Inauguración de cursos en la Facultad de Filosofía y Letras. 1964

Con este acto quedan oficialmente inaugurados los cursos de 1964 de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Son estas las palabras más sencillas que he podido hallar para comenzar esta suerte de mensaje anual que el Decano se siente obligado a dirigir en estas ocasiones a los profesores, graduados y estudiantes, y muy especialmente a la nueva promoción de jóvenes que hoy se incorporan a la vida de esta casa. El acto es sencillo también, como lo es este viejo edificio de la calle Viamonte que ha visto pasar tantas generaciones de maestros y discípulos. Y como son sencillas nuestras vidas, consagradas a la investigación, a la enseñanza y al aprendizaje de disciplinas que nos son entrañables.

Quizá nuestra aparente sencillez entrañe una refinada soberbia. Quienes aman este ambicioso saber que aquí buscamos no suelen medirse por sí mismos sino por la altura de la acción en la que se sienten comprometidos. Misión propia de las humanidades es indagar sobre la condición y el destino del hombre. Y quien se entrega a ella sabe que debe renunciar a muchas cosas, a las que por fortuna muy pronto aprende a no estimar, y se 1197647141 enfrenta con la existencia cotidiana como un eterno Diógenes para quien las cosas se tornan cada vez más superfluas. Hay, ciertamente, mucha soberbia en esa sencillez.

Y no pienso solamente en nosotros mismos, maestros más o menos cargados de experiencia y saber, que hemos probado alguna vez la miel del hallazgo y muchas veces la hiel de la ignorancia y de la duda. Pienso también en nuestros discípulos, señalados para seguir nuestro destino; en nuestros discípulos a veces iracundos e iconoclastas, críticos siempre, desdeñosos de los prejuicios y las convenciones, orgullosos de que el mundo comience con ellos y seguros de que la verdad está casi en la punta de sus dedos. Pienso en ellos, porque los contemplo despojándose poco a poco de todo lo que comienzan a comprender que es superfluo, como si cumplieran muy lentamente con un oscuro rito de iniciación. Y este despojo los torna intrépidos frente a la aventura intelectual que les espera, y los torna fuertes y sencillos frente a la dura existencia cotidiana.

Tal pareciera ser la regla primera de esta orden a la que hoy se incorporan más de un millar de jóvenes estudiantes. Yo los saludo alegre y conmovido a un tiempo, porque ya se adivina en sus miradas la vocación de austeridad y de rigor que nos es exigida y que exigimos. El camino elegido es áspero y empinado. La verdad no está cerca, y acaso el destino del hombre no sea su hallazgo sino su búsqueda. Mucho rigor y mucha austeridad necesitarán para sobreponerse al desaliento, para mantener la tensión intelectual, para alcanzar, al fin, las verdades que nos es lícito alcanzar y que son las verdades del hombre. El hombre es nuestro tema; el hombre y su creación. El tema es largo y breve la vida. Yo saludo cordialmente a los jóvenes que hoy se incorporan a esta casa, en nombre de los que serán sus maestros. Y les entrego en este saludo su esperanza, porque gracias a ellos no morirán del todo.

Ahora que estamos congregados para reiniciar nuestras tareas, conviene que reflexionemos sobre lo que hemos hecho y sobre lo que nos proponemos hacer. El momento es propicio porque las inquietudes son muchas. Pero es necesario que canalicemos nuestros deseos y definamos nuestros fines comunes. Yo quiero hacer algunas observaciones sobre nuestra acción mediata e inmediata y me propongo sacar luego de ellas algunas inferencias, más o menos remotas, que considero útiles para la acción común.

