El período de las guerras mundiales. 1955

Hasta ahora no se ha precisado el alcance estricto de nuestras inquietudes acerca del mundo actual. “Mundo actual” es una expresión muy vaga que debemos delimitar: o tiene un significado convencional o no tiene ninguno. Apresurémonos a convenir a qué le damos ese nombre, y qué nombre podríamos darle para representar mejor su contenido.

Lo que nos preocupa parece ser una etapa de la historia del mundo, que caracterizamos con un vago adjetivo alusivo a su inmediatez. Pero puesto que es una etapa deberán establecerse sus límites de alguna manera. Lo que nos proponemos, pues, es fijar un período histórico, acotar en la constante secuencia del tiempo un lapso circunscripto con mayor o menor exactitud, del que presuponemos que posee un sentido peculiar, distinto y diferenciado. Ahora bien, esta operación, que es todo un proceso de conceptuación, tiene siempre dificultades graves, que aumentan cuando el punto de vista está situado muy próximo al terreno examinado. Se necesita, pues, mucha cautela.

Se habla habitualmente —con manifiesta impropiedad— de una “época contemporánea”. Se afirma de costumbre que comienza con la Revolución francesa de 1789, y se supone que continúa indefinidamente hasta nuestros días. Su indefinida prolongación lleva al absurdo, pero la clasificación usual no parece preocuparse por ello. Y a esta “época contemporánea” correspondería, pues, lo que llamamos el “mundo actual”, como su última etapa.

Pero hasta aquí no hemos dicho nada que sirva para aclarar el problema. Para situar correctamente el “mundo actual” deberíamos comenzar por precisar el sentido de lo que habitualmente se llama “época contemporánea”, manteniendo esa designación hasta que se halle otra más adecuada. Podría definirse someramente como la época en la que confluyen las variadas derivaciones de la revolución industrial por una parte, y las derivaciones políticas de las revoluciones que se produjeron en los Estados Unidos y Francia en las postrimerías del siglo XVIII, todo lo cual comienza a adquirir importancia en el mundo a partir del fracaso de Napoleón en Europa. Así entendida, esta época ofrece caracteres definidos que se perpetúan hasta nuestros días, y en consecuencia parecería legítimo incluir en ella lo que llamamos “el mundo actual”. Pero es innegable que dentro de la llamada “época contemporánea” hay matices, tan acentuados en ciertos casos, que autorizan a establecer —con fines puramente prácticos— una periodización secundaria. Se ha hecho evidente la sensación de un “cambio”, de una mutación, por ejemplo, a raíz de las revoluciones del 48. También se ha acusado de manera vehemente al producirse la primera guerra mundial; y si se analiza esta sensación, registrada por la experiencia coetánea, se advierte que su consideración objetiva confirma la existencia de una mutación importante cuyo ciclo parece permanecer abierto. Puede admitirse, pues, que se inauguró entonces un nuevo período cuya fisonomía se mantiene hasta hoy. De modo que, transitoriamente, al menos, podríamos entender que cuando hablamos del “mundo actual” queremos referimos al período que comienza con la primera guerra mundial y llega hasta la segunda posguerra sin haberse cerrado. Podríamos, pues, designar este período con el nombre de “período de las guerras mundiales”, pues no es aventurado suponer que las dos que han azotado a nuestro mundo no son sino etapas de un solo conflicto, por desgracia aún no decidido.

Si acudiéramos a las fórmulas acuñadas por el uso, observaríamos que se distinguen en este período dos episodios bélicos y dos etapas llamadas “de posguerra”. La experiencia contemporánea parece percibir que estas últimas dependen del planteamiento conflictual de los problemas que se ventilaron en el terreno militar, con lo que se afirma que no se volvió ni se pretendió volver al orden de preguerra, como si la situación planteada fuera original y exigiera soluciones inéditas. Con rara perspicacia y exactitud, el mariscal Foch afirmó del tratado de Versalles que no era una paz sino “una tregua por veinte años”; y ese valor de mera tregua se adivinó en toda la complicada gestión política y diplomática entre 1918 y 1939. La repetición de los planteos de la primera guerra mundial en la que le siguió veinte años después, es demasiado evidente para tener que insistir sobre ello, y la caracterización del período que siguió, considerado simultáneamente como “segunda posguerra” y “período de guerra fría”, pone de manifiesto el mero valor de tregua de la primera posguerra. No podría predecirse si es inevitable una tercera guerra mundial, pero sí puede afirmarse que la segunda dejó sin solución los problemas que la movieron, de modo que, violenta o pacíficamente, volverán a plantearse en un futuro inmediato. El “mundo actual”, o mejor aun, “el mundo del período de las guerras mundiales”, es, pues, un ciclo abierto, una era inconclusa; y constituye uno de los problemas más apasionantes que pudiéramos proponernos el determinar en qué punto de su curva nos hallamos.

