CARLOS ASTARITA
MARCELA INCHAUSTI
La obra de Romero está orientada por un interrogante fundamental: explicarse el origen de la civilización burguesa. Este objeto de estudio lo inclina naturalmente al análisis de la época medieval, período al que dedicará su más esperada atención[1].
En esta preocupación por el ámbito urbano-burgués son detectables dos influencias convergentes. Por un lado, la percepción que de la crisis burguesa tuviera parte de la cultura erudita posterior a la primera guerra, cuyo pesimismo parece haber dejado una profunda impresión en el espíritu de Romero, quien se impone entonces de la conveniencia de una conciencia histórica acerca de la marcha de la humanidad[2]. Por otra parte, la situación de la historiografía medieval de la primera mitad del siglo, cuando brillaban autores como Sombart, Luzzato, Pirenne o Sapori, que habían dedicado atractivos estudios a la ciudad medieval[3]. En esta perspectiva, se comprende que los campesinos no ocuparan el las elaboraciones de Romero un lugar destacado, ya que el ámbito rural sólo le importaba en tanto trasfondo en el que se desplegarían los grupos ciudadanos en conflictivo antagonismo con el contexto feudal. Esta perspectiva a su vez, le permite lograr una representación unitaria y coherente de la dinámica social.
Establecidos estos elementos primarios, podemos creer que la obra de un historiador encuentra un juez en el veredicto de la investigación subsiguiente. Analicemos en primer lugar las objeciones.
El aspecto que tal vez actualmente es más cuestionado en la obra de Romero (y en la historiografía de su momento formativo), se refiere al esquema de tipo dual, basado en el surgimiento de una economía de mercado a partir del siglo XII, que habría actuado en oposición revolucionaria al sistema feudal. Esta objeción se origina a principios de los años cincuenta, cuando se produce un viraje en los parámetros analíticos. Es entonces cuando se conoce la tesis de Duby sobre el Maçón, que marcaba el comienzo de una serie de monografías sobre estructuras rurales; se publica la renovadora interpretación de Hibbert, que disminuía drásticamente la potencialidad revolucionaria de la burguesía medieval; y transcurre el conocido debate Dobb-Sweezy en el cual quedaba en incómoda minoría el modelo dual basado en Pirenne[4]. Esta reorientación temática e interpretativa acarreó como consecuencia no deseable, el abandono del sustancial problema sobre el rol de las ciudades en la dinámica del feudalismo. En especial, los estudios se redujeron al análisis monográfico de una ciudad y su entorno, de cuyo empirismo descriptivo resultaba una desesperante esterilidad interpretativa. Este vacío teórico tuvo contadas excepciones, como el sistema comprensivo de mercado en las obras de Wallerstein y Braudel o la formalización funcional de Yves Baehrel acerca del sistema urbano mercantil[5]. Estos aportes, numéricamente inferiores pero cualitativamente significativos, nos indican que la preocupación de Romero por resolver el papel jugado por las ciudades y el mercado en las transformaciones de la estructura social conserva su vigencia. Teniendo en cuenta esta circunstancia de la medievalística, es postulable una vuelta a los viejos temas del mundo urbano de ninguna manera agotados. En la obra de Romero es posible encontrar creativas direcciones de pensamiento sobre el particular.
Un segundo problema que la historiografía posterior ha rechazado, es la concepción de Romero, compartida por otros investigadores de su momento, de la monarquía centralizada, que a partir del siglo XII se habría afirmado como árbitro entre las clases, apoyándose para concretar esta autonomía en los recursos que le aportaba la burguesía. Actualmente, los historiadores tienden a coincidir en que el carácter de clase de la monarquía bajomedieval y moderna ha sido feudal. Sin embargo, en algún aspecto, la concepción expuesta por Romero no se revela equivocada, y por lo menos estamos en condiciones de afirmar que el problema permanece abierto. En la medida en que la monarquía pretendía reforzar su poder mediante concesiones beneficíales, aumentaban los poderes fraccionales de los señores. Esta contradicción, inherente al sistema feudo-vasallático, ha sido resuelta, bajo la inspiración de Perry Anderson[6], mediante una incorrecta periodización sobre la génesis del Estado Absolutista, y una percepción instrumental subjetiva de los mecanismo constituyentes de las estructuras centralizantes. Cuando Anderson afirma que la clase feudal, como recurso para superar la crisis del siglo XIV, decide depositar el poder en manos del Estado centralizado, sostiene por lo menos dos errores. En principio, incurre en un desajuste cronológico sobre la periodización de los procesos centralizantes estatales, ya que los orígenes de dicho proceso son claramente datables con anterioridad a la crisis del siglo XIV. En segundo lugar, deposita en los señores la decisión de concentrar el poder delegándolo incomprensiblemente en la persona del monarca, atribuyéndoles una capacidad proyectiva de corte colectivo, que para determinadas situaciones no puede demostrarse.