Si tuviera que expresar brevemente la impresión que me produce —vista desde mi despacho del Decanato— la vida de la Facultad, debería adoptar un tono rigurosamente confidencial y decir en voz baja —para que no trascienda— que predomina una peligrosa y casi amenazante sensación de descontento. Sin duda, vivimos dentro de una atmósfera tensa y cada uno acusa esa tensión a su modo. Pero todos coinciden en esta casa en que están descontentos, y todos tienen a flor de labio la inconmensurable y para mí casi temible lista de sus reivindicaciones. Todo nos falta, todo necesitamos y nada conseguimos. Las voces recriminatorias nos persiguen día tras día, hora tras hora, y hasta irrumpen en las mañanas de domingo a través del hilo del teléfono. El descontento es universal. Quizá tras mucho esfuerzo alguien reconozca que alguna cosa le ha sido otorgada, pero ha sido la gota en el mar o el grano de arena en el desierto. Y, justo es decirlo, todos tienen razón. Pero como también tengo yo mis buenas razones, quiero partir de este hecho de todos conocido para que reflexionemos sobre el grave mal que nos aqueja.

Me sorprendo, cuando hago mi obligatorio examen de conciencia, de no sentirme igualmente obligado a hacer inmediatamente después acto de contricción. No sin sorpresa, descubro que estoy libre de complejos de culpa. Y como este hecho subjetivo contrasta con la reiteración de tantas amistosas recriminaciones, he caído en la idea de que las cosas deben tener causas que sobrepasan mis modestas posibilidades. Y he llegado a una conclusión que parece nacida del humor y que quiero confiar a ustedes esta tarde.

He llegado a creer que un descontento generalizado y casi universal debe ser un estado colectivo de ánimo particularmente propicio para el desarrollo de una comunidad consagrada al logro de objetivos precisos. Mi opinión personal es que, en esta casa, todos, casi sin excepción, mientras más se quejan, más trabajan. Esta observación —casi una ley física— es rigurosamente empírica y puedo asegurar que rigurosamente exacta. A mi juicio, esconde los términos correctos del problema que nos consume y apesadumbra. Por eso voy a partir de ella en relación con el estado ánimo que le da origen, para sacar algunas inferencias que quizá nos señalen la política que debemos seguir para escapar de nuestra angustia.

La primera inferencia es que pocas veces debe haberse dado una comunidad tan adherida a su misión como la que se congrega en esta casa. Es, ciertamente, una comunidad de vínculos primarios; pero, acaso más que en otras, actúan sus miembros con una desusada solidaridad —puesto que hasta la polémica es solidaridad— frente a los objetivos comunes. En esta casa es casi inútil dar órdenes porque nadie las necesita. Una vigorosa iniciativa individual alimenta la acción, dentro de un sistema de normas comunes de plena vigencia; y ante la urgencia de las necesidades cotidianas, esa iniciativa individual funciona casi siempre con éxito. Yo me atrevería a decir que, en esta casa, todos hacen lo que están obligados a hacer dentro de la medida de sus posibilidades. Pero lo más importante es que casi todos —podría decirlo solemnemente— hacen más de lo que están obligados a hacer y hay muchos cuya cólera proviene de que no pueden hacer todo lo que quieren y son capaces de hacer. Tal es el resultado de mis observaciones personales, y acaso sea por eso que sufro casi con alegría los embates de tantos descontentos. Tantos, que creo que son todos, excepto yo. Porque quienes así se sobreponen a las dificultades, con el solo desahogo de quejarse ante quien suponen que posee la clave de las soluciones, revelan que constituyen una comunidad firmemente consustanciada con su misión. Y este sólo es ya un título que yo reivindico para esta casa.

La segunda inferencia es que este descontento generalizado no tiene nada que ver con situaciones que nosotros mismos hayamos desencadenado, o cosas que, pudiendo hacer, no hayamos hecho. Este descontento generalizado tiene otras causas que, en el fondo son para mí tan alentadoras como la comprobación que acabo de referir. Consiste esencialmente en una gigantesca desproporción entre los medios que están a nuestro alcance y los proyectos que acariciamos. Porque nadie se conformaría en esta casa con poder hacer un poco mejor lo que hoy hace: todos quieren hacer mucho más, y revuelven su cólera impotente preparando cuidadosos y reiterados proyectos en los que, por cierto, vuelcan el esfuerzo de muchos años de apasionado estudio y un noble afán de enriquecer nuestra cultura. Lo curioso es que nunca he visto proyectos utópicos, sino viables con sólo poseer un poco más de espacio, acaso algunos ayudantes más, o un poco de dinero para encargar algunos microfilms o comprar materiales de trabajo. Y sin embargo, los proyectos innumerables duermen, mientras sin duda sueñan sus autores con ellos hasta que despiertan, y comienzan a interrogarse acerca de quién es el culpable del estancamiento que padecemos.

