Digresión sobre el historiador arquetípico. 1947

Mi amigo filósofo me ha invitado por primera vez a su casa y me ha recibido en su cuarto de trabajo, entre sus libros y sus papeles. Allí es donde realmente vive y ha configurado su mundo, entre cuatro paredes. Aunque verdadero filósofo, mi amigo es un sentimental y proyecta sobre aquello que le rodea cierta tensión emocionada. Quizá por eso hay sobre su mesa de trabajo, como presidiendo sus meditaciones un hermoso retrato de Pascal, inquisitivo y aguileño.

Lo he contemplado unos instantes y el examen ha trazado en mi fisonomía una interrogación. Nunca le he oído hablar de Port Royal ni puedo creer, conociéndolo, que sea Pascal quien oriente su pensamiento. Pero mi amigo sorprende mi reflexión y se apresura a explicarme:

—No, Pascal no constituye mi punto de partida ni sus meditaciones coinciden con las mías. Mi camino es otro, harto distinto del suyo. Si está ahí, es por otras razones, menos filosóficas y más humanas. Es su actitud lo que me interesa y casi me subyuga, porque Pascal me parece encarnar el tipo consumado del filósofo auténtico. Lo que yo más deseo es adquirir una sensibilidad, entre filosófica y humana, que me fuerce a vivir mi pensamiento como vivía Pascal el suyo. Acaso deba a otros más ideas, pero es Pascal quien constituye para mí el arquetipo del filósofo.

Mi amigo me ha suscitado una inquietud inesperada. ¡El arquetipo del filósofo! Mi imaginación ha corrido hacia mi propio cuarto y he descubierto sus paredes desnudas, donde nunca sentí la tentación de poner el retrato de ningún maestro. Y ante su sonrisa, he explicado a mi amigo la zozobra que me producía mi descubrimiento y le he prometido hurgar en mis recuerdos hasta encontrar la imagen bajo cuya advocación pudiera poner mis reflexiones. Y he vuelto a casa desasosegado, como si hubiera descubierto, en mitad del piélago, que había olvidado llevar conmigo brújula y sextante.

¡Mi arquetipo del historiador! Sentado frente a la biblioteca, he hecho desfilar ante mí, en una especie de privadísimo Juicio Final, multitud de figuras de próceres de la ciencia histórica desde Heródoto hasta nuestros días; han pasado y han vuelto a pasar, sin que pudiera decidirme del todo. Por un instante pareció que me quedaría con Homero, pero cierta nefasta sensatez me advirtió que había en mi ánimo más beligerancia que prudencia. Acaso Michelet. La indecisión equivale, en este caso, a una doctrina sobre la variabilidad de la imagen buscada. Sospecho que, finalmente, optaré por Michelet.

Entretanto, he descubierto que es más difícil de lo que parece discernir quiénes han sido los auténticos historiadores en la legión de los que se han ocupado del tiempo pasado. Más fácil es, sin duda alguna, reconocer a los que no lo son, y establecer las cualidades negativas que frustran al historiador en el erudito. Pero las cualidades positivas, las que lo configuran y distinguen, se perfilan tan sutilmente como la sombra en la penumbra, y muy pocas veces aparecen fundidas inequívocamente en un tipo intelectual definido. Y sin embargo, debe haber un historiador puesto que hay una experiencia histórica, tan cara al espíritu como la misma experiencia mística.

Mi espontánea preferencia por Homero no era, con todo, totalmente arbitraria. Mucho antes de que se manifestara decididamente mi preferencia por la historia, había tenido ya la vaga intuición —certera, ahora lo comprendo— de que Walter Scott era un historiador, un verdadero historiador. Y si se consigue superar aquello que los separa, creo que se podría descubrir que se parece bastante a Homero. En todo caso, es lícito confesar tímidamente que más de una severa monografía me ha hecho pensar de nuevo, no sin nostalgia, en Homero y en Walter Scott.

Con todo, ninguno de los dos constituye mi arquetipo definitivo del historiador. Casi podría decirse que corresponden a uno de los polos de tensión que oculta la personalidad del historiador, aquel que animan un poco la intuición y un poco la pasión, y que se proyecta en el relato inundándolo de frescura y de vivacidad, saturándolo de reminiscencias, impregnándolo de colores, de sonidos y de perfumes. Pero eso no es sino un polo. Frente a esa aptitud para la captación de la vida parece necesario que se manifieste igual capacidad para llegar a las abstracciones conceptuales en que se desvanece lo real, y esa pericia corresponde al otro polo de su personalidad. Quizá Voltaire o Vico representan acabadamente este extremo de la fisonomía del historiador. Allí están, vivos y pletóricos, malabaristas de las ideas, agudos, sin duda, para percibir los contenidos espirituales ocultos tras las formas de la vida real, pero hábiles tan solo para manejar entelequias, de esas que difícilmente se pueden imaginar calzadas, vestidas y tocadas sin despojarlas de su sublime inhumanidad.

Estas reflexiones han comenzado a tranquilizarme. Por hoy al menos dejaré en paz a mis convidados de piedra y quizá resuelva reemplazar el retrato por una galería. Pero he aquí que he divisado sobre mi mesa las Noches áticas de Aulo Gelio y he vuelto a caer en la incertidumbre.