No es el momento para desplegar estas observaciones. Baste decir que sin negar la actual opinión sobre el carácter feudal de la monarquía (los requerimientos y mecanismos tributarios así lo demuestran), es necesario volver sobre los pasos en algún sentido, rescatando la analítica expuesta por Romero. Es decir, se requiere valorizar una explicación estructural de desenvolvimiento, que dé posibilidades de plantear una base de sustento de la monarquía por fuera de la indicada contradicción del feudalismo. Es en este sentido que la alianza entre la Corona y las comunas libres recupera su pertinente estatuto explicativo.
No obstante, el contexto de la circulación mercantil sólo constituía un marco sobre el que iba a desarrollarse la exposición de Romero, que importa menos por ese encuadre general, que por la riqueza de su particular desarrollo. Bajo este ángulo de tratamiento su tarea fue anticipatoria y confirmada o desarrollada en muchos aspectos por las investigaciones posteriores. Su caracterización de los reinos romano-germánicos como época de equilibrio inestable entre fuerzas sociales, la descripción que realizara de las formas de vida y de mentalidades, la importancia que atribuye a los linajes o facciones sociales, la conformación de las relaciones feudales y urbano burguesas con el conjunto de valores contrapuestos que les corresponden, el sistema de convenciones y la utilización de la riqueza como valor semiótico, el análisis de las múltiples direcciones de los conflictos sociales de la Baja Edad Media, son solamente algunos de los problemas cuyos enfoques en la obra de Romero han sido confirmados y ampliados por la investigación subsiguiente.
Pero debemos detenemos especialmente en cómo captaba Romero la vida histórico-cultural en su globalidad, teniendo en cuenta que tomaba el término cultura en su acepción amplia. Este es su aporte más significativo y que le ha reservado un lugar de excepción entre los medievalistas.
Para el estudio de la vida socio-cultural histórica, si bien Romero tuvo influencias de autores como Jaeger, Huizinga, Bataillon o Marc Bloch (para no mencionar una larga lista de filósofos), su obra permanece en realidad como genuinamente autónoma.
Sabemos que cada país ha dado una disposición intelectual propia. Es racionalista y retóricamente efectista la francesa, es empírica la inglesa, se define como teórica y hasta especulativa la tradición alemana y es abrumadoramente documentalista la española. Es notable constatar que, habiendo cultivado Romero la historia europea, no sea posible encasillarlo en ninguna de esas tradiciones. Permaneció también indiferente a las modas que coyunturalmente regían en la labor historiográfica, aun cuando se mantenía informado sobre las producciones internacionales, asimilando críticamente los resultados. La fisonomía de su obra constituye una manifestación de independencia de criterio, que le permitió presentarse como el fundador de una modalidad muy particular de ejercicio de la historia. Su obra, que rehúsa cualquier encuadramiento reductivo, se define por la sutil modelación de las interpretaciones en un vasto cuadro histórico cuyo núcleo es la complejidad. No sería aventurado decir, que en Romero se manifiesta un perfil particular de la cultura del país.
Las razones de esta originalidad no son fácilmente discernibles. Es posible que, ateniéndonos al análisis de un conocedor de la obra de Romero[7], debamos recurrir en parte a razones biográficas, remarcando un contexto sumamente inhóspito que condenaba a este historiador a la marginalidad en los momentos de su formación intelectual, incomodidad que paradójicamente se tradujo en el beneficio de una cultura peculiar, alimentada por lecturas diversas y reflexiones personales. Sobre esta base condicionante, creemos que Romero descubre paso a paso su propia metodología, abordando el estudio del movimiento procesual de la totalidad histórica. Es posible que aquí encontremos las secretas razones de su originalidad.