Seguramente, la primera reacción es que hay un culpable. No dudo de que podría suponerse que son las autoridades de la casa, que no son eficaces; o la Universidad, que nos olvida; o el gobierno nacional, que nos ignora. Pero esta primera reacción es efímera, y todos permanecen en la brecha. Hay que buscar otras explicaciones. Nadie nos ha quitado lo que teníamos, antes bien, tenemos un poco más. La desproporción entre la magnitud de nuestros recursos y la magnitud de nuestras necesidades actuales y nuestros proyectos futuros proviene, simplemente, de que los primeros se han estancado y los segundos han crecido de una manera inesperada y gigantesca. Tal es el simple hecho objetivo. Con los mismos recursos debemos enfrentar muy crecidas necesidades nuevas, y no hay manera de desarrollar las posibilidades tanto como lo permite el material humano de que disponemos. Ese hecho objetivo desencadena en algunos —o en casi todos— una reacción emocional que se convierte en un estado de descontento generalizado. Pero como todos en esta casa son suficientemente sensibles para descubrir los móviles profundos de las cosas, descubren muy pronto —aunque no quieran confesarlo— que el factor desencadenante de la situación es algo que no puede dejar de convertirse en un estímulo vehemente y creador. Ese factor es el creciente desarrollo del interés por las humanidades y las ciencias del hombre. Es un interés que se nota, en general, en el público lector, pero que para nuestro consuelo se nota aún más en los 1197647147 jóvenes a quienes mueve a encaminarse hacia esta casa. Y no sólo para 1197647147 escuchar pasivamente las clases teóricas de los profesores, sino para asistir regularmente a las clases de trabajos prácticos, a las bibliotecas, 1197647148 a los seminarios, a los institutos. Este es el factor que ha desencadenado la situación en que nos hallamos. No es, pues, la nuestra una crisis de postración sino una crisis de desarrollo y crecimiento. Y como esta casa es antes que nada un centro de educación y estudio, ningún hecho podría ser más halagüeño que este, ni podría pensarse en mejor recompensa para nuestros esfuerzos que esta acogida cada vez más amplia que se presta a los temas que nos preocupan. Y los maestros —los viejos catedráticos tanto como los jóvenes ayudantes, de los que hay decenas que trabajan gratuitamente— se rinden ante la influencia de ese estímulo y, mientras se quejan de lo que no pueden hacer, se aplican a su trabajo con renovada energía y con admirable fervor. Este descubrimiento del creciente interés por las humanidades y las ciencias del hombre obliga ya a mirar esta casa con nuevos ojos, y es nuestro deber lograr que las miradas vuelvan sobre ella y penetren en sus secretos.

La tercera inferencia es que este creciente interés de los jóvenes por las humanidades y las ciencias del hombre corresponde a ciertos cambios importantes en la vida cultural del país. Ha cambiado en el país la actitud frente a la cultura. Y este cambio, que sin duda es un fenómeno local, tiene raíces muy extensas que exceden nuestros límites. En mi opinión es el resultado del triunfo de una nueva concepción del humanismo, que ha logrado remozar muchas ideas acerca de la actitud propia del humanista.

