La independencia de Hispanoamérica y el modelo político norteamericano. 1976

Un proceso tan agitado y confuso como el de la independencia de las colonias españolas del Nuevo Mundo debía desembocar, en primera instancia, en una elección entre los diversos modelos políticos que tenían a la vista los grupos responsables del movimiento emancipador. Férreamente ordenada hasta entonces, la sociedad del mundo hispanoamericano estalló en movimientos anárquicos en los que no fue fácil discernir las tendencias predominantes. Grupos antes marginados e inoperantes ingresaron repentinamente en la vida pública expresando sus intereses particulares, sus puntos de vista espontáneos acerca de las soluciones que esperaban de la nueva situación y, sobre todo, su ignorancia de las fórmulas políticas a las que pudiera recurrirse para satisfacer y canalizar sus aspiraciones. Más aún, naturalmente, de las fórmulas en las que pudieran coincidir las aspiraciones de todos los grupos que se fueron aglutinando en las nuevas sociedades políticas, por lo demás también indefinidas inclusive en cuanto a su ámbito geográfico.

Hubo opiniones de grupos claramente identificados acerca de lo que debía hacerse con las nuevas entidades políticas surgidas de la revolución emancipadora. Pero considerando el universo social que las constituía, parece justificado hablar de un desconcierto total acerca del camino a seguir. En rigor, la lucha por lograr un ordenamiento político y social en cada uno de los países hispanoamericanos resultó del variable consentimiento que ese universo social prestó a los modelos políticos que fueron proponiendo aquellos grupos caracterizados por una ideología adquirida en la experiencia ajena y en los textos extranjeros. En principio, fueron modelos orgánicos, a veces dependientes de una sola fuente; otras veces la experiencia práctica, así como la polémica teórica, indujo a ofrecer modelos complejos, resultantes de combinaciones y transacciones en las que, sólo poco a poco, comenzó a entrar como ingrediente la peculiaridad local. No era extraño, puesto que la tradicional peculiaridad local se conocía poco, y menos aún la nueva peculiaridad que iba creando la irrupción de las fuerzas sociales después de la emancipación. Por eso los modelos políticos teóricos conservaron, de una u otra forma, su significación, y cundió el sentimiento de que había que elegir una fórmula ya establecida para aplicarla a la nueva realidad.

Los modelos disponibles para los grupos dirigentes del movimiento emancipador no eran muchos. Previo a cualquier otra consideración, estaba el sentimiento de que había que aprovechar de un gobierno propio para darle a la nueva sociedad un régimen más libre que el que había tenido como colonia. Quedaban, pues, descartados los regímenes absolutistas, cuyo modelo representarían acabadamente el restaurado Fernando VII y los gobiernos inspirados por la Santa Alianza. La opción quedaba limitada, en consecuencia, a cuatro modelos: el hispanocriollo de tradición igualitaria española; el inglés de la monarquía constitucional según los principios de la Declaración de Derechos de 1688, la teoría política de John Locke y la experiencia parlamentaria elaborada en el juego político de tories y whigs; el francés, originalmente claro a la luz de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789 e incorporada primero como preámbulo a la Constitución de 1791 y luego a la de 1793, pero oscurecida después a lo largo del proceso político e institucional que condujo al establecimiento del imperio; y, finalmente, el modelo norteamericano, fundado en claros documentos constitucionales y puesto en funcionamiento a lo largo de las presidencias de Washington, Adams, Jefferson y Madison, al momento de producirse el estallido revolucionario hispanoamericano.

Ciertamente, no faltan estudios acerca de la influencia de cada uno de esos modelos en los distintos países de Hispanoamérica. Pero falta un estudio de conjunto que analice, a la luz de las nuevas situaciones sociales y económicas creadas por la emancipación, cómo utilizaron los diversos grupos cada uno de esos modelos. Se advierte fácilmente que las preferencias se manifestaron por zonas de influencia económica y por zonas de influencia cultural. Pero es más difícil establecer los fundamentos de las preferencias de ciertos grupos sociales. No cabe duda de que los modelos políticos disponibles obraron como ideologías proyectivas —o utopías, si se prefiere—, aceptadas originariamente en bloque y descompuestas después en sus diferentes elementos para adecuarlas a las situaciones reales. Son significativas dos distinciones contemporáneas hechas en el modelo preferido. Al editar en Buenos Aires una traducción del Contrato social en 1810, el argentino Mariano Moreno escribía en el prólogo: “Cómo el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capítulo y principales pasajes [sic] donde ha tratado de ellas”.[1] Y por los mismos días escribía en Cartagena el colombiano Antonio Nariño, primer traductor y divulgador de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano:

“En el estado repentino de revolución, se dice que el pueblo asume la soberanía; pero en el hecho, ¿cómo es que la ejerce? Se responde también que por sus representantes. ¿Y quién nombra estos representantes? El pueblo mismo. ¿Y quién convoca este pueblo? ¿Cuándo? ¿En dónde? Esto es lo que rigurosa y estrictamente arreglado a principios, nadie me sabrá responder. Un movimiento simultáneo de todos los individuos de una provincia en un mismo tiempo, hacia un mismo punto, y con el mismo objeto es una cosa puramente abstracta y en el fondo imposible. ¿Qué remedio en tales casos? El que hemos visto practicar ahora entre nosotros por la verdadera ley de la necesidad: apropiarse de cierto número de hombres, de luces y de crédito, una parte de la soberanía para dar los primeros pasos, y después restituirla al pueblo.”

Distinciones como estas, introducidas en los modelos preferidos en bloque, resultaron de las primeras experiencias sociales y políticas sufridas después de la revolución. Pero el modelo preferido contenía siempre algo que no se quería perder, y el problema fue entresacarlo de su contexto. Caso singular, el modelo político norteamericano contenía algunos elementos que aparecían allí más desenvueltos que en otros, y a él se aferraron ciertos grupos en la primera etapa revolucionaria. Tan importantes eran esos elementos que, abandonado el modelo al cabo de poco tiempo, en algunos países se volvió a él una y otra vez hasta que se encontró la fórmula para trasvasarlo adecuadamente a la cambiante e inestable realidad nacional, precisamente cuando pareció que comenzaba a estabilizarse.

Cómo se formó el modelo político norteamericano

Para los países de la América hispánica, el modelo político nor-teamericano adoptó la forma acabada y sistemática que le prestaban los textos constitucionales y, en menor medida, las glosas de El Federalista. También contribuyó a caracterizarlo el balance de su funcionamiento práctico a través de las presidencias de Washington, Adams, Jefferson y Madison, porque hubiera sido distinta su influencia si hubieran estado a la vista los fenómenos sociales y políticos que se desarrollaron a partir de la época de Andrew Jackson. Pero, en cambio, poco se reparó —fuera de algunas excepciones, como el caso del mexicano fray Servando Teresa de Mier— en el proceso a través del cual ese modelo se había constituido. Ese proceso, sin embargo, ocultaba la significación y el sentido de ciertas fórmulas, así como la posibilidad de su aplicación a situaciones que emanaban de una evolución muy diferente.

Quienes se comprometieron a una “perpetua unión” en 1778, a través de los Artículos de Confederación, fueron trece colonias de muy diverso origen y con pocos vínculos entre sí: New Hampshire, Massachusetts Bay, Rhode Island and Providence Plantation, Connecticut, New York, New Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, North Carolina, South Carolina y Georgia. Esa diversidad de sus orígenes es bien conocida, como es bien conocido el distinto proceso social y económico que cada una de ellas desarrolló desde su instalación hasta que comenzó el enfrentamiento con Ingla-terra. Pero algo hubo que las sometió a todas a análogas tribulaciones: el haber surgido en el seno de una crisis —no la primera, pero sí la más intensa en Inglaterra— en la que debía ajustarse el viejo orden feudal y el nuevo sistema capitalista. Todas estaban, por lo demás, sacudidas por los problemas religiosos, inclusive la católica Maryland. Todas, en fin, acusaban la misma preocupación por la defensa de un nebuloso individualismo que parecía condición indispensable para el éxito de la aventura personal de cada colono.

Dos sectores sociales y económicos se alinearon desde un comienzo en una lucha virtual: agricultores que pensaban, como Franklin dijo, que la agricultura era “el único medio honrado” para adquirir riquezas, y comerciantes que se instalaban apresuradamente en los cauces abiertos del capitalismo comercial. Fue, sobre todo, en Nueva Inglaterra donde quedó claro el enfrentamiento; y fue en Nueva Inglaterra donde se definieron oposiciones ideológicas y políticas que tendrían importancia decisiva en la elaboración del modelo político al que se ajustaría el país constituido.

De hecho, tan férrea como la posición de los señores de las planta-ciones sureñas fue la de los comerciantes de Nueva Inglaterra que constituyeron una rígida oligarquía, entre mercantil y teocrática. Nutrido de tradición calvinista, el presbiteranismo puritano estimulaba el sentimiento minoritario de los que se sentían elegidos. Aun reprimidos por otras tendencias, dejó ese sentimiento una escuela que se sentiría latir debajo de muchas opiniones posteriores. Pero entretanto, el independentismo robustecía sus posiciones. Se afianzó en Connecticut y en Rhode Island y promovió no sólo la formación de iglesias más democráticas, sino también la de una sociedad más democrática: fue en Hartford donde se dictaron en 1639 las Fundamental Orders, que establecían un gobierno popular, antítesis del sistema político predominante en Massachusetts. De ese modo se agitaba en el seno de las colonias de Nueva Inglaterra el conflicto en-tre presbiteranismo e independentismo, que traducía a términos de fundamentación religiosa el conflicto entre una concepción aristocrática y una concepción democrática del gobierno.

