Otero Pedrayo y la Galicia medieval. 1947

Pletóricas de amor y de saber, las páginas de Otero Pedrayo poseen la virtud rara y exquisita de sumergir al lector en su propio paisaje y de acercarlo al borde del abismo donde hunde la raíz de sus meditaciones. Muchas veces nos sorprende su autor con el descubrimiento de nuevas perspectivas; muchas también sacude con la profundidad del juicio que sirve de corona a sus sabias construcciones históricas; pero siempre, y por sobre todo, conmueve con la calidez de sus evocaciones, con la tenue matización del cuadro que ofrece a nuestra vista, con cierto temblor vago con que su sensibilidad modula la certera visión de las cosas. El hombre de saber se hace siempre más flexible y más fino por esta virtud de la sensibilidad, y hasta es lícito afirmar que sabe mejor cuando la ejercita. Por las páginas de Otero Pedrayo desfilan los siglos y las leguas, y son innumerables las figuras que se acercan hasta nosotros, palpitantes de vida, para retroceder luego cediendo el paso a las generaciones que se suceden como las hojas de los árboles. Pero tan efímera como sea su presencia, cada una de ellas cobra en sus manos una inequívoca realidad y logra sobrevivir en el recuerdo con el trazo seguro modelado por su pluma hecha espátula. Y sin embargo, la calidad del escritor que suscita presencias humanas apenas puede compararse con la del que conjura los númenes misteriosos de la tierra para que se levanten hasta nosotros.

Entonces el artista alcanza su más alta maestría. A un lado se levanta el viejo robledal cargado de murmuraciones misteriosas; al fondo comenzamos a adivinar los empinados caminos de los montes; y cuando reparamos en un castro lejano, lleno de milenaria gravedad, sentimos el llamado impetuoso del verde mar que se ensancha saliendo de la ría para traspasar las islas envueltas en la bruma y perderse a lo lejos, en un confín inverosímil y seguro a un tiempo. El suelo está cargado de colores, salpicado por las manchas de los bosques oscuros, de los rebaños y de los sembrados. Pero hay algo en la imagen que tiene sabor de humanidad, porque hay humanidad con sustanciada en el paisaje. También salpican el color del suelo los caseríos dispersos, los caminantes que buscan los senderos, los labradores que se inclinan sobre la tierra, los carricoches, las azadas, las barcas que reposan sobre la arena, el horno familiar y la vieja caldera, el martillo y la red desplegada. Hay muchas, muchas cosas más con sabor de vida en el paisaje familiar de este evocador del paisaje humano; muchas cosas más cuyos colores tiñen la niebla y el claro cielo de la tierra gallega, impregnada de viejas reminiscencias. Aquí el monstruo marino coronado de algas; allí los sortilegios que se escapan de unas manos expertas; más acá las fuentes y las hadas; y allá, lejos, un misterio orlado de esperanza escondido en todo lo que promete una inconquistable lejanía: el mar, el cielo azul, el pensamiento huidizo y creador.

Así se insinúa el paisaje evocado por Otero Pedrayo, paisaje rico y multiforme, en el que la naturaleza se impregna de humanidad y su humanidad de un sonoro clamor de siglos. Sobre ese paisaje vive y palpita un hombre cargado de reminiscencias, y hay en su voz extrañas resonancias que provienen de lejos. Si lo sacáramos de él, su imagen vivirá en su recuerdo con la misma frescura con que sus ojos lo divisaron; y volverá a tornar a su paisaje, o esperará volver al menos hasta su muerte, como si toda tierra extraña fuera para él una Avalón de sombras. Eso es cuanto nos ofrece el artista sutil, evocando la atmósfera de la tierra gallega: un paisaje medido, y en él un hombre en cuyo oído habla con dulce y firme voz el tiempo ido. De tan afortunada conjunción habría de nacer una cultura sutil y fina, alta y profunda.

Esta cultura es propia de Galicia y no se confunde con ninguna otra. Otero Pedrayo —que hizo su historia en pocas y exquisitas páginas— afirma su existencia, alguna vez negada, apoyándose en la certeza de que hay en Galicia una curiosa compenetración entre una raza y un paisaje. Y gracias a ella se ha constituido cierto espíritu, que “se adaptó a varias culturas sucesivas pero a cada una de ellas impuso por lo menos su cuño particular, el eje de su alma”. Pasaron sobre su suelo los conquistadores, pero en Galicia sobrevivió esta tendencia singular que se expresaba en una colectividad, acaso indefinidamente al principio, pero luego de manera segura hasta resistir y triunfar de las formas de vida que quisieron imponerse sobre ella. A veces, heredó algo, pero a condición de desmenuzarlo y asimilarlo. Y así, poco a poco, forjó Galicia su personalidad espiritual, que Otero Pedrayo caracteriza con tres notas que considera decisivas: “la aventura celta, el gusto barroco y la final desesperanza romántica”. Esa personalidad crea y vive una cultura original que se desenvuelve dentro de su propio ámbito, trasciende a través de su creación, y respira aún oprimida por las fuerzas que tienden a desnaturalizarla.

