Las ideas filosóficas de Moreno. 1961

Debo hablar de las ideas filosóficas de Moreno, acaso el más profundo y comprometido de los hombres de la Revolución. Breve fue su vida y breve su acción. Tan sólo seis meses duró su acción revolucionaria, y en ese tiempo llegó a alcanzar cierta prefiguración de la vi-da argentina. Pero su imagen no era infundada. Todo un mundo de ideas y de actitudes la respaldaba, y acaso a todo ello pueda llamársele, en sentido muy lato, una filosofía.

Moreno no era, evidentemente, un filósofo; pero había en él una filosofía potencial escondida detrás de su acción, y yo celebro que el azar de los temas que nos han sido propuestos para esta mesa redonda me obligue a decir dos palabras sobre lo que puede llamarse su filosofía. Porque acaso nada puede enseñar tanto sobre nuestros orígenes como la ambivalencia que la palabra filosofía tiene si la aplicamos a este hombre de acción saturado de lectura y de reflexiones.

Este joven político que agotó las posibilidades de su existencia en breve tiempo, que consumó su proyecto del mundo en pocas jornadas y que no escribió nunca sobre filosofía de manera específica, tuvo una filosofía que para los argentinos de su tiempo y los argen-tinos de hoy tiene una importancia singular. Sobre todo porque fueron dos filosofías.

Moreno poseyó una filosofía que aprendió, como todos los hombres cultos de su tiempo y de su país, en los pocos libros que circularon por Buenos Aires, en los que atesoraba el padre Maciel en su biblioteca o en los que pudo frecuentar mientras estudiaba en la universidad de Charcas; pero, al mismo tiempo, poseyó otra filosofía que no estudió en ninguna parte, que se constituyó en su espíritu al compás de las jornadas revolucionarias y que cobró forma a medida que transcurrían los seis meses meteóricos que cubren su aventura política. Nutridas en las mismas raíces las dos filosofías tienen muy distinto tono vital.

La filosofía que estudió Moreno era la novedosa y revolucionaria filosofía del Enciclopedismo, una doctrina que había alcanzado madurez en Europa al promediar el siglo XVIII —cincuenta años antes de que llegara a oídos de Moreno—, y que empezaba a circular en España no sin dificultades, y con más dificultades aún en las colonias españolas. Esa filosofía no era otra cosa que cierta ordenación simplificada y generalizada del pensamiento racionalista, y alcanzó tal capacidad para reducirse a formulaciones rigurosas y precisas, que un día sus nociones pudieron parecer susceptibles de ser ordenadas según los vocablos que aludían a ellas, y así nació la Enciclopedia, que dirigieron Diderot y D’Alembert. La coherencia de su contenido, que suponía la ordenación y en cierto modo el triunfo de una nueva concepción del mundo, transformó a la Enciclopedia no sólo en libro de consulta capaz de responder a las preguntas de los espíritus curiosos sino también en un arma de guerra con la que se pudo soñar en abatir los resabios de la escolástica y la masa de los prejuicios populares.

Pero no fue sólo esa versión originaria de la nueva filosofía la que estudió y aprovechó Moreno. Junto a la Enciclopedia, a la obra de Rousseau a quien tanto admiraba y a la de otros pensadores franceses, Moreno frecuentó el pensamiento de los autores de la Ilustración española que ejercieron en él una curiosa influencia. No sólo recogió sus ideas, especialmente en el campo de la economía, sino que, más aún, recogió su peculiar manera de interpretar el pensamiento de la Ilustración francesa, interpretación que suponía revisar algunos criterios religiosos y políticos.

En el padre Feijóo aprendió a conocer la resistencia que los resabios del primitivismo oponen a las mentes ilustradas; en Ulloa y Jovellanos, las teorías económicas de nuevo cuño, capaces por cierto de alentar el desarrollo de la llanura rioplatense; y, en general, en el moderado ámbito de los “déspotas ilustrados” españoles los criterios para deslindar ciertos principios absolutos de las cuestiones prácticas que podían hacer al mejoramiento de la vida colectiva.

Cuando estalló la revolución, Moreno extrajo de estas lecturas un sistema de ideas que precipitó rápidamente en un programa de acción de inesperada eficacia. Moreno organizó su propia filosofía de la acción, a la medida de sus lecturas, y sus reflexiones, a la medida de su genio y, sobre todo, a la medida de lo que él creía que eran las exigencias de sus circunstancias.

Su filosofía de la acción está escondida en la acción revolucionaria de los primeros seis meses del gobierno independiente. Pero está a la vista en los numerosos artículos de la Gaceta, donde dio rienda suelta a su deseo de comunicación, a su voluntad de catequesis, y también a cierto jacobinismo que presidía su comportamiento político.

Su filosofía de la acción configura una típica actitud liberal, en ocasiones más avanzada que la de los hombres de la Convención y que a mí me parece prefigurar la de Mazzini. El liberalismo se traducía en una aspiración concreta a la conquista de un conjunto de libertades que la burguesía francesa había conquistado en la revolución de 1789, pero sólo después de haber luchado por ellas más de cinco siglos. Una ilusión hacía prever que el continente americano las lograría en una incruenta jornada de expansión popular.

Era, ante todo, una filosofía de la igualdad, vieja aspiración burguesa que nunca en Europa había sobrepasado los límites de la igualdad jurídica y que Moreno pensó como una homologación de indios y criollos a las clases tradicionales, sin que podamos estar seguros del alcance que este vago principio hubiera tenido si la acción de Moreno hubiera durado más de los seis meses heroicos. Era también una filosofía de la libertad y de la fraternidad, llena de emoción revolucionaria y dirigida hacia la destrucción del sistema colonial tanto como hacia la conquista de un ambiente propicio a la apertura del Nuevo Mundo. Era, además, una filosofía económica, acaso inspirada por Belgrano, pero enraizada en todo caso en su espíritu y adecuada por lo demás a los intereses de los grupos criollos que se preparaban para heredar los privilegios de los grupos españoles. Pero era, sobre todo, una política creadora, conducida por el convencimiento íntimo de que el país estaba entonces en las condiciones típicas del Contrato Social, esto es, dispuesto como una sustancia maleable a recibir la forma que un demiurgo quisiera imprimirle. Disueltos sus vínculos, la sociedad tradicional había liberado los viejos elementos que la componían, y dependía de la acción racional de quien conducía la nueva sociedad crear las nuevas ataduras capaces de suscitar una realidad nueva. A la faz de la Tierra, se levantaría una nación nueva y gloriosa, nacida como Minerva con todas las armas ante la invocación del creador. Nada debía oponerse a su designio, y el episodio de Cabeza de Tigre reveló la profundidad de las convicciones del joven político y filósofo que asumía la totalidad de las responsabilidades ante las consecuencias últimas de sus decisiones.

Esta filosofía de la acción que elaboró Moreno provenía de la que había aprendido en los libros; pero se encendió en la llama de una ocasión fortuita y adquirió nueva luz con la que se ilumina su personalidad y las circunstancias de su tiempo. Prócer, Moreno no era sino un hombre de su tiempo; pero lo fue con tanta resolución y profundidad que alcanzó a sobrepasar la grandeza convencional de los próceres para alcanzar la profunda grandeza humana.