Las elaboraciones de Romero, regidas por la respuesta a un interrogante sustancial, se representan mediante una arquitectura expositiva que, sin excluir el análisis de las peculiaridades, brindan una visión globalizante y comprensiva. De ningún modo se deja atrapar por el esquema o por una visión estática de la realidad. Romero es ante todo historiador, porque busca el estudio de una totalidad en movimiento, faceta de su obra que ha llamado la atención de analistas como Ruggiero Romano y Alain Guerreau[8]. Modela el relato describiendo las fuerzas sociales y culturales que se erigen en una situación de crisis, donde lo creativo convive con la preservación de elementos tradicionales: encuentro conflictual de creencias e intereses de grupos que desemboca en equilibrios inestables, de los que emerge la fuerza social renovadora. Es aquí donde tal vez se muestra más diáfana su maestría. Capta el origen y el ritmo de la vida socio-cultural y sus factores (subjetivos-objetivos) en sus procesos de cambio, para lo cual apela a la peculiar modalidad de aproximación al objeto del historiador, que realiza su trabajo en el terreno de convergencias múltiples de cada plano de la vida histórica.
En el aspecto indicado, hay puntos de encuentro, pero también diferencias con respecto a los parámetros que predominaron desde los años cincuenta. En principio, utiliza un sistema de pares conceptuales para dilucidar los mecanismos sociales : equilibrio / inestable, coherente / en desintegración, cerrado / abierto[9], absolutamente novedosos; creación personal que se plasma en su discurso sin más justificaciones que su operatividad intelectiva, evitando toda ortodoxia definida de escuelas. Por otra parte, coincide con la analítica de tipo braudeliano, preocupada por la percepción de la totalidad. Pero mientras buena parte de los estudios se deslizaban hacia una visión estáticamente morfológica, Romero no renuncia a percibir el movimiento de las estructuras, los ritmos diferenciados de sus niveles de conformación y sus interconexiones en la totalidad. Concibe el estudio de la anatomía social solamente como un momento de la investigación, integrable en el análisis procesual, que a su vez afirma y corrige, enriqueciendo los caracteres analizados.
Por otra parte, se niega a seguir los pasos de los historiadores que desde la renovación de los Armales, anularon de su campo de observación el hecho político (cuyas consecuencias negativas han comenzado apercibirse ahora). Tampoco el acontecimiento está ubicado en su exposición como movimiento corto con autonomía propia. Romero se propone una operación de la más sofisticada cualidad comprensiva: encontrar su significación en el proceso social. En determinadas etapas de su representación, cuando es necesario evidenciar la conformación de un nuevo cuadro histórico, se presta más atentamente al relato de los hechos políticos, no circunscriptos a espacios limitados, sino tratando de captar la incorporación de áreas de civilización tipológicamente unitarias (o feudo- burguesas). Describe cómo la asimilación cultural de un pueblo o el flujo comercial entre dos ciudades fue muchas veces resultado de una batalla, de un tratado, de un acontecimiento. En el estudio de la totalidad, no expone entonces la historia política como relato secuencial monocorde, sino que ésta adquiere una importancia diferenciada de acuerdo al significado que le descubre en las distintas etapas del proceso evolutivo.
Esta concepción de totalidad remite a una imbricación de la estructura real y de la estructura ideológica, denominadas orden fáctico y orden potencial por Romero, instancias que en el desenvolvimiento histórico no adquieren una supremacía definida. El antagonismo entre sujeto y objeto no es eliminado mediante un desplazamiento reductivo del peso del análisis hacia un polo de la contradicción, sino que es el desplegado en la representación procesual. Esta flexibilidad de tratamiento no lo inhibe de considerar un marco condicionante (su funcionalidad en el discurso es sólo referencial), que en el caso concreto del desenvolvimiento burgués es el mercado.
