Inteligibilidad del mundo. 1951

“Imagínate unos hombres en una morada subterránea en forma de caverna, cuya entrada, abierta a la luz, se extiende todo a lo largo de la fachada”. He aquí cómo sitúa Platón (República, VII) a ciertos condenados, que inexorablemente confundirán las sombras con los objetos reales. El filósofo explica los agravantes: unas cadenas sujetan su cuello y sus piernas, un fuego brilla a sus espaldas, y un camino corre cerca de la caverna de tal modo que quienes lo transitan proyectan sus sombras dentro de aquélla. He aquí el sujeto del conocimiento en condiciones que se suponen las peores imaginables. Y sin embargo se trata de una situación usual, en la que nadie ha dejado de hallarse muchas veces y en la que algunos, por lo demás, se sienten cómodos.

Pero no es lo frecuente. Hasta donde alcanza nuestro conocimiento de la naturaleza humana, parece seguro que el hombre aspira a romper las cadenas, a erguirse y a contemplar por sí mismo la realidad para hacerse de ella una imagen exacta. Lo primero es oír, ver, sentir. Luego parece necesario pensar, y por esta vía se conquista paso a paso un principio organizador que provee a lo diverso de ciertos esquemas formales. La coherencia comienza a primar en el conjunto, y cada vez parece más urgente —y más apasionante— buscar y hallar un sistema, un orden. En ocasiones se olvida este o aquel rasgo que contradice la interpretación entrevista; y si es necesario se lo execra en nombre de algún principio general; pero todo parece justificable —o acaso lo sea— frente a la necesidad de sentirse alojado en un universo ordenado. Séalo o no, el mundo que necesitamos tiene que ser inteligible.

Por lo menos para el hombre occidental. Todas las peripecias de su cultura se relacionan con esta sed de inteligibilidad, que es, al mismo tiempo, una tendencia de sus instrumentos cognoscitivos. Por un instante —un instante excelso y efímero— puede parecer lícita y posible la conquista de la esencia difusa en las cosas por medio de cierta revelación para la que se dispone el espíritu mediante la catarsis o el asombro. Mas a punto de anegarse en el Todo, el espíritu se despierta de su sueño y el Todo se torna bruma imprecisable. La ansiedad subsiste y se sigue entreviendo la fuente de la que manaba la linfa. Pero en la vigilia se descubren los obstáculos que se interponen para llegar a ella. El espíritu lúcido se desencadena, y recomienza la lucha por conquistar el agua de la sabiduría paso a paso, apoyando firmemente la planta en cada uno de los guijarros del sendero. Hasta que el mundo se torna —de alguna manera— inteligible.

Su inteligibilidad se conquista y trasciende al mismo tiempo. Quienes desbrozan el sendero la persiguen y la crean a un tiempo. Y quienes discurren por él una vez desbrozado se afirman en ella y coadyuvan a la precisión de su imagen. He aquí una experiencia curiosa que proporciona el contacto con las formas del saber y de la creación, cuando se analizan en relación con los grandes esquemas en que se alojan, con el principio de inteligibilidad del mundo que las nutre.

De esa especie es la experiencia que realizamos cuando leemos a Sófocles o a Dickens, para citar dos ejemplos distantes y equivalentes. Si nos valemos de ellos como testimonios, señalaremos con fría precisión cuantos elementos nos ofrezcan para caracterizar un sistema del mundo. Pero muy pronto caeremos en la cuenta de que no todos esos elementos le son dados a uno u otro, y que algunos son proporcionados por ellos como un reflejo más del haz de luz —o mejor, como un rayo más, o acaso como rayo y reflejo al mismo tiempo. Sería difícil imaginarse la Inglaterra victoriana sin Dickens, y no dejaría de tener cierto interés establecer lo que el espíritu victoriano le debe. Algo había preestablecido en ese mundo y algo quedaba informe frente a Dickens que era lícito conformar según cierto principio de coherencia que seguramente obraba espontáneamente en él. De modo que tanto si se consideran las formas del saber y de la creación —porque lo mismo hubiera podido decirse de Spencer, por ejemplo— como meros reflejos de un sistema preestablecido, como si se las considera en cuanto aportaciones para la elaboración de ese sistema, nos es dado hallar en ciertas épocas y a través de ellas un principio de coherencia cuya más alta expresión es el sistema de ideas mediante el cual la realidad se hace inteligible.

Ahora bien, constituye una experiencia cotidiana —por encima de las fáciles generalizaciones— el hallazgo de extraños testimonios con los que parecería poder probarse que el hombre contemporáneo se siente huésped de un mundo ininteligible. Desde dentro de la caverna, las cosas de la realidad se ven bajo la apariencia de sombras misteriosas cuyo entrecruzamiento parece producir un pavor enloquecedor. La existencia de las sombras de la realidad justifica la legitimidad de toda sombra, la realidad de toda sombra. Y comienza a discurrirse acerca de la manera de alojar este inequívoco ser real que es uno mismo —por lo menos para uno mismo— en el vago mundo exterior acerca de cuya realidad caben inquietantes sospechas.

