Elogio de Juan de Mairena. 1938

Un poeta español no ha ofrecido el cuaderno de apuntes en que se perfila la figura de un maestro ejemplar, conocido en el mundo de los maestros apócrifos con el nombre de Juan de Mairena. Porque Juan de Mairena no se ha sentado nunca en cátedra alguna, ni ha profesado bajo los severos techos de ninguna universidad, ni ha enseñado nunca a otro discípulo que este poeta meditabundo y agobiado por el ansia filosófica del castellano. Juan de Mairena fué el maestro imaginario de Antonio Machado y sólo nos queda de él –cuando queremos imaginarlo vivo— el apretado haz de sus respuestas imaginarias a las preguntas ciertas –acaso angustiosamente ciertas—del presunto filósofo y poeta.

Acaso los que fueron discípulos de Antonio Machado en el liceo soriano pudieron reconocer la estirpe de su personaje. Acaso los que oyeron el donaire de su expresión en la conversación familiar entrevean en su despreocupada sabiduría el despreocupado saber de Juan de Mairena. Pero no nos empeñemos vanamente en reducir a carne y hueso la figura del maestro apócrifo. Bastante nos enseña con lo que de él sabe el poeta español que nos transcribe de su cuaderno de apuntes los recuerdos de su enseñanza ejemplar. Hueso y carne agregarán muy poco a su sabiduría tan irreal como pura.

La muerte –enseñaba Juan de Mairena— es un tema de la mónada humana, de la autosuficiente e inalienable intimidad del hombre, por tal razón lo evitaba en sus clases de retórica y decía que era tan sólo lícito a los poetas –quizá a cada poeta—ocuparse de ella. Pero en el fondo, Juan de Mairena coincide con su ilustre discípulo en que todo lo que es propio de la mónada humana habla de muy cerca con la muerte. Porque la vida la sienten maestro y discípulo como fraternidad, como aptitud profunda de trascender hasta la intimidad del prójimo, como una simpatía viva hacia el hombre, inherente a la condición del ser. Un maestro tuvo Juan de Mairena que decía de esta capacidad de trascender que era esencial y propia del ser mismo.

He aquí lo más nítidamente define la filosofía de Juan de Mairena. Alteridad llama con latinismo irónico a esta tendencia propia del hombre a dejar de ser lo que es. Una irresistible disconformidad con su destino lleva al hombre a aspirar a una transformación del propio, a imaginar un perfil de sí mismo, en donde sin dejar de ser él, se dibujen rasgos distintos y se señalen notas diversas. Pero de esta aptitud para imaginar el propio ser como algo diverso de lo que es, pone en el corazón humano una simpatía viva por el otro, por el vecino, por el semejante, en quien se reconoce el rasgo humano, acaso la virtud que se quiere lograr; nada humano era indiferente al dulce maestro de retórica como no era al poeta latino, y aquello que se descubría común en el otro, despertaba una vocación comprensiva que lleva a entender la vida como intima trascendencia de sí mismo, como “una fuerte intuición de otredad” capaz de despertar esa voz mágica mediante la cual el irreductible silencio de la conciencia se quiebra para dejar oir el íntimo secreto del ser.

He aquí porque era un maestro Juan de Mairena. Porque enseñar es estar frente a una conciencia de la que no solemos saber nada y que solo se nos puede abrir por virtud de una simpatía –eros platónico–, que permita trascender del yo íntimo hasta captar en la expresión ajena la verdad del más recóndito rincón del espíritu. Una fuerte intuición de otredad capacitaba a Juan de Mairena para enseñar, mostrándoles en su interlocutor humilde y silencioso, el prójimo iluminado por una luz clara para la cual sus ojos serian ciegos hasta el momento de lograr el diálogo. Todo diálogo supone dos hombres y una fraternidad.

Virtud excelsa ésta de conseguir dominar la adustez de la cátedra con la bonhomía del corazón. Juan de Mairena se preocupaba mucho por ceñir su pedagogía con este tinte de humanidad que quebraba la frialdad de las fórmulas y el rigor de su lenguaje retórico. Sabía decir muchas cosas hermosas sobre la poesía y sobre el alma; pero nada tan emocionante, como cuando se inclinaba, con fervor de maestro hacia sus discípulos para rogarles que dudasen de él y que se cuidaran sabiamente de no creer demasiado en lo que les decía. Había en sus palabras mucho de generosidad y mucho de respeto. La incógnita humana escondida tras el rostro enigmático del adolescente merecía para este maestro ejemplar la atención más profunda. La autoridad del maestro parecía temible para su espíritu inquisitivo –acostumbrado a dudar de sí mismo tanto como para temer que creyesen en él-, y creía deber suyo el trasmitir su duda sobre la veracidad de cuanto decía, porque de esta duda se nutría la noble enseñanza de Juan de Mairena, cuya filosofía aconsejaba más preguntar que no responder. Preguntar y aguardar la pregunta que se esconde tras cada respuesta debía ser la más honda enseñanza de sus lecciones de retórica y de sofística. Porque preguntar contemplativamente es la actitud del hombre que piensa la vida bajo la especie de eternidad, y así quería enseñar a vivir Juan de Mairena a sus discípulos. “No me creo en posesión de ninguna verdad que puedo revelaros”, enseñaba el maestro, y se contentaba con mostrar el agitado mar de su duda y la humilde ínsula de su saber. En el fondo había una sabia pedagogía en ésto de tratar de que el discípulo se echara virilmente a buscar su propia convicción.

¿Habrá que lamentar el que Juan de Mairena no haya existido nunca? La figura de Juan de Mairena crecerá con el tiempo y día llegará en que sea superfluo preguntar si fué creación poética o personaje real. Su enseñanza aleccionará generaciones por la pluma de Antonio Machado, y el profundo poeta español recordará un día la estirpe de los discípulos preclaros, inaugurada por aquel altísimo, que tuvo Sócrates en Atenas.