La minoría judía en la URSS.* 1965

Bertrand Russell

Luther King

Meir Talmi

Rubén Ainsztein

Elek Nova

Yehuda Tubin

Daniel Mayer

José Luis Romero

Julio Adin

José Bleger

Nahum Goldman

Este meduloso trabajo sobre el drama judio en la U.R.S.S. fue leído por su autor en el acto público realizado por la DAIA en Buenos Aires el 20 de diciembre de 1965. La participación del Dr. José Luis Romero había suscitado gran expectativa por tratarse de una personalidad de singular relieve en la cultura
argentina contemporánea. Historiador ilustre, dio a publicidad importantes trabajos de investigación que le dieron notoriedad no sólo en el mundo universitario del país, que prestigió con el ejercicio de la cátedra y del decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, sino también en todas las esferas de la vida cultural hispano­americana, particularmente en el ámbito de la juventud, que ve en él a un maestro auténtico, alertado por los problemas de nuestro tiempo.

Este acto —al que he tenido el honor de ser invitado— está destinado a examinar la situación de los grupos judíos que viven en la Unión Soviética, donde, según constancias inequívocas, sufren una sutil persecución, que no amenaza quizá a los cuerpos pero carcome y humilla los espíritus. Otra vez, amigos, hay un drama judío. Y cada vez que hay un drama judío es menester recordar cuánta barbarie, cuánta injusticia, cuánta ferocidad se han escondido tras las persecuciones milenarias.

Un esfuerzo metódico y permanente de las organizaciones judías ha permitido que el mundo conozca la dura situación de los tres millones de judíos que viven en la Unión Sovié­tica, sin escuelas, sin periódicos, sin literatura en sus idiomas vernáculos, sin teatro, sin libertad religiosa, sin la paz necesaria para la creación, esa creación que la cultura judía ha ofrecido tenazmente a lo largo de siglos, aderezada con el llanto ázimo y con la esperanza indestructible.

Nosotros, los no judíos que los amamos —como hombres, ante todo, y como protagonistas de una de las más duras experiencias que la humanidad ha conocido— nos sentimos obligados a asociarnos a ese esfuerzo, analizando la situación sin prejuicios, difundiendo el conocimiento de los hechos y condenándolos en nombre de los más sagrados principios que rigen la coexistencia humana. Este acto forma parte, pues, de una campaña para esclarecer la opinión pública acerca de este brote sutil de antisemitismo, acerca de este florecimiento de la intolerancia, acerca de este delito contra los derechos humanos.

Esta campaña lleva ya largos años. En importantes conferencias internacionales se ha tratado el problema, para llamar la atención del mundo acerca de él. Yo tuve el honor de participar en la que se celebró en París en setiembre de 1964, y allí comprendí la magnitud de la amenaza que sufre la cultura judía, a través de la persecución que padecen en la Unión Soviética tres millones de hombres. Lo comprendí a través de las palabras de Daniel Mayer, preciso y certero; de las palabras de Nahúm Goldmann, que hizo un admirable examen de la situación, tanto desde el punto de vista político y jurídico, como desde el punto de vista de los valores de la humanidad y la cultura. Pero lo comprendí, sobre todo, a través de las palabras de Martín Buber, a quien me fue dado conocer entonces, y en cuya voz reconocí los ecos de la sabiduría patriarcal filtrada en los más severos y rigurosos planteos del pensamiento filosófico contemporáneo. Aprendí en Martín Buber cómo se puede ser judío y universal, y aprendí que el drama de los judíos es el drama de todos, agudizado en la contradicción, avivado en la impotencia, renovado cada vez entre las oleadas de turbios resabios primitivos que duermen en nuestras conciencias. Y por haberlo aprendido de espíritu tan alto, contraje el compromiso de sumarme a este esfuerzo para evitar que, lo que hoy es una sutil agresión contra la cultura judía —y por eso mismo, contra la cultura universal— se transforme en una campaña desatada contra la colectividad judía, contra cada uno de los judíos, contra sus cuerpos, siempre amenazados cuando se amenazan sus almas. Porque los no judíos deben recordar que nada hay más fácil que condenar a quien predica las ideas, como si fuera un reo de alta traición.

* * *

Sin duda, no hay actualmente en la URSS, una campaña persecutoria que haga recordar la barbarie nazi. Pero se ha lanzado —desde los sombríos tiempos de la dictadura staliniana— lo que podríamos llamar, si se me permite el neologismo, una campaña de “desculturación”.

