Una relectura de Latinoamérica: las ciudades y las ideas de José Luis Romero

NATALIO BOTANA [*]

No creo decir nada nuevo si apunto, para dar comienzo a estas reflexio­nes, que José Luis Romero fue un hombre de varios mundos: un “es­pectador comprometido”, como se dijo de otro intelectual del siglo XX, que abarcó, al estilo de Mitre, el sentido horizontal de la historia con sus etapas, conformando un proceso, y se adentró, con la ayuda de Sar­miento, en los repliegues profundos de un pasado que revelaba actores ignorados. Y todo ello acontecía al impulso de una vocación con ape­tito ecuménico, con la que recorrió los vastos escenarios de la historia antigua y medieval, de América Latina y de Argentina.

El centenar de plazas y ciudades que Romero registró con minu­cia, no solo se presentaban ante su mirada como recintos típicos de una época; también significaban una encrucijada de mundos visibles y emergentes. A la sucesión de acontecimientos, captada por una narra­ción atenta a la dirección de dichos procesos, se sumaba pues la pes­quisa acerca de la caída y ascenso de las estructuras sociales. Desplegar la mirada y cavar hondo en el suelo histórico: en este contrapunto tal vez se resuma la idea que tenía Romero de la “vida histórica”, inspira­da en la tríada clásica que enlaza pasado, presente y provenir. La vida histórica alude, obviamente, al pasado, pero no se la puede entender en ausencia de la relación inescindible de cada uno de nosotros con un presente que también preanuncia el porvenir. Estos atributos de la condición humana se articulan en tres dimensiones conceptuales con las cuales Romero desarrolló su oficio de historiador: el sujeto histórico, la estructura histórica y el proceso histórico.

Se me ocurre que este juego circular entre el arranque del cono­cimiento histórico, que es a la vez, línea de llegada, adquiere un tono análogo al de Sarmiento en el siglo XIX y al de Henri Pirenne en la última centuria. Tanto Sarmiento como Pirenne forman parte de un conjunto de ensayistas e historiadores profesionales, seducidos por el papel que la ciudad desempeña en la historia, por su creación y recrea­ción como producto eminente de la acción humana. En la ciudad el pasado se transforma según una pluralidad de dialécticas que resiste cualquier forma de reduccionismo. La ciudad es pues sujeto, estruc­tura y proceso abierto en la historia. Este es el viaje que Romero nos propone en La revolución burguesa en el mundo feudal (1967) y en La­tinoamérica: las ciudades y las ideas (1976). Sujeto de la historia en dos mundos –Europa y América– la ciudad contiene conflictos, esbozos de convivencia y es el disparador que abre curso a un proceso urbano –po­lítico, social, económico y cultural– jamás clausurado.

Como recordarán sus contemporáneos aquí congregados, Romero fue un hombre de la Ilustración, que perseguía el horizonte de la de­mocracia y del socialismo. La Ilustración, según él la entendía, era un punto de partida para desplegar un humanismo “moderno, pluralista y crítico”. Pero además ese punto de partida, como en la mayoría de los que planteó la Ilustración en el siglo XVIII, se prolongaba en una bifurcación de caminos no siempre convergentes. Con respecto a la ciudad, y en la perspectiva que abre una teoría del gobierno republi­cano, el áspero contrapunto entre Rousseau y Voltaire nos permite precisar un tema central de aquella corriente de pensamiento, que acaso se condense en la pregunta de si es posible radicar la dialéctica entre la igualdad y la libertad en el seno de la ciudad moderna.

Vamos, en primer lugar a la respuesta de Rousseau, el homme de lettres que inspiró el renacimiento de la república antigua cuando ya se percibían los signos de una gran transformación urbana y económica. Rousseau encarna, en gran medida, una filosofía de la decadencia. En ella se revela la decrepitud de un mundo vicioso y la de los hombres corrompidos por una sociedad que engendra dominación y servidum­bre, riqueza y miseria, represión y violencia.

Es una declinación irresistible la que, con voz profética anuncia Rousseau, porque el mal reside en la sociedad mercantil moderna, de gran tamaño y población numerosa, que engendra metrópolis cuya tendencia sociológica es la expansión del número de habitantes y la guerra permanente. Las ciudades del siglo XVIII –Londres, París, Nápo­les– eran para Rousseau un fenómeno histórico sin destino. No tenían posibilidad alguna de creación ciudadana en clave republicana pues el desenvolvimiento pleno de la naturaleza humana, animado por el ejerci­cio activo de la voluntad general, solo podía radicarse en el recinto estre­cho de una ciudad frugal e igualitaria, sin las alienaciones que provoca la división del trabajo. Algo así como aquellas comunidades de aplicados relojeros, con propiedades casi idénticas y a distancia igual unas de otras, que le tocó contemplar en las montañas suizas.