Quizá no sea inoportuno insistir en este tema. Según una cierta imagen convencional, el humanismo consistía en la frecuentación de ciertos temas tradicionales que habían recibido algunas respuestas básicas, sobre las que era lícito volver para satisfacer las inquietudes del espíritu. Un humanista era un reposado lector de Platón o de Séneca, de Petrarca o de Dante; acaso de Erasmo o de Montaigne. De aquí la sensación de que su papel consistía en la perpetuación de ciertas actitudes y respuestas heredadas, y también la sensación de que era patrimonio de las minorías exquisitas reclutadas en las clases ociosas: cosa de brahmanes o de mandarines. Pero esta imagen del humanismo concluyó por desvanecerse hace mucho tiempo y nadie duda ya de que el humanismo —esto es, simplemente, la indagación sistemática de los problemas del hombre— estuvo movido, cuando alcanzó mayores alturas, por una actitud de fresca receptividad frente a los problemas contemporáneos. Ni Platón ni Erasmo se cobijaron en las respuestas heredadas. Cuando ha sido creador, el humanismo ha aceptado los problemas que se le ofrecían y en los términos en que se le ofrecían. Y no ha respondido con fórmulas adquiridas, sino con fórmulas elaboradas en el fragor de la realidad viva, de la que no podía sustraerse sin perecer. El humanismo creador ha sido siempre disconformista y militante. Como fue disconformista y militante Platón, y Erasmo, y Moro.

Esta imagen del humanismo se ha hecho camino. Ha inspirado la noción de “humanidades modernas” y alimentado el desarrollo de las ciencias del hombre. A la luz de esta renovación, los temas del humanismo han comenzado a recuperar el interés de quienes, más allá de las formas inmediatas de la acción o de las exigencias de la vida cotidiana, descubren en su propia experiencia el problema radical de los fines. Y al calor de esta renovación, llegan hasta esta casa nuevas y numerosas promociones de jóvenes en busca de un saber que arraiga en las preocupaciones últimas del ser viviente y que quiere ser, al mismo tiempo, sistemático y riguroso. En buena hora, esta imagen del humanismo se ha hecho carne en la cultura argentina.

Muchas veces se ha hablado de la desproporción en los últimos tiempos entre el avance de las ciencias exactas, físicas y naturales y las ciencias sociales y humanas. No es ahora el momento de discutir si el problema está correctamente planteado. Pero ante este creciente interés que se advierte alrededor de las humanidades, conviene preguntarse si su escaso desarrollo no corresponde a la presencia de algunos factores que las reprimen. Para mí hay uno que es decisivo, y se llama miedo. El hombre tiene más miedo a las ideas que a las armas nucleares; y es bien sabido qué independencia intelectual, qué madurada formación y qué reciedumbre moral se necesita para sobreponerse al miedo que las ideas suscitan. Hoy, después de veinte años de familiarización con los procesos nucleares, apenas encontramos quien se alarme por las aterradoras consecuencias de ciertas investigaciones de la física nuclear. Pero hay ingentes mayorías y amplias minorías que prefieren ignorar los problemas individuales y sociales del hombre de hoy, antes que verse obligadas a consentir en el reconocimiento de las inferencias necesarias que se desprenden de su estudio. Yo diría que, en última instancia, el escaso desarrollo de las humanidades y las ciencias se debe a una actitud voluntaria o involuntaria de resistencia al cambio que se advierte sobre todo en ciertas minorías, pero que existe también en más vastos sectores de opinión.

Esta actitud debe ser combatida enérgicamente, porque no parece lícito que se puedan afrontar científicamente, sin obstáculos, los problemas de la transformación de la naturaleza que a veces comprometen la perduración del género humano, y no se puedan afrontar científicamente y hasta sus últimas consecuencias los problemas que conciernen al destino del hombre y de la sociedad.

Yo me pregunto qué relación hay entre las cantidades otorgadas por toda clase de organismos destinados a la promoción del saber, para las investigaciones nucleares, y las cantidades otorgadas para investigar y establecer objetiva y científicamente cuál es la situación del hombre y de la sociedad de nuestro tiempo.