Allí estaba el libro desde hacía varios días, deseoso de prestarme su ayuda proporcionándome no sé qué noticia de las muchas que nos conserva. Gracias le sean dadas a Aulo Gelio por su curiosidad ilimitada y su infinita paciencia. Seguramente no lo leeré jamás para solaz de mis ocios inquietos, pero lo volveré a buscar muchas veces para saber algo de esto o aquello. Pero su retrato…

A nadie se le ocurriría nombrarlo junto a Tucídides o junto a Tácito. Y se me ocurre que podrían tejerse alrededor de Aulo Gelio, aparentemente sin discípulos vengadores, algunas reflexiones que podrían aplicarse luego a otros imitadores más próximos a nosotros. Inconmensurablemente curioso, consumió su vida en hurgar los más recónditos rincones del pasado, y estampó todo lo aprendido sin orden ni concierto, sin idea directriz alguna, ni preconcebida ni por concebir. Su intención, no lo niego, era encomiable, y su método, el más riguroso que podía tener a su alcance, o por lo menos bastante honrado. Pero no pondría su retrato, aunque lo hallara, en mi gabinete de trabajo y ni siquiera lo incluiría —ahora ya estoy seguro otra vez— en la galería de los ilustres. Reconozcamos que, a diferencia de otros colegas posteriores, él no aspiró a que lo incluyeran, porque seguramente poseía bastante buen sentido como para discriminar las peculiaridades que diferenciaban su oficio del de Tucídides o Tácito. Aulo Gelio no quería ser más que un erudito.

A primera vista, podría parecer que, a erudito, lo sobrepasaron los graves maestros del siglo XIX. No hubo método ni expediente al que no acudieran para garantizar la pureza del dato quintaesenciado. Pero quien repase las Noches áticas y logre captar las formas intelectuales propias de Aulo Gelio, se convencerá en seguida de que, si los hubiera conocido a tiempo, no hubiera dejado de usar esos recursos con la misma probidad y entusiasmo. Al fin, la única diferencia entre ellos es que Aulo Gelio no creyó superar a Tucídides ni a Tácito, y que, en cambio, los eruditos de nuestro tiempo dieron por sentado que todo recomenzaba con ellos.

Pecado de soberbia fue el suyo y graves las consecuencias de ese pecado, muy poco original por cierto. Ya hay muchos para quienes la historia parece confundirse con la erudición y llaman con ligera ironía “filosofía de la historia” o “crónica”, según los casos, a lo que se aparta de ese justo medio ideal representado por la monografía erudita. Soberbia que pagará muy cara la historia, porque el lector ha llegado a preferir la paleontología que le resulta más amena. Ahora estoy resuelto. Con los debidos respetos, el retrato de Leopoldo Ranke solo figurará como uno de tantos en mi galería, ni más alto ni más bajo que el de Walter Scott o el de Vico.

Mi amigo descubrió, al día siguiente, que la pared de mi cuarto seguía desnuda.

—¿Entonces, no hay un historiador arquetípico, uno cuya figura evoque acabadamente la actitud espiritual del hombre que siente entrañablemente la vida histórica y vive su experiencia secular?

Hubiera querido disponer de argumentos rotundos, defender con suficiencia y confianza mi predio familiar. Pero mi respuesta fue solo un discurso explicativo.

—La historia —le he respondido— es un paisaje de cambiante fisonomía, y a veces parece como si estuviera bajo la influencia de una deidad traviesa, que se entretuviera trastornando los rasgos de las cosas. Sospecho que nada hay tan difícil como captar la realidad histórica y por eso es difícil saber cuál pueda ser la específica aptitud intelectual del hombre que emprenda tamaña aventura. ¿La paciencia, el genio, o ambas cosas unidas en una síntesis casi inusitada? A veces hallamos un historiador oculto en un hombre que ejerce otro oficio cualquiera. Suele haberlo en la vieja nodriza que exalta la fantasía del niño, o en el pintor, o en el político, o en el predicador, y muchas veces en el poeta. A veces, también, en el severo investigador de archivos, pero no es esto lo más frecuente.

Si tuviera que señalar un rasgo definitorio del historiador, sería antes que ninguno su capacidad de comprensión de lo distinto. Este es historiador, este que no se asombra del amor de Sócrates por Alcibíades, ni de la fe ingenua de los padres del yermo, ni de la sabia y benemérita crueldad de Robespierre. Que en cada cosa descubra el conjunto en el que se acomoda y se ordena. Y que sepa cuanto sea necesario para que en su vivificación del pasado ese conjunto vibre pletórico de dramaticidad, de su propia dramaticidad, que como tal, será siempre viva y cara a nuestro oído.

Olvidemos cómo aprendió lo que sabe y que nos haga él la gracia de no recordárnoslo cuando nos devuelva elaborada su sabiduría. Y olvidémonos de medir lo que cada uno ha ignorado, prefiriendo captar lo que supo extraer de lo que sabía.

No ignoro que este historiador comprensivo pueda equivocarse alguna vez o muchas veces. Allá él con su genio. Pero, en todo caso, amigo mío, no más que tu Pascal y, en el fondo, no mucho más que el propio Galileo. Por otra parte, tampoco errará más que el sabio investigador cuya elaboración se frustra en su espíritu agobiado por la infinita inmensidad de los datos; con la ventaja de que aquel logrará darnos una visión ordenada, coherente y palpitante de sentido interior, en tanto que este último no nos dará sino ladrillos, argamasa y andamios, para una construcción que se parece más de lo tolerable a la interminable tela de Penélope. ‘Mira que tengo que llegar a saber antes que muera’. Y que no se extasíe con la ilusión de la absoluta objetividad, porque es bien sabido que quien acumula materiales y erige los andamios tiene prefigurado en alguna medida el edificio que quiere levantar. Solo que para el acarreador de materiales el edificio está apenas bosquejado y para el historiador comprensivo debe tener un cierto estilo arquitectónico.

Mi amigo me miraba compasivamente, como suelen hacer los filósofos. Quise escapar de mi indecisión, y agregué resignadamente:

—Es lástima. Volveré a mi primer impulso y pondré el retrato de Michelet. Después de todo, sabía bastante bien su oficio y era, además, un hombre.