‘Catalina de Aragón’ de Garret Matting. 1943

No hubiera podido alcanzar significación ni dignidad una biografía de Catalina de Aragón si no se hubiera encuadrado la dura existencia del personaje dentro del brillante y dramático marco de la historia del Occidente de Europa en la primera mitad del siglo XVI. Tras el violento forcejeo entre la nobleza feudal y la monarquía que caracteriza al siglo XV, Europa veía fortalecerse, y ya para un largo plazo, los poderes de las autocracias; y el siglo siguiente mostraría el espectáculo de unas pocas dinastías dominando a Europa con omnímoda voluntad sin que fuerza alguna pareciera capaz de contrarrestar su autoridad y sin que campo alguno de la vida histórica fuera susceptible de desarrollar una vida autónoma o fuera reacio a las influencias reales. En una corte en la que se acentuaban cada vez más estos caracteres, la de los Tudor de Inglaterra, llegados al poder al término de la sangrienta guerra de las Dos Rosas, había de desarrollarse la existencia de la hija menor de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, y sobre el escenario en que Enrique VIII ocupaba el primer lugar nos la muestra el sólido y apasionante libro de Mattingli.

En su transcurso adquiere viva realidad la Inglaterra de los primeros Tudor. La joven princesa española abandona su tierra natal para sumirse en su corte cuando Inglaterra pugnaba por consolidar su nueva dinastía y por adquirir en Europa una posición predominante. Enrique VII luchaba por lograrlo con aquellos caracteres que Francisco Bacon precisó finamente y que hicieron de él un príncipe de típico corte renacentista. A su muerte, el joven rey que le sucedió en el trono pondría al servicio de semejantes ideales un temperamento oscuro y susceptible de interpretaciones diversas, en cuya aclaración han trabajado intensamente los historiadores, porque condujo a resoluciones que fueron decisivas para el destino de Inglaterra.

A aclararlo contribuye el estudio atento de la influencia de Catalina de Aragón, su esposa en la primera etapa de su reinado. Debía manifestarse en formas múltiples, porque la acción de la princesa española fué particularmente razonada y consciente. Por la proximidad de España con el movimiento renacentista, estaba ella en condiciones de estimular la mutación espiritual que encarnaba en Inglaterra su odiado enemigo, el Cardenal Wolsey, tanto como Tomás Moro y tantos espíritus allegados al desarrollo del erasmismo, y baste recordar que por su intermedio llegó a enseñar Juan Luis Vives en el Colegio de Oxford.

Mattingli destaca el significado de este movimiento humanista en el primer tercio del siglo XVI de manera sutil y señala sus consecuencias sobre las opiniones que prevalecieron entonces en Inglaterra —como en muchos otros lugares de Europa— acerca de cuestiones fundamentales, como la de una nueva noción de la comunidad espiritual del Occidente, de raíces más remotas que las que proporcionaba el Cristianismo.

El cuadro que ofrece Mattingli es igualmente vivo cuando afronta los momentos dramáticos de la existencia de Catalina, el derrumbe de los planes aragoneses a la muerte de su primer esposo, la gravitación sobre la política internacional de Enrique, ejemplificada en la entrevista de Dover con su sobrino Carlos V, y, finalmente, el largo y doloroso proceso que condujo al divorcio de los reyes. Toda la trama de la intriga y del proceso aparece ágilmente tratada por Mattingli, sin excesos eruditos pero sin descuidar las rectificaciones a que lo conducen pacientes y clarificadoras búsquedas documentales.

El momento es apasionante y los personajes tienen ese tinte peculiar de aquellos que han recibido el trato frecuente de historiadores y lectores. Sobre las figuras de Wolsey, de Moro, de Cranmer, de los reyes cuyo destino se jugaba y de aquellos que, de lejos o de cerca, intervenían o presionaban de alguna manera, Mattingli arroja una viva luz, sabia y clara, que cumple la misión primera de esta especie de libros, que consiste en devolver su humanidad a aquellos personajes que, por haber sido nombrados muchas veces y recordados a propósito de determinados episodios, han perdido la multiplicidad de su existencia, encerrada en esquemas inertes que nada dicen del dramatismo de la vida.