Pero muy especialmente, se interesa por la relación que en el proceso social se da entre las circunstancias de hecho y las concepciones intelectualmente elaboradas para orientarlas. Este perfil se vincula con la utilización de un tipo definido de fuentes (su apoyatura bibliográfica se exhibe siempre como secundaria) : crónicas, textos literarios o de doctrina, que exponen el accionar de los grupos sociales en el conjunto del espacio europeo. Esta última característica es notable, ya que Romero presenta un conocimiento asombrosamente amplio de las fuentes medievales desde un extremo al otro de la civilización occidental. Llega así, en el estudio de la totalidad, a representar el entrecruzamiento de situaciones, descubriendo la complejidad no modelizable de la dialéctica entre estructura material y estructura ideológica. Al mismo tiempo, sin renunciar a la descripción de situaciones específicas, determinados ejes son sometidos a un seguimiento particularizado a lo largo del proceso histórico, como por ejemplo la evolución de las dos concepciones de autoridad de tradición romana y germánica, o la interpenetración entre realidad e irrealidad, esquema que será transformado por el progresivo discernimiento que entre una y otra logra establecer la burguesía.
El problema de las clases sociales tiene una importancia clave en su obra. En su valoración del orden potencial, pero muy especialmente, en el surgimiento de nuevos cuadros históricos, una preocupación estricta impulsa la encuesta de Romero: identificar al sujeto histórico, cuál es la clase social que va a imprimir su peculiar sello a una época determinada, explicar su proceso constitutivo. Esta inquietud, que se inscribe en la tradición cultural socialista, se revela fundamentalmente en el análisis de la burguesía.
Cuando estudia las clases, Romero rehuye las definiciones taxativas ; más bien, va logrando aproximaciones cautelosas, rodeando al fenómeno estudiado con la descripción de sus determinaciones, poniendo en vinculación al grupo social con el conjunto de relaciones histórico culturales que lo conforman en un proceso cambiante y hasta inacabado, evitando permanentemente su cosificación. En la imagen de Romero, la burguesía surge como grupo social inmaduro, vacilante, que trata de encontrar su lugar entre las clases sociales existentes, precisando sus formas de vida social y de mentalidad. La diferencia que se establece en este aspecto con la rigidez definitoria de las escuelas institucionalistas es abismática.
Al colocar el acento en el estudio de la burguesía, Romero focaliza su atención en las formas de vida que se despliegan dentro de las ciudades. Comprendiendo las relaciones que se daban en este espacio, puede ver la tendencia de evolución hacia el mundo moderno. Es en ese espacio urbano, donde descubre desde el siglo XI el nacimiento de una nueva experiencia psicológica, que se contrapone de inmediato a la que se había conformado en el espacio rural. En ese marco, reconstruye las peculiaridades de los comportamientos del nuevo actor en el escenario ciudadano, sus modales, sus costumbres, sus formas de goce y de erotismo, que incluyen desde el tratamiento de micromedios populares como la taberna, el mercado o la plaza, hasta las expresiones artísticas refinadas de la arquitectura, la pintura o la literatura. Es en el conjunto de estas actitudes, donde se permite Romero descubrir la disidencia de la burguesía, su accionar revolucionario en una dimensión que supera el simple marco de la acción política, para trascender en una manifestación disruptiva más comprensiva de la vida social.
Como parte de las cualidades de los grupos sociales, indaga en sus dimensiones subjetivas, ya sea de la nobleza o del patriciado, captando el complejo de elementos (situación socio-económica, creencias, formas de vida, experiencias, desafíos impuestos por circunstancias anteriores), que conformarán la conciencia de clase. Pero este sentimiento grupal se define también en la oposición entre estratos sociales; es por eso que en las coyunturas conflictivas descubre con mayor nitidez los perfiles socio-culturales de las clases. En el juego de oposiciones entre grupos dominantes y subalternos, desenmascara sus relaciones antagónicas, descubriendo en la acción misma, procesos espontáneos surgidos de cada grupo social, que reacciona según las exigencias de circunstancias inmediatas.
Su indagatoria sobre la conciencia de clase reconoce dos perspectivas. En determinados pasajes la observación se sitúa desde el punto de vista del historiador, que registra las experiencias de los grupos sociales con sus respuestas prácticas, las sistematizaciones ideológicas que posteriormente maduran para proyectarse sobre la realidad y sus resultados operativos. En otros momentos, Romero cede la palabra a los sujetos para sorprender su auto representación social. El mundo subjetivo de las clases se arma en la confluencia de estos puntos de vista combinados. Es así como la dimensión subjetiva de las clases no se consuma en sí misma. Por el contrario, tiene asignada una función activa en la conformación de nuevas realidades históricas, que surgen entonces de las resistencias y concesiones de los grupos, y que paradigmáticamente, se reflejan en el ordenamiento transaccional que denomina feudoburgués.