Claramente descubrirá quien lea atentamente a Rosalía de Castro o a Ramón del Valle Inclán que esta Galicia original subsiste aún hoy, como subsistía en el Renacimiento o en el siglo XVIII. Pero quien se detenga en las páginas tensas y vibrantes de Otero Pedrayo descubrirá también que su época feliz, aquella en que sus rasgos se definieron y se realizó más plenamente en cuanto tenía de virtual, fue esa Edad Media que Otero Pedrayo siente —como decía Verlaine— “enorme y delicada”. A estudiarla dedicó la mayor parte de su Historia de la cultura gallega , y a evocarla con emoción romántica consagró la hermosa biografía del trovador Juan Rodríguez del Padrón que tituló Las palmas del convento . Seguramente ha consumido Otero Pedrayo muchas horas en la búsqueda y en el examen de sus noticias. Se lo adivina demorando calladamente sobre la apretada escritura de un códice, y acaso más atento todavía cuando sus ojos se fijan en los miniados que alegran el viejo pergamino. Allí está la dama tocada a la moda de Borgoña o el juglar soñador; allí está acaso la imagen del viejo abad del monasterio vecino o la escena compostelana con un fondo de catedral. Y cuando la fuente ha inundado su espíritu, Otero Pedrayo vuelve a observar la linfa, purifica las aguas, prepara en transparente vaso la bebida que nos ofrece con ademán gentil. Rica, multiforme, colmada de matices, arraigada en el solar nativo pero pletórica de resonancias universales, la cultura gallega madura en la Edad Media, conserva de ella su sello peculiar y perdura en el tiempo conformada por las inspiraciones primigenias. Quizá por eso se detiene Otero Pedrayo con tanta delectación ante esa época, clara bajo su propia luz, y oscurecida a veces solo para nosotros por las sombras del tiempo.

En el paisaje singular de Galicia, la raza celta ha encontrado un hogar propicio. Allí pondrá de manifiesto, viviendo, aquellas peculiaridades que Otero Pedrayo considera propias de su carácter: la ausencia de una rígida dogmática, la tendencia al ensueño y a la figuración de vidas que nunca podrán ser vividas, y una enorme ironía. Todo eso —nos dice— conforma un “deseo vago de otra cosa , manifestado en entusiasmos imaginativos o en contraria y paralela ironía y acerba crítica”. Y este sentimiento se une a una concepción panteísta de la naturaleza y del mundo, constituyendo con esos ingredientes, y en el paisaje que parecía predestinado, una singular manera de enfrentarse con el mundo, una cultura auténtica y radical, capaz de resistir a todos los embates y de modelar a los conquistadores del suelo y señores de los hombres.

Los primeros fueron los romanos. Llegaron con sus armas, con su estrategia superior, con sus soldados constructores de caminos, con su inmensa capacidad de organización. Trajeron consigo lo que los legionarios podían transportar de la cultura latina; y surgieron, con los caminos, las ciudades —Lugo, Braga— y comenzó a hablarse el latín. Pero en las ciudades y en el lenguaje impuso el alma gallega su sello peculiar y dejó entrever muy pronto su capacidad modeladora dentro de su propio ámbito. Así transcurrieron los siglos del imperio, y llegó y fructificó el cristianismo, con la aureola del apóstol Santiago, cuya memoria defiende y exalta Otero Pedrayo. Y como en el lenguaje de los conquistadores, también dejó Galicia su impronta inconfundible en la doctrina, teñida allí con tonos singulares por la impalpable presencia del panteísmo vernáculo.