Desde cierto punto de vista, la más expresiva creación contemporánea es —desde este punto de vista y acaso en compañía de la de Kafka— la de Carlos Chaplin. Fuera de otros muchos méritos, Chaplin tiene el de haber creado un personaje único que tiene todas las dimensiones de la humanidad habitual hasta el punto de que parece un sujeto vulgar. Nada en grado extremado, y a veces algo en escala menor. Pero este personaje —que no es un histérico, ni un exquisito, ni un genio— no consigue ponerse de acuerdo con la realidad, y en ocasiones naufraga aun en sus horizontes más diáfanos. Los conflictos buscan el revés y el derecho de la trama. ¿Es éste un mundo inteligible? ¿Es ésta una situación espiritual que anuncia la busca y el hallazgo de un principio de inteligibilidad? Sólo una realidad privada parece lícita y posible, una realidad para cada cual, sin valor objetivo y trascendente, la realidad de la quimera, da la alucinación o del sueño.

Acaso nuestro remoto espectador repare en que, al lado de estas formas de la creación, hemos elaborado otras en las que prevalece la extraversión, el activismo, la dramaticidad de lo contingente. Pensará en nuestro cine, en los best-seller, en la novela policial. Pero si es agudo, y subsiste en esos testimonios el acento que hoy prevalece en ellos, descubrirá que en todos ellos predomina la nota del suspense, esa ansiedad gratuita por cosas que apenas nos apasionan un instante hasta que nos despertamos de la alucinación, y que constituye la más reveladora comprobación de que nada nos obsesiona tanto como evadirnos de la realidad. El suspense nos proporciona la ocasión de alcanzar el enajenamiento que perseguimos, de sumergirnos en un mundo distinto, que es, por obra del artificio, un mundo de orden, un mundo lógico, un mundo inteligible. Y si se acerca el testimonio del “realismo”, se observará que no introduce en la realidad circundante sino el más elemental y más duro de los principios de inteligibilidad. La relación de Chaplin con las cosas —con las máquinas, con los prejuicios— tiene a veces un típico sabor kafkiano; se enreda en una maraña, a primera vista por torpeza, pero en el fondo por la fuerza de la inadecuación entre su autenticidad y un contorno complejo en el que se ha perdido de vista toda finalidad trascendental. La maraña es más que un símbolo. En lugar de los caminos rectos hacia objetivos claros, indicados por las tendencias fundamentales del individuo o por los designios de la colectividad, sólo se ofrecen meandros alucinantes que ocultan la meta. Son los meandros por los que hay que llegar al castillo kafkiano. Y aun queda la incertidumbre de si, verdaderamente, vale la pena llegar hasta él.

Piénsese en la sorpresa de quien quisiera conocer nuestra época —dentro de algún tiempo— a través de esas formas de la creación, o a través del mundo novelístico de Sartre. Llegaría a la conclusión de que hemos vivido dentro de un mundo ininteligible, y arrastrando, además, la certeza de tan mísero estado. Descubriría que nos hemos aferrado a la idea de que la realidad es inasible y que no poseemos dato alguno para conformar nuestra existencia a sus peculiaridades, a sus exigencias, a sus objetivos. Triste condición ésta. Pero acaso observe nuestro remoto espectador que estábamos preparados para soportar esta imagen, porque nos hemos hecho a la idea —idea piradenlliana— de que la personalidad es también inasible, desdoblable, y que no poseemos dato alguno tampoco para conocernos a nosotros mismos. Nos volcamos sobre lo irracional y explicamos la conciencia por lo subconciente y lo inconciente, de manera que no es sólo sospechosa la realidad que vemos desde la caverna sino que es aun sospechosa la personalidad de quien contempla las sombras, sujeto a una cadena que le impide en la reducción de todo sistema de valor a un subsistema apenas regido por los instintos y por el agónico principio de la subsistencia.

Frente a este mundo del que se admite la ininteligibilidad, cabe colocarse en la actitud desesperada de quien se siente náufrago sin auxilio. La angustia es la expresión propia del náufrago, y es bien sabido cuán intensamente parece vivirse en nuestros días la Weltschmerz. Pero no es sin duda la única posición posible. Activos y contemplativos descubren distintas posibilidades de desenvolver su existencia y de realizar su destino virtual. La acción puede ser ciega, y lo es con frecuencia en nuestro mundo ininteligible. Se busca desesperadamente por qué morir, y se descubren causas justas o injustas por las cuales luchar. Sólo se necesita que sean causas que gocen del calor multitudinario y que supriman la instancia de la reflexión sosegada, inútil y extemporánea cuando se ha descubierto un sentido a la existencia del que se entrevé que acaso no soporte el examen. La acción —la acción ciega—, que es otra forma de enajenación, es el cauce que busca el leader político, el manager del deportista, el businessman, o ese curioso tipo moderno de juglar que es el animador radiotelefónico. Una alegría o una ira profesional parecen desalojar de la expresión de quien se sumerge en la acción ciega esa reminiscencia del espíritu que constituye el rasgo inequívoco de lo humano.

¿Qué lugar queda en este mundo ininteligible para el hombre de saber o para el creador? Arduo problema que exige más maduro examen. Pero quien pertenezca a una de estas categorías debe saber, sobre todo, que nada hay tan importante como su esfuerzo en la busca de los principios de inteligibilidad del mundo. Son sus tanteos —pueriles a veces— los que descubren una senda. Son sus hallazgos los que cimentan una arquitectura. Ni la angustia, ni la acción ciega le convienen. Estamos necesitados de inteligencia y de sensibilidad, más necesitados que de materias primas y de máquinas. Porque hasta para entender las máquinas se necesita utilizarlas en un mundo que sea inteligible para quienes las manejan.