Paz en sus Memorias. 1958

José María Paz ostenta la indeleble señal de un obstinado y crudelísimo infortunio. Hay en su porte un aire severo, una vigorosa dignidad, que no son sino la respuesta del alma tenaz a las inveteradas afrentas de la adversidad. Y esta respuesta nace en él espontánea y firme, como si fuera la única posible, como si no hubiera esperanza. José María Paz no conoce sino trabajos. Su golpe cae sobre un yunque que se funde más y más en la tierra, sin que el hierro alcance a ser modelado según la idea preconcebida. Y su existencia transcurre dando golpe tras golpe, y siempre es la tierra la que cede, y siempre es el hierro el que permanece insensible, informe. La idea preconcebida es noble y clara; el golpe es certero y vigoroso, pero el hierro permanece insensible, informe. José María Paz sabe que lucha contra una materia resistente, y le opone su imperturbable resistencia a la desesperanza, a la frustración, a la fatiga. En eso reside su infortunio. Sabe que tiene que seguir dando golpe tras golpe, hasta que estalle su cabeza, sin la esperanza de llegar a ver el hierro modelado. Empero su esfuerzo no conoce descanso, como si estuviera movido por una misteriosa certeza de la legitimidad de su conducta, de la exactitud de su pensamiento, de la nobleza de su misión. En eso reside su obstinado infortunio: en no poder llorar, en no poder ceder, en ser esclavo de un mandato imperioso por cuyo cumplimiento sólo le es ofrecido en pago la muda insensibilidad de su contorno. José María Paz traduce en mesuradas reflexiones todas las amargas experiencias de una vida marcada por la señal del infortunio. No sabe quejarse. Una medida inteligencia le permite comprender todo aquello que la pasión quisiera condenar sin examen. Y cuando comprende descubre los secretos caminos de la conducta humana y se aviene a cargar con la culpa de todos para expiarla en un renovado esfuerzo sin esperanza. Es Tántalo y es Sísifo. De cada esfuerzo, de cada trabajo, lo único que espera es tener que volver a empezarlo. A un paso de la consumación de su esperanza, el río del destino tuerce inesperadamente su curso. Pero José María Paz no se queja. No sabe quejarse. Desprecia la pasión y juzga inútil la blasfemia. Prefiere discurrir y purificar su amargura en la refinada alquimia del monólogo. Reconcentrado y solitario, José María Paz deja correr la linfa de su dura experiencia por sobre el papel: es su respuesta. Y en sus cuadernos queda la impronta imperecedera de su infortunio y su grandeza, de su clara y medida inteligencia, de su varonil y casi ascética virtud.

Acaso pronto se descubra que la lectura de las Memorias de Paz es casi tan inevitable para un argentino como la de Facundo. También Paz ha llegado, a su modo, a la entraña misma de nuestro drama. A diferencia de Sarmiento, teme entregarse a la pasión, y calcula con escrupulosa minuciosidad la intensidad de las fuerzas que se contraponen. Paz cree en las reglas del juego. En La Tablada como en Caaguazú, demuestra su ciega confianza en la superioridad de la razón: no puede desviarlo de sus convicciones la presencia del ciego azar que boleó un día las patas de su caballo y lo tornó de triunfador en impotente prisionero. Es un carácter. Tiene la reciedumbre del que se ha acostumbrado a soportar la escarcha, sabiendo acaso que la ingratitud o el egoísmo son más fríos que la escarcha. Pasa por entre las ambiciones y las maldades con el paso sereno de quien confía en sí mismo. Y al pasar mira, y prefiere entender lo que ve, aun cuando le disguste o aun cuando le salpique el sucio fango del camino.

Paz amó la ilusión de la justa guerra por la independencia de su país. Adquirió en ella la capacidad de saborear el goce estético que se esconde en el renunciamiento, y supo ejercitarse en el sacrificio buscando el triunfo de una idea simple, inobjetable, clara. Ad-quirió también la capacidad de descubrir el goce estético que se esconde en el orden, en el equilibrio de las cosas, en la justa medida, en la regulada expansión del sentimiento, en la moderada indulgencia, en la inteligente comprensión. Todo tenía su encanto, y era camino hacia una esperanza ennoblecida por el sentimiento generoso y el recto juicio: la esperanza de la libertad, “esa libertad —dirá más tarde, melancólicamente— tras la cual, como si fuera una sombra, hemos corrido tantos años”.