En cuanto a la fundamentación política, la apelación al derecho divino de las oligarquías arraigadamente calvinistas y los actos políticos restrictivos no llegaron a desvanecer el principio del pacto social, que en Nueva Inglaterra conservaba la huella indeleble del que se había establecido a bordo del Mayflower para constituir como cuerpo político a los peregrinos que se instalarían en Plymouth. El principio se aplicaría repetidamente, y recibiría vigoroso respaldo doctrinario con la obra de John Locke. Pero, entretanto, se afianzó poco a poco una fundamentación económica del orden político. El derecho de propiedad, referido principalmente a la tierra, creció en significación; y si descartaba a los no poseedores y, naturalmente, a los no libres, restringiendo, de otra manera, el principio igualitario, al menos socavaba la concepción aristocrática de la oligarquía de Massachusetts.

Finalmente cedió esa oligarquía a la presión de las circunstancias. No sólo creció el número de los agricultores poseedores de tierras —que se le oponían—, sino que el gobierno inglés revocó en 1684 la cédula real que se había declarado ley fundamental y que legitimaba el poder del restringido grupo mercantil. Se nombró un gobernador, y el proceso de declinación de la oligarquía se acentuó.

Pero las líneas del proceso social e ideológico estaban trazadas y se hicieron más nítidas a medida que se desarrollaban las otras colonias, especialmente la que William Penn organizó de acuerdo con sus ideas cuáqueras. Otro factor incidió decisivamente en la definición de ciertas líneas políticas: desde principios del siglo XVII comenzaron a acentuarse las corrientes inmigratorias, y a partir de 1718 nutridos contingentes de irlando-escoceses, ingleses y alemanes se instalaron en los bordes de las zonas colonizadas, incorporando a la vida de las trece colonias una zona de frontera que alcanzaría un carácter peculiar y una fuerte influencia en el diseño de la fisonomía social y política del país organizado. Para la época de la independen-cia los emigrantes habían llegado a 200.000, y la frontera constituía una compleja reserva social y política, ajena a los cánones establecidos hasta entonces por la sociedad establecida.

La renovación social que significó el establecimiento de las poblaciones de la frontera y la alteración que provocó en el equilibrio tradicional de las distintas fuerzas sociales e ideológicas trajeron consigo un afianzamiento del individualismo democrático. El viejo principio protestante del “sacerdocio de todos los creyentes”, que implicaba una radical actitud igualitaria, se vio robustecido por este nuevo estrato de agricultores pobres y libres cuyos sentimientos coincidían con los que ya se habían visto enfrentados con las oligarquías. Así se fue constituyendo y fortificando lo que luego se llamaría la “democracia jacksoniana”, pero que por ahora, en vísperas de la independencia, era, por lo menos, un activo fermento republicano y liberal, cuya expresión política debía ser una democracia parlamentaria nutrida por la vibrante exaltación de los indeclinables derechos naturales.

La experiencia empezó a aconsejar el establecimiento de un pacto de alianza entre las trece colonias, que Benjamín Franklin enunció precozmente en 1754 bajo el rótulo de “Plan de Unión”. Si de momento el proyecto pareció poco oportuno, porque implicaba revisar en alguna medida el vigoroso sentimiento autonómico de las colonias, de tan diversa tradición, el desarrollo y las consecuencias de la guerra de los Siete Años favorecieron la viabilidad de la idea. Tras el Tratado de París de 1763, Inglaterra se propuso reordenar el sistema colonial bajo la inspiración de los ministros Grenville primero y Townshend después, ambos conservadores y dóciles a la inspiración autoritaria del nuevo rey Jorge III. La piedra angular del plan era una nueva política impositiva para las colonias, tan agresiva y tan discutible en términos jurídicos y políticos que unificó la reacción de las tres regiones, tan diversas, en que se dividía, por sus tendencias, el mundo colonial: el aristocrático sur de las plantaciones, la zona costera central, preferentemente conservadora y mercantil, y la nueva región fronteriza agraria. John Dickinson expresó la generalizada reacción contra los impuestos precisamente en términos jurídicos y políticos:

“He estudiado todas las disposiciones legales y estatutarias referentes a estas colonias desde su primer día hasta la fecha —escribió— y aunque muchas de ellas fijaban contribuciones sobre el comercio, siempre esos impuestos estaban destinados a compensar algunos intereses por alguna otra actividad y así favorecer al bienestar general. De modo que nunca se tuvo en cuenta un fin fiscal sino de protección comercial. Si Gran Bretaña puede ordenarnos que debemos comprarle a ella los bienes que necesitamos y además está facultada para imponernos las contribuciones que le plazcan sobre esas mercaderías —a pagar en el puerto de salida o de entrada— entonces somos esclavos tan abyectos como los miserables que en Francia y Polonia se ven desgreñados y calzando zuecos.”[2]

Pero Inglaterra persistió, las tensiones crecieron y los acontecimientos se precipitaron. Después del Boston Tea Party hubo nuevas “leyes coercitivas”, dirigidas principalmente contra Massachusetts, cuyo objetivo final parecía transformar las colonias en provincias reales. La consecuencia fue la reunión del Congreso de Filadelfia en septiembre de 1774, cuyos debates concluyeron con la redacción de una Declaración de Derechos, en la que se solicitaba la derogación de las disposiciones legales, apelando a “las leyes inmutables de la Naturaleza, los principios de la Constitución inglesa y las diversas cartas o contratos”. Y aunque hubo opiniones encontradas y se delineó un grupo decidido a impedir que se precipitara la crisis, otro —los whigs— se preparó para la guerra, que se desencadenó con el combate de Lexington en 1775. Luego vino la guerra que culminó con la victoria americana en Saratoga y, finalmente, con la de Yorktown en 1781.

Pero, entretanto, el modelo político había empezado a constituirse. El 4 de julio de 1776 se había declarado la Independencia, enunciándose en la declaración los principios básicos en que debía asentarse el gobierno de la Nación:

“Nosotros creemos que es evidente por sí mismo: Que todos los hombres nacen iguales: que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que siempre que cualquiera forma de gobierno se haga destructiva de estos fines, toca al derecho del pueblo alterarla, o abolirla, y establecer otra nueva, echando sus fundamentos sobre aquellos principios, y organizando sus poderes en aquella manera que juzgue más conducente para el efecto de su seguridad y felicidad.”

Preparado por Jefferson, el texto recogía las ideas fundamentales de John Locke y sentaba tanto el principio de los derechos naturales como el del pacto social. Esas ideas quedaban explícitas también en las constituciones locales que se dieron las diversas colonias, entre las cuales la de Massachusetts declaraba:

“El cuerpo político es formado por una voluntaria asociación de los individuos. Es un compacto social por el cual todo el Pueblo estipula con cada ciudadano, y cada ciudadano con todo el Pueblo, que todos serán gobernados por ciertas leyes para el bien común. Por tanto es el deber del Pueblo, al formar una Constitución con el gobierno, proveer un modo equitativo de hacer las leyes, como también de que sean interpretadas con imparcialidad y ejecutadas fielmente para que todos los hombres puedan hallar en todo tiempo su seguridad en ellas.”

Pero esa misma Constitución introducía un elemento que calificaba a los miembros del cuerpo político. Decía, al establecer el método de elección de la Sala de Representantes:

” III. Cada miembro de la Sala de Representantes será elegido por votos escritos; y por un año a lo menos, inmediatamente antes de su elección habrá sido habitante, y habrá poseído legítimamente propiedad del valor de cien libras dentro de la ciudad donde fuere elegido para representar, o algunos bienes, que deban ser gravados hasta el valor de doscientas libras: y cesará de representar la dicha ciudad inmediatamente que deje de estar calificado como se ha dicho arriba.

IV. Todo hombre (de edad de veintiún años, y residente en alguna ciudad particular de esta República, por el espacio de un año inmediatamente antes de ahora) que tenga una propiedad de bienes raíces dentro de la misma ciudad, cuya renta anual será de tres libras, o algunos otros bienes de valor de sesenta libras, tendrá derecho para votar en la elección de un Representante o Representantes para la dicha ciudad.

Con diversas variantes, todas las constituciones locales establecieron análogos requisitos a la condición económica del ciudadano, con lo que quedaban descartados del cuerpo electoral importantes sectores sociales, a los que se agregaban los sectores no libres.

Entretanto, la conducción de la guerra y las necesidades de la política habían planteado el problema de las relaciones entre las colonias. Absolutamente independientes unas de otras hasta el momento, los problemas generales de la guerra y la política quedaron confinados al Congreso Continental. Pero a medida que avanzaba el proceso revolucionario, se advirtió la necesidad de prescribir expresamente la parte de soberanía que cada estado relegaba en el Congreso y en qué términos. Así se convino en un sistema de relaciones entre los estados gobernados que quedó formulado en los Artículos de Confederación aprobados por el Congreso de julio de 1778. El artículo 1 establecía la existencia de una Confederación, que el III definía como una “liga de amistad”. Pero el II declaraba taxativamente: “Cada Estado retiene su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente por esta Confederación a los Estados Unidos juntos en Congreso”. Y afirmando la igualdad entre los estados, cualquiera fuese su importancia o el monto de su participación financiera en la causa común, el inciso 4 del artículo IV asignaba un voto a cada estado, pese a la oposición de Franklin durante la discusión del proyecto.

