El imperio o la soberanía económica. 1941

El imperio o la soberanía económica (1941)

Incurriría en grave error —y en grave ingenuidad— quien creyera que el equilibrio político moderno se funda sobre la equivalencia de las unidades nacionales. Muchas de ellas significan hoy, además de lo que significan como nación, un potencial de expansión que se manifiesta en la posesión de territorios ultramarinos o en una penetración económica sobre otros países, o en ambas cosas a la vez; otras, no poseen nada fuera de ellas mismas; pero el módulo del equilibrio político está dado por las primeras y los graves problemas internacionales se desarrollan entre ellas. Este fenómeno es una realidad indiscutible y tiene su origen en los albores de la Edad Moderna. Convendrá que lo tenga presente quien quiera discurrir con paso seguro por entre la maraña de los problemas que hoy están en juego.

Los imperios coloniales

Europa salía de la Edad Media en la medida en que abandonaba, progresivamente, la pequeña unidad política feudal y la inmensa unidad ideal del Imperio para constituir las nacionalidades. Sobre esa base se constituía un nuevo equilibrio político, pero, ya en el siglo XV, una mezcla de azar y de propósitos preconcebidos despierta en el europeo occidental una voluntad de expansión que encontró su desahogo en las expediciones lejanas, primero, y en la conquista, después. A partir de ese momento, el equilibrio entre naciones se rompe y Portugal y España adquieren una supremacía indiscutida en Europa: son los primeros imperios coloniales y el poderío que les agregan sus recursos ultramarinos no tolera la competencia que puede ofrecerle el de las demás unidades nacionales europeas. Desde ese momento está fijado un nuevo módulo de equilibrio y las naciones europeas lucharán por alcanzarlo para que les sea permitido contar entre los países directores. La doctrina de la nación como soberanía política parece subsistir y, en rigor, solo entonces comienza a ser elaborada jurídicamente; pero en la práctica está ya señalado su punto vulnerable; muy pronto, a la doctrina mercantilista, primera consecuencia de la vigencia de la idea de nación como tipo político, se opondrá una doctrina del librecambio, que supone un resquicio en la concepción hermética de la autodeterminación nacional. Los imperios coloniales, en efecto, han creado un panorama económico que no coincide con las determinaciones políticas vigentes, y, por sobre el esquema de las nacionalidades, comienza a tejerse una nueva trama cuyos hilos sobrepasan las fronteras y se anudan según principios no controlados por la vida política.

Nuevo panorama económico

La lucha por la adquisición de nuevos imperios coloniales o por una nueva distribución de los existentes cubre toda la historia de la Edad Moderna. Portugal y España, primeras potencias coloniales, ven pasar a otras manos los territorios que habían conquistado con audacia ejemplar o ven prevalecer en ellos otras influencias más fuertes que las suyas; Holanda, Francia e Inglaterra comienzan a contar como potencias coloniales y entre todas ellas se da la gran batalla, a través de varios siglos, por el establecimiento de un equilibrio o una supremacía decidida.

Pero mientras tanto, provocado por uno o por otro, el panorama económico se altera de manera rápida y visible. Los dominios coloniales proporcionan una riqueza que altera las formas regulares de economía dentro de las unidades nacionales; además, el volumen de materias primas que se arroja sobre los mercados crece con rapidez y su absorción solo será posible por una intensiva transformación, a que incitan, por otra parte, circunstancias sociales de diversas especies; la actividad manufacturera evoluciona, en consecuencia, rápidamente, y comienza a crear un tipo de producción en gran escala que, en un momento dado, supera la capacidad de absorción del mercado interno y aun de los mercados exteriores normales; sigue, pues, una activa búsqueda de mercados para la producción industrial y su conquista arrastra a nuevas luchas, que se complican con las luchas por la conquista de las materias primas. Pero el rasgo más significativo de esta pugna ininterrumpida es la aspiración de cada una de las antiguas —y algunas modernas— unidades nacionales a adquirir el control sobre un área económica que comprenda las fuentes de las materias primas y los mercados de absorción; sobre este ámbito no es imprescindible poseer una soberanía política: puede tenerse sobre algunas zonas y ejercer sobre otras un control indirecto pero seguro; este ámbito constituye el área de un imperio moderno, en que la simple soberanía política ha sido sustituida por una soberanía económica.

Experiencia del imperio económico

Un imperio de tal especie es fácil señalarlo hoy; un simple imperio colonial no hace en la actualidad de una nación una gran potencia, como lo prueban Holanda o Portugal; una inmensa capacidad industrial sin fuentes de materias primas tampoco consigue esa finalidad, como lo probaba Alemania; el módulo del poderío estaba dado por la posesión de ambos en un imperio de tipo económico y la seguridad de su conservación reside, precisamente, en que el vínculo constitutivo sea laxo, capaz de tolerar el juego autónomo de los distintos grupos humanos que lo constituyen. Este tipo de imperio, hoy característico, se ha dado ya alguna vez en la historia; pertenecía a él el imperio cretense, que controló el bronce, y los que le sucedieron en el dominio marítimo mediterráneo: el fenicio y el griego; más tarde, las ciudades marítimas de Italia —Génova y Venecia— lo desarrollaron en cierta medida, en tanto que el Hansa ejercitaba un tipo semejante de asociación en el norte de Europa. Pero la Edad Moderna debía olvidar este tipo de ordenación económica por algún tiempo porque la estabilización del control del inmenso volumen de materias primas y la consecución de las técnicas necesarias para elaborarlas insumieron un plazo secular; una vez cumplidas estas etapas, Inglaterra da el módulo del nuevo tipo imperial y la aspiración por equilibrar ese poderío mueve los resortes de la historia contemporánea.

Posibilidades contemporáneas

Un hecho indiscutido es que, cada día, es la totalidad del mundo la que interviene —de una manera o de otra— en la constitución de estos grandes ámbitos económicos, llamados hoy imperios. Su número posible es escaso; podrán ser cinco o diez, pero no muchos más; fuera de ellos, la existencia será difícil, a menos que se posea en el propio territorio lo que otros deben buscar en varios —tal el caso de Estados Unidos o Rusia— o que se integre un ámbito de tipo imperial pero sin que una potencia nacional asuma un marcado papel hegemónico. Inglaterra está marchando, mediante su concepción del commonwealth, desde una organización hegemónica hacia una alianza de naciones; este esfuerzo debe ser imitado por los americanos para llegar a un resultado semejante desde la concepción estrictamente nacional: una alianza, suficientemente laxa como para que subsistan los caracteres nacionales y suficientemente estrecha como para que satisfaga las exigencias del tipo económico contemporáneo, podrá permitir equilibrar el módulo fijado hoy en el mundo por los grandes imperios de tipo económico —los existentes y los que se constituyan a raíz de esta guerra— y hará posible el mantenimiento de la independencia política de nuestros países, innegablemente amenazada.