Carlos Visca y la aventura en la Edad Media. 1963

¿Qué veía Carlos Visca cuando miraba hacia lo lejos, perdida la mirada, y discurría desordenadamente sobre los innumerables temas que acudían a cada instante a su mente? Después de varios años de variado y asiduo diálogo debo confesar que nunca lo supe ni pude imaginarlo. Oía su voz, procuraba introducirme en la compleja y temblorosa red de su pensamiento, acusaba la recepción de sus ideas, pero seguía ignorando cual era el vago horizonte hacia el que su espíritu se dirigía, más allá sin duda de aquel donde su interlocutor se situaba. Y aún lo ignoro. Pero al volver a leer los originales de su libro sobre la aventura medieval, para refrescar su recuerdo y escribir estas líneas, he comenzado a redescubrir su personalidad, nada transparente por cierto, y ha llegado a mi recuerdo, antes que ninguna otra cosa, esa mirada suya, perdida tras los gruesos cristales que separaban a Carlos Visca del mundo.

Inteligencia viva y profunda, la suya penetró en el mundo circundante de un modo extraño e inimaginable. ¿Qué eran para él los árboles, las caras amigas, la playa de Pocitos, el barco lejano? Su curiosidad era infinita; pero el mundo circundante se le ofrecía sin duda brumoso y esfumado; y su curiosidad crecía entonces, sin duda, ante la muda esfinge que tenía por delante y que acaso se complacía en variar sus formas como lo hace la llama o la nube, y al fin la curiosidad se hacía obsesión y se traducía en un torrente de presunciones anhelantes expresadas en un vértigo de frases que procuraban aprehender la realidad más allá o más acá de la lógica. Quizá me equivoque, pero ahora que releo las páginas de su libro sobre la aventura medieval se me hace cada vez más patente la idea de que su personalidad estaba siempre tensa entre su apremiante apetito de conocimiento riguroso por una parte y su experiencia de una brumosa y fluida realidad por otra.

Por eso, creo, se sumergió tan pronto y se situó tan adecuadamente en las profundidades del espíritu medieval. Acaso nunca haya observado otro caso tan conmovedor como el de Carlos Visca. Lo he visto descubriendo un mundo al que lo unía la afinidad inexplicable, y decidiendo su vocación, y volcando hacia la inquisición de sus secretos toda su inteligencia y toda su sensibilidad; y lo he visto también liberándose, a través de ese vuelco, de innumerables inhibiciones y controles. Quizá en este instante, el viejo afecto que me unía a Carlos Visca y el sentimiento de estar cumpliendo, al escribir estas líneas, un deber de amistad y de póstuma justicia con uno de los primeros discípulos que recogió mis sugestiones –entre poéticas y eruditas— sobre el encanto de la cultura medieval, altere mi imagen de las cosas. Pero estoy casi seguro de no equivocarme si afirmo que la resuelta decisión de Carlos Visca por los estudios medievales se relaciona no tanto con mi poder de persuasión como con cierta afinidad secreta entre su espíritu y el espíritu de la cultura medieval.

Si no hubiera sido un espíritu curioso, si se hubiera resignado a creer lo que veía a primera vista, su espíritu no sería afín con el espíritu medieval, que fue curioso, inquieto y fervorosamente inclinado hacia el descubrimiento de la verdad. Pero si no hubiera advertido, acaso por experiencia personal, el singular encanto del conocimiento impreciso, del conocimiento brumoso, del conocimiento poético, en fin, quizá tampoco hubiera podido llegar a sumergirse en el complejo y contradictorio mundo de la Edad Media. Carlos Visca reunió esas dos cualidades singulares. Buscó el conocimiento riguroso y aprendió que hay, en las vísperas de su hallazgo, una etapa poética o metafísica, en la que importa la ilusión de una riqueza mucho mayor que la que da el conocimiento preciso. Esa etapa no es desdeñable, porque ha alcanzado un conocimiento falaz pero ha desplegado un inconmensurable haz de posibilidades que nadie puede saber si serán o no realidades un día. Y en las penumbras y en las primeras claridades, hasta el instante en que se prueba el fruto del árbol del bien y del mal, se acrecientan las experiencias y se siembran las inciertas simientes que germinaran un día en las ideas claras y distintas. Junco pensante, es para Pascal a un tiempo mismo el de la geometría y el de Dios. Porque todo misterio desembocará un día en riguroso saber, pero entretanto lo ha nutrido, ha enriquecido sus raíces y lo ha tornado fértil, tanto como para que el saber riguroso no sepulte la capacidad de creación, signo supremo de la soberanía del hombre.

¿No fue todo eso lo que llevó a Carlos Visca a estudiar la idea de la aventura de la Edad Media? Creo que esta actitud suya me movió a sugerirle el tema –si es que no fue él quien me sugirió a mí que se lo sugiriera— y esta actitud suya lo movió a aceptarlo entusiastamente. Hoy releo sus páginas, imperfectas sin duda, y descubro que era su tema, su tema propio. Dentro de diez años hubiera escrito sobre este mismo asunto un libro inolvidable. Pero aquí está su tema, con su singular vibración humana, con su mucha erudición y su aun más grande anticipación de muchas cosas que empezaba a pensar. El fruto es excelente pero se acentúa la pesadumbre frente al árbol seco.

Su tema era el de la aventura, el de la inmersión del hombre en lo desconocido, el de la conquista trabajosa del saber, el del azar que acosa y estimula al hombre. Un día el azar lo mató a él mismo. ¿Cómo llorar? Hasta el azar fue fiel a Carlos Visca, sensible, inteligente y sutil, pero un poco ciego para las cosas más cercanas. Amó el azar y la aventura, y murió en sus manos. Nos queda él, con su recuerdo, esta incursión hacia los secretos de la aventura, a la que no le falta algo de íntimo testimonio.