Pero el documento no creaba un poder ejecutivo de la Confederación, de modo que el único órgano confederal era el propio Congreso. Así, la Confederación reconocía la preexistencia de los estados soberanos y no reconocía, en cambio, la preexistencia de la nación entera como unidad; eran, precisamente, esos Artículos de Confederación los que iban creando, poco a poco, la conciencia de que la nación comenzaba a existir.

Ciertos problemas —el de las nuevas tierras incorporadas, sobre todo— dificultaron la ratificación del documento por los estados, postergando su entrada en vigencia hasta 1781. Pero después del Tratado de Versalles creció el movimiento para afirmar una unión más estrecha. Washington, Hamilton y Madison, que representaban a los sectores conservadores, apoyaron esa tesis, que triunfó finalmente al convocarse la Convención de Filadelfia. De un largo proceso deliberativo en el que los distintos estados, los distintos estratos sociales y las distintas ideologías trataron de imponer sus principios y, finalmente, de hallar fórmulas conciliatorias, resultó al fin la Constitución de 1787.

Era, prácticamente, el primer texto constitucional ajustado a las ideas del mundo moderno. Allí se estableció cuál debía de ser la arquitectura de una constitución, los temas que debía abordar, las soluciones entre las que se podían elegir. Consagró la división de poderes y prescribió la naturaleza de cada poder. Definió la condición del ciudadano frente al Estado y a las leyes. Resolvió los problemas organizativos de la unión constituida sobre la base de las antiguas colonias. Pero, sobre todo, inauguró el principio de la existencia social tutelada por una constitución escrita, fija aunque fuera perfectible por las vías que ella misma establecía.

La Constitución entró en vigor en 1788, y al año siguiente se eligió el primer presidente constitucional, Jorge Washington. Durante su mandato y el de sus primeros sucesores —Adams, Jefferson, Madison— el régimen constitucional se puso en marcha, y entre el gobierno federal, el de los estados y la Corte Suprema no sólo se fueron solucionando los problemas que surgían, sino que se fue estableciendo una minuciosa jurisprudencia que aclaraba y perfeccionaba los alcances de la Constitución.

Cuando en 1810 se produjeron los movimientos emancipadores en América hispánica, el modelo político norteamericano estaba prácticamente definido y perfeccionado. A esa altura, tras treinta y cinco años de experiencia de gobierno propio y veinte de gobierno constitucional, ese modelo se presentó a los ojos de los inexpertos revolucionarios de las colonias españolas como una obra madura, nacida de una experiencia inédita, en la que parecían resueltos muchos problemas teóricos y prácticos que seguramente se les presentarían. El modelo norteamericano pareció, en consecuencia, apto para ser considerado al lado de los otros modelos que se ofrecían a su consideración como fórmulas probadas.

En última instancia, el modelo norteamericano interesaría a determinados sectores y en relación con determinados problemas. Era evidente que escondía una trabajada elaboración de la tradición liberal inglesa, combinada con elementos del radicalismo de los filósofos políticos franceses, Rousseau y Montesquieu sobre todo. De esa combinación habría resultado una afirmación resuelta de los derechos naturales, que, en el orden civil, implicaban el resguardo de los derechos individuales y, en el orden político, una concepción republicana basada en la igualdad. Pero el principio de la igualdad política había sido limitado en función de ciertas circunstancias sociales. Si se afirmaba el derecho de todos a la propiedad, en el plano político se convino en que la condición de poseedor o propietario era, implícita o explícitamente, imprescindible para el ejercicio de los derechos políticos. Y se convino, obviamente, en que sólo los poseían los que eran libres. Así quedaba definido el cuerpo político. Y para darle estructura, el modelo norteamericano instauraba un gobierno de fundamento popular y representativo pero con un ejecutivo fuerte y una equilibrada división de poderes. El principio de la Unión se basaba en la preexistencia de los estados confederados, cuyas facultades no expresamente delegadas en el gobierno federal conservaban todo su vigor. Equilibrado y sabio, el modelo político norteamericano había nacido de la experiencia de una sociedad; restaba saber si se adaptaba en bloque a otras sociedades.

La sociedad y el Estado hispanoamericano

Sin duda, impresionaron a los pocos que las conocieron en Hispa-noamérica tanto la revolución norteamericana de 1776 como la francesa de 1789. Pero la revolución hispanoamericana parecía —y era— utópica en ese momento. Sólo en 1793 publicó el colombiano Antonio Nariño su traducción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: y fue en 1797 cuando estalló en Venezuela la revolución de Gual y España, en relación con la cual preparó Juan Bautista Picornell el texto titulado Derechos del hombre y del ciudadano con varias máximas republicanas y un discurso preliminar dirigido a los americanos. Y aún entonces, y pese a los vagos proyectos de Miranda, la revolución emancipadora parecía utópica a la inmensa mayoría.

Si la idea de la emancipación iba a arraigar progresivamente en las burguesías urbanas, fue porque no mucho antes estas habían empezado a adquirir significación social y cierta claridad en los objetivos de su propia acción relacionados con sus nuevos intereses. Fue un fenómeno inédito, que no puede observarse antes del establecimiento del comercio libre en 1778. Cabe preguntarse dentro de qué cuadro general se planteó esa situación nueva.

La vieja organización social y política que siguió a la conquista y que fue consolidada por los Austria había dejado una huella imborrable. Substituía en Hispanoamérica esa sociedad barroca creada por la conquista, con su abismática separación entre colonizadores y colonizados, entre blancos hispánicos e indígenas americanos. En nada sustancial había cambiado la condición de estos al llegar los Borbones al trono español, y nada cambiaría con las reformas que instauró el despotismo ilustrado. Era una sociedad escindida, en la que los españoles y los criollos blancos constituían una minoría, frente al conjunto de los sectores sometidos. Empero, la escisión cobraba aspectos singulares a raíz de los fenómenos de mestizaje. Entre los dos polos sociales —conquistadores y conquistados— se había constituido poco a poco un creciente sector mestizo que en el siglo XVIII llegó a tener ciertos caracteres de clase media, tanto desde el punto de vista económico como del social. Muy móvil, la clase mestiza ofrecía diversos grados de alejamiento de los grupos indígenas y de aproximación a los grupos españoles y criollos. Había mestizos intermediarios cuya función económica crecía y gracias a la cual lograban cierto ascenso social. Pero el prejuicio alimentado por la obsesión de la hidalguía que caracterizaba a españoles y criollos dejaba siempre una última línea de separación que parecía infranqueable.

La situación era inequívoca en las ciudades, reductos tradicionales de la colonización y del exclusivismo hispánico, pero en las cuales, entretanto, había crecido la actividad comercial; y poco a poco cayó en manos de mestizos, si no la dirección y el ejercicio de los grandes negocios, al menos la práctica de las operaciones menores, también muy retributivas.

Pero el prejuicio social siguió vigente y no hizo sino complicar el esquema de la sociedad escindida, en la que muy pocos podían hacer valer su condición de miembros de pleno derecho, en tanto que muchos constituían un vasto anillo de marginalidad social quebrado apenas por situaciones reales no convalidadas socialmente. Pesó el perjuicio social, abierta e inequívocamente, sobre los indígenas, y pesó casi con la misma firmeza sobre los mestizos, cuyo número crecía constantemente no sólo a través de uniones de una y otra raza, sino a través de combinaciones variadas que creaban un complejo espectro racial y social. Lo importante era, sin embargo, que los mestizos se separaban de los grupos indígenas y establecían un cierto grado de proximidad y colaboración con la población blanca que rompía en alguna medida el esquema tradicional.

Más lo rompió, sin embargo, el crecimiento del número de los blancos nacidos en América, los criollos, cuya condición era inequívocamente privilegiada en derecho, pero sobre los cuales pesaba como un estigma su lugar de nacimiento, según lo imponía un prejuicio social mantenido por los españoles, tanto de América como de España, y utilizado sistemáticamente por estos últimos en defensa de sus intereses de grupo. Empero, la presión del número se hacía notar, puesto que crecía permanentemente el de criollos y no crecía de la misma manera el de españoles. En un pasaje muy significativo escribía Alejandro de Humboldt: “Fue en México, y no en Madrid, donde oí vituperar al virrey conde de Revillagigedo por haber enseñado a la Nueva España entera que la capital de un país que tiene cerca de seis millones de habitantes no contenía, en 1790, sino 2.300 europeos, mientras que se contaban ahí más de 50.000 españoles-americanos”. [3] La cuenta resultaba tremenda desde el punto de vista social si, después de sumar el número de europeos y el de criollos, se tomaba conciencia del volumen de la población in-dígena y mestiza. Pero desde un punto de vista social y político conjuntamente, resultaba alarmante la significación de los grupos criollos, subestimados de hecho pero conscientes de su legítima condición jurídica. Herederos de españoles, los criollos solían ser propietarios afincados. Pero lo solían ser también muchos mestizos que habían amasado una mediana o acaso una considerable fortuna. Todo impediría más adelante ver claro acerca de la constitución del futuro cuerpo político de las naciones independientes, dadas las relaciones de clases sociales, grupos económicos y estratos raciales.