Pero de pronto, lo que parecía una misión común, la misión suprema de todos, comienza a parecer secundaria o inútil a algunos. Otros objetivos aparecen, y tras ellos se lanzan unos, separándose de los demás y tornándose muy pronto hostiles a los que no comparten su inesperada y excluyente preocupación. Paz observa que, repentinamente, el panorama se disloca. A los dos frentes legítimos en que él pensaba, suceden innumerables frentes aparentemente ilegítimos que se oponen sin orden, y sin que se termine de descubrir qué fuerza los suscita. La guerra civil ha comenzado. El hombre de orden, el hombre de la esperanza romántica y juvenil, madura repentinamente y se introduce en el duro mundo de los egoísmos y los intereses imperiosos, del resentimiento, de la necesidad. En ese instante, y por un súbito enriquecimiento de su experiencia, Paz evita el peligro de transformarse en un espíritu faccioso. Rechaza las formas de vida colectiva que comienza a predominar, execra los principios que las nutren, pero comienza a ver las necesidades profundas que las suscitan y a comprender los incontenibles móviles que las impulsan. Paz odia la anarquía y desprecia a los caudillos, pero percibe con rara agudeza el complejo movimiento que agrupa alrededor de ellos a los hombres de las campañas, por cuyos complejos e inexplorados espíritus pasean sombras centenarias de anhelos y temores a los que conjura sabiamente sólo quien puede y sabe. El caudillo termina enriqueciéndose a costa del esfuerzo de los suyos, y también por esto lo execra Paz. Pero los hombres de las campañas han seguido tras su ban-dera por irreprimibles impulsos y también por nobles ideales. Paz los descubre y se conmueve; y aparta de sí la condenación que dicta la soberbia para adoptar una discreta e indulgente actitud comprensiva. A veces sorprende la claridad del juicio, la modernidad de los diagnósticos, la precisión de las observaciones en el campo de los fenómenos sociales. Paz no se lleva de vanas palabras, sino que analiza lo que cada expresión, cada mote, cada intencionada consigna esconde tras de sí, para desnudar las realidades de los disfraces con que intencionadamente han sido recubiertas.

Su capacidad para comprender no entibia, por cierto, su militancia. La mala causa arrastra a innumerables inocentes, engañados o confundidos; pero él considera que no puede dejar de combatirla para aniquilar a quienes la alientan, a quienes aprovechan de ella. Paz ama la libertad, pero no se engaña acerca de sus contenidos. Le había dolido, al comienzo de la guerra civil, que la causa de la libertad fuera impopular; pero ahora ha descubierto que las palabras suelen ser proteicas y engañosas. Desconfiando de la claridad mental de los suyos —y acaso de las intenciones de alguno—, Paz quiere que el sistema de divisas convencionales se adapte a las circunstancias reales. Referidas a los unitarios, escribe palabras memorables en relación con la orientación política adecuada a los momentos de profunda crisis social. “No se puede comprender —dice— cómo hombres dotados de incuestionables talentos y que profesan el positivismo, se han persuadido que podían conmover una nación con declamaciones vagas, en que predican amor a la libertad y horror al despotismo. Preciso era presentarles una idea, un principio, un sistema que les diese esperanzas de ver realizados sus votos, y que los sacase del terrible círculo de anarquía y desorden en que giran hace cuarenta años”. Por no querer aceptar los principios de la fac-ción, arrostró Paz el desdén de sus compañeros de causa, y acaso la desconfianza. Mas debió arrostrarlos a causa de su sinceridad y su clarividencia, en las que suelen verse pecados de soberbia.

En sus compañeros de causa, Paz descubre extraños procesos de adecuación superficial. Lavalle se ha asimilado al método militar de los caudillos. Pero el sistema de las soluciones evoluciona más difícilmente. Paz tiene las suyas, y son prudentes y eficaces, porque parten de la realidad y no desdeñan las contingencias que caracterizan las vidas concretas de los hombres. Más político que los políticos, Paz pesa y mide las situaciones con precisión y claridad.

Pero Paz no tiene poder de persuasión sobre sus compañeros de lucha. Unos le temen, otros le envidian, otros le desconfían. Sus soluciones son meridianas, pero un extraño designio hace que en su voz resulten incomprensibles para su contorno. Paz, sin embargo, no vacila. Expresa lo que ve y deduce de ello las normas para la conducta, dentro de una decidida sujeción a los viejos e irrenunciables ideales. Luego viene el fracaso, la inutilidad del esfuerzo, la pérdida de todo lo que se había comprometido en la acción. Pero Paz perse-vera. Alguien recogerá el fruto. Su misión consiste en el cumplimiento de su deber, y a la dura adversidad opone una voluntad más dura aún. Luego, en una refinada alquimia, comienza a elaborar sus reflexiones, acaso para desahogo de su espíritu fatigado, acaso en busca de una vaga justificación, quizá por el goce estético de legar a la posteridad el testimonio de su infortunio contrastado con el de su imperturbable fortaleza. Paz escribe pausadamente, con el estilo de su carácter. El espíritu es moderno, y gracias a él la historia se trasmuta y parece que nos concierne más íntimamente. El drama de Paz fue su mesura en medio de una tempestad de revelaciones y de desconciertos. Sus Memorias son su desquite.