José Luis Romero, entre la antigüedad y la actualidad

JULIÁN GALLEGO
(Universidad de Buenos Aires/Conicet)

A treinta años de su fallecimiento, José Luis Romero (1909-1977) sigue siendo uno de los mejores historiadores —y por qué no el mejor— que ha dado la historiografía argentina. No es que no haya otros con méritos semejantes, pero la potencia de su pensamiento permanece como un hito que no ha podido ser alcanzado posteriormente. Su trascendencia como historiador se forja fundamentalmente en el ámbito de la historia medieval europea,[1] aunque para hacer justicia a su proyecto debería decirse que, en realidad, ha sido un estudioso de la cultura occidental nacida en el seno del mundo feudal. Es esta empresa de largo alcance lo que permite sopesar con exactitud su examen de la historia latinoamericana,[2] pues, en rigor, lo que a Romero le interesa entender es el modo en que la expansión europea a partir del siglo xv incluye al Nuevo Mundo en el marco de la sociedad occidental. La obra de madurez permite apreciar el núcleo central de los intereses del autor: el papel de las ciudades como impulsoras del cambio, la articulación entre las situaciones de hecho y las ideas espontáneas o formalizadas generadas en el proceso de cambio, el rol intuitivo o elaborado de las élites y las masas en dicho proceso.

Si todo esto ha sido bien justipreciado y analizado en relación con sus libros mayores, o incluso respecto de sus textos de “no especialista” sobre la Argentina,[3] no siempre se ha examinado con el debido detenimiento el recorrido que Romero comienza a esbozar en sus primeros trabajos de historiador dedicados al mundo antiguo. En efecto, en los escritos aquí reunidos se hallarán exploraciones sugerentes sobre ese núcleo central de intereses recién mencionado, trazas de una concepción de la vida histórica que Romero ya empezaba a modular en los inicios mismos de su tarea profesional. Si esto por sí mismo resulta un factor de peso para leer y releer estos textos, los aportes que en ellos se encontrarán constituyen una fuerza incluso más estimulante. Así, la definición histórica de un concepto como el de facción o la importancia de las ideologías para la delimitación de los agrupamientos sociopolíticos, vista a la luz de la producción actual sobre la antigüedad clásica, exhibe la vigencia de un pensamiento que sin perder arraigo en la historia viva irrumpe en los meandros de la disciplina, según el estado de su época, dando impulso al mismo tiempo a una profunda renovación historiográfica cuyos efectos serán desplegados por el propio Romero a lo largo de su vida y de su obra.

Un antiquista para la era “aluvial”

Introducirse en la lectura de un libro con las características del presente volumen de José Luis Romero es adentrarse en la producción de un historiador de la antigüedad clásica, en Argentina, durante la década de 1930. Pero, considerando la amplitud de sus preocupaciones simultáneas a sus estudios sobre el mundo antiguo, la dimensión adquirida por el autor en sus trabajos posteriores como medievalista —desde donde incursionaría en la historia latinoamericana y argentina—, así como también sus sólidas reflexiones en cuanto al quehacer historiográfico, introducirse en esta obra significa, al mismo tiempo, ingresar en un fértil campo de pensamiento respecto del sentido mismo del análisis histórico, cuya interrogación inaugural bien podría ser la siguiente: ¿para quién escribe el historiador? O, dicho de otra manera: ¿para qué escribe el historiador?

La respuesta, también inicial, que podría plantearse en relación con la perspectiva historiográfica de Romero es que el historiador escribe para aquel que considera sujeto de la historia, para configurarlo como sujeto de la historia y para colaborar en la construcción de un proyecto que lo realice como sujeto de la historia.[4] De ser así, toda obra histórica de valor sería el efecto de unas constricciones, necesariamente externas a la disciplina histórica, que llevarían a plantearse ciertos problemas, significativos para el historiador y para el sujeto a quien aquél dirige su escritura.

En este sentido, un hecho que llama la atención es la declaración de Romero de haber sido él quien planteó por primera vez el problema de la “Argentina aluvial” [5] Romero entiende por Argentina aluvial la etapa que se abre a partir de la llegada masiva de inmigrantes, cuyos difusos inicios se superponen con la era criolla. Hacia 1880 la mutación ya ha adquirido caracteres bien claros, acentuándose a partir de entonces una separación entre las masas y las minorías, una inadecuación entre el sistema institucional establecido y la cambiante realidad social; en definitiva, un desacople entre las situaciones de hecho y los sistemas políticos e ideológicos en uso, cuadro que seguiría vigente durante todo el desarrollo de su producción intelectual en busca de la articulación de un proyecto adecuado.[6] Tal condición sería la que marcaría su época y su drama intelectual. Esta impresión se fortalece con los comentarios de Ruggiero Romano, que ve en Romero a uno de esos historiadores singulares, de una sola idea, experto en hacer confluir sus múltiples intereses hacia un centro catalizador,[7] y de Luis Alberto Romero, que ubica en la Argentina aluvial, sin proyectos, el origen de sus preocupaciones.[8] La Argentina aluvial sería el centro catalizador hacia el que se orientarían los trabajos de José Luis Romero.