Situaciones heredadas de la conquista y afianzadas gracias a los criterios sociales vigentes en época de los Austria poco cambiaron, sin embargo, con las reformas borbónicas. En rigor, el reformismo del siglo XVIII se ocupó principalmente de los problemas políticos, administrativos y financieros de las colonias; sólo, luego, de los problemas económicos y muy poco de los problemas sociales. La creación de nuevos virreinatos o el sistema de las intendencias respondieron a necesidades de la administración metropolitana. La burocracia se perfeccionó en la medida en que las colonias crecían y se hacían más complejos y variados los problemas; y los funcionarios, generalmente españoles, parecieron empeñados más en contener el desarrollo que en estimularlo. Pero algo resultó de importancia creciente para el futuro: el absorbente papel que la burocracia asignó a las capitales y a las ciudades más importantes, que acentuó la diferencia entre las áreas rurales y las áreas urbanas y, especialmente, entre las capitales principales o secundarias y las diversas regiones de su jurisdicción.

Fueron, sobre todo, las capitales las que se beneficiaron con el régimen económico del monopolio; pero fueron también las que más se beneficiaron con el ejercicio del contrabando. Asentadas en fortunas originarias en una o en otra actividad —y frecuentemente en las dos al mismo tiempo— comenzaron a constituirse embrionarias burguesías que fueron tomando los hilos no sólo del limitado comercio legal que se desenvolvía dentro del ámbito español, sino también del comercio ilegal, inserto de hecho en el sistema mercantilista mundial en el que prevalecía el comercio inglés.

Así caracterizadas, eran esas burguesías grupos económicos de cierta coherencia, cuyos miembros coincidían en que buscaban el lucro mercantil. Pero socialmente eran heterogéneas. Estaban ligados en el trámite de los negocios funcionarios de diverso rango, viejos hidalgos terratenientes o mineros, criollos empujados por la necesidad de labrarse una posición, mestizos emprendedores que se abrían camino por entre una sociedad hostil. Cuando cambiaron las circunstancias, no todos esos sectores continuaron unidos: y el cambio se produjo cuando la política económica de los Borbones abandonó su orientación monopólica para intentar una apertura a través del Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de España e Indias, establecidos en 1778. A partir de entonces se suprimieron numerosas trabas al comercio, se habilitaron trece puertos españoles para el tráfico con las colonias y, sobre todo, se autorizó la actividad comercial de veinticuatro puertos hispanoamericanos que, desde ese momento, se transformaron en focos de un creciente desarrollo económico.

Con la corrección de la política económica adquirió cada vez mayor importancia la burguesía mercantil. Pero como el nuevo sistema comercial asestaba un rudo golpe a los sectores monopolistas, comenzó a manifestarse un enfrentamiento entre ellos y los sectores que se adscribieron al nuevo género de actividad. Eran, en general, grupos distintos, con mentalidades distintas y con distintos intereses. Mucho jugó el criollismo de los sectores más abiertos, pero más jugaron las posibilidades de apertura que se le ofrecieron a los grupos criollos.

Ajenos a la tradición monopolista y a la singular actitud que entrañaban, aceptaron estos las nuevas condiciones establecidas para la actividad económica y se adecuaron a ellas con gran rapidez: en poco tiempo, se perfiló, como un grupo de definida personalidad, la burguesía mercantil criolla.

Frente a ella estaban los viejos poseedores —de tradición o de pretensiones hidalgas—, dueños de haciendas o de minas y poco predispuestos a cambiar su manera de producir, de comercializar su producción y aun de vivir. Estaban también los viejos comerciantes monopolistas, que algunas veces eran los mismos poseedores. Y estaban los funcionarios y los hombres de iglesia. Lo que casi no había, a diferencia de las colonias inglesas, era una robusta clase de pequeños propietarios libres, con mentalidad de adelantados y capacidad para adecuarse a las reglas del mercado; no habría, pues, en Hispanoamérica, conflicto entre agrarismo y mercantilismo en los términos en que se dio en aquellas. Cuando se dio, fue entre el mercantilismo urbano y unas masas desposeídas, encabezadas generalmente por viejos poseedores que expresaban, a su modo, el sentir popular: un vago sentimiento democrático e igualitario dentro de un esquema vigorosamente paternalista y apegado a la tradición. También ese enfrentamiento contribuyó a que no se pudiera ver claro acerca de la constitución del futuro cuerpo político de las naciones independientes.

El paternalismo autoritario resultó de una transmutación del viejo autoritarismo. autoritaria era la concepción política de los Austria, y no lo fue menos la de los Borbones, aunque estuviera canalizada a través del despotismo ilustrado. Pero había una raíz democrática escondida en la tradición popular castellana, insinuada en episodios como el de Irala en Asunción desde 1541, y abiertamente manifiesta en los movimientos comuneros del Paraguay, entre 1717 y 1735, y de Nueva Granada, en 1780. El paternalismo fue la respuesta del autoritarismo a la evidencia de ese sentimiento. Por lo demás, impotente para vencer la férrea concepción del Estado español, esa raíz democrática nutrió tan sólo una actitud social que, sin duda, respaldó las tendencias emancipadoras e igualitarias que aparecieron unidas desde 1810. Pero no era fácil trasvasar aquella actitud, en realidad un sentimiento de raíz medieval, difuso y debilitado por muchas frustraciones, a un sistema político e institucional moderno.

Gravitó fuertemente sobre la vida colonial no sólo el autoritarismo español, sino, sobre todo, su concepción centralista. El poder, originado en la corte española, se transmitía por sus órganos naturales a las capitales primarias y secundarias, y allí parecía resolverse cuanto importaba a la vida colonial. Pero a lo largo de varios siglos se había constituido una sociedad diferente de la urbana en las áreas rurales. Un poco al margen de la ley, o acaso indiferentes a ella, esas sociedades rurales habían adquirido cierta autonomía y, sobre todo, una vaga concepción autonómica de la vida, un poco bárbara y soberbia, acaso como réplica a su marginalidad política. Un vigoroso sentimiento regional se insertaba, pues, dentro del marco de una estructura política y administrativa centralizada, que legó al desarrollo futuro de las nuevas nacionalidades graves y difíciles problemas: esas nacionalidades, tan imprecisos como fueran sus términos geográficos, pesaron como estructuras preexistentes en cuanto heredaban los marcos políticos coloniales, y tenían un centro indiscutible en las capitales, sedes tradicionales del poder y centros económicos fundamentales; pero las regiones irrumpieron, con la independencia, como realidades sociales, económicas y culturales de irreductible significación y exigieron que las nacionalidades se constituyeran no según el esquema centralista de la colonia, sino contando con ellas. La nación preexistente debía ser ahora un conjunto de regiones de definida fisonomía. Fue larga la lucha para imponer ese principio.

El contacto entre los dos procesos

Al producirse los movimientos emancipadores de 1810, Hispanoamérica miró hacia sí misma y recuperó el modelo político hispano- criollo, de raíz medieval e igualitaria. Miró a Inglaterra y a Francia, cuyos regímenes políticos derivaban de sendas revoluciones, una en el siglo XVII y la otra, más próxima, en el XVIII, desenvuelta a través de un proceso tormentoso en los últimos veinte años. Y miró a Estados Unidos, el único caso en el que el movimiento democrático y republicano se había dado junto con un movimiento emancipador. Había muchas razones para poner los ojos en ese país del Nuevo Mundo que se había independizado y había logrado instaurar un sistema político moderno, democrático y eficaz. Pero sin duda hubo también quienes creyeron desde un principio que el modelo político norteamericano era inadecuado para los países hispanoamericanos, y el precursor Francisco de Miranda, el primero.

Con todo, la existencia de un estado independiente en el Nuevo Mundo debía contar como un dato político inexcusable para los revolucionarios hispanoamericanos. Podía esperarse de los Estados Unidos acaso apoyo militar y financiero o, al menos, respaldo político en la tensa situación mundial dentro de cuyo cuadro se producían esas revoluciones. Pero diversas circunstancias revelaron inmediatamente que el problema planteaba ciertas dificultades. Sin duda, ciertos sectores norteamericanos veían en Hispanoamérica —de la que tenían, por cierto, una idea muy vaga— un área para su posible expansión comercial y para la difusión de los principios republicanos. Pero Estados Unidos estaba ya enfrentado con Inglaterra, con la que entraría en guerra en 1812, y era evidente que Inglaterra ejercía una influencia decisiva sobre el mundo hispanoamericano. Era en el ámbito del comercio inglés donde querían entrar los nuevos países; era con Inglaterra con quien más estrechas relaciones tenían Miranda y los grupos revolucionarios locales de diversas áreas, entre ellos los de Buenos Aires; y era Inglaterra la más segura garantía contra la posible acción represiva de España primero y de la Santa Alianza después.