Es un hecho incontrovertible que, por el juego de los procesos históricos, los judíos constituyen esencialmente un grupo cultural sui generis, disperso por el mundo. Acaso por ser tan fuerte como grupo cultural, resistió a las presiones y a las ventajas de ser incluido en cada uno de los grupos nacionales que se constituyeron tras la crisis de la sociedad feudal. Pero el mundo se constituyó bajo el signo de las nacionalidades territoriales, y los judíos subsistieron como grupo supranacional; como grupo cultural, capaz de mantener su unidad sin necesidad de ajustarlo dentro de ciertas fronteras, sin necesidad de arraigarlas exclusivamente en la tierra. Porque esa unidad se arraigaba en otra cosa, que ha probado que tiene, por lo menos, tanta capacidad nutritiva como la tierra misma.

Contra ese grupo cultural —que es un producto histórico, un hecho de la historia— se ha desatado, precisamente, una política cultural; pero una política negativa, destinada no a promoverla y vigorizarla, sino a secarla y consumirla. No hay —creo— “ghettos” en la Rusia de hoy, como los hubo en tantas ciudades rusas de la época zarista. ¿Pero no es un “ghetto”, éste que se circunda con la indeleble valla de las prohibiciones, con las cadenas del desprecio, con los muros de la incomprensión? Hay en la Rusia de hoy un “ghetto cultural”, expresión viva de un resabio de antisemitismo, que es cada vez más intolerable, veinte años después de la caída del imperio nazi del odio.

Es, sin duda, un caso extraño este brote de antisemitismo refinado que observamos hoy en la Unión Soviética, donde se ha realizado —cualquiera sea el juicio que a cada uno le merezca— una de las más extraordinarias y gigantescas experiencias de la historia, y, sin duda, la más trascendental de nuestro siglo.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la conciencia unánime del mundo se volcó horrorizada frente a los extremos que podía alcanzar el antisemitismo. No hubo indiferentes. Quienes lo habían sido, se avergozaron de la debilidad de su conciencia moral. Nadie dejó de repudiar la barbarie de los campos de concentración. Y el juicio de Nüremberg conmovió a todos aquellos en quienes latía siquiera una fibra de humanidad. Porque quedó demostrado que el antisemitismo podía conducir a los más horrendos extremos, una vez que se admite el principio de que se posee la verdad absoluta, la perfección absoluta, la pureza absoluta, en tanto que se adjudica a los demás el error, la imperfección y la impureza. Quedó demostrado que nada hay más falaz que los odios sagrados, que las guerras a muerte, que las declaraciones de incomunicación total. Y que tales sentimientos sólo producen males de los que luego se arrepienten quienes los han nutrido en su seno, pero después de dejar en la ancha huella de la historia millones de cadáveres, como los de las persecuciones nazis. Al fin de la Segunda Guerra Mundial, ciertamente, fueron muchos —o casi todos— los que sintieron el peso de la horrenda pregunta de “¿para qué?” formulada ante el espectáculo degradante de las montañas de muertos que cubrían los suelos.

Fue por entonces, precisamente, cuando se proclamaron los Derechos Humanos, cuando se afirmó la existencia de un conjunto de principios que nadie, con ningún pretexto, podía violar, aun cuando afirmara poseer la verdad o aun cuando jurara que la inmolación del prójimo era imprescindible para los altos fines de la humanidad. Defendidos y vigilados por los organismos internacionales, por los grupos políticos e intelectuales más avanzados y progresistas, los Derechos Hu­manos han llegado a ser un programa mínimo de convivencia entre los hombres.

Y fue por entonces cuando se creó el Estado de Israel, en el que se concretó un viejo anhelo de una buena parte del pueblo judío. Desde entonces, la cultura y los grupos judíos han adquirido —es evidente— una inusitada fortaleza y una nueva capacidad de resistencia frente a la agresión de los prejuicios y de los insolentes partidarios de la discriminación ra­cial, social y cultural.

No mucho después —hace muy poco— el segundo Concilio Vaticano ha revisado ciertas ideas que aún latían en el seno de algunos grupos católicos de extrema derecha, y ha definido con claridad el principio en que deben basarse las relaciones entre cristianos y judíos, oponiendo una norma categórica a quienes pretendían —escudados en su condición de cristianos— mantener y fomentar una estúpida discriminación religiosa.

* * *

Y bien, si es innegable que se han producido en los últimos veinte años tantos y tan significativos cambios; tantos y tan inequívocos signos de un acentuado retroceso del prejuicio racial, social, político, cultural y religioso; tantos y tan vigorosos indicios de un avance de las concepciones que deben regir la convivencia humana; ¿no es justo calificar de “extraños” al menos, este brote de antisemitismo que hoy se advierte en la Unión Soviética, y que parece ser, no sólo un resabio de la dictadura stalinista, sino también un resabio de viejas actitudes que esconden sus raíces en la época del zarismo?