La ciudad real como símbolo de degradación y la otra ciudad en la cual la naturaleza escindida de la persona recobra su dignidad primiti­va. Para Rousseau las condiciones sociales de aquella ciudad igualitaria preceden a la puesta en forma del régimen político de la voluntad general. Este tipo de ciudad es pues, condición necesaria del buen gobierno republicano. Sin ella, la democracia del porvenir habrá de toparse con serios escollos. Este choque entre utopía y realidad exigía a los republicanos poner manos a la obra para descentralizar el poder y distribuir igualitariamente la libertad entre los miembros del cuerpo político. El sueño era entonces el de un territorio salpicado por esas ciudades autosuficientes, semejante a un destilado de los elementos más puros de Ginebra, el cantón natal de Rousseau.

En verdad, la voz de Rousseau adquiría en relación a las ciudades el tono propio de un solitario que combatía las tendencias hacia la urbanización en Europa. Otros letrados, en cambio, entre los que so­bresalía Voltaire, observaban este fenómeno con complacencia y hasta lo aplaudían. La gran ciudad representaba así, aun en medio de sus contradicciones, el ámbito más adecuado para que en él prosperase un ejercicio refinado de la libertad: una nueva Atenas, en escala au­mentada, cuyo ejemplo más elocuente y placentero lo proporcionaba Londres. Con una población multitudinaria para su época, que medio siglo más tarde, en 1800, superaría el millón de habitantes, la ciudad de Londres que amaba Voltaire era un espacio donde convivían la libertad, el comercio, las opiniones sin censura vertidas en libros y pe­riódicos, que garantizaban las leyes del parlamento, y por fin, las artes en su más amplio alcance.

Todo lo que para Rousseau era estigma de decadencia, para Voltai­re era resorte del progreso. En la ciudad, en efecto, la libertad hacía su obra mediante los efectos indirectos de una pausada evolución, rom­piendo jerarquías y favoreciendo el ascenso social. Esta visión coincidía con la de otros ilustrados que, por aquellos años, descubrían en los entresijos de las ciudades la obra benéfica de la libertad del comercio, de la agricultura y la industria, al modo de una silenciosa operación que, lentamente, alejaba el fantasma de una sociedad guerrera fun­dada en las pasiones de la fama y del honor. Era una visión cercana, que coincidía con los apetitos refinados de Voltaire e iluminaba otras dimensiones placenteras de la buena vida, como si el bon vivant de la existencia mundana sirviese de ejemplo digno de imitación. Según Carl E. Schorske, “Gracias a esta feliz simbiosis entre los ricos y los pobres, la buena vida elegante y la laboriosidad ahorradora, la ciudad [de Voltaire] estimula el progreso de la razón y el gusto, y, así, perfec­ciona las artes de la civilización”.[1]

Semejante perfeccionamiento tenía en mira un tipo de ciudad que, a ojos de quien la disfrutaba, poseía el atributo inherente de una lógica integradora. Tarde o temprano, la acción de la libertad daría sus frutos. Ante esta promesa, la visión pesimista de Rousseau no parecía tener mayor trascendencia, o tal vez solo serviría para jus­tificar una fuga romántica hacia un idílico mundo rural, libre de la contaminación urbana. De este modo, la ciudad fue interpretada, en las antípodas de Voltaire, como un antro de viciosa desintegración. El lamento de Rousseau siguió latiendo durante un largo siglo en las novelas naturalistas de Émile Zola, que exploraban el “vientre” de París, o el carácter salvaje de esa ciudad luz que, con un velo hipó­crita, ocultaba sus desechos físicos y humanos. La literatura podía cerrar ese horizonte urbano, condenado a reproducir sin cesar sus malformaciones, o bien, de la mano de Dickens, esas novelas podían descubrir unos vínculos ignorados a golpes de felices coincidencias entre uno y otro mundo: los de arriba y los de abajo reconciliados en una misma ciudad.