Pero, en rigor, el mayor obstáculo para establecer una relación útil con los Estados Unidos era la opinión que predominaba allí acerca de la América española. Antes del movimiento que conduciría finalmente a la política de Monroe, no sólo reinaba en Estados Unidos una marcada indiferencia y una generalizada ignorancia sobre los países hispánicos del continente americano, sino que prevalecía un sentimiento rayano en el desprecio y una arraigada convicción acerca de la disparidad de objetivos y perspectivas de los mundos en que, en realidad, se dividía el Nuevo Mundo. Expresión de esos antiguos sentimientos y convicciones fue el artículo que Edward Everett escribió en 1812 titulado “South America”:

“No tenemos nada que hacer con América del Sur. No tenemos simpatía por ellos, no es posible que tengamos ninguna simpatía política fundada. Hemos salido de distintos troncos, hablando distintos idiomas, hemos sido criados en diferentes escuelas sociales y morales, hemos sido gobernados con diferentes códigos legales, profesamos códigos religiosos radicalmente distintos. Si abrazamos la causa de ellos, nos pedirían prestado nuestro dinero y concederían comisiones a nuestros corsarios, y posiblemente algunos privilegios a nuestro comercio, si el temor a los ingleses no lo impide. Pero no actuarían en nuestro espíritu, no seguirían nuestro consejo, no podrían imitar nuestro ejemplo: ni todos los tratados que pudiésemos hacer, ni todos los comisionados que enviáramos, ni el dinero que pudiésemos prestarles, transformarían a sus Pueyrredones y a sus Artigas en un Adams o en un Franklin, o a sus Bolívares en un Washington.”[4]

Cierto es que tal actitud no era sino una prolongación del viejo an-tagonismo entre España e Inglaterra, que ahora se revertía sobre sus colonias, y de la mutua incomprensión que derivó tanto del enfrentamiento político y económico como de las distinciones religiosas. Pero es evidente que era un sentimiento predominante, apenas combatido por algunos espíritus abiertos y luego por otros más ceñidos al análisis de los verdaderos intereses continentales de Estados Unidos. En rigor, las expresiones de simpatía solían no ser sino la confirmación de aquel sentimiento. Henry M. Brackenridge, que estuvo en Montevideo y Buenos Aires en 1817 como secretario de la misión Rodney, escribía poco después:

“El hecho de que prestemos demasiada poca atención a América del Sur, se repetirá muchas veces hasta que salgamos de nuestro estado de apatía. Por parte de Estados Unidos, lo mismo que de Gran Bretaña, sería inexcusable no prestar atención a lo que pasa en aquella región del mundo. Son capaces de defenderse, de gobernarse y de ser libres, a despecho de todo lo que digan las gentes de mente estrecha y presuntuosa. Esperan de nosotros amistad y buena voluntad y tienen de-recho a esperarla. Si no podemos hablar favorablemente de ellos, por lo menos no debiéramos proclamar deliberadamente lo que creemos que son sus debilidades.”[5]

Luego recordaba Brackenridge los agravios que los hispanoamericanos tenían contra sus vecinos del norte y afirmaban que las palabras despectivas de algunos norteamericanos no eran las de su gobierno. Pero era evidente que era él y quienes pensaban como él —como Clay, John Quincy Adams, Monroe— quienes constituían la excepción.

Pese a eso, los revolucionarios hispanoamericanos —o mejor, ciertos grupos entre ellos— siguieron pensando en los Estados Unidos. Pero no fue tanto en la ayuda o el apoyo que como país pudieran prestarle. Fue sobre todo, en el modelo político que los Estados Unidos habían elaborado y puesto en funcionamiento en lo que más pensaron, seguramente aun antes de que pareciera verosímil esperar un abierto respaldo del gobierno norteamericano. En rigor, el influjo que tuvo el modelo político no parece haber estado en relación con el deseo de un contacto directo con el país donde el modelo se ha-bía elaborado, parecería como si el modelo se hubiera emancipado de su fuente originaria y se hubiera constituido en una típica ideología. Cabe indagar quiénes la propiciaron.

Dos puntos fundamentales obtuvieron respuesta suficiente a través del modelo político norteamericano, que no lo tenían conjunta y apropiadamente en otros modelos. Uno fue el principio republicano y otro el principio federal. Si el primero estaba implícito en la teoría política francesa, no había hallado una apropiada expresión institucional a lo largo de la revolución y, por lo contrario, se había visto desvirtuado con la instauración del imperio; y ni el modelo hispanocriollo ni el inglés se referían a él. En cuanto al segundo, sólo el modelo norteamericano ofrecía una respuesta institucional satisfactoria. Fueron, pues, quienes sostuvieron desde el primer momento el sistema republicano y federal quienes se apoyaron en el modelo norteamericano.

Es claro, inversamente, que debían rechazar ese modelo los partidarios de un régimen monárquico o, al menos, de un poder ejecutivo tan fuerte que equivalía a una monarquía. Por una monarquía de estilo inglés se había decidido Miranda —aunque hablara de “incas”— y se opuso al modelo norteamericano, como lo haría Bolívar que se expresó terminantemente contra él en el discurso de Angostura. En rigor, buena parte de las nuevas burguesías urbanas pensaban en sustituir el “despotismo ilustrado” de los Borbones por una “democracia ilustrada” que mantuviera cerrado el cuerpo político. Pero el proceso revolucionario hispanoamericano trajo consigo, precisamente, una vigorosa tendencia a abrir el cuerpo político. Se plegaron al modelo norteamericano quienes se adhirieron a esa tendencia, ideólogos de tradición intelectual en muchos casos, pero también grupos sociales que querían romper el monopolio político de las burguesías urbanas, especialmente de sus grupos altos influyentes, sobre todo, en las capitales.

De allí también otro equívoco curioso. Tanto Miranda como Bolívar pensaron en vastas confederaciones, cada uno de cuyos miembros debían ser las grandes unidades administrativas y políticas coloniales. Para ellos, ese era el significado de la palabra confederación. Pero el proceso revolucionario siguió otros cauces. Afirmó la unidad y la autonomía de las nuevas nacionalidades constituidas sobre aquellas unidades coloniales, entendiendo como utópicas las vastas confederaciones; y en cambio, puso de manifiesto la personalidad de cada una de las regiones que de hecho componían esas unidades, y expresó con la palabra federación el sistema que debía agruparlas, otorgándoles personería política. El distingo era decisivo. En el segundo sistema, se reconocía implícitamente la necesidad de una apertura del cuerpo político para dar lugar a vastos sectores populares, antes marginales, que expresarían su vocación regional sin renegar del sentimiento nacional. Quienes optaron por ese sistema se adhirieron al modelo norteamericano, en tanto que lo rechazaron por inadecuado quienes temían las peligrosas consecuencias sociales, económicas y políticas de esa apertura. De ese modo, el republicanismo mismo pareció peligroso, y más peligroso aún si se lo combinaba con el sistema federal entendido como reunión de las regiones que empezaba a despertar.

Para Hispanoamérica, pues, el modelo político norteamericano fue una ideología radical. Y como tal fue defendido o combatido. No, por cierto, objetando su calidad jurídica y política, sino por creer que sólo se justificaba en una sociedad como la que constituía los Estados Unidos, óptimamente predispuesta para una democracia republicana y federal. Lo diría claramente en 1819 Simón Bolívar en el Congreso de Angostura:

“Cuanto más admiro la excelencia de la Constitución Federal de Venezuela —se refería a la de 1811—, tanto más me persuado de la imposibilidad de su aplicación a nuestro estado. Y según mi modo de ver es un prodigio que su modelo en el Norte de América subsista tan prósperamente y no se trastorne el aspecto del primer embarazo o peligro. A pesar de que aquel pueblo es un modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral; no obstante que la Libertad ha sido su cuna, se ha criado en la Libertad, y se alimenta de pura Libertad: lo diré todo aunque bajo de muchos respectos, este Pueblo es único en la historia del género humano, es un prodigio, repito, que un sistema tan débil y complicado como el Federal haya podido regirlo en circunstancias tan difíciles y delicadas como las pasadas. Pero sea lo que fuere, de este Gobierno con respecto a la Nación Americana, debo decir, que ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de los estados tan distintos como el Inglés Americano y al Americano Español. ¿No sería muy difícil aplicar a España el Código de Libertad política, civil y religiosa de Inglaterra? Pues aún es muy difícil adaptar en Venezuela las Leyes del Norte de América. ¿No dice el Espíritu de las Leyes que estas deben ser propias para el Pueblo que se hacen ? ¿que es una gran casualidad que las de una Nación puedan convenir a otra? ¿que las Leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al género de vida de los Pueblos? ¿Referirse al grado de Libertad que la Constitución puede sufrir, a la Reli-gión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su comercio, a sus costumbres, a sus modales? ¡He aquí el Código que debíamos consultar, y no el de Washington!”[6]

Más detalladamente, pero siguiendo la misma línea de pensamiento, lo expresaría en 1823, el mexicano fray Servando Teresa de Mier en el Congreso Constituyente:

“La prosperidad de esta República vecina ha sido, y está siendo, el disparador de nuestra América porque no se ha ponderado bastante la inmensa distancia que media entre ellos y nosotros. Ellos eran ya Estados separados e independientes unos de otros, y se federaron para unirse contra la opresión de la Inglaterra; federarnos nosotros estando unidos, es dividirnos y atraernos los males que ellos procuraron remediar con esa federación. Ellos habían vivido bajo una constitución que con sólo suprimir el nombre del rey es la de una República: nosotros encorvados 300 años bajo el yugo de un monarca absoluto, apenas acertamos a dar un paso sin tropiezo en el estudio desconocido de la libertad. Somos como niños a quienes poco ha se han quitado las fajas, o como esclavos que acabamos de largar cadenas inveteradas.

Aquel era un pueblo nuevo, homogéneo, industrioso, laborioso, ilustrado y lleno de virtudes sociales, como educado por una nación libre; nosotros somos un pueblo viejo, heterogéneo, sin industria, enemigos del trabajo y queriendo vivir de empleos como los españoles, tan ignorante en la masa general como nuestros padres, y carcomido de los vicios anexos a la esclavitud de tres centurias. Aquel es un pueblo pesado, sesudo, tenaz; nosotros somos una nación de veletas, si se permite esta expresión; tan vivos como el azogue y tan movibles como él. Aquellos Estados forman a la orilla del mar una franja litoral, y cada uno tiene los puertos necesarios a su comercio; entre nosotros sólo en algunas provincias hay algunos puertos o fondeaderos, y la naturaleza misma, por decirlo así, nos ha centralizado.”[7]

Los moderados hispanoamericanos coincidían, pues, con el enfoque realista de Edward Everett.

