Paul Groussac. 1955

Es justo —a los veinticinco años de su muerte— que recuerden a Paul Groussac los que lo estimaron como amigo y los que lo reconocieron y reconocen como maestro. Es justo. Quizá se desvanezca con el tiempo el recuerdo vivo de su figura señorial, de su palabra acerada, de su mirada penetrante; pero es seguro que con el tiempo cobrarán sazón los frutos de su inteligencia, legado inestimable que ha enriquecido más allá de lo que solemos suponer nuestro haber intelectual. Paul Groussac no gozará quizá —si es que eso es gozar— de popularidad multitudinaria. Pensó y escribió siempre para satisfacer a los espíritus más austeros y rigurosos, no para complacer a los más indulgentes. Pero los espíritus austeros y rigurosos sabrán cumplir la deuda que con él tienen contraída, conservando el recuerdo de su denodado esfuerzo en favor de nuestra incipiente cultura, de su áspera cruzada para infundirnos el principio de austeridad que regía su propia labor, para persuadimos de que no hay saber que se conquiste sin esa desesperada vigilancia que Leonardo llamó “obstinado rigor”. Es justo que cumpla también aquella deuda, aplicándose a perseverar en el ejercicio de las virtudes del maestro.

Paul Groussac puso al servicio de los estudios históricos argentinos no sólo un vasto saber sino también una inteligencia excepcionalmente lúcida, una penetración poco frecuente para percibir la trama profunda de la vida histórica, un espíritu sin prejuicios suficientemente irónico y suficientemente escéptico como para desdeñar los juicios consagrados, y una humanidad capaz de sumergirse con una extraña suerte de pasión en la pasión ajena. Era, sin duda, no sólo un escritor de raza —como dijo de él Mitre—, sino también un historiador de raza. No es extraño que llegue de sus obras la ráfaga de recuerdos clásicos: de Michelet, de Fustel o de Taine porque estaban presentes en su espíritu a toda hora, como lo estaban presentes los dioses mayores de su estirpe, Montaigne y Pascal. Pero Groussac realizó el prodigio de infundir a su genio nativo un vivificador soplo americano. Su “forma mentis” fue francesa hasta su último instante, pero su espíritu logró adquirir la adecuación que requerían sus temas predilectos y su veneración por los maestros de la historia y los dioses mayores de su estirpe no le impidió captar la diferente textura de la tela a cuyo examen dedicó su esfuerzo. No se equivocaba cuando decía —al concluir el prefacio de su Liniers— que su estudio “huele mucho menos a parque parisiense que a llanura pampeana y monte arribeño”. Eso fue lo que quiso ha-cer, lo que sabía que era su deber hacer como historiador… Y el haberlo logrado nos ata a él y desata también nuestro afecto por habernos elegido para sumarse a nosotros. No hay mejor manera de ser uno de los nuestros.

Aun cuando algunos de nuestros mejores críticos han examinado con agudeza diversos aspectos de su obra histórica sobre el pasado argentino, me atrevo a pensar que aún no se ha estudiado a fon-do la significación de la totalidad de su pensamiento. Acaso estemos en deuda con Groussac por no haber realizado esa labor. Labor sutil y compleja a un tiempo, porque quien la emprenda habrá de estimar aquella significación sopesando ideas, a primera vista fragmentarias, expresadas por Groussac en distintas épocas de su vida, con distinta clase de ropaje y aun en ocasiones con distinto alcance según el pretexto a propósito del cual las expresa. Pero no creo que pueda dudarse de que, si el investigador posee una talla proporcionada a tal labor, los resultados serán reveladores y acaso sorprendentes.