No quiero abundar en las imágenes que nos legaron los relatos vic­torianos de una estructura social a la cual todo escindía, como el ingre­so, la propiedad, la salud, la educación (por tanto, la incompatibilidad de los lenguajes), el vestido. Two Nations, las llamó Benjamin Disraeli. Así, el conjunto de estas narraciones y la crudeza de las costumbres expuestas hacían de las grandes ciudades –y de Londres en particular– un espacio atiborrado de contradicciones: la parte digna de la vida en desgarrante contrapunto con el lado vil de la existencia.

¿Había en estos montajes dualistas –tan demostrativos de las ideas imperantes en el siglo XIX– alguna posibilidad histórica de supera­ción? Desde luego la hubo en la clave de las teorías evolucionistas y re­volucionarias. Todas ellas compartían, pese a sus diferencias, la idea de que la historia misma podía llegar en algún punto a resolver aquellos signos de la mala vida social y ciudadana.

Tal vez esta breve digresión nos permita sintetizar mejor la teoría que, como hilo conductor, recorre Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Es una teoría de la ciudad, como formadora de una cultura de domi­nación sobre su contorno y de la ciudad que, a su vez, sufre el reflujo, cuando no el acoso, de dicho contorno. En ambos casos, esos movi­mientos de ida y vuelta se resuelven, provisoriamente, según diferentes formas de integración. La matriz sarmientina es aquí evidente, tal como el mismo Romero expuso esa filiación en sus conversaciones con Félix Luna: “…en la medida –decía– en que a mi libro se lo pueda llamar facundiano es aquella en que la antítesis entre campo y ciudad, que yo reconozco como sustancial y como admirablemente percibida por Sar­miento, sea enunciada sin adjetivos y sin juicios valorativos absolutos”.[2]

Para desenvolver este argumento, Romero recurrió a dos métodos. Con el primero fijó, en términos sincrónicos, cinco tipos de ciudades: las ciudades hidalgas de la Indias, las ciudades criollas, las ciudades patricias, las ciudades burguesas y las ciudades masificadas; con el segundo introdujo en estos cinco estadios del proceso histórico una dialéctica entre realidad e ideología, entre designios y resultados no queridos, que exigía de parte del historiador poner a punto el relato de los hechos y el relato de las ideas.

En esta confluencia entre dos vertientes clásicas del conocimiento histórico –como si Montesquieu y Macaulay se dieran la mano– se asienta el estilo de este libro. Se trata de un estilo acuñado, atado al rigor de una prosa ubicada en el marco de unos tipos históricos previamente establecidos, que atiende tanto a visiones de largo alcance como a los de­talles que va revelando un nutrido grupo de testigos: escritores de ficción, poetas, costumbristas y viajeros, junto con los datos provistos por censos e informes cuantitativos. El número y la imaginación, los acontecimien­tos magnos y los hechos circunscriptos. Es una tensión que recorre estas páginas y que provoca, cuando no se la puede resolver, que la prosa se deslice hacia el plano más vasto de una historia general. Esto ocurre tal vez porque esté latiendo en este texto la hipótesis de que la historia ge­neral de Iberoamérica se condensa al cabo en la historia de sus ciudades.

Pero esta historia tiene la peculiaridad de seguir una traza que ha­ce que los cinco tipos de ciudades reaparezcan, como clave explicativa, en otras configuraciones sucesivas. Para Romero el tipo histórico no es para nada excluyente. De tal suerte, como veremos de inmediato, el tipo histórico de las ciudades hidalgas de Indias y la sociedad barroca que le daba forma, pueden reaparecer en la circunstancia contempo­ránea, en las ciudades masificadas de finales del siglo XX.

El hilo conductor es el de una sociedad escindida, marcada por la heterogeneidad. Escindir, es decir, cortar, dividir, separar a partir de un momento fundador definido por la simplicidad. La ciudad latinoame­ricana parece pues, destinada a crecer por apetito de dominación o por una fuerza de atracción con respecto a las poblaciones rurales. La ciu­dad atrae y al mismo tiempo escinde, evoluciona e integra para luego separar nuevamente.

La sociedad barroca de las ciudades hispanoamericanas es, en este sentido, el ejemplo arquetípico porque hay en ella un dualismo que aún no existía en la “ciudad fuerte” de las fundaciones y de la conquista, todavía replegada en un pequeño ámbito. En cambio, la sociedad barroca se expande a través de diversas explotaciones que requieren abundante mano de obra indígena. Explotación doble pues, de recursos materiales y de la mano de obra, que va rodeando los centros metropolitanos donde refulgen el arte y nuevas concepciones urbanísticas. Aunque remede un lugar común, la sociedad barroca es luz y oscuridad.