El uso del modelo político norteamericano

Las alusiones al modelo político norteamericano —o las ideas que lo presidían— aparecieron muy pronto al desencadenarse los movimientos revolucionarios hispanoamericanos. El argentino Mariano Moreno evocaba en 1810 las palabras de Jefferson, pero no ocultaba sus reticencias. En Paraguay, el Triunvirato que acababa de hacerse cargo del poder redactó, el 17 de mayo de 1811, un manifiesto en el que aparece la idea de una confederación en la que se unirían todas las provincias del antiguo virreinato; y en la nota enviada a Buenos Aires el 20 de julio reaparece la idea, presumiblemente por inspiración del doctor Francia. En Chile, Camilo Henríquez difunde, a través de las páginas de La Aurora de Chile, en 1811, el “Ejem-plo memorable” —así se llamaba el artículo— de la Constitución norteamericana.

Pero la primera aplicación práctica del modelo político norteamericano fue la Constitución venezolana de 1811. Un enemigo encarnizado de la revolución, José Domingo Díaz, escribiría en los recuerdos que publicó en 1829 que “era, por mejor decir, una pueril imitación de la de los Estados Unidos”.[8] La fuente de la que surgió esa imitación fue la obra que en 1811 publicó el venezolano Manuel García de Sena, que contenía las traducciones de varios fragmentos de Thomas Paine y de un conjunto de documentos nor-teamericanos: la Declaración de Independencia, los Artículos de Confederación y Perpetua Unión, la Constitución de los Estados Unidos y las constituciones de Massachusetts, Connecticut, New Jersey, Pennsylvania y Virginia. La obra fue titulada La independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha,[9] y ejerció notable influencia, no sólo en Venezuela sino también en otras regiones.

La presencia del ejemplo dado por los Estados Unidos se advierte en el discurso que el 4 de julio de 1811 pronunció en el Congreso el doctor Miguel Peña.[10] Los procesos de los dos países le parecían comparables, aun cuando acota: “La poca o ninguna ilustración de los pueblos de Venezuela sobre el conocimiento de una materia tan importante, no es un obstáculo, como se supone, para la declaración de su independencia”. Era un apoyo para la causa no sólo el ejemplo de un pueblo que había luchado y vencido, sino también el legado de ese corpus político que García de Sena ponía al alcance de todos. Estos textos sirvieron de modelo para la carta constitucional de 1811 que, a veces, fue su transcripción literal. Tal es el caso de los artículos referentes a atribuciones de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

El capítulo octavo —y en cierto modo el noveno— tiene un carácter marcadamente doctrinario y declarativo. Se refiere aquel a los “Derechos del hombre que se reconocerán y respetarán en toda la extensión del Estado” y, si bien denota la influencia del modelo francés, no aparece allí esa influencia con más vigor que la del conjunto de los textos políticos norteamericanos que ya la habían absorbido. Los artículos 141 y 142 definen los principios del pacto social; los artículos 144 y 145, el principio de la soberanía popular. El artículo 147 establecía el principio de la igualdad en los siguientes términos: “Todos los ciudadanos tienen derecho indistintamente a los empleos públicos del modo, en las formas y con las condiciones prescritas por la ley, no siendo aquellos la propiedad exclusiva de alguna clase de hombres en particular, y ningún hombre tendrá otro título para obtener ventajas y consideraciones particulares, distintas de las de los otros en la opción a los empleos que forman una carrera pública, sino el que proviene de los servicios hechos al Estado”.

Luego de establecerse los derechos y los deberes del hombre en la sociedad, el artículo 197 garantizaba los derechos naturales: “La Sociedad afianza a los individuos que la componen el goce de su vida, de su libertad, de sus propiedades y demás derechos naturales; en esto consiste la garantía social que resulta de la acción reunida de los miembros del Cuerpo y depositada en la soberanía nacional”.

Pero el punto fundamental de la Constitución de 1811 —y el que más repercusiones tendría— era el establecimiento del régimen federativo. La Constitución lo definió expresamente en el “Preliminar” que seguía al habitual preámbulo; y así como este trasuntaba el texto del preámbulo de la Constitución norteamericana de 1787, el “Preliminar” evocaba el de los Artículos de Confederación de 1778. Decía el “Preliminar”, bajo el título de “Bases del pacto federativo que ha de constituir la autoridad general de la Confederación”:

“En todo lo que por el Pacto Federal no estuviere expresamente delegado a la Autoridad general de la Confederación, conservará cada una de las Provincias que la componen, su Soberanía, Libertad e Independencia; en uso de ellas, tendrán del derecho exclusivo de arreglar su Gobierno y Administración territorial, bajo las leyes que crean convenientes, con tal que no sean de las comprendidas en esta Constitución, ni se opongan o perjudiquen a los Pactos Federativos que por ella se establecen. Del mismo derecho gozarán todos aquellos territorios que por división del actual, o por agregación a él, vengan a ser parte de esta Confederación cuando el Congreso General reunido les declare la representación de tales, o la obtengan por aquella vía, y forma que él establezca para las ocurrencias de esta clase cuando no se halle reunido.

Hacer efectiva la mutua garantía y seguridad que se prestan entre sí los Estados, para conservar su libertad civil, su independencia política y su culto religioso, es la primera, y la más sagrada de las facultades de la Confederación, en quien reside exclusivamente la Representación Nacional. Por ella está encargada de las relaciones extranjeras, —de la defensa común y general de los Estados Confede-rados, —de conservar la paz pública contra las conmociones internas, o los ataques exteriores, —de arreglar el comercio exterior y el de los Estados entre sí, —de levantar y mantener ejércitos, cuando sean necesarios para mantener la libertad, integridad e independencia de la Nación, —de construir y equipar bajeles de guerra, —de celebrar y concluir tratados y alianzas con las demás naciones, —declararles la guerra y hacer la paz, — de imponer las contribuciones indispensables para estos fines, u otros convenientes a la seguridad, tranquilidad y felicidad común, con plena y absoluta autoridad para establecer las leyes generales de la Unión y juzgar y hacer ejecutar cuanto por ellas quede resuelto y determinado.

El ejercicio de esta autoridad confiada a la Confederación no podrá jamás hallarse reunido en sus diversas funciones. El Poder Supremo debe estar dividido en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y confiado a distintos Cuerpos independientes entre sí, y en sus respectivas facultades. Los individuos que fueren nombrados para ejercerlas se sujetarán inviolablemente al modo y reglas que en esta Constitución se les prescriben para el cumplimiento y desempeño de sus destinos.”[11]

Tal era el texto y el espíritu de la Constitución federal. Miranda, hostilizado por los grupos radicalizados, se limitó a puntualizar sus disidencias en un texto sintético que decía:

“Considerando de que en la presente constitución los Poderes no se hallan en un justo equilibrio, ni la estructura u organización general suficientemente sencilla y clara, para que pueda ser permanente; que por otra parte no está ajustada con la población, usos y costumbres de estos países, de que puede resultar que en lugar de reunimos en una masa general o Cuerpo social, nos divida y separe, en perjuicio de la seguridad común y de nuestra independencia; pongo estos reparos en cumplimiento de mi deber.” [12]

Sin duda, Bolívar y los mantuanos —la alta burguesía caraqueña— pensaban como él. Pero predominaba el sentimiento de que el sistema federal emanaba de la voluntad mayoritaria, acaso indefinida y quizá ingenua, así como de la tradición colonial. En todo caso, parece evidente que respondía a la tendencia de los grupos que observaban la emergencia política de las sociedades regionales, aun cuando eventualmente equivocaran el diagnóstico acerca de las posibilidades prácticas de poner en funcionamiento un sistema institucional muy perfeccionado, como el que establecería el modelo norteamericano, en el seno de una sociedad en la que el sentimiento regional era todavía difuso. Parecía admitirse que la estructura regional tenía raíces coloniales y que, en consecuencia, era preexistente con respecto a la nación, como en los Estados Unidos. Pero eran muchos los que sostenían lo contrario y veían en la nación, heredera del sistema colonial, la estructura política preexistente. De todas maneras, las provincias de Caracas, Barcelona, Mérida y Trujillo se fueron dando sus constituciones provinciales, inspiradas en el mismo espíritu de la obra de Thomas Paine y de los artículos de William Burke que bajo el título de “Derechos de la América del Sur y México”, publicaba sobre diversos temas la Gazeta de Caracas desde el 23 de noviembre de 1810.[13]

Precisamente en la Gazeta de Caracas del 21 de enero de 1812 empezaba a publicarse, como un signo de coincidencia, el Acta de Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, firmada en Bogotá el 27 de noviembre de 1811.[14] El movimiento de independencia había empezado en Cartagena el 22 de mayo de 1810, y con él tuvo principio “la patria boba”, expresión que sintetizaba la ingenuidad que, luego de la intervención militar española, se reconoció en los hombres que procuraron encauzar el país independiente. En efecto, a poco de declararse —clara o veladamente— la independencia en diversas ciudades, comenzó en Nueva Granada un conflicto entre ellas que derivó hacia una guerra civil generalizada. El regionalismo se manifestaba espontáneamente, como se manifestaba la resistencia a tolerar que la antigua capital colonial mantuviera sus viejos privilegios, pero revelando, además, sus tendencias reprimidas y los intereses encontrados. Y mientras se disputaba por la hegemonía, las distintas provincias comenzaron a dictarse sus constituciones: Santa Fe, Cundinamarca, Tunja, Cartagena y más tarde lo harían Antioquia y Mariquita.

