba— virgen de todo desarrollo espiritual, y que, en consecuencia, se ofrecía como campo propicio para una nueva aventura del hombre. Obsérvese cómo esta estructura formal cuajó con la concepción de América y constituyó desde el primer momento un sino peculiar de la vida americana: para el conquistador, para el aventurero, para el colono —como luego para el inmigrante— había de ser un nuevo desarraigo el de reincorporarse a la vida europea después de una etapa intensiva de vida americana: el Nuevo Mundo de los cronistas y los cartógrafos del siglo XVI respondía a una realidad incontrovertible.

Esta estructura primera de América se mantuvo durante largo tiempo por las circunstancias de la conquista y la colonización: en rigor, sólo muy pocos países las emprendieron y, entre ellos, tres, Inglaterra, España y Portugal, fueron los que mantuvieron bajo su poder territorios inmensos y continuos, con lo cual la sensación de su unidad se acentuaba por una circunstancia de hecho, que escondía, en el fondo, una raíz de su definitiva e inalienable comunidad. Sólo cuando esta estructura formal estaba ya sólidamente afirmada se produjo la creación y consolidación de los estados nacionales, y entonces se vió claramente que nada definía, en principio, su fisonomía: porque los Estados Unidos de Norte América no soñaban, en 1776, cuál había de ser su ámbito geográfico ulterior y los estados ibero-americanos se constituyeron según un principio —el uti posidetis— que evidenció su mero carácter de convención jurídica, valiosa para el Imperio español, insignificante —y peligrosa— para la organización de los estados soberanos.

Pero sólo interesa para nuestro problema el afirmar en qué medida la intuición de la unidad americana es anterior cronológicamente y previa en sentido lógico a la noción de diferencias nacionales; porque si esta observación configura una de las notas ya dadas en la americanidad, insinúa otra que se proyecta sobre el futuro: la americanidad puede alcanzar —y acaso lucha por alcanzarlo sin que lo percibamos— una concreción real por su conjunción con las tendencias supranacionales que se elaboran en el pensamiento y en la vida occidentales desde fines del siglo pasado. No nos extrañemos. América repite en ciertos aspectos —y quizá en otros insospechados hoy— una experiencia conocida: en plena Edad Media, en plena vigencia de las formas feudales de organización política y social, Inglaterra descubrió en su insularidad un principio político, nuevo, la idea de nación, y configuró con ella un tipo de vida estatal y política que había de ejercitar ella misma y divulgarse en toda Europa con fuerza incontenible. América parece afirmar su insularidad, la insularidad de un continente que halla ahora principio y fin en sí mismo, y, con ella, la posibilidad de nuevas formas políticas insinuadas en su desarrollo histórico y en sus propios procesos económicos, sociales y políticos. Acaso parezca ilusoria esta posibilidad; pero no nos olvidemos que más audaz debió parecer en el siglo XI la tendencia suprafeudal de la monarquía inglesa que la convicción de un orden supranacional en América —y acaso en Europa y en el mundo entero— después de la guerra actual y de las que le seguirán de inmediato. La historia de la baja Edad Media europea fué, en cierto modo, una lucha desesperada por realizar aquel sentimiento nacional, como fué la de la Edad Moderna el resultado del triunfo de tales ideales: no es, pues, inverosímil suponer que haya de ser la nuestra un intento de realizar esa unidad implícita en la conciencia de la americanidad bajo la forma de una unidad de hecho. He aquí por qué puede afirmarse, a mi juicio, y tras esta discriminación de raíces históricas y voluntades tendidas hacia el futuro, que está dada en la conciencia del ámbito geográfico la nota primera de la americanidad.

Pero si la americanidad supone el ámbito geográfico actuante sobre la conciencia americana en cuanto apoyo material de la unidad espiritual que ella crea, no sólo existe, en rigor, por esa mera delimitación, sino por haber dado a esta estructura formal un contenido que se manifiesta como una vocación histórica, como un ideal de vida en cuya consecución se vuelca el complejo de las colectividades que viven dentro de ella, como una imagen de la vida histórico-social que nace de la tierra y de la ventura humana por la posesión de la tierra, esto es, como un híbrido de la Geografía y de la Historia.

Como vocación histórica, la americanidad se manifiesta en el hecho mismo del descubrimiento y la conquista; nace del fervor renacentista por la acción y por la aventura, y este fervor cuaja con ella desde el día primero de América. La voluntad descubridora, su constante insatisfacción por lo conocido y su perpetua imaginación de lo desconocido, se alojan en América y perdura como actitud vital cuando el europeo vuelve a encarrilarse, maduramente, en los carriles de la modernidad; el vasto escenario ofrece posibilidades para ese ejercicio y acaso permanece aún hoy insatisfecha esa vocación, hija de un momento peculiar y pasajero de la cultura europea: el Renacimiento, raíz de la americanidad. Porque no sólo en esta nota del predominio de la aventura, sino en otras muchas, se advierte actuar en la vida americana el alma renacentista, tan contradictoria y tan rica en posibilidades, tan generosa y tan mezquina como se quiera. Junto a la exaltación de la aventura están presentes, en efecto, otros acentos renacentistas decisivos para la formación de la americanidad, como la decisión, acaso irrazonada pero incoercible, de suprimir el pasado en la aventura americana, el autóctono en su totalidad, el europeo en cuanto se interpusiera en la realización de las nuevas posibilidades de vida que se ofrecían, como si inspirara al conquistador o al colonizador la visión de las Utopías contemporáneas, que obraban, en efecto, y de modo inconsciente, en su resolución de crear formas nuevas de vida.

