‘La sociedad romana’de L. Friedländer. 1948

Desde mediados del siglo XIX, la concepción de la historia como mero relato del desarrollo político sufrió cierto oscurecimiento como consecuencia de la aparición de nuevos incentivos que forzaron a los historiadores a modificar y ampliar la perspectiva de los fenómenos que constituían el tema de sus investigaciones.

Entre todos, ejercieron notable influencia los que se derivaron de la profunda crisis de 1848, tras de la cual parecieron evidentes ciertos rasgos proporcionados a la fisonomía de la vida histórica por las masas. Lo que hasta entonces no había constituido sino una vaga sombra en el escenario histórico, se presentaba ahora como un elementos capaz de ejercer papeles protagónicos y movía a pensar si más de un proceso histórico no habría sido insuficientemente entendido por no haberlo considerado en su verdadero valor. Hubo entonces cierto desplazamiento del punto de vista histórico y de él surgiría lo que, vagamente, se llamó historia de la cultura.

En efecto, fueron numerosos los historiadores que trataron de trazar grandes cuadros de conjunto en los que correspondiera al pueblo un papel de primer plano, mostrando sus formas de vida y las alternativas de su actitud frente a las figuras singulares que parecían dirigir la vida social; por esta vía se pudo llegar a entrever la posibilidad de construir cuadros aún más amplios en los que se integrara la historia de las minorías directoras —hasta entonces único tema de la exposición histórica— con la de las masas populares. Fue un paso decisivo, que había de abrir nuevas y ricas perspectivas para el futuro. Pero el esfuerzo renovador no quedó allí. Como consecuencia del fervor que el Romanticismo había despertado por las formas populares de la cultura —el folklore, especialmente— se trató de incorporar el cuadro de esas manifestaciones al ya tradicional de la cultura sabia. Así surgió, de un conjunto, no muy orgánico por cierto, de tendencias y curiosidades, lo que se empezó a llamar, sin demasiada precisión, por lo demás, historia de la cultura o de la civilización.

Dentro de esta corriente, que despertaba en su tiempo, se orientó Ludwig Friedlander, y fruto de sus investigaciones en ese sentido fue su notable libro sobre la sociedad romana que acaba de publicarse en México, traducido por primera vez al español. Relativamente joven todavía —había nacido en 1824— Friedlander pudo dar a luz ya en 1862 una obra ingente que constituía no solamente un extraordinario alarde de erudición sino también un esfuerzo logrado hacia la realización de las nuevas concepciones historiográficas. Se llamaba el libro en su edición original Darstellungen aus der Sittengescbichte Roms in der Zeit von August bis zum Ausgang der Antonine (Cuadros de historia de las costumbres romanas desde la época de Augusto hasta el fin de los Antoninos), y fué considerado desde el primer momento como la obra más importante sobre el tema. Todavía lo considera así, por ejemplo, Carcopino, el ilustre historiador francés que ha publicado en 1939 una obra, de menor envergadura aunque no de menor valor, sobre tema semejante.

El título con que aparece la obra de Friedlander en la edición española, aunque parece limitar su contenido, refleja con justeza la tónica general que se advierte en ella. En muchos de sus capítulos —”Las clases sociales”, “El trato social”, “La mujer” y otros—, el tema es específicamente el examen de la sociedad romana, y Friedlander trata en cada uno de esos aspectos de poner de manifiesto cuantos noticias proporcionan las fuentes, ordenándolas con poco frecuente sentido del encuadre de conjunto. En otros —como “La música” o “Las artes plásticas”—, aunque su objeto es el desarrollo de cada una de esas mani¬festaciones, Friedlander se muestra sin embargo preocupado por dar, sobre todo, la imagen de las proyecciones que en la vida social tiene cada uno de ellas. Es, pues, esencialmente, una historia de la sociedad romana lo que se halla en las mil doscientas nutridas páginas de esta obra.

Acaso se echarán de menos algunos enfoques que hubieran sido imprescindibles para comprender a fondo la cultura romana, especialmente los que se orientan hacia sus raíces profundas. Pero esto, que ha sido intentado, al menos para la cultura griega, parece no haber seducido hasta ahora a ningún historiador de la romanidad. Friedlander se atiene a los hechos de realidad y trabaja con ellos, eso sí, con consumada maestría.

La revisión que hizo del texto Georg Wissowa para la décima edición constituye una garantía de que el libro no ha envejecido a pesar del vasto desarrollo que han tenido los estudios romanos.