Se afirmaba en ellas la soberanía del estado provincial, prácticamente transformado en República, y se afirmaba el principio del pacto social, el de la soberanía popular y el de la igualdad entre los libres, agregándose algunas indicaciones que restringían el cuerpo político a los poseedores de bienes. Pero a medida que crecía el peligro de la reacción española y se hacía indispensable la unión, el problema se afincó en las características que asumiría el Estado nacional. Prácticamente, existían ya dos partidos bien definidos, centralista el uno y encabezado por Antonio Nariño, y federalista el otro e inspirado por Camilo Torres. Acaso en aquellos primeros aspectos fuera importante la influencia del modelo francés, aunque pudiera sostenerse que su formulación pasó por el filtro del modelo norteamericano. Lo que es indudable es que fue este último el que proporcionó el esquema de la organización federativa, cuya primera expresión formal fue el texto del “Acta de Confederación” del 27 de noviembre de 1811, a la que concurrían las provincias de Antioquia, Cartagena, Neiva, Tunja y Pamplona, esta última representada precisamente por Camilo Torres.

Era inequívoco el contenido y el lenguaje del Preámbulo:

“Nos, los Representantes de las Provincias de la Nueva Granada que abajo se expresarán, convenidos en virtud de los plenos poderes con que al efecto hemos sido autorizados por nuestras respectivas provincias, y que previa y mutuamente hemos reconocido y calificado, considerando la larga serie de sucesos ocurridos en la península de España, nuestra antigua metrópoli, desde su ocupación por las armas del emperador de los franceses Napoleón Bonaparte; las nuevas y varias formas de gobierno que entretanto y rápidamente se han sucedido unas a otras, sin que ninguna de ellas haya sido capaz de salvar la nación; el aniquilamiento de sus recursos cada día más exhaustos, en términos que la prudencia humana no puede esperar un buen fin; y últimamente los derechos indisputables que tiene el gran pueblo de estas provincias, como todos los demás del universo, para mirar por su propia conservación, y darse para ella la forma de gobierno que más le acomode, siguiendo el espíritu, las instituciones y la expresa y terminante voluntad de todas nuestras dichas provincias, que general, formal y solemnemente han proclamado sus deseos de unirse a una asociación federativa, que remitiendo a la totalidad del gobierno general las facultades propias y privativas de un solo cuerpo de nación reserve para cada una de las provincias su libertad, su soberanía y su independencia, en lo que no sea del interés común, garantizándose a cada una de ellas estas preciosas prerrogativas y la in-tegridad de sus territorios, cumpliendo con este religioso deber y reservando para mejor ocasión o tiempos más tranquilos la Constitución que arreglará definitivamente los intereses de este gran pueblo.”

Un intento de ajuste a la situación real se advierte en el texto de los artículos 2 y 3:

“2. Son admitidas y parte por ahora de esta confederación todas las provincias que al tiempo de la revolución de la capital de Santafé en veinte de julio del mil ochocientos diez, eran reputadas y consideradas como tales, y que en continuación y en uso de este derecho reasumieron desde aquella época su gobierno y administración interior, sin perjuicio no obstante de los pactos o convenios que hayan hecho o quiera hacer algunas de ellas y que no se improbarán en lo que no perjudique a la Unión.

3. Lo serán asimismo aquellas provincias o pueblos que no habiendo pertenecido en dicha época a la Nueva Granada, pero que estando en cierto modo ligados con ella por su posición geográfica, por sus relaciones de comercio u otras razones semejantes, quieran asociarse ahora a esta federación, o a algunas de sus provincias confinantes, precediendo al efecto los pactos y negociaciones que convengan con los Estados o cuerpos políticos a quienes pertenezcan, sin cuyo consentimiento y aprobación no puede darse un paso de esta naturaleza.”

Y todavía se perfeccionaba la concepción federalista en los artículos 6 y 7:

“Las provincias unidas de la Nueva Granada se reconocen mutuamente como iguales, independientes y soberanas, garantizándose la integridad de sus territorios, su administración interior y una forma de gobierno republicano. Se prometen recíprocamente la más firme amistad y alianza, se juran una fe inviolable y se ligan con un pacto eterno, cuanto permite la miserable condición humana.

Se reservan, pues, las provincias en fuerza de sus derechos incomunicables: 1º. La facultad de darse un gobierno como más convenga a sus circunstancias, aunque siempre popular, representativo y análogo al general de la Unión, para que así resulte entre todas la mejor armonía, y la más fácil administración, dividiendo sus poderes, y prescribiéndoles las reglas bajo las cuales se deben conducir; 2°. La policía, el gobierno interior y económico de sus pueblos, y nombramiento de toda clase de empleados; 3º. La formación de sus códigos civiles y criminales; 4°. El establecimiento de juzgados y tribunales superiores e inferiores en donde se fenezcan los asuntos judiciales en todas sus instancias; 5º. La creación y arreglo de milicias provinciales, su armamento y disciplina para su propia defensa, y la de las provincias unidas cuando lo requiera el caso; 6º. La formación de un tesoro particular para sus respectivas necesidades por medio de las contribuciones y arbitrios que tengan por convenientes, sin perjuicio de la Unión ni de los derechos que después se dirán; 7º. La protección y fomento de la agricultura, artes, ciencias, comercio y cuanto pueda conducir a su felicidad y prosperidad; 8º. Últimamente todo aquello que no siendo del interés general, ni expresamente delegado en los pactos siguientes de federación, se entiende siempre reservado y retenido. Pero ceden a favor de la Unión todas aquellas facultades nacionales y las grandes relaciones y poderes de un Estado, que no podrían desempeñarse sin una representación general, sin la concentración de los recursos comunes, y sin la cooperación y los esfuerzos de todas las provincias.”

Duró esta experiencia política hasta 1816, en que todo el territorio de la Nueva Granada cayó en manos de los españoles; pero el experimento quedó hecho y seguiría alimentando la tendencia federalista, que triunfaría y volvería a ser dominada a través de un largo proceso, para volver a triunfar.

Mientras se esbozaban y se formalizaban las diversas constituciones federales de Venezuela y Nueva Granada según el modelo político norteamericano, al que adherían fervorosamente las regiones que aspiraban a ocupar el lugar que el régimen centralista español les había negado, así como los grupos ideológicos radicalizados, en la Banda Oriental del Uruguay, parte del Virreinato del Río de la Plata, lanzaba José Gervasio de Artigas el mismo proyecto político en oposición a las tendencias centralistas del gobierno de Buenos Aires.

Conoció Artigas la obra de Manuel García de Sena, que contenía los fragmentos de Paine y los principales textos políticos norteamericanos; y conoció además la Historia concisa de los Estados Unidos del mismo autor. Y en virtud de sus lecturas, prestó decidida adhesión al modelo político norteamericano. Él mismo se lo declaró al general argentino José María Paz en términos inequívocos: “Tomando por modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las Provincias, dándole a cada Estado un Gobierno propio, su Constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto es lo que yo había pretendido para mi Provincia y para la que me habían proclamado su Protector. Hacerlo así habría sido darle a cada uno lo suyo”.[15]

Los federales orientales —uruguayos, se diría hoy— expresaron esa adhesión, en las “Instrucciones orientales” que Artigas dio a sus delegados a la Asamblea constituyente que se reuniría en Buenos Aires en 1813, y luego, en el mismo año, en el “Plan de una constitución liberal federativa para las provincias de América del Sur” y en el proyecto de “Constitución oriental”, esta última inequívocamente inspirada en la Constitución de Massachusetts.

Las “Instrucciones” contenían, en lo fundamental, prescripciones categóricas con respecto al sistema federativo, sin perjuicio de otros aspectos, por los demás concurrentes.[16] El artículo 2 prescribía a los diputados que no debían admitir “otro sistema que el de la Confederación para el pacto recíproco con las Provincias que forman nuestro Estado”. El artículo 4 decía: “Como el objeto y fin del gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los ciudadanos y los pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo esas bases a más del Gobierno Supremo de la Nación”. Y el artículo 10 definía el carácter del pacto: “Que esta Provincia por la presente entrará separadamente en una firme liga de amistad con cada una de las otras para su defensa común, seguridad de su libertad, y para la mutua y general felicidad, obligándose a asistir a cada una de las otras contra toda violencia o ataques hechos sobre ellas, o sobre alguna de ellas, por motivo de religión, soberanía o tráfico o algún otro pretexto cualquiera que sea”.

Las “Instrucciones” revelaban los fundamentos de la preocupación regionalista de los orientales que buscaban una expresión política en el sistema federativo. En el texto elaborado el 5 de abril de 1811 se explicaban claramente los objetivos económicos, esto es, las aspiraciones que se querían alcanzar bajo un régimen federal. El artículo 16 decía: “Que ninguna traba o derecho se imponga sobre los artículos exportados de una Provincia sobre la otra, ni a los barcos destinados de esta Provincia a otra, ni que ninguna preferencia se dé por cualquiera regulación de comercio, o renta, a los puertos de una Provincia a otra serán obligados a entrar, a anclar o pagar derechos en otra”; y lo completaba el 17: “Que todos los dichos derechos, impuestos y sisas que se impongan a las introducciones extranjeras serán iguales en todas las provincias Unidas, debiendo ser recargadas todas aquellas que perjudiquen nuestras artes o fábricas, a fin de dar fomento a la industria en nuestro territorio”. De estos artículos, el 17 no aparece en el texto elaborado el 13 de abril, pero subsiste el 16 —bajo el número 14—, y se agregan dos muy significativos: el 12: “Que el puerto de Maldonado sea libre para todos los buques que concurran a la introducción de efectos y exportación de frutos, po-niéndose la correspondiente aduana en aquel pueblo; pidiendo al efecto se oficie al comandante de las fuerzas de S.M.B. sobre la apertura de aquel puerto para que proteja la navegación, o comercio, de su nación”; y el 13: “Que el puerto de Colonia sea igualmente habilitado en los términos prescriptos en el artículo anterior”.

