Retrato intelectual de Julio E. Payró. 1976

Julio Payró —a quien hoy rendimos este justiciero y significativo homenaje— ha cumplido una labor extensa y profunda en el seno de la vida cultural argentina. Ha sido la suya una labor excepcional, cumplida silenciosamente, tesoneramente, honradamente. No estoy seguro de que aún hoy, cincuenta años después de la publicación de sus primeras páginas, podamos medir con precisión la magnitud de su influencia, el alcance de su magisterio, la originalidad y diversidad de las ideas que él nos ha enseñado a frecuentar. De todos modos su obra está a la vista, y estas líneas pretenden saldar algo de la deuda que con él tiene la cultura argentina.

Yo no querría hacer aquí el elogio de Julio Payró. No lo aconseja la amistad que nos unió —que pudiera viciarlo de parcial— ni lo hubiera aconsejado, sobre todo, su personalidad, tan reacia a la ostentación. Nadie que siga nuestro movimiento intelectual y plástico ignora que él fue uno de los más altos valores que ha tenido el país en esos campos. Pero yo preferiría, en su homenaje, tratar de expresar en pocas palabras cómo veo su figura, hecha de sensibilidad e inteligencia, y cómo veo su obra, en la que está plasmada su figura. A él, que amó los retratos psicológicos —como alguno espléndido que ha pintado—, yo quisiera ofrecerle un retrato intelectual, o mejor, el esbozo de un retrato intelectual, construido simplemente con ideas recortadas y superpuestas como los trozos de cartón que utilizó para sus figuras en relieve.

Julio Payró fue, sin duda, una personalidad singular en nuestro ambiente intelectual, y lo hubiera sido en cualquier parte. Fue, de por sí, una personalidad singular. Ese rostro severo, que de tarde en tarde iluminaba una sonrisa casi candorosa, revelaba un ánimo reservado y meditativo, profundo y comprensivo. Son condiciones del carácter. Pero el carácter era la condición de su inteligencia, y aun me atrevería a decir que, también, de su sensibilidad. Sospecho que no escapó a su arbitrio ni una sola reacción ni un solo gesto; pero lo que es seguro es que no escapó a su arbitrio ni una sola idea ni una sola palabra.

Una inmensa riqueza de sensibilidad parecía en él compatible con esa actitud contenida, que resultaba no sólo del calculado ejercicio de la racionalidad, sino también de los imperativos de un carácter que regulaba tanto su vida personal como su vida artística e intelectual. Un carácter, moldeado a lo largo de una existencia, que parece una obra de arte.

Ese carácter era propio de él y de su estirpe, y se apoyó en una rigurosa formación moral. Si la figura de Roberto Payró es grande —quizás una de las más grandes— en la literatura argentina, mayor se hace aun cuando se la conoce por dentro a través de los recuerdos que conservaba su hijo ilustre. Adusto y tierno, su severidad consigo mismo fue un modelo para la conducta de quienes lo rodearon. En ese trato cotidiano se formó la estructura moral de Julio Payró, insobornable e inequívoco en todo lo que se relacionara con problemas de conducta; pero no menos insobornable e inequívoco cuando se trataba de certidumbres e inseguridades, de convicciones y de dudas, de afirmaciones y de interrogantes, esto es, todo cuanto hace a la ética del pensamiento. Por eso el carácter constituyó un rasgo decisivo de su personalidad. Yo me atrevería a decir que este sentido fundamental de la eticidad saturó su idea de la vida y de la cultura.

Una intensa experiencia del mundo y una asidua y apasionada frecuentación de los textos proporcionaron a Julio Payró una vasta cultura intelectual, madurada en la reflexión, incorporada sabiamente al mundo de sus propias ideas, celosa de no caer en los inútiles desbordes de la erudición. Una severa formación clásica, que no es frecuente aun entre los argentinos más cultos, lo proveyó de ciertas referencias que ella, y sólo ella, suele dar. Y su insaciable curiosidad, que lo llevó de Esquilo a la ciencia ficción y de Shakespeare a la novela policial, le permitió sorprender en el mundo de las ideas la novedad de lo antiguo o la antigüedad de lo moderno, claves seguras para el análisis histórico y crítico de la cultura.

Sería injusto, en mi opinión, ver en Julio Payró tan sólo un historiador y un crítico de las artes. Su perspectiva fue más rica y compleja —y más compleja cada vez, a lo largo del proceso en que conquistó su madurez—, porque su formación plástica y visual se operó en el cuadro de experiencias intelectuales. Pero también sería injusto no advertir esa actitud primaria que conformó su imagen de la cultura, en la que los acentos están puestos sobre lo que vio, y más aún, sobre cómo ha sido vista la realidad.

Si sorprende a cada instante todo lo que Julio Payró supo, más sorprende todo lo que Julio Payró vio. Una intensa vida de pintor y una vida no menos intensa de observador apasionado de la creación plástica le proporcionaron una formación consumada de intérprete de la realidad y de intérprete de las interpretaciones de la realidad. ¿Qué no vio Payró en lo que le rodeaba? ¿Qué no indagó acerca de cómo los demás habían visto lo que él vio? Hasta donde le es dado apreciar a un profano, podría decir que la manufactura de las artes le descubrieron todos sus secretos, y él se encargó luego de descubrir las significaciones. Este hombre moral que fue él esencialmente se dobla en un mágico descubridor del secreto de las imágenes del mundo y de cómo nos han sido transferidas.