Estos desplazamientos continuos del análisis, que otorgan al relato una dinámica absorbente, están a su vez atravesados por otra bipolaridad complementaria. Es la que se dio entre la cultura madura de la élite que elabora líneas de pensamiento teórico y las imprecisables creencias atávicas, las normas consuetudinarias de los grupos sociales plebeyos. Estas dos tradiciones confluyen por distintos andariveles en la configuración de una realidad múltiple y de difícil aprehensión. Estas tradiciones imponen también la circulación de flujos culturales, que no sólo actúan en forma horizontal dentro de una misma clase, sino por interpenetraciones verticales que pasan de una clase a otra, de arriba hacia abajo y viceversa. Esta forma de estudio muestra su riqueza en la talentosa descripción de la mentalidad cristiano-feudal, que fue fundada en la trascendencia, donde la causalidad natural no existe sin lo sobrenatural. Esta interrelación de los mundos, esta fuerza social de la irrealidad sobre la realidad, se construye en base a la confluencia de tradiciones de distinto origen y nivel (romanas, celtas, germanas, hebreo-cristianas, musulmanas ; eruditas y populares).
En la actualidad, cuando una parte de los historiadores se ha inclinado por la llamada antropología histórica, desmembrando la totalidad en micro-partículas descontextualizadas, esta concepción de Romero que describimos adquiere un valor programático. Las objeciones que ahora se formulan a la posibilidad de realizar una síntesis de las relaciones múltiples de la vida social no son novedosas. Ya Romero había relativizado los argumentos de Scheffer, quien en su libro Geschische und Kulturgeschichte aparecido en 1891, había juzgado ese esfuerzo como irrealizable[10]. La misma obra que aquí se acaba de examinar desmiente la pretendida imposibilidad de la historia total: su abandono como proyecto responde más bien a vocaciones empiristas, para no mencionar ahora prejuicios políticos.
Un balance general de la situación historiográfica a la luz de los aportes de Romero nos inclinan a sostener dos conclusiones provisionales, a la espera de un necesario estudio exhaustivo sobre esta producción. En principio, las potencialidades interpretativas están en buena medida contempladas por la posibilidad de retomar al estudio de la totalidad, por no renunciar a los grandes esquemas ni a las orientaciones más generales que dan sentido al estudio concreto. En segundo término, y en la medida en que hemos constatado en la obra de Romero tratamientos anticipatorios, pareciera pertinente preguntarse si las renovaciones de interpretación y métodos en la historia cultural no tuvieron nacimiento en un ámbito geográfico mucho más extendido del que usualmente se admite.
Esta modalidad de hacer historia planteó desde sus primeras manifestaciones una ruptura con la historiografía académica argentina de los años cincuenta, que sufría el doble efecto de la prolongada inmovilidad de su cuerpo docente y de las negativas consecuencias culturales del primer período de gobierno peronista. El arribo de Romero a la Facultad de Filosofía y Letras impuso una verdadera mutación intelectual en el cultivo de la historia. Desde el momento en que la objetividad pasaba a depender de la perspicacia del historiador para establecer los nexos causales entre diversos planos de la realidad (y cuanto más conexiones se descubrieran crecían las posibilidades de la objetividad en la medida en que la representación se tornaba más compleja, más próxima al movimiento real), el criterio de objetividad pasaba a ser en consecuencia, una función de la actividad del historiador. Es entonces comprensible que quienes se refugiaban en la seguridad del conocimiento meramente factual, en la creencia de que el documento informaba a un observador pasivo e incontaminado por preocupaciones epistemológicas, observarán con decidida hostilidad este planteo, que debían encontrar en extremo paradójico. Los ecos de esos disgustados profesores llegaron a quienes transitamos por la Facultad de Filosofía y Letras en los años setenta. El exclusivo análisis interno del documento era la justificación académica para negar el ejercicio de la inteligencia. Ese estudio positivista se esforzaba por el detallismo monográfico, la única forma que se creía válida para alcanzar un conocimiento fiable. Esta objeción técnica que se ofrecía como resistencia gnoseológica a la historia globalizante (aunque encubría en verdad divergencias más serias), es tomada en cuenta por Romero, quién sugiere una retroalimentación equilibrada entre la investigación erudita y la exposición de la totalidad. A medida que se van desentrañando nuevos aspectos de conocimiento particular, es posible alcanzar sucesivas síntesis comprensivas en las que se enhebran relaciones cada vez más complejas y superiores niveles de conceptualización, una y otra vez reajustados con la percepción de nuevas cualidades del fenómeno social. La riqueza de este tipo de trabajo debe retenerse: sin negar el análisis particularizado, descarta la ilusión positivista de que el conocimiento de la totalidad se logra por simple acumulación de monografías. Esta sistematización, que Romero confiesa como peculiar aproximación al objeto social por parte del historiador, es ilustrada por su propia trayectoria personal, en la medida en que sus obras de aliento fueron precedidas por estudios monográficos.