La sociedad barroca no irradiaba desde Buenos Aires con los des­tellos con que lo hacía desde los Virreinatos de la Nueva España o del Perú. En este punto Romero es fiel al capítulo introductorio a la edi­ción definitiva de la Historia de Belgrano… de Bartolomé Mitre, pero la referencia a esa, todavía pequeña y modesta ciudad, puede servirnos para ilustrar el método de combinar tipos históricos al que aludimos más arriba. Según Romero, la característica principal de la “ciudad bur­guesa” y luego de la “ciudad masificada” en nuestro país es que en ellas se desencadena un proceso “aluvional” debido al formidable impacto de dos migraciones: la primera proveniente de Europa; la segunda de nuestro mundo rural y del de los países limítrofes. En ambos ca­sos predomina lo improvisado y lo heterogéneo. La “ciudad burguesa” recibió a los inmigrantes de ultramar y cuando todavía ese proceso no había concluido, mientras crujían las estructuras tradicionales de la “ciudad criolla”, se puso en marcha, medio siglo después de 1880, el desplazamiento de las poblaciones rurales.

Convengamos en que el caso de Buenos Aires no es original si, por ejemplo, lo comparamos con San Pablo, ni tampoco si lo ubicamos, como lo hubiese hecho Romero, en el contexto más amplio de las ciudades masificadas de América Latina de comienzos del siglo XXI.

Porque la masa, en tanto suma constitutiva de individuos y familias, antes que una clase social es un “semillero del que saldrían los que lograban el ascenso social y en el que quedarían los que, al no lograrlo, consolidarían su permanencia en las clases populares acaso descen­diendo algún peldaño en la escala”.[3]

Esta perspectiva de una sociedad que genera clases en el vértice de la estructura sin producirlas en la base, representa, a ojos de Romero, una suerte de dilatación de la sociedad barroca: el dualismo incrustado en la ciudad masificada. Como en la circunstancia “…de la explosión de fines del siglo XVIII, la que se produjo después de la crisis de 1930 consistió sobre todo en una ofensiva del campo sobre la ciudad, de modo que se manifestó bajo la forma de una explosión urbana que transformaría las perspectivas de Latinoamérica” (p. 321). Y más adelante completa la imagen:

Así se fijó físicamente la sociedad escindida, una sociedad barroca, y se podría decir que, en algunas ciudades, el espectáculo de lujo ostentoso –como el de las cortes barrocas– que ofrecía la sociedad normalizada era contemplado desde los rancheríos de los cerros por millones de seres que componían la sociedad anómica. A la agresividad de la primera hora siguió cierta resignada domesticidad; pero entretanto, como en la parisiense ‘corte de los milagros’, nadie podría entrar en los rancheríos sino protegido por un dispositivo de seguridad (p. 343).

¿Eran estos acaso los signos, como dice Romero, de una “revolución ciega”, nacida del proceso social? Ciertamente lo eran, pero la cuña que nuestro autor introduce en su ensayo de explicación histórica es que esa misma ciudad podía abrirle los ojos a esa revolución ciega con el tratamiento de las ideologías populistas (p. 331) y más aún, con la ayuda de una lógica integradora implícita y, tal vez, de una inevitable evolución que mira al largo plazo.

La metrópoli propiamente dicha es de la sociedad normalizada y los rancheríos de la sociedad anómica, aunque, en el fondo, los dos ámbitos están integrados y no podrían vivir el uno sin el otro. Son dos hermanos enemigos que se ven obligados a integrarse, como las sociedades que los habitan. Pero del enfrentamiento a la integración hay un largo trecho, que solo puede recorrerse en un largo tiempo (p. 363).

A treinta y tres años de la publicación de este libro, podemos decir que ya estamos resueltamente instalados en ese “largo tiempo” del que hablaba Romero con un aditamento dramático: los gigantes urbanos siguen por cierto creciendo, y los guetos urbanos también. Y esto no solo en América Latina. Es que, por vez primera en la historia de la humanidad, la ciudad ha vencido al mundo rural. Ella encuadra nues­tra existencia, la concentra y la comunica, pero si nos atenemos a los datos que de inmediato recapitularemos, la ciudad transmutada en megalopolis es un haz de contrastes, tal como los críticos, benignos a la Voltaire o implacables a la Rousseau, la presentaban a sus lectores. La diferencia elemental es que, lo que para los siglos XVIII y XIX signifi­caba una excepción sobre los lazos de carácter rural, en este siglo XXI representa más bien una regla que se extiende por todo el planeta.