Quizá lo que más impresionaba en su actitud ante la realidad fue esa combinación de lo mental y lo sensible, en términos variables y adecuadamente ajustados a la peculiaridad del objeto. Historiador y crítico de las artes y la cultura, Julio Payró tuvo ante todo la vocación del hecho primigenio. Su vocación primera fue el análisis. Le tentó la generalización y la síntesis, pero le atraía y subyugaba el descubrimiento del dato puro. Esta es la pincelada, este es el sentimiento originario, esta es la intuición primera, nos dijo a cada instante. Y cuando se enfrentó con la vida histórica que constituye el marco de la creación, su actitud fue la misma, y tras un esfuerzo denodado impuso su designio de descubrir el hecho primigenio, aquel sobre el que todo se construye, aquel que si se percibe confusa o equivocadamente compromete y malogra toda generalización y toda síntesis. Esta persecución obsesiva y austera del hecho primigenio es lo que me ha hecho pensar siempre de él que toda su aventura estética e intelectual estuvo condicionada por la esencial eticidad de su carácter.

Porque Payró no desdeñó la generalización y la síntesis. Por el contrario, las persiguió y supo alcanzarlas. Pero en esa persecución se detuvo una y otra vez ante las conclusiones que temió prematuras, y retrotrajo infatigablemente, una y otra vez, su reflexión hacia el análisis, hasta que su insobornable sentido crítico desvaneciera la última duda, y se sintiera autorizado por sí mismo —su único juez— a considerar como definitiva la estructura en que los hechos se articulan. Después alcanzó una instancia que lo subyugó: la percepción del orden.

Payró creyó —intelectual y vitalmente— en la existencia de un orden, en el que por cierto cabía la libertad. Parecería a veces que es un orden conceptual, una especie de armonía preestablecida en la que se conjuga la realidad sensible y la realidad inteligible, el mundo de lo concreto y el mundo de lo abstracto. Pero se advierte que es al mismo tiempo el resultado de un designio humano, como si fuera el último objetivo, el fin más alto, de la voluntad del hombre. Es, en todo caso, un orden flexible, dinámico, un orden histórico y mudable en el que marca los hitos del cambio lo que Payró amó más: la creación original.

Quizás este fuera su secreto como historiador y como crítico. Su pasión por la creación original y su equilibrada formación intelectual y sensible lo tornaron en un rabdomante de la genuina innovación. Su diagnóstico era rápido y seguro, y parecía fruto de la intuición a fuerza de apoyarse en una sabiduría tan incorporada. La creación original era sorprendida por él como un hecho primigenio, y entonces se lanzaba a la ardua tarea de incorporarla dentro de los marcos conceptuales que ya poseía, o, en ocasiones, de los que comenzaba a reconstruir para alojarla si el nuevo hallazgo le sugería la necesidad de otros nuevos.

La creación original marca los hitos del cambio, y la aptitud de Julio Payró para percibirlo es lo que revela en él al historiador de raza. Sin duda fue también otras muchas cosas; pero séame permitido que yo ponga el acento en este rasgo de su personalidad, no sólo porque es el que aprecio mejor sino también porque es el que aprecio más, convencido como estoy de la misión esencial del historiador. Payró fue un historiador de la cultura; y aunque su obra parece demostrar que son las artes lo que atrae su mirada, no es difícil percibir que a través de las artes —o, mejor, en las artes— descubre el todo de la cultura y el conjunto de sus significaciones. No es casual que en su concepto del estilo no haya solamente un conjunto de notas estéticas: hay una imagen de la realidad total de la cultura, como hay una imagen de la realidad total de la cultura en el sistema conceptual con que se enfrenta con la creación artística para definir una época.

Este historiador de la cultura escribió muchos libros, enseñó a muy diversos auditorios, ejerció la crítica, esto es, ha trascendido con sus ideas. Pero lo más singular de él fue cómo vivía las ideas aunque no las formulara, aunque no las comunicara, aunque no las hiciera trascender. Por eso no conoció la paz, entregado a una constante militancia del pensamiento y la sensibilidad.

Esta militancia empezó hace más de cincuenta años, y perseveró en ella tenazmente hasta su muerte, con su rostro severo, con su ánimo reservado y meditativo, profundo y comprensivo. Yo podría cerrar este esbozo de retrato intelectual que he procurado hacer de Julio Payró con los elogios que pugnan por filtrarse en mis palabras. Pero los elogios suelen ser palabras vanas que yo sé que él desdeñaba, y prefiero vedarme la satisfacción de expresarlos. Ahí está su vida y ahí está su obra, nobles y severas, una y otra. Como él condujo la primera y como él concibió la segunda. Sólo quiero decir, casi como una confesión de amigo, que siempre sentí su presencia como la de un arquetipo.