Prisciliano es la gran figura de este proceso de declinación hacia el celtismo primigenio. Otero Pedrayo exalta su figura y exalta su voluntad de ortodoxia, solo vencida por un impulso irreprimible. Porque el católico ferviente que es Otero Pedrayo no se ciega, empero, ante las comprobaciones evidentes, y, como advertía la presencia de los antiguos cultos litolátricos en la tradición jacobea, señala ahora la irrupción de las viejas creencias en el seno de la doctrina gnóstica enseñada por Prisciliano. “¿No sería Prisciliano —llega a preguntarse— un hombre de formación druídica?” En la medida en que su fe es ardiente y su virtud incontrastable, Otero Pedrayo ve en él un mártir de la intolerancia y del odio; pero ve sobre todo el representante de aquel espíritu modelado por la razón celta en el paisaje gallego, espíritu denso y firme, capaz de sobrevivir a todas las influencias. Su obra —señala Otero Pedrayo— no fue efímera, pero a la larga sucumbió por la tenacidad catequística de la Iglesia, y la ortodoxia brilló al fin en Galicia. Brilló con Paulo Orosio, el discípulo de San Agustín y maestro del mundo occidental durante diez centurias; con Hidacio, el historiador de la conquista sueva; con Martín de Dumio, el monje panonio que convirtió a los conquistadores y combatió denodadamente los restos de las supersticiones populares. Galicia madura; madura bajo los embates de tantas influencias encontradas; madura y fija su propia fisonomía, sin perder nada de su fondo esencial a pesar de los elementos que asimilaba. Y cuando había definido su fisonomía, cuando, desaparecida la autoridad romana y absorbidos los suevos, comienza a elaborar su unidad racial, cuando definitivamente incorporada a la ortodoxia católica siente en sus lindes el paso amenazador de los musulmanes, entonces Galicia estrecha sus filas y recibe providencialmente el símbolo de su destino al hallar cerca de las riberas del Ulla, en los campos iluminados por la estrella anunciadora, la tumba escondida del apóstol.

Desde entonces, durante toda la Edad Media, la suerte de Galicia se desliza indisolublemente unida al destino de la fe. Se multiplicarán los monasterios y prosperarán las sedes episcopales. Y Santiago de Compostela surgirá brillante como centro de la vida gallega, identificada con Galicia, con España misma, y más aún, con la idea misma de cristiandad.

Allí se levantó la primitiva basílica, que sucumbió con la ciudad bajo los fuegos del Islam conducido por el bravo Almanzor. Y allí comenzó luego a erguirse el monumento definitivo del arte románico, flor de la inspiración y del esfuerzo de tantos artesanos artistas. Otero Pedrayo dibuja con dulzura exquisita la figura de San Pedro de Mesonzo y recorta luego ágilmente el singular perfil de don Diego Gelmírez. Acaso tanto como el Pórtico de la Gloria representan uno y otro el espíritu románico de Galicia, un espíritu que Otero Pedrayo considera decisivo en el destino de la tierra. Allí defenderá Gelmírez la corona de Alfonso VII niño aún; allí verá elevada su sede al más alto rango eclesiástico, y allí gobernará con energía entre los remolinos de los intereses en conflicto. Son los tiempos del Cid. Gelmírez —”gallego y europeo, dice Otero Pedrayo, uno de los primeros europeos de la península”— no ambula por los campos como el prócer castellano, sino que procura congregar la vida alrededor de la ciudad; y la ciudad crece y se enriquece, y su orgullo comienza a cristalizar en las piedras de la catedral, en las que muy pronto pondrá su mano prodigiosa el maestro Mateo.

Otero Pedrayo llama al viejo escultor “el hombre representativo en quien culmina el anhelo secular de Europa”, y afirma su calidad en fórmula rotunda: “La presencia de la palabra divina —dice— nunca aspiró a materializarse de un modo tan eficaz como en la obra de Mateo”. De sus manos salieron las figuras y las escenas apocalípticas que maravillarían a las generaciones sucesivas. Con ellas cobra la arquitectura románica su fisonomía definitiva y Galicia misma perfecciona su fisonomía a través del estilo de vida que el románico supone. Oigamos como expresa Otero Pedrayo esta su firme convicción. “El cristianismo en Galicia fue y es románico, sensitivo, incorrecto, apasionado, familiar. Como el barroco, que responde a la misma emoción románica tratado con un sentido más hecho, más experimentado y vesperal. La época románica —no vacilemos en afirmarlo como producto de observación y experiencia directa— significa la plena cristianización de Galicia, y conservan sus monumentos el anhelo incomparablemente joven de aquella primavera”.

