‘Jorge Manrique o Tradición y originalidad’ de Pedro Salinas. 1948

Pedro Salinas, el poeta de Víspera del gozo, ha reunido los frutos de su largo estudio sobre la poesía medieval española y de sus reflexiones sobre la esencia poética en un libro con tema y variaciones al que ha puesto un doble título: Jorge Manrique o, si se prefiere, Tradición y Originalidad.

Quien lo lea atentamente advertirá pronto que, bien mirado, es un estudio sobre el problema de las relaciones entre tradición poética y originalidad creadora, bordado alrededor del muy característico caso de Manrique. El tema ha atraído de antiguo la atención de críticos y poetas, muy particularmente en España y en los últimos tiempos: recuérdese la frase aquella —a la que Antonio Machado atribuía “una cierta verdad”— con que Juan de Mairena glosaba otra de Xenius sobre el mismo asunto: “En nuestra literatura, casi todo lo que no es folklore es pedantería”. Y esa preocupación —presente en Machado, en Jiménez y en Valle-Inclán— se manifestó aún más agudamente en la promoción de poetas en que brillaron, García Lorca, Guillén, Dámaso Alonso, Alberti y el propio Salinas entre otros. Frente a la posibilidad de una estética radicalmente innovadora, polémicamente desprendida de la tradición literaria, muchos de ellos descubrieron en esta última cierta especie de mandato; y no, por cierto, un mero mandato “patriótico”, ni siquiera el del genio de la cultura; sino simplemente el que se derivaba de la riqueza que la tradición ofrecía, de las vías que aun presentaba transitables, por las cuales podía marchar todavía la inspiración renovada. Con la voz antigua, los jóvenes poetas —plenos de Rimbaud y de Apollinaire, de Tzara y de Aragon— podían decir todavía muchas cosas que no habían sido oídas pero a las que no les faltarían las formas suficientemente elaboradas.

Esa certidumbre llevó a los jóvenes poetas a espigar en los temas y en las formas tradicionales. Una vez más —como en el siglo XV— dieron flores nuevas los romances viejos, vivificadas por la sabia combinación de lo vernáculo y lo moderno. Y mientras algunos, como García Lorca, trataban de volver a la vida las apenas adormecidas tradiciones folklóricas, otros, como Dámaso Alonso y Pedro Salinas, se sumergían en el estudio erudito de la literatura medieval para alcanzar las fuentes profundas de la poesía viva.

Parece innegable que, en Salinas, son los impulsos del poeta creador los que mueven la apasionada búsqueda de los términos de esa ecuación entre tradición y originalidad. Seguramente hubiera podido hacerse un intento semejante al que Salinas realiza alrededor de Manrique tomando como materiales los que proporcionan Cervantes, Lope o Calderón. Pero quizá ningún “caso” sea tan típico como el que Salinas ha elegido, ninguno tan claro y tan sugestivo, para plantear todas las posibilidades que aquel dilema ofrece. Y Salinas se lanza a su examen cercando el campo por todos sus lados, montando con destreza sus máquinas de sitio y asaltando luego sus últimos reductos con todas las armas que le proporciona la erudición moderna, y especialmente las que le suministra el método estilístico, que tantos secretos permite descubrir en el vasto arcano de la creación literaria.

Salinas soslaya algunos problemas que parecerían importantes y casi inexcusables, como el del perpetuo enigma de ese siglo XV español pictórico de huellas entrecruzadas, aunque insinúa algún punto de vista curioso para el examen del proceso literario que conduce a Manrique o para el análisis del tema esencial de la naturaleza poética. Pero no nos extrañemos. Lo que pudiéramos pedirle al autor si verdaderamente se hubiera lanzado —como el primero de sus títulos puede hacer creer— a la indagación de la plena personalidad de Manrique, no se nos ofrece sino en parte, porque en realidad su atención está dirigida a lo que nos señala el segundo de sus títulos. Salinas no pretende introducirse en Manrique mismo, en el belicoso señor de Belmontejo agitado por las luchas facciosas y poeta en los remansos de su vida; apenas alguna vez nos ofrece un rasgo de su fisonomía, cuando nos muestra, con trazos finísimos por cierto, la melancolía con que el poeta recuerda el blando ambiente cortesano, caro a sus recuerdos por su dorada sensualidad. Pero es sólo una vaga sombra interpuesta en la escena. Lo que interesa a Salinas no es tanto el poeta como la poesía, y eso sobre todo en cuanto la poesía es testimonio de ese intenso drama de la creación —que él conoce—, y que reside en la necesidad de lograr la conquista de lo original a través del vasto caudal de la tradición literaria inexcusable. Este drama es típico y fundamental para la literatura española, y es bien sabido que toca el fondo mismo de la esencia de la poesía, cuyo milagro —decía el abate Brémond— lo constituyen “estas palabras de todos que bajo otra pluma no presentarían más que ideas o imágenes y nada de poético, transmutadas súbitamente por ignorada magia y convertidas en excitantes de vibraciones poéticas”.