No ignoro lo que el planteo tiene de vulnerable. Pero, de todos modos, nadie que esté al tanto de los mecanismos de la promoción científica ignora que las investigaciones en el campo de las ciencias exactas, físicas y naturales se promueven como si correspondieran a un estado de emergencia universal, en tanto que las humanidades y las ciencias del hombre se siguen promoviendo como si constituyeran un lujo innecesario. Yo rechazo totalmente el criterio de utilidad inmediata para la promoción científica, porque me parece absolutamente deleznable. Pero aun si se lo usara, valdría la pena pensar si no solemos equivocarnos al estimar la utilidad y la urgencia de los distintos campos de investigación. Mi convicción profunda es que las armas atómicas no constituyen un peligro para la humanidad sino en la medida en que sigamos manteniendo una ciega, pueril y suicida concepción de los problemas del hombre y de la sociedad de nuestro tiempo. Porque, al fin de cuentas, será un hombre quien dé la orden de desencadenar la explosión nuclear, y otro quien la ejecute; y será todo ese mundo de situaciones y de ideas que los envuelven el que finalmente condicione las posiciones definitivas.

Llegado a este punto, sólo me queda por sacar la última inferencia. Estas casas de estudio, como nuestra Facultad de Filosofía y Letras, crecidas en medio de una condescendiente benevolencia, deberán ser miradas de aquí en adelante como piezas clave en el proceso de la educación y la cultura argentinas. En tal calidad, no solamente será necesario que se atiendan sus necesidades actuales, o que se aumenten sus recursos para satisfacer las demandas planteadas por su creciente población estudiantil. La cuestión es otra, si es que queremos ver cuáles son los problemas de nuestro país de hoy en el mundo de hoy. Si estas casas de estudio constituyen los centros reconocidos y adecuados para el progreso de las investigaciones de las humanidades y las ciencias del hombre, hay que transformarlas en el objetivo fundamental de una política de promoción científica en gran escala, que responda a lo que el país necesita, y sobre todo a 1o que nuestros equipos pueden hacer, y puede esperarse razonablemente que hagan.

Frente a estas urgentes necesidades, tenemos que cambiar la escala de nuestras demandas. No necesitamos diez cargos más, ni dos veces más dinero del que tenemos. Todo eso sirve para sobrevivir. Nuestra escala es otra. Como ensayo, podemos organizar ciertas experiencias de aplicación de cantidades reducidas de fondos al estudio de problemas que pueden considerarse como pilotos. Pero si el Estado y la Universidad consideran que el problema del hombre y de la sociedad de nuestro tiempo posee la importancia que nosotros le atribuimos, es evidente que la promoción de las humanidades y las ciencias del hombre tiene que sobrepasar la etapa de la beca de perfeccionamiento individual para llegar a la de la organización de investigaciones de vasto aliento, en las que los recursos materiales alcancen como para aprovechar totalmente las ingentes posibilidades de los recursos humanos que poseemos. Y es el país quien lo requiere: nosotros podremos conformarnos con un presupuesto diez veces mayor que el actual. Pero el país requiere y exige que trabajemos en tal escala que ese aumento de presupuesto resultara minúsculo en cuanto intentemos afrontar los grandes problemas nacionales que nos incumben; empezando por el de la educación que es mucho más urgente e importante que el de la energía.

Tengo la convicción de que ha llegado la hora de que nos dediquemos a movilizar y concentrar los esfuerzos para la promoción de las humanidades y las ciencias del hombre. El momento es propicio. Este descontento que advertimos en nuestra casa ante la perspectiva de la frustración de nuevas generaciones —luego de tristes experiencias que han dejado ese mismo saldo— puede ser trasmutado en una actitud creadora. Hay en nosotros todo un mundo —de pensamiento y de acción— que parece condenado a esterilidad y silencio. Hay que buscar la manera de que trascienda y resuene, de que halle eco, de que se multiplique. Quizás estemos en la aurora de una nueva era de la vida argentina, y sea este sentimiento el signo de un fervoroso anhelo común de reencontramos con nosotros mismos.