Pero en nuestra nueva designación aparece un adjetivo inquietante, pues hablamos de guerras “mundiales”. El fenómeno es nuevo. Ni las de Alejandro, ni las del imperio romano, ni las de Carlos V, Luis XIV o Napoleón tuvieron esa peculiaridad. Las guerras de este período cubren un área geográfica que identificamos con el mundo, en parte porque las acciones militares se desarrollaron en muchos y muy alejados escenarios, y en parte porque la situación de beligerancia influyó de una u otra manera sobre los estados neutrales a través de sus derivaciones políticas, sociales o económicas. El hecho era inevitable. Las guerras se extendieron allí donde se habían extendido los intereses de las partes en conflicto, que durante las cinco décadas anteriores habían ejercido una vigorosa influencia por todo el mundo a través de vastas empresas imperialistas y coloniales. Por lo demás, el desarrollo técnico había disminuido la significación de las distancias y acrecentado la interdependencia entre las diversas áreas económicas y políticas, de modo que nada podía evitar la difusión de la situación conflictual.

La universalidad del conflicto militar debe considerarse, pues, como un síntoma de la unidad y universalidad de los problemas fundamentales que conmueven al “mundo actual”. Ya la primera posguerra puso de manifiesto este fenómeno a través de los hechos que derivaron de la penetración comunista en China y la política pan-asiática del Japón, problemas estos que se agudizaron durante la segunda. La dislocación de la estructura tradicional de Asia —con la independencia de la India, la sovietización de China, el despertar del mundo árabe, el retroceso del imperio británico y la aparición de los Estados Unidos en Asia—, ciertas reveladoras trasformaciones operadas en la situación economicosocial de América Latina y muy especialmente la división de Europa en países prosoviéticos y antisoviéticos, constituyen fenómenos que no pueden considerarse aislados sino como una totalidad. El “período de las guerras mundiales” se desenvuelve, pues, sobre un escenario mundial, y el eje del interés se desplaza a través de todos los meridianos.

Delimitado el campo de nuestra indagación, comencemos por echar una mirada de conjunto al panorama, situándonos en una altura que nos permita distinguir el relieve de este mundo del período de las guerras mundiales.

Nuestra primera impresión será de confusión. Si no poseemos el hábito de manejar testimonios históricos y de entresacar el dato valioso de una maraña de elementos contradictorios, es posible que nos invada el desaliento y acaso lleguemos prematuramente a la conclusión de que no podemos comprender nada. Si, en cambio, poseemos cierta experiencia histórica, pero limitada y superficial, es casi seguro que incurriremos en otra clase de error, aun más grave; alcanzaremos a obtener una cierta imagen, sí, pero casi imperceptible a fuerza de confusa, y la juzgaremos según otras que obran en nuestra mente: la de la baja Edad Media que nos ha legado Huizinga, o la de la Italia renacentista que debemos a Burckhardt, o la de la Europa dieciochesca que ha dibujado Cassirer. El contraste nos inducirá falsamente a pensar que cualquiera de esas épocas ha sido clara e inteligible en tanto que la nuestra es oscura e ininteligible. Lo cual no es sino una mala pasada que nos juega nuestra limitada experiencia histórica, haciéndonos incurrir en un grosero error.

Ese error consiste en no diferenciar suficientemente la realidad histórica viva y la imagen que de ella crea la conceptuación histórica. Cualquiera de esas épocas pudo parecer al incauto observador contemporáneo tan ininteligible como le parece ahora la suya al hombre de hoy. Los múltiples elementos que componen la vida histórica podían aparecer ante sus ojos con un ocasional relieve que induciría a asignarles ciertos valores, pero acaso muy poco después habría que reestimar cada uno de ellos bajo la influencia de una sueva luz. Su error habría sido un error de perspectiva del que se libra el observador que, situado a algunos siglos de distancia, aprecia solamente los relieves que siguen observándose con una y otra luz, y puede construir con ella una imagen intelectual. Pero obsérvese que esta imagen no es una copia de la realidad multiforme, sino un esquema de ella, dibujado de acuerdo con ciertos criterios de valor, gracias al cual la realidad se toma inteligible.

Cabe preguntarse si un observador puede alcanzar esa misma perspectiva para contemplar su propio mundo circundante. Parecería que la empresa es difícil, pero no imposible, si bien es cierto que debe ser extremada la finura en el manejo de los materiales y excepcionalmente rigurosos los intentos de comprensión. No obstante, en cuanto se refiere al mundo actual, parece haberse difundido la convicción de que vivimos en un mundo ininteligible, esto es, un mundo del que sería imposible obtener una imagen intelectual fielmente representativa.

