Francia y el Acta de Londres. 1954

La votación con que ayer cerró la Asamblea Nacional francesa el debate sobre la política exterior de la Cuarta República abre el camino a las decisiones concretas mediante las cuales las cancillerías de la Europa occidental llevarán a la práctica los propósitos enunciados en el Acta de Londres. Aunque se descontaba ya la expresión de confianza otorgada al gabinete del Sr. Mendès-France, la confirmación de tal esperanza y, sobre todo, la amplitud que llegó a cobrar en el escrutinio parlamentario, confieren particular significación al apoyo que ahora permitirá al Quai d’Orsay moverse con mayor holgura en el transcurso de las negociaciones inminentes. A través de la información cablegráfica ha podido el lector seguir con aproximada precisión —toda la precisión compatible con la distancia y las dificultades de espacio— la posición y las razones de los distintos grupos que ocupan el hemiciclo del Palacio Borbón. Algunos se inclinaron desde el comienzo en favor de la actitud asumida por el Sr. Mendès-France, como una consecuencia de su anterior oposición al pacto de la C.E.D.; otros reaccionaron en contra de la nueva política porque, sostenedores resueltos de aquél, vieron al documento destinado a sustituirlo con el espíritu prevenido para rechazar todo lo que no fuera la fórmula anterior; una tercera opinión, la de los comunistas, debía estar, naturalmente, en desacuerdo con todo lo que tendiera de un modo u otro a organizar el Occidente contra la amenaza soviética, ya fuera el Pacto del Atlántico Norte, el convenio de Bruselas, el Tratado de la C. E. D. o el Acta de Londres. El grupo de los que se hallaban en el sector intermedio podía sugerir algunas dudas acerca de la resolución final de la Asamblea. Entre los partidarios de la C. E. D. figuraron, en efecto, como se recordará, dos bloques tan fuertes como el socialista y el republicano popular, con leves defecciones en la hora del voto. El acuerdo socialista en favor del Acta de Londres disipó toda inquietud, mientras los republicanos populares no ocultaban su mal humor a través de la decisión del consejo nacional de su partido, que, dejando a la bancada respectiva la decisión final, parecía inclinarse a una abstención enderezada a ratificar una especie de adhesión postuma a la política antes orientada por sus dirigentes, los Sres. Bidault y Schuman, y ahora reemplazada por la fórmula del Sr. Mendès-France. Este, por su parte, no vaciló en requerir un pronunciamiento claro, única garantía de franqueza para el futuro de las gestiones definitivas. Y al plantear categóricamente el dilema del rechazo o la aceptación, cortó cualquier forma de menudo regateo en tomo a las condiciones del rearme alemán y, asumiendo la actitud anunciada en Londres, reveló su comprensión cabal del instante. La seguridad de Francia está, en efecto, implícita en la seguridad de Europa y todo lo que amenace, por la indecisión de tan esencial aliado, el sistema defensivo que se trata de concretar, podría tornar factible un ataque determinado, justamente, por la desunión o la debilidad manifiestas de quienes debieran prevenirlo o afrontarlo.

Sir Winston Churchill había conceptuado oportuno recordarlo en el seno de la asamblea nacional de su partido y al corroborar la postura y el gesto del jefe del Foreign Office, su palabra, pudiendo tal vez serlo más, pareció menos galana en obsequio a una mayor severidad. De sus conceptos cardinales se desprende que lo acordado respecto de Alemania importaría marcar una etapa decisiva en el avance hacia una coexistencia pacífica con la Unión Soviética. Habrá de recordarse que Churchill se propuso conferenciar personalmente con los dirigentes rusos, yendo inclusive a Moscú, en busca de esa convivencia que se ha convertido en la ardiente ambición de sus días de hoy. Mas cuando ahora se complace en ratificar esa política, cree necesario precisar: “Debe tratarse con los rusos desde una posición de poderío y unidad”. E insta a la vez a tender una mano amiga al pueblo de Alemania, mientras carga en la cuenta de Hitler las horrendas acciones que imputa a su despótico poder personal. No olvidemos, entretanto, que el militarismo prusiano, que cabe esperar definitivamente abolido dentro de un mundo tan profundamente cambiado, constituye sólo un aspecto de la fuerza y la capacidad de la gran nación de Europa que ha dado al derecho, a la ciencia, al arte y a la filosofía algunas de sus expresiones más profundas. Pero su pujanza debe ser coordinada con la del resto de Occidente con miras al mantenimiento de la paz, y para ello el olvido, la concordia, la mutua comprensión y el reconocimiento entre los aliados se imponen primordialmente. No hay, en efecto, alianza militar perdurable sin que medie por lo menos el respeto, cuando no se ha logrado la fórmula más perfecta de la afinidad espiritual. El entendimiento anglosajón en los grandes momentos, no obstante intereses y modalidades a veces contrapuestos, ha solucionado así dos crisis mundiales. La voz de Churchill en estas circunstancias revela un claro realismo y la noble intención de repetir ese resultado, mediante un amplio entendimiento, al preparar militarmente a Europa. El poder de uno de los aliados es tal que sin su peso el platillo de la balanza caería verticalmente. Al iniciar su exposición, el primer ministro británico señaló como obstáculo a la fácil apropiación de toda Europa por parte de los Soviets la superioridad bélica de los Estados Unidos. Y desde una comarca del Imperio extendido en un tiempo bajo el signo de la victoria, expresó una verdad profunda, honra de nuestra América, al referirse a la Unión: “No hay otro caso de una nación que, habiendo llegado a la cumbre del poderío mundial, no haya buscado ganancias territoriales, resolviendo, en cambio, usar su fuerza y su riqueza en beneficio de la causa del progreso y la libertad”. Por otra parte, el reproche que dirigió en seguida a los estadistas norteamericanos de antaño y a la política aislacionista que propiciaron frente a los acontecimientos europeos, ratificó la consigna de unidad y energía —”paz mediante la fuerza”— que ofrecía al mundo libre para evitar el riesgo de una nueva catástrofe.

Conceptos parecidos y acaso el eco de las propias palabras del primer ministro británico han debido predominar en la actitud de la representación popular de Francia. En el debate se ha podido ver reaparecer a figuras de los años anteriores a la guerra asumiendo actitudes cuya razón íntima es mejor no ahondar. De un rápido balance de los principales episodios internacionales de estos dias quedan cómo saldo favorable la amplia mayoría otorgada por la Asamblea Nacional francesa a la política de Mendès-France y el discurso de Sir Winston Churchill en la conferencia de Blackpool, sin olvidar lo que aun es dable esperar de los debates de la asamblea de la UN, donde se enfrentan una vez más el Oriente y el Occidente. Este puede ahora proseguir su esfuerzo, un instante detenido por el rechazo de la C.E.D. en París, para encaminarse a una organización del mundo libre que lo ponga a cubierto de toda, amenaza. No ha de verse en aquella una actitud hostil ni una finalidad bélica en la que nadie ha de pensar sin supina insensatez. Es, sólo, el camino que tienen las democracias occidentales para conversar sin desmedro y entenderse sin desdoro con las fuerzas situadas más allá de la “cortina de hierro», en procura de la convivencia a que aludió el jefe del gobierno británico. Y desde este punto de vista, el discurso de Sir Winston Churchill es, de nuevo, una exégesis oportuna de la política que ha desembocado en el Acta de Londres y que se traducirá pronto en más precisas normas de acción práctica.