Este fenómeno es doblemente extraño si se piensa en dos cosas.

Por una parte, en el innegable vigor de las convicciones sociales que han alimentado la revolución soviética, sin las cuales la revolución habría fracasado o habría sido aplastada, y de acuerdo con las cuales es inexplicable una política retrógrada de discriminación cultural.

Por otra, en la singular circunstancia de que la Unión Soviética, de acuerdo con su estructura constitucional y legal, está organizada según un sistema federal, en el que se desenvuelven libremente las nacionalidades diversas de acuerdo con sus modos tradicionales de vida.

Siendo así, ¿cómo explicarse este tratamiento discriminatorio con respecto a los grupos judíos, que suman un total de tres millones de personas?

Quizá el más vigoroso de los argumentos dados por la Unión Soviética sea la inadecuación de los grupos judíos al estatuto de las nacionalidades, y su resistencia a fijarse dentro de la región que les fue asignada para amoldarse al esquema de una nacionalidad territorial.

Quizá aquí tocamos el fondo del problema. En mi opinión, la diáspora constituye un hecho histórico muy antiguo, pero de una dramática actualidad. Para usar un símil que me parece adecuado para aclarar mi punto de vista, afirmaría que la cacería de africanos por los países blancos de Europa para convertirlos en esclavos, especialmente en América, es un hecho histórico muy antiguo, pero que no ha perdido nada de su actualidad.

En ambos casos, ingentes grupos humanos han ingresado en un proceso que no sólo comprometió a sus primeras víctimas, sino que comprometió a sus sucesores, por generaciones y generaciones. Y aun hoy los compromete.

Quizá podríamos preguntarnos quiénes son los responsables del desencadenamiento de tales procesos; pero la pregunta sería, sin duda, puramente retórica. Los romanos, los españoles, los ingleses, sería la respuesta. Pero esa respuesta carece ya de interés.

Lo que no carece de interés es preguntarse si aquella responsabilidad no ha recaído luego íntegramente sobre nosotros, sobre todos nosotros, y si no compromete nuestra eticidad el no asumirla. No hay un juicio posible para los generales romanos ni para los negreros españoles, o ingleses, que habrían sido condenados como criminales de guerra si a la sazón hubiesen primado los principios morales y jurídicos que se hicieron valer en Nüremberg. Pero debe haberlo para nosotros, si seguimos consintiendo en que, generación tras generación, hombres que nacen cada día a la luz de un mundo que ha entrevisto ya otros principios de convivencia, sigan sufriendo los males que le fueron infligidos a los abuelos de sus abuelos.

Cualquiera sea la opinión que le merezca a cada uno la forma de comportamiento de esos grupos sociales, es injustificable a la luz de los más elementales principios morales y jurídicos, que se perpetúen situaciones heredadas. Si la sociedad del pasado provocó las situaciones que hoy se arrastran, corresponde a la sociedad del presente afrontarlas a la luz de las doctrinas actuales. De esto sí tenemos todos la responsabilidad, y cualquier deserción es inmoral e injustificable.

Puede argüir la Unión Soviética que los grupos judíos no se amoldan al estatuto de las nacionalidades. Yo afirmo que es necesario amoldar el estatuto de las nacionalidades a la situación en que fue puesto —no preguntemos ya por quién— el pueblo judío. Esta doctrina debe ser entendida, puede ser entendida, por quienes están acostumbrados a un análisis objetivo de la realidad histórica. No hacerlo, significa, simplemente, rehuir una tremenda responsabilidad y transigir con la estúpida y sórdida fuerza del prejuicio.

* * *

He querido sumar mi voz a esta campaña destinada a llamar la atención sobre un problema que hoy angustia a muchos millones de personas; a los que sufren una dolorosa discriminación, a los que están unidos a ellos por los vínculos de la sangre, de la lengua, de la cultura o de la religión, y a los que estamos unidos a ellos por los elementales vínculos de la humanidad. Los que nos sublevamos ante el incalificable espectáculo de la discriminación racial en los Estados Unidos, no podemos permanecer callados ante la discriminación cultural en la Unión Soviética.

Y sí como en Estados Unidos crece día tras día una conciencia social que repudia tales hechos, esperamos que crezca esa conciencia social en la Unión Soviética.

Algunos signos aparecen ya sobre el horizonte, y los versos de Evgueni Evtushenko podrían alentar nuestra esperanza:

Porque hoy también, aquí, me siento dentro

de la piel de Anna Frank que es transparente

como un ramo de abril,

Me siento lleno

de un absoluto amor.