Se trata de una tendencia que viene del fondo del pasado, que ha acelerado su marcha y, hasta el momento, parece no detenerse. El mundo se urbaniza y erige megalópolis. Es un cambio de escala ho­rizontal que dice adiós al predominio del mundo rural y un cambio de escala vertical que atrae y absorbe aquel mundo en estas gigantes­cas aglomeraciones.

El crecimiento de las megalópolis supera los cálculos acerca del crecimiento de la población mundial. Hoy, las megalópolis están en todas partes y prácticamente ningún continente es ajeno a un proceso que condensa las oposiciones sociales de los tiempos venideros. De acuerdo con proyecciones de las Naciones Unidas, en el año 2015 treinta y seis megalópolis tendrán, cada una, poblaciones que rondarán un mínimo de diez millones de habitantes. En la actualidad, cuatro de nuestras megalópolis en América Latina –una en México, otra en Argentina y dos en Brasil– suman en total más de 70 millones de habi­tantes (y la cifra sigue creciendo).

Estos gigantes del siglo XXI se multiplican según una lógica que obedece al resorte de un crecimiento económico de signo desigual y a un desplazamiento colectivo de la pobreza. La mitad de los 1.300 millones de personas sumidas en todo el mundo en la pobreza extre­ma vive en las ciudades y (lo que es aún más grave si nos atenemos al informe prospectivo ya citado) en 2015 más de una persona sobre tres vivirá en la miseria en las megalópolis de los países más atrasados. Las aglomeraciones urbanas seguirán siendo entonces, una Meca soñada para una multitud de inmigrantes pobres, que además sufren embates en muchos casos xenófobos, y también un recinto del cual los sectores con mejores ingresos desertan y se apartan. Hay extremos desoladores: en Karachi, por ejemplo, las villas miseria, favelas o rancheríos cubren el 55% de ese perímetro urbano.

Una megalopolis conforma, de este modo, un espacio que, al mismo tiempo, aproxima y distancia, que reúne y excluye: “magna civitas, mag­na solitudo”, decía un proverbio latino. Pero esa aparente soledad no reproduce con exactitud un paisaje urbano más complejo, en el cual el principio asociativo se acantona tras las murallas de la abundancia o de la exclusión. En cada uno de esos territorios se arma una sociabilidad escindida con violencia de otras sociabilidades. La megalópolis confor­ma así un nuevo feudalismo –“ciudades fuerte” del siglo XXI– con sus protecciones recíprocas, sus ejércitos privados de seguridad, su tecno­logía adaptada a un terreno que, para desdicha de Rousseau, solo tiene en común aquello que pertenece a un grupo particular.

Doy, al respecto, un ejemplo reciente. En los últimos días hemos vistos fotografías que muestran la construcción de varios muros protec­tores en Río de Janeiro. Las autoridades los levantan apresuradamente, con la intención de aislar a las favelas del resto de los habitantes de la megalópolis: una suerte de ciudad fuerte al revés que hace las veces de un nuevo cordón sanitario –se presume– de cara al crimen y a la droga. Este espejo roto, esta proyección de la imagen del mundo rural, tal como lo concebía Hobbes, fragmentado esta vez en porciones terri­toriales de carácter urbano, es tributario de las desigualdades y de una ostensible falencia de las instituciones del Estado de derecho. En las megalópolis y ciudades de Iberoamérica campea, en efecto, el 42% de los homicidios causados por armas de fuego en todo el mundo.

En estos aspectos Romero dio en el blanco. Por donde se la mire, la megalópolis es un gigante escindido. Un gigante, por otra parte, que tal vez podría también poner en cuestión la tan mentada teoría acerca del cambio de escala de nuestras democracias. De cara a un recorrido histórico de 2400 años, esta teoría alude al pasaje de la democracia de la polis antigua a la democracia del Estado-nación y de esta a una democracia que congrega diversas naciones regidas por un pacto cons­titutivo de supranacionalidad. La teoría del cambio de escala adopta entonces, como marco de referencia, el proceso horizontal de la globa­lization que vincula y, a la vez, estratifica a las naciones.