Quizás alguna vez pasó por la mente de Groussac escribir un relato continuo de nuestra historia. Es bien sabido que no lo escribió nunca y que su obra se compone de ensayos parciales, casi todos ellos de aire biográfico. Pero a diferencia de otros, Groussac pensó la historia argentina aun cuando sus escrúpulos o acaso el mero azar no le permitieran acometer la empresa de escribirla. Groussac pensó mucho y los frutos de su reflexión están esparcidos a lo largo de sus ensayos fragmentarios. Desde el Mendoza y Garay hasta Los que pasaban se suceden los eslabones de una cadena casi ininterrumpida de imágenes de nuestro pasado, en cuya sucesión el observador sagaz podrá descubrir la persistencia de ciertas ideas conductoras. Y acaso quien nos ofrezca ordenadamente expuesto el cuadro de la historia argentina que pensó Groussac nos sorprenda con un redescubrimiento de la penetración del maestro.

Me atrevería a decir que nos hemos dejado seducir por el encanto de sus estudios fragmentarios y no hemos sabido apreciar la totalidad del mensaje de Paul Groussac. Quizá, por ejemplo, hemos leído sin la debida atención, y sin la decisión de extraer de él cuanto encierra para juzgar la peculiaridad de nuestro pasado, aquel pasaje singular insertado en su estudio sobre Diego Alcorta en que Groussac sintetiza lo que él, no sin cierta ironía, llama su filosofía de la historia:

“La filosofía de la historia, que, para mi uso propio, tengo extraída de mis lecturas y reflexiones es que, a pesar de la tradición y de los hábitos heredados, el orden social representa un estado fic-ticio y precario. Lo natural es el desorden; y sólo merced a todo un sistema complejo de diques y defensas es como la fábrica resiste al empuje exterior y no peligra la civilización. Cualquier sociedad — singularmente las recientes y rudimentarias— representa en lo moral lo que el sur de Holanda en lo físico: un suelo conquistado sobre el mar, que bate los malecones en acecho de la brecha abierta por donde se precipiten el desastre y la ruina. En otros términos, más claros aún: no hay equilibrio estable sin la fuerte trabazón de una jerarquía. La única igualdad, que no signifique una quimera, es la virtual, o sea la que, sustituyendo a las castas cerradas con las clases abiertas, permite el vaivén libre y fecundo de la savia nacional, que renueva incesantemente las aristocracias vitalicias de la moralidad activa, del talento bien empleado, de la fortuna bien habida. Los trastornos políticos terminan en el desquiciamiento social, porque tienden irresistiblemente a repetirse”.

Quienquiera que esté familiarizado con nuestro pasado puede entrever a poco que reflexione las vastas posibilidades interpretativas que tiene esta idea. Lo informe y lo conformado constituyen dos términos antitéticos del devenir histórico. Conformar la realidad informe constituye la misión de las minorías creadoras. Groussac no era un espíritu aristocratizante en cuanto esa actitud tiene de vano y estéril; pero era un espíritu antirromántico, al que no seducían la vaga hipótesis de la potencialidad creadora del Volksgeist —el espíritu del pueblo de los románticos alemanes— sino que creía tan sólo en la capacidad de creación de las minorías. Así lo afirmaba categóricamente en su estudio sobre las Bases de Alberdi: “El principal agente productor y el índice que marca a cada pueblo su altura en la escala de los valores nacionales es el espíritu de invención, la capacidad y el talento del grupo dirigente”.

Una y otra vez se advierte la persistencia de este criterio en Los que pasaban y es bien sabido que no tiñó su pensamiento el designio de halagar a los poderosos, porque nadie castigó con más severidad el fariseísmo ni señaló con más entereza los errores y los defectos de las minorías intelectuales de su país de adopción.

Acaso, hubiera podido sin mucho esfuerzo intentar el relato continuo de nuestra historia, para el que no le faltaban los esquemas rectores. Cierta modalidad de su espíritu lo invitaba más bien a demorarse en el cuadro circunscripto de una historia, de una época o de una figura. Allí aplicaba el crítico implacable su voluntad de rigor, desbrozando el campo de tanta mezcla como había acumulado sobre él un saber anecdótico y acrítico. Y comenzaba luego a levantar piedra sobre piedra —tras haberlas tallado y pulido— para el nuevo edificio intelectual cuyo plano tenía precisamente dibujado en su espíritu.