Desde cierto punto de vista es ilustrativo considerar el caso de dos testimonios eminentes de nuestro tiempo que revelan esta certidumbre: los que nos proporcionan Charlie Chaplin y Franz Kafka. El personaje —el personaje único— de Chaplin parece representar arquetípicamente un hombre medio de nuestro tiempo situado en estas peculiares condiciones de vida que nos caracterizan. Es un sujeto vulgar: nada hay en él en grado extremado, sino que, por el contrario, asoma todo dentro de una acentuada mediocridad. Pero lo verdaderamente característico de este personaje es que, pese a su manifiesta buena intención, no consigue ponerse de acuerdo con la realidad. Es un inadaptado pertinaz que está en perpetuo conflicto con las ideas vigentes, con los valores convencionales, con las cosas que pueblan su mundo insensatamente civilizado. A primera vista su inadecuación —germen de la risa— parece ser simplemente hija de su torpeza, pero a poco que nos familiaricemos con la creación de Chaplin adivinaremos que su intención es señalar que resulta más bien del conflicto entre la autenticidad de su personaje —autenticidad profunda de hombre medio— y una realidad circundante compuesta por elementos dislocados que carecen de toda finalidad perceptible. La maraña que envuelve al personaje de Luces de la ciudad o de Tiempos modernos hace recordar persistentemente la que mantiene atrapados a los personajes de Kafka. El castillo es un ejemplo revelador. Porque el castillo está situado dentro de un mundo que parece diáfano de primera intención, pero que se toma enmarañado o incomprensible en cuanto se quieren recorrer sus caminos para llegar al castillo que constituye la meta. No hay caminos rectos, sino senderos tortuosos y sembrados de obstáculos infranqueables, y sólo queda la posibilidad de buscar sendas excusadas, llenas de fango repugnante, que acaso conduzcan al castillo a través de insospechados vericuetos. De modo que las dificultades del camino se toman poco a poco finalidades en sí mismas que, exaltadas por la desesperación, logran hacer olvidar la meta verdadera. He aquí un mundo, un mundo sin sentido aunque civilizado, o sin sentido a causa de la civilización.

Podrían agregarse otros muchos testimonios que aluden a la sensación análoga que producen otros aspectos del mundo actual en ciertos espíritus: la literatura de guerra, movida por el sentimiento desgarrador del sacrificio inútil —piénsese en Remarque, en Hemingway, en Glazer, en Dorgelés—, la de Malraux, Sartre, Giono, Camus, la película de Renoir La gran ilusión, y tantos otros. Lawrence y Huxley, Hesse y Mann podrían agregarse a la lista. Son testimonios que provienen de espíritus sagaces, de hombres excepcionalmente dotados, de almas acuciadas por un profundo fervor… Y, sin embargo, estoy seguro de que no es lícito aprovechar su testimonio sino para caracterizar una situación subjetiva, de reducido alcance.

Sin duda esta imagen —la de un mundo oscuro e ininteligible— es la primera que encontrará alrededor de sí el incauto observador contemporáneo del período de las guerras mundiales. Conducido por los caminos que esa imagen le sugiera, tratará en vano de hallar en la multiforme realidad los rasgos diáfanos e inconfundibles que la historia le enseña a ver en otras épocas: la omnipresente idea de Dios del hombre medieval o el racionalismo del hombre dieciochesco. Y no hallará las huellas que lo induzcan a seguir la pesquisa y se encontrará, en cambio, frente a cada uno de los problemas capitales, o una multitud de respuestas o, lo que es peor, un sistema de antinomias irreductibles: libertad y planificación, racionalismo e irracionalismo, religión y cientificismo, democracia y totalitarismo, ideales minoritarios e ideales de masa, todo en términos de aparente incongruencia y de mutua exclusión polémica. Seguramente nuestro incauto observador caerá en el más profundo desaliento y acaso encuentre exacta la definición kafkiana del mundo del período de las guerras mundiales.

Pero esta adhesión sólo será el resultado dé un debilitamiento de la vigilia del espíritu crítico. Una imagen confusa de la realidad puede provenir, sin duda, de que hay, efectivamente, confusión en los elementos de la realidad, pero puede provenir también de nuestro torpe intento de entenderla según un inadecuado esquema preestablecido. Esto último —sin perjuicio de lo primero— ocurre con frecuencia en los incautos observadores contemporáneos. Si juzgamos el mundo del periodo de las guerras mundiales de acuerdo con ciertos juicios tradicionales, elaborados a la luz de la realidad finisecular, es natural que su imagen se nos aparezca llena de sombras y que no entendamos muchas cosas. Pero es evidente que nos habremos equivocado al elegir el instrumento de que hemos de valernos. Y no será ese nuestro único error, pues con ese u otro instrumento no podemos encontrar en la realidad viva sino contradicción y sombras. Pero no nos desesperemos demasiado. Es indudable que no saltan a la vista los rasgos diáfanos del mundo del período de las guerras mundiales. Pero, ¿se notarían mucho en la Atenas de Pericles, en la Italia del siglo XIV y en el París del siglo XVII? Sin duda estaban también cubiertos por sombras, pues Aristófanes pertenece a la primera, Passavanti y Boccaccio coexisten en la segunda, y Bossuet es contemporáneo de Fenelón y de Molière. Nosotros no advertimos sino antinomias. Pero, ¿no son las antinomias la expresión de la natural coexistencia, más o menos tensa, de distintos sistemas de ideales sostenidos por distintas fuerzas sociales? Fuerzas en conflicto, grupos sociales que buscan su equilibrio dentro del conjunto: he aquí el problema primario del mundo actual. Si se logran individualizar, es seguro que se podrá comenzar a entender el acontecer del período de las guerras mundiales. Identificado el sujeto —o los sujetos— del proceso histórico, será más fácil seguir su desarrollo, siempre que aprendamos a adjudicar cada acción a quien efectivamente la lleve a cabo.