Ciertamente, el caso de Manrique es uno de aquellos que mejor se prestan para explorar tan arduo problema por la diafanidad con que presenta la situación que constituye el punto de partida. Salinas ve al poeta de las Coplas estrechamente aprisionado por una rica y viviente tradición, en parte porque vive activamente los sentimientos que constituyen sus temas fundamentales y en parte porque se arraiga decididamente —a diferencia de un Santillana, por ejemplo— en el acervo cultural de la Edad Media. Ese acervo —señala justamente Salinas— está constituido por “lugares comunes”, por sólidos y gigantescos lugares comunes, esto es, ideas y sentimientos de robliza naturaleza que agregan a su desnudo vigor el que le proporciona un consentimiento unánime. Valdría la pena que quien se interesara por la cultura medieval releyera ese hermoso capítulo, porque hay en él algunas observaciones que pueden considerarse claves para comprenderla desde adentro. De esa peculiaridad obtiene la tradición medieval su fuerza ingente, y Salinas destaca cómo es mayor aún en España que en otras partes, por obra de los vehículos de trasmisión que actúan allí. Por eso no le extraña la dependencia que manifiesta Manrique con respecto a ella y considera como un mérito la consecuencia que demuestra al perseguir su propia vía poética.

Manrique se enfrenta con una doble tradición literaria, de la que obtiene dos temas de muy diversas posibilidades para él. Por una parte encuentra y utiliza la tradición cortés de raíz provenzal, cuyo tema fundamental es el amor; por otra encuentra y sigue la tradición estoico-cristiana cuyo tema es la muerte, el desprecio del mundo y las veleidades de la fortuna. Una porción de la obra de Manrique —la menos valiosa —está encarrilada en el sentido de la primera de esas dos tradiciones, y es fácil advertir cómo no hay en ella sino repetición de fórmulas; falta en esa poesía —señala Salinas— “la incorporación total del autor, la adhesión de su ser entero a la obra que está escribiendo; nos hallamos frente a un caso obvio de tradición poética pasivamente restaurada”. Pero hay otra porción en la que el poeta sí se adhiere con su ser entero; es aquella que se sumerge en la tradición estoico-cristiana y mediante la cual Manrique descubre en el fondo de sí mismo una voz inesperada para decir otra vez lo que ya había sido dicho. De esa inmersión en lo tradicional surge entonces “por ignorada magia” el matiz radicalmente original que late en las Coplas.

Salinas discrimina luego con sabia precisión las calidades que Manrique pone de manifiesto en el tratamiento del tema perenne —antiguo y nuevo— de la elegía. En él es “todo tradición y todo novedad”, fórmula con la cual resume Salinas seguramente la última aspiración de una estética que comparte ardientemente. Primero ha sido una vasta capacidad de integración para suscitar todo el mundo de ideas en que quiere moverse; luego una madurada elección de su propia vía; finalmente, una eficaz capacidad para vivificar todo lo adormecido hasta proporcionarle indiscutido imperio.

Acaso se lamente —repitámoslo— la ausencia del poeta mismo y de su tiempo tan dramático y tan presente en su contingencia tras el tema perenne de la muerte. Pero no es lícito pedir a un libro lo que el libro no se ha propuesto dar. Sobre todo cuando da tanto en el campo que el autor se ha delimitado; es en este caso, el del análisis estilístico de la elegía a la muerte del maestro don Rodrigo. Ese análisis revela una maestría indiscutible, y quien siga sus pasos releerá las estrofas del poeta con una nueva e inesperada delectación.