Por eso fueron sus construcciones sólidas y duraderas. Poseía todos los secretos de la técnica erudita, pero además esa envidiable frescura de la mente que permite al historiador de raza situarse frente a la realidad, a un tiempo mismo, con hipótesis preconcebidas y sin prejuicios irrazonados. Aun así, no hubieran tenido las fábricas que supo levantar tanta solidez y tanta belleza si no hubiera poseído cualidades mejores y más raras aún que las de la mera erudición. El dato trabajosamente obtenido de los vestigios del pasado ingresaba —una vez aislado— en un mundo de ideas que ordenaba una y otra vez su inteligencia fértil, cada vez que el dato recién hallado modificaba el conjunto de los hechos, sin pereza ni desaliento.

“La historia es ciencia, es arte, es filosofía”, anotaba Groussac en el prólogo de su Liniers. La observación, que en otro hubiera sido trivial, estaba en él cargada de sentido, porque sabía medir con rara exactitud el alcance de cada una de esas posibilidades. Acaso pudieran hacerse innumerables reparos a sus principios teóricos, sobre todo si se los considera en particular y aisladamente; pero es innegable que se entrecruzaban en la mente de Paul Groussac con insólita coherencia, proporcionando a su espíritu una excepcional armonía, un raro equilibrio.

Este carácter de su personalidad, este predominio en su ánimo de un estilo, explica, en mi opinión, la agudeza con que percibió las debilidades y los defectos de nuestro ambiente intelectual, y la autoridad que le reconocieron amigos y enemigos para ejercer la crítica. Nadie ha revelado con tanta honradez, con tanta objetividad y tanta voluntad de justicia los vicios que, desgraciadamente, deforman la inteligencia argentina. A veces fue severo con los hombres y acaso en ocasiones injusto. “No le toca a la humanidad, falible y pecadora, anticiparse a los fallos del juicio final”, escribía una vez. Pero consideraba su deber acusar el error donde lo encontrara, denunciar las posiciones falsas donde aparecieran, indicar el camino recto cuando creía estar en posesión de la verdad. Su probidad intelectual tenía algo de ascético y sublime, y el espectáculo de la irresponsabilidad lo arrebataba, acaso porque vivía eminentemente para la inteligencia, y la inteligencia para él era rigor.

Nunca podremos agradecerle suficientemente el papel de inflexible censor que quiso ejercer entre nosotros, porque esclareció mucho su espíritu y dejó señalado, para quienes quieran seguirlo, el único camino que le es dado al ejercicio intelectual.

Dejó, sin duda, sobre nosotros una herida; pero no en nuestro corazón, si nuestro corazón es noble, sino sobre nuestra vanidad y nuestro orgullo. Sobre nuestra suficiencia y nuestra arrogancia. Con la punta de su florete francés entró a fondo precisamente allí donde la sangre del dragón no preservaba nuestra piel. Y la herida manó abundantemente, y pareció mortal a algunos, y fue catártica y salvadora para otros. La mano que empuñaba el florete no era un ciego instrumento del desdén; lo era menos aún de la soberbia. Obedecía a una inteligencia clara regida por un carácter magnífico. Paul Groussac llamó a la herida que nos infería “la herida del que ama”. Y porque nos amó y quiso ser uno de los nuestros, porque amó nuestro pasado y nuestras cosas, porque ejerció entre nosotros un noble magisterio y puso a nuestro servicio su espíritu noble y severo, su nombre se repetirá una y otra vez en esta tierra con admiración y con respeto.

Mas acaso el adusto maestro obtenga el mejor premio cuando arraigue en nosotros esa virtud de la inteligencia que le era cara entre todas, aquella justamente que Leonardo definía como un “obstinado rigor”.