En algunos casos, esta teoría ha fructificado con dificultades, como en Europa. Sin embargo, lo que no siempre se destaca es el hecho de que América Latina está experimentando un proceso mundial de im­plosión urbana, que también supone un cambio de escala. Desde aden­tro de las fronteras nacionales, este movimiento arrastra a las poblacio­nes, primero hacia las ciudades y después hacia las megalópolis. Como hemos visto, si el primero de estos traslados colectivos del sector rural al sector urbano fue percibido en los siglos XIX y XX como un signo de progreso –a la manera de Voltaire, Sarmiento y del mismo Marx–, en el siglo XXI esos desplazamientos tienen otras características y abren otras incógnitas. Porque nuestras megalópolis ya no son tan solo el recinto donde radicar el ascenso social de la mano de la educación pública y de las oportunidades laborales. Nuestras megalópolis confi­guran asimismo un espacio en el que la movilidad está congelada para generaciones sucesivas de habitantes que no logran despegar desde la marginalidad y la exclusión.

Estas perspectivas de la mala vida ciudadana podrían dar razón, de nuevo, al pesimismo de Rousseau. El gigantismo, las desigualdades, la heterogeneidad son los grandes enemigos de la república democrática. Obviamente, se trata de un juicio de instrucción que no toma en cuen­ta los grandes desafíos políticos de los dos últimos siglos, en especial aquellos referidos al desenvolvimiento de la tradición de la democracia representativa (la cual Rousseau condenaba con vehemencia).

Cuando cobró vuelo este concepto, la realidad a que apuntaba era la de un agregado de ciudades en el territorio del Estado-nación. La representación política era pues el cemento que unía esas prácticas municipales de la participación ciudadana en un escenario más amplio. Se marchaba pues –según registraban nuestras primeras constituciones– desde la representación municipal, más activa y más próxima, hasta llegar a la representación nacional, igualmente activa pero más distante.

Luego del trajín de dos siglos, en el umbral de los Bicentenarios, aquel esquema resiste con dificultad creciente el embate de las nuevas circunstancias. En la megalópolis, en efecto, todo es proximidad. La representación municipal y la representación nacional se fusionan en un haz de demandas colectivas, de movilizaciones y de acciones directas sobre los cuerpos legislativos y ejecutivos, hipotéticamente soberanos. Estos cortocircuitos en las redes de la soberanía no son en principio negativos, siempre y cuando la ciudadanía del siglo XXI afronte la exigencia de vaciar el material opaco de las megalópolis en un molde representativo, lo suficientemente flexible como para asumir esas realidades y lo suficientemente sólido para encauzar esas razones y pasiones hacia la meta del buen vivir.

¿Tenemos a mano los instrumentos para insuflar aires renovadores al argumento histórico de la representación política? No, los tenemos como si fueran productos exclusivos de un bazar regido por planifi­cadores omnipotentes. Aunque el planeamiento urbano es sin duda imprescindible, codo a codo con esa gobernanza se impone recrear entre nosotros el arte de la mediación política en un contexto que ha cambiado profundamente. Romero pintó este cuadro de mutaciones en el plano de la historia sociocultural y dejó abierto de modo implícito, en un final que resiste cualquier conclusión apresurada, un conjunto de interrogantes de naturaleza política.

El historiador no tiene porqué construir ese pasaje hacia el terreno de la mediación política. Le basta simplemente con reconstruirlo en el pasado, quizás insinuarlo en el presente y también acaso anticipar la historia que vendrá, aquella en la que él mismo, como ciudadano, tendrá que participar (Romero ilustró con creces, en buena parte de su vida, esas actitudes propias del deber ciudadano). Me parece que estos vínculos entre, por un lado, la sensibilidad de la anticipación histórica y por otro, el compromiso ciudadano son una manera de hacer eco al consejo de Paul Valéry que Romero consignó en el Epílogo de su libro El ciclo de la revolución contemporánea (1948). “El porvenir –decía Va­léry– no tiene imágenes. La historia le proporciona los medios para ser pensado”.[4] Con este convite cierro estas reflexiones.


[*] Universidad Torcuato Di Tella.

[1] Carl E. Schorske. “La idea de la ciudad en el pensamiento europeo: de Voltaire a Spengler”, en: Pensar con la historia. Ensayos sobre la transición a la modernidad. Buenos Aires, Taurus, 2001, p. 78.

[2] Félix Luna. Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia política y democrática. Buenos Aires, Timerman Editores, 1976, p. 47.

[3] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 1976, p. 338. En adelante las citas referidas a este libro corresponden a esta primera edición.

[4] José Luis Romero. El ciclo de la revolución contemporánea. Buenos Aires, Losada, 1956, p. 163.