‘El general Serrano, duque de la Torre’ del marqués de Villa-Urrutia. 1929

La biografía, como género artístico ha florecido en los últimos años. Tiene ya en su juventud obras maestras y Alemania, Inglaterra y Francia, tienen —Ludwig, Lytton Strachey, Maurois— cultores destacados: son los maestros de la biografía. Ya algunos de ellos, Ludwig, Maurois, han intentado definirla, fijar sus límites, su aspecto. En España, un joven gran escritor, colocado entre los grandes biógrafos con una sola obra, dice en un prólogo dos o tres cosas sabrosas que nos han de servir de canon y de regla.

El joven gran escritor es Benjamín Jarnés; su sola obra Sor Patrocinio; publicada en la misma colección que la obra a la cual se refiere esta nota puede ser Sor Patrocinio y su prólogo, un índice —extraordinariamente útil en este género sin índices— para sucesivas valoraciones o por lo menos para encuadrar obras que como El General Serrano pretendan entrar en el marco amplio y generoso de la biografía.

Discutamos su derecho: El Marqués de Villa-Urrutia se propone escribir la vida de un personaje sin mayor trascendencia, sin brillo personal, pero que por circunstancias diversas, por el círculo en que le toca actuar y por ciertas innegables cualidades, desarrolla su vida entremezclándola con todos los sucesos de la mínima política española del siglo pasado.

Este personaje —el general Serrano— no tiene para, el Marqués Villa-Urrutia, vida privada; para él su personaje sólo interesa en aquello en que se confunde con la historia —de alcoba y de corte dirá Jarnés— del siglo pasado español. ¿Puede hacerse así una biografía?

El Marqués de Villa-Urrutia, miembro de la Academia de la Historia, habrá que suponerlo historiador, debe creer en la personalidad externa, debe creer en los hombres sin intimidad. El Duque de la Torre es exclusivamente un general: un general afortunado, embajador, ministro, senador. Presentado en el laberinto de su actividad múltiple, sólo le falta al general Serrano —al general Serrano del Marqués de Villa-Urrutia— ser hombre, regresar a su casa, escribir una carta a su hijo, a su esposa, a su amante, conversar amablemente con un pariente, con un amigo y decir esa secreta ambición, esa íntima inquietud del hombre público cuando piensa y siente como hombre nada más. Pero todo esto debe ser para este marqués algo sentimental, algo pequeño. El, como Homero, sólo quiere ver héroes. Todos sabemos qué clase de héroes gastaba el siglo XIX español en política. Pero supongamos que por su temple excepcional hubiera sido el Duque de la Torre un hombre de esos que a la manera de aquellos griegos sentían confundirse su vida con la vida colectiva; de esos que ante todo y por sobre todo eran miembros de un cuerpo social. España era en esos momentos un campo de batalla; verdad que de una mezquina batalla pero que en última instancia no aseguraba más derechos que los del audaz y los de aquel que se sabía ganar algunos por dotes sobresalientes de pescador de río revuelto. Un hombre que allí escala posiciones es un hombre que está a la expectativa, un hombre que ausculta y para el biógrafo —transmisor verídico de una personalidad dirá Sidney Lee, sabio y artista agregará Jarnés— más interesa el proceso de esa especulación, la secreta expectativa doméstica, que no el logro de esa ambición, producto de la farsa callejera o de la maniobra oscura y sospechosa. Visto así el hombre —cómo verlo de otra manera— la biografía del Duque de la Torre por el Marqués de Villa-Urrutia no es una biografía. En esta discusión, le negamos a este libro derecho a que se considere como tal. Razonemos ahora.

Biografía, ¿género literario? Literario tan sólo, no; lo literario es creación espiritual; a veces creación en nosotros de algo creado; creación secundaria, un espectro, un prisma. Pero con una ecuación personal poderosa y significativa. La biografía desplaza la ecuación personal y la limita sin evitarla.

“El biógrafo actual no debe atender a voz ninguna, sino contemplar serenamente el montón de posibles documentos y echar a andar con su resucitado por los mismos caminos que el resucitado anduvo. Obediente al modelo, al revés que en la novela, en que el modelo debe ser el obediente.” Jarnés define. En su exclusión del prejuicio hay una cantidad extraordinaria de posibilidades. El biógrafo debe mostrar, mostrar y evitar las resultantes, las consecuencias. Al fin, consecuencias son rayos descompuestos en nuestro propio prisma: literatura.

¿Qué hay de esto en el libro del Marqués de Villa-Urrutia? ¿hay literatura, biografía, historia? Concretamente no podría contestar. A mi juicio es un libro malo, indefinido, que no sabe bien lo que es. No es literatura; si lo fuera habría que convenir en que es de la mala. De los libros de cierto nivel, pocos de los últimamente publicados en España adolecen de una prosa tan lastimosa y tan plagada de lugares, comunes como el de este académico de la historia y de la lengua. No es biografía, esto es lo peor, y tampoco es historia; le falta para ser esto último la amplitud, la serenidad, diríamos si fuera posible, la incontemporaneidad. Y aquí la pregunta inevitable: ¿Qué es, pues, el libro del Marqués de Villa-Urrutia?. Se trata de un libro erudito, a veces pienso que el autor no ignora nada; no hay detalle que se le escape, confidencia que no atisbe, secreto del que no esté al cabo. El libro es todo lo minucioso que puede ser un libro y durante los setenta y cinco años de la vida del general Serrano, no sucede nada en España que el Marqués de Villa-Urrutia no sepa ni tampoco nada que crea él superfluo. Hay en esta abundancia de detalles un vértigo del cual a veces se desprende la referencia al general Serrano, tomado siempre, no como centro de la acción en su vida interior, en su intimidad, sino como el accesorio que se quiere siempre traer a colación, para cuando la acción, en su devenir ineluctable lo requiera y cuando en el marco amplísimo de la política deba aparecer su figura.

No hay entonces la persecución del biografiado; no hay el centro de atención personal por el cual dirá Jarnés que nos asomamos a un siglo; hay más bien el siglo, en cuyo cuadro, movido y pintoresco, un señor despreocupado nos señala con un puntero cuándo y dónde aparece ese otro señor, que sirve de epígrafe al libro y del cual, a su final, no sabemos más que lo que hizo. Que es lo que menos importaba saber.