Esta Galicia románica constituyó uno de los polos de la vida europea de aquellos siglos. Apenas hay fenómeno más importante y significativo en su destino que esta calidad que adquirió Santiago de meta del peregrinaje. A través del Mediodía francés, pasando por los santuarios ilustres de Tours, de Poitiers, de Toulouse, de Bordeaux, de Moissac o de Verelay, los peregrinos de Europa llegaban a la tumba del apóstol para recogerse ante el encanto sobrehumano de sus reliquias, rodeados por la mística luz de los ventanales y el alucinante perfume que emanaba del botafumeiro. Santiago recibió dentro de sus muros a millares y millares de peregrinos y los devolvió a sus lares con el imborrable recuerdo de su prestigio. Fue un símbolo, y los caminos que conducían a ella se poblaron con sus reminiscencias. Otero Pedrayo mide con justicia la significación de este destino y siente aún hoy el orgullo de la ciudad privilegiada: “Bajo la bóveda de Compostela se curvaron todas las variedades humanas del medioevo. Y aun fuera del ámbito cristiano el sepulcro respetado por Almanzor era considerado como un centro de unidad cristiana frente al mundo musulmán que sabía estimar el poder de una fuerza que no radicaba precisamente en el poder político, y al llegar a este punto no podemos por menos de indicar una recta importante y diferencial en la significación y el valor del nombre de Santiago. Rápidamente fue el guerrero, el flamígero que en la batalla desciende para animar a los cristianos y con lanzadas de luz ofusca y destruye al enemigo. El Santiago del grito, “¡cierra España!” el jinete de la milicia celestial, es el Santiago popular en España, el revestido con la dignidad de la caballería andante por la generosa hermandad de Don Quijote. Sentimiento no exclusivo de España y de la Orden Caballeresca de Santiago nacida en un monasterio gallego sobre rocas bañadas por la clara corriente del Ulla en el corazón de Galicia”.

Pero Galicia no fue solo famosa por las rutas del peregrinaje ni se expresó tan solo en la dura voz de piedra de las tallas compostelanas. También sabía cantar con voz dulcísima. Más que el castellano, la lengua castellana hallaba [en Galicia] los sones armoniosos que requerían los impulsos líricos, y el fondo céltico proporcionó los temas de ensueño y de misterio sobre los que podían tejerse mejor las angustias del corazón gentil. Tan dulce y penetrante fue su voz, que el nombre de Galicia cobró tanta gloria por ella como por su tumba milagrosa. Después, es cierto, se olvidó aquella flor de su corona, y Otero Pedrayo nos dice que su redescubrimiento adquiere, para la justipreciación del papel de Galicia en la cultura occidental, tanto valor como tuvo la admisión del celtismo gallego. Afirmación exacta, porque pocas sorpresas pueden ser comparables a la que provoca en el conocedor de la Edad Media castellana la lectura de Airas Nunes, de Pero Meogo, de Martín Codax, de los más conocidos Macías o Rodríguez del Padrón.

Otero Pedrayo cree firmemente en el indigenismo de la poesía trovadoresca de los cancioneros, y procura probarlo con buenas razones. Así, al lado de la poesía provenzal y de la lírica que florecerá en el siglo XIII en suelo itálico, la poesía galaico-portuguesa adquiere una significación extraordinaria, afianzada por la originalidad y la profundidad de su inspiración, y también por la calidad exquisita de cada uno de sus poetas, capaces de dar a aquella inspiración ancestral la forma pura y universal que merecía.

Otero Pedrayo concluía el análisis de este curioso aspecto de la cultura gallega en el libro que dedicó a diseñar su panorama, prometiéndose ahondar en la figura del último de los trovadores, Juan Rodríguez del Padrón. En él se dan —decía— “los tres factores más claramente gallegos de la historia: la aventura celta, el gusto barroco y la final desesperanza romántica”. Al fin, Otero Pedrayo ha cumplido su propósito y nos ha dado, con Las palmas del convento, un libro extraordinario de hondura psicológica, de capacidad evocativa, de maestría literaria. ¡Qué Galicia tan rica en contenidos espirituales nos ofrece! Y al mismo tiempo, ¡qué mundo tan vasto, en el que Galicia se engarza con toda su irreductible peculiaridad y su trascendente universalismo!

Otero Pedrayo ha servido a su tierra con el más valioso de los esfuerzos; nada pide para ella que no se merezca, pero muestra, destaca, exalta y diferencia cuanto posee para que los azares de la historia posterior de España no sigan ocultando su figura y su gloria. Se queja del desprestigio que ha sufrido su tierra después de los Reyes Católicos, con la España imperial del siglo XVI, con la España apocada de la Edad Moderna. ¡Mas qué vitalidad revela aún hoy la Galicia medieval a través de sus páginas! Acaso declinó después, pero su espíritu estaba cincelado a fuego, y aun perdura en su expresión el soplo mágico de ese tiempo creador que, entre tantas cosas, halló en las tierras del Finisterre romano, de la Compostela apostólica, de El Padrón poético, la virtualidad de una originalísima imagen de la vida.