Porque la aventura se manifestaba como una actitud creadora de nuevas formas de vida, que incitaba a la supresión de todo pasado normativo, para permitir el uso libérrimo de la capacidad de acción, vástago, ella también, de la actitud renacentista. La acción fué signo de la americanidad y constituye aún hoy uno de sus acentos peculiares; se manifestó en el esfuerzo heroico y esforzado por la posesión de la tierra en lucha simultánea con el aborigen y con la naturaleza, seguro de que el primero no poseía los caracteres con que él concebía la humanidad o, al menos, los que configuraban el tipo del dominador, y de que la segunda se hallaba totalmente virgen, sin que los grupos aborígenes hubieran captado su secreto ni asimilado su experiencia ni aprovechado sus posibilidades. Y, en la medida en que se dominaba uno y otra, la acción se manifestaba en organización y en explotación sistemática y creciente, hasta someter el ámbito circundante al dominio total de su voluntad: porque la americanidad es, como hija del Renacimiento, primado de la voluntad, manifestada en la forma primera de acción y en la forma secundaria de dominio.

La voluntad, como acción y como dominio, creó muy pronto la estructura material de una vida nueva; a la toma de posesión del suelo siguió la transformación de la naturaleza, la humanización, paso a paso, de las regiones hostiles, hasta ir poniendo el pie en el linde y en el corazón del desierto o la selva; esta vida nueva floreció en la ciudad, producto de la americanidad, que había de madurar en urbe populosa; y creó un sentido peculiar de la riqueza, acaso un poco brutal pero estrechamente —e inevitablemente— dependiente de las formas no menos brutales de contacto y posesión de la naturaleza.

No podía, en cambio, con la misma presteza construir una vida espiritual, pero la americanidad afirmó de inmediato un ideal de vida en el que latían las mismas cualidades que la jerarquizaban como vocación histórica. Acaso podría hablarse de una América medieval, estratificada como resultado de una imposición de cultura, y en tanto que la nueva aleación de elementos culturales y naturales producía nuevas combinaciones; pero en la medida en que la americanidad se constituía, mostraba de manera cada vez más inequívoca que cuajaba en ella el fermento renacentista no afirmado en una esforzada especulación teórica para la que la lucha cotidiana, no brindaba el ocio imprescindible, sino al calor de los intereses vivos de la acción y del impulso primigenio. Así, la americanidad afirmó la significación del individuo y de la libertad individual y, vigente en las formas espontáneas de la convivencia, este principio trató de cristalizar en las formas políticas y jurídicas, lográndolo, finalmente, en el momento en que se establecían las autonomías nacionales: los ideales de vida correspondían así al sentido de la aventura y de la acción y surgían como florescencia del ejercicio acendrado del dominio de la naturaleza en un ámbito virgen a toda experiencia de cultura.

He aquí apuntadas —somera, no sé si pulcramente— las notas peculiares que el análisis —juego del intelecto— descubre en esta esencia compleja y reacia a toda esquematización que llamamos americanidad: su autoconciencia territorial e histórica, manifestada en pluralidad de signos y actuante en los impulsos primigenios que constituyen su raíz tanto como en las proyecciones hacia el futuro que son su sino. Pero el análisis no obra sino como juego del intelecto y mientras percibe lo que es susceptible de ser aislado deja escapar por entre la retícula de sus mallas el tono singular de las estructuras. El análisis, en efecto, de las notas que caracterizan la americanidad, aunque nos las descubre, nos niega el secreto de aquel malabarismo, de aquella alquimia oscura con que ellas se combinan para crear el orden peculiar en el que lo que no es rigurosamente peculiar se organiza. Por eso, cuando el examen minucioso parece atestiguar la presencia de esos elementos constitutivos y el cotejo atento evidencia la legitimidad de la intuición que la descubre como esencia compleja de un tipo de vida, se renueva el fervor con que nos atamos a la pura intuición y volvemos a ella en busca de esos acentos peculiares con que un cierto demonio imponderable crea un nuevo tono con los mismos cuerpos combinados en distinta aleación. Porque la americanidad no es de por sí nada de todo aquello que está implícito en ella, sino ese nuevo tono que surge de la combinación nueva.

Tan vaga como parezca su caracterización, la americanidad no es sino eso; pero a pesar de todo resulta inconfundible y configura con ese tono diferenciador y peculiar un esquema, dentro del cual los elementos que se integran dentro de él sólo actúan de precisa manera: se funden y se entrecruzan, se alteran y se vivifican, y, sobre todo, afirman su sentido íntimo constituyendo una dogmática, haz apretado de tendencias y de reacciones. La americanidad constituye, en efecto, una dogmática, un esquema de vida indiscutible —no porque no pueda discutirse, sino porque es estéril el hacerlo frente a su capacidad de creación— y esta dogmática es la que un área delimitada y precisa —un continente al que las agua confieren su radical autonomía— ve superponerse sobre sí como alma de su cuerpo, para realizarse en ella con energía ciclópea y con medida decisión. Por esta fuerza y esta gracia existe América y se afirma como una realidad espiritual apoyada en un mundo.