Si en las “Instrucciones” de Artigas quedan al descubierto las mo-tivaciones económicas de la tendencia federalista, no sería demasiado difícil descubrirlas por debajo de los textos constitucionales de otros países. Propiciaron el federalismo —cuando se lo sostuvo seriamente, y no como simple pretexto para justificar las luchas entre grupos de poder— quienes advirtieron o protagonizaron el movimiento expansivo que produjo la revolución emancipadora, tanto en el orden económico como en el social. Como los orientales que aspiraban a quebrar la supremacía económica del puerto de Buenos Aires, en todas partes se vio un denodado propósito de sustraerse a la tutela de las capitales y puertos a los que el centralismo español les había asignado un papel hegemónico. Despertaban las regiones a una nueva vida, y aspiraban a que la organización del nuevo Estado reconociera su significación y asegurara el desarrollo de sus posibilidades. Eran los poseedores, sin duda, los que más claramente propiciaban el cambio, acaso oligarquías provinciales no demasiado celosas de los principios democráticos e igualitarios si ellos consti-tuían un obstáculo para el poder a que aspiraban. Pero eran también las clases desposeídas las que entreveían, quizá confusamente, las perspectivas sociales de tal apertura. Y eran, a su lado, los ideólogos radicalizados quienes respaldaban tales tendencias haciéndose fuertes en el modelo político norteamericano que, traducido a las circunstancias reales de cada país, ofrecía las fórmulas jurídicas y políticas apropiadas y utilizables.

El problema era, precisamente, establecer esas circunstancias reales y luego hallar las fórmulas. La concepción republicana e igualitaria chocaba con la sociedad tradicional de Hispanoamérica, compleja y escindida. Hubiera sido difícil, y excesivamente ingenuo, negar esa realidad. Pero la adopción del modelo político norteamericano —entonces, como luego en la Constitución argentina de 1853— reveló una concepción pedagógica del instrumento constitucional. Se obviaron las fórmulas muy precisas, y seguramente se dejó al tiempo la labor de reducir las diferencias sociales, contando con que el instrumento político contribuiría a hacer una revolución desde arriba, como, por lo demás, lo aconsejaba la concepción del despotismo ilustrado. Se luchó por suprimir la esclavitud y por la reivindicación de las poblaciones indígenas y mestizas, a las que, por lo demás, se convocó a la lucha emancipadora. Pero el esfuerzo chocó con el vigor de la estructura tradicional, que impidió que se encontrara de inmediato una solución a los problemas de la desigualdad. No fue, empero, ingenuidad la de los que impusieron las cláusulas igualitarias, sino la certeza de que, enunciado el principio, el juego de la nueva sociedad ayudaría a imponerlo.

Distinto fue el caso de la concepción federativa. Si en Hispanoamérica no era institucionalmente cierto que las regiones o provincias fueran preexistentes a la nación, pudo argumentarse, por una parte, que tampoco preexistía la nación —que era una creación revolucionaria— ni que era forzoso que la nueva nación heredara la estructura colonial. Pero podía argumentarse, además, que si las regiones o provincias no eran institucionalmente preexistentes, sí lo eran desde un punto de vista social, económico y cultural con respecto a la nación creada por la emancipación. Y el argumento se re-mataba buscando apoyo en la tradición popular hispánica e hispanocriolla —la de los comuneros, por ejemplo— y atribuyendo un valor constituyente a la irrupción de regiones y provincias que se desencadenó en el momento mismo de la revolución. Nada obstaba, pues, a que se adoptara el modelo político norteamericano si, en realidad, se quería quebrar el viejo orden colonial, puesto que anticipaba las fórmulas a las que, finalmente, habría que llegar.

La repentina explosión social y económica que suscitó en todas partes la emancipación produjo en todas una suerte de “patria boba”, precisamente porque se creyó que era posible imponer un texto constitucional y, con ello, someter a la vieja estructura socioeconómica que en nada había cambiado, sino tan sólo, acaso, en esta vehemente tendencia regionalista de las oligarquías provinciales. Pero la realidad socioeconómica de raíz colonial era muy fuerte, y si alguna vez cedió —en las patrias bobas— se recompuso y sus sostenedores y usufructuarios retornaron a la lucha en defensa de sus intereses. Las patrias dejaron de ser bobas, y no sólo tuvieron que enfrentar la reacción militar española, sino que se vieron sumidas en el abismo de largas y tremendas guerras civiles, en las que se debatiría acaso el destino de una fórmula política pero cuyos protagonistas vivían intensamente las implicaciones que cada sistema de gobierno entrañaba.

Se verían largas luchas en México, girando alrededor de los términos institucionales que fraguarían en la constitución federal de 1824 y de los problemas, tanto reales como ideológicos, que quedaron planteados. Se verían en Argentina, tras el fracaso de las constituciones unitarias de 1819 y 1826, rechazadas por las provincias que disolvieron la unidad de las Provincias Unidas. Se verían en Chile, en la crisis que transcurrió entre 1823 y 1830, a lo largo de la cual se dictó la constitución unitaria de 1823 y luego la constitución federal de 1826, que no llegó a tener vigencia. Y se verían en la Gran Colombia y en los países que nacieron de su disgregación en 1830, como se verían, por cierto, en Brasil a partir de 1831, tras la abdicación del emperador Pedro I.

No trajo consigo la emancipación hispanoamericana una revolución profunda que modificara el sistema de producción. Pero no puede desdeñarse —si se quiere entender ese proceso y sus consecuencias, que llegan hasta hoy— una revolución social, en sentido estricto, que se produjo y alimentó la lucha entre los grupos económicos y políticos proveyéndola de ciertos componentes que, a la larga, influirían decisivamente. Fue una crisis de expansión y los distintos grupos sociales vieron en ella una apertura que los movió a buscar la brecha en la que podían obtener más beneficios, siquiera inmediatos. Así se modificaron las estructuras de poder, no sólo políticas sino también económicas. Para los que aspiraban a hallar una fórmula para el ajuste de la nueva sociedad, igualitaria, democrática y federativa, el modelo político norteamericano fue desde el primer momento un instrumento de lucha. Una y otra vez se volvería a él tras las alternativas de las guerras civiles del siglo XIX.

Notas:

1 Mariano Moreno, Prólogo de la reedición de la obra Del contrato social, o principios del derecho político, por Juan Jacobo Rousseau, 1810, en Mariano Moreno, Escritos, edición crítica de Ricardo Levene, Buenos Aires, Estrada, 1943, tomo II, p. 305. Antonio Nariño, cf. Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX . Bogotá, Editorial Temis, 1964, p. 125.

2 John Dickinson, Letters from a Pennsylvania Farmer.Boston, 1768.

3 Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1956, tomo II, p. 242.

4 Edward Everett, North American Review, cf. Arthur Whitaker, Estados Unidos y la independencia de América (1800-1830). Buenos aires, Eudeba, 1964, p.249.

5 E. M. Brackenridge, A voyage to South America (Londres, 1820). Cito según la traducción española de Carlos A. Aldao, Buenos Aires, 1927.

6 Simón Bolívar, “Discurso de Angostura”, en El pensamiento constitucional hispanoamericano hasta 1830. Caracas, Biblioteca de la Academia de la Historia, 1961, tomo V, p. 157.

7 Fray Servando Teresa de Mier, Discurso llamado “Las profecías”, en Antología del pensamiento político americano. México, D.F., Universidad Autónoma de México, 1945, p. 127.

8 José Domingo Díaz, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas. Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1961, p. 95.

9 Véase la edición publicada por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, con prólogo del profesor Pedro Grases, Caracas, 1949.

10 En José de Austria, Bosquejo de la historia militar de Venezuela. Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de Historia, 1960, tomo 1, pp. 152 y ss.

11 El texto de la Constitución Federal para los Estados de Venezuela, en El pensamiento constitucional hispanoamericano hasta 1830. Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de Historia, 1961, tomo V, pp.45 y ss. Un análisis del texto constitucional en C. Parra-Pérez, Historia de la primera República de Venezuela, Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de Historia, 1959, tomo II, pp. 161 y ss.: en el capítulo anterior, pp. 149 y ss., se ocupa de las constituciones provinciales.

12 El pensamiento constitucional… tomo V, p. 112.>

13 /hi> Gazeta de Caracas, edición de la Academia Nacional de la Historia (Caracas, 1960), a partir del número del 23 de enero de 1810.

14 El texto del Acta, en El pensamiento constitucional…, tomo III, p. 457. Véase Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX, pp. 130 y ss.; L. E. Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia. Bogotá. Ediciones Librería Siglo XX, pp. 51 y ss.

15 Cf. Alberto Demicheli, Origen federal argentino Buenos Aires, Depalma, 1962, p. 252. Véase, además de la obra citada, Eugenio Petit Muñoz, Artigas y su ideario a través de seis series documentales. Montevideo, Universidad de la República Oriental del Uruguay, 1956.

16 El texto de las “Instrucciones” en las dos obras citadas. El texto del “Proyecto de constitución para la Provincia Oriental”, en El pensamiento constitucional…, tomo IV, pp. 331 y ss.