No puede completarse un cuadro de la trayectoria de Romero sin referirse a su labor formativa de nuevos historiadores; no la concibió como una reproducción de discípulos a su imagen y semejanza, ni como un acoplamiento de escribas para el proyecto de un director de estudios, sino como el delicado encargo de crear una atmósfera intelectual que alentara reflexiones personales, para que cada uno pudiera formularse un problema particular. En las conversaciones que mantuviera con el periodista Félix Luna a fines de 1976, Romero se pregunta cuándo se empieza a ser un historiador. La respuesta sintetiza el criterio que guiaba sus enseñanzas: “Como en todas las disciplinas, el día en que se adquiere autonomía intelectual, el día en que se descubre su propio tema”[11]. Prueba evidente de este magisterio fructífero es que en la variedad de manifestaciones teóricas y metodológicas que crecieron al amparo de su cátedra de Historia Social General (sus miembros sólo se unificaban en la vocación por el pensamiento como ejercicio cotidiano), hubo discípulos que decididamente se enfrentaron con concepciones que Romero defendía. En este aspecto se manifiesta su éxito como generador de nuevas autonomías intelectuales; en ello radicó asimismo el secreto de la renovación intelectual de la historia académica argentina en los años sesenta.
En esa cátedra imprimió su estilo de trabajo “obstinadamente riguroso” e ilimitadamente abierto a nuevas fronteras del conocimiento, inaugurando una tradición historiográfica que, a pesar de los ciclos de intolerancia y de persecución política, permanece hoy no sólo vigente, sino que además ha ganado una batalla singular. El combate fue por concebir el oficio del historiador como una modalidad peculiar de reflexión sobre el hecho social.
[1] Su aporte a la historia medieval se condensa en sus obras: La Revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires 1967 y Crisis y orden en el mundo feudoburgués, México 1980
[2] ROMERO J .L., “La formación histórica”, en La vida histórica, Buenos Aires 1988
[3] ROMERO J .L., “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval” en ¿Quién es el burgués? y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires 1984, p.19
[4] DUBY G., La société aux XI etXII siécles dans la région máconnaise, Ecole des Hautes Eludes 1988 ; HIBBERT A.B., ‘The origins of the town patriciate”, Pastand Present 3, 1953 ; HILTON R. (ed.), La transición del feudalismo al capitalismo, Barcelona 1982.
[5] WALLERSTEIN I., El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía mundo en el siglo XVI, México 1979 ; BRAUDEL F., Civilización material y capitalismo. Siglos XV-XVIII (3 vols.), Madrid 1984 ; BAREL Y., La ciudad medieval. Sistema social-sistema urbano, Madrid 1981
[6] ANDERSON P„ El estado absolutista, Madrid 1979
[7] HALPERIN DONGHI T., “J osé Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, Nro.78, vol.20 (julio-sept.) 1980
[8] ROMANO R., “Introducción” a ¿Quién es el burgués?…., GUERREAU A., El feudalismo. Un horizonte teórico, Barcelona 1984
[9] GUERREAU A., op.cit, p.107
[10] ROMERO J .L, La vida…, op.cit, p.25
[11] LUNA F„ Conversaciones con J osé Luis Romero sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, 1976, p.20