Pero, ¿qué incidencia pudo tener esto en sus primeros trabajos dedicados a la historia antigua? En los comienzos de su labor intelectual la Argentina aluvial era ya la condición que Romero habitaba, pero que sólo sistematizaría más adelante transformándola él mismo en problema para el pensamiento histórico, es decir, haciendo de esa constricción un proyecto a elaborar. Por ende, debemos ser cuidadosos de pensar que en el joven Romero están ya presentes todos los elementos que luego encontraremos en forma más pulida en el Romero maduro. En todo caso, lo que podemos vislumbrar son las preguntas que Romero va articulando como historiador argentino de la antigüedad y el modo en que va delineando su explicación de la vida histórica.[9]

Si la posterior convergencia con la escuela de los Annales pudo darle a Romero la posibilidad de ajustar o rearmar sus conceptos a partir de la noción de mentalidad, está claro, de todos modos, que es la problemática en la que Romero estaba inscrito la que permite entender las preguntas que comenzaba a plantear al pasado.

En efecto, si la situación de la Argentina aluvial sería una condición de vida para Romero, constituyendo el suyo un pensamiento ligado de diversas formas a esa actualidad social (hecho que, como veremos, se reflejaría en sus preocupaciones recurrentes acerca de las élites, su ilustración, la relación con las masas, el accionar político, etc.), las respuestas históricas ante las preguntas formuladas, así como las explicaciones establecidas, irían variando conforme a la índole de las cuestiones abordadas y a la batería de conceptos y elementos interpretativos incorporados.

Facciones, ideas, realidades de la antigüedad

El contexto esbozado previamente es ineludible para comprender el conjunto de indagaciones realizadas entre 1936 y 1938, reunidas en este volumen. Si cabe plantear una suerte de proyecto general en estos escritos, ese que muchas veces a lo largo de toda su producción historiográfica Romero iba estableciendo a través de lecciones,[10] en este caso el mismo vendría dado, en alguna medida, por El Estado y las facciones en la antigüedad (1938).[11] Romero desarrolla allí el concepto de facción, uno de los más ricos que formulara en función del análisis histórico. Lo que sorprende, ante todo, es la forma misma de presentación de la cuestión de la facción. Se trata de un despliegue lógico del concepto, aunque mediante el encuadre temporal propio de las formas estatales del mundo antiguo: oligarquía, tiranía y democracia griegas; autocracia helenística; Estado patricio-plebeyo, cesarismo e imperio romanos. Este desplazamiento sucesivo es el que permite desarrollar la dialéctica propia del concepto, que al mostrar su lógica interna deviene un concepto operativo. La última parte del trabajo: “Las facciones y las formas estatales”, podría estar inscrita en cualquier otra reflexión de Romero sobre el asunto, puesto que se trata de una suerte de teoría de la facción que plantea cuáles son las características generales de la misma, qué relación guarda con las formas estatales y por qué la facción resulta la clase directora del Estado.

En efecto, más allá de breves referencias al análisis efectuado en las partes previas del estudio, referidas al Estado en las fuentes antiguas y a los procesos concretos de desarrollo de los Estados antiguos, respectivamente, la tercera parte deja al lector un cúmulo articulado de reflexiones destinado a establecer cuál es el concepto de facción pertinente para entender las características que puede adoptar un Estado, en la antigüedad clásica o en el mundo contemporáneo. La facción, por ende, subyace a las formas estatales cuando un conglomerado heterogéneo, conducido por un pequeño grupo de acción y surgido de modo práctico, equívoco y transaccional, toma el poder y lleva a cabo sus políticas. Una vez en el poder, la facción buscará institucionalizarse para consolidar su posición. Si primitivamente ese pequeño grupo de acción pudo haberse originado como una minoría directora con el propósito de llevar a cabo un programa de reivindicaciones de un grupo político o de una clase social, ulteriormente es sólo la consecución del poder por parte de esa minoría lo que queda en pie. Este proceso es el que conduce a la configuración de una facción, que llega al poder enfrentándose con un conglomerado semejante pero que defiende posiciones antagónicas ante un asunto común a ambas facciones. La debilidad intrínseca de la facción, producto de su heterogeneidad, lleva a que una vez logrado el triunfo su unidad se quiebre y sus diversos integrantes impulsen acciones con contenidos distintos acordes a sus diferentes reivindicaciones socioeconómicas. En estas circunstancias, y con el fin de mantener la posición lograda, el accionar político de la facción se torna violento, aunque buscando organizar un orden institucional que la sostenga en el poder. Así, la facción instaura su política como principio rector del Estado, el cual tenderá a reflejar los intereses socioeconómicos del grupo que predomine dentro de la facción triunfadora. En la medida en que esto acontezca, la facción tratará de borrar su origen revolucionario y disolver el conglomerado que la impulsó en el conjunto de la sociedad.

El concepto de facción presenta, pues, en Romero una valiosa perspectiva general, y de allí su plenitud como concepto rico y riguroso. La sorpresa viene dada por el hecho de que esta teoría de la facción no es ni un apéndice de cualquier otra obra ni una obra independiente: es la conclusión de El Estado y las facciones en la antigüedad. Es decir que el corolario de un estudio sobre el mundo antiguo no satisface tal o cual aspecto de la historia antigua sino que formula, de modo detallado, el concepto de facción y su lógica interna. Verdadero ejemplo del modo en que Romero lleva a cabo su quehacer histórico e historiográfico en el marco de su época, desde la cual el historiador pregunta; no es la disciplina la que lo empuja a enhebrar su visión sobre el asunto con el hilo único del especialista sino la historia viva, su presente,[12] la que lo lleva a hilvanar una conclusión referida no tanto a la antigüedad como a la vida histórica.[13]

Incluso en elaboraciones más específicas del concepto de facción en función del análisis de determinadas formas de Estado como el cesarismo, Romero no perderá de vista la importancia de los estudios históricos para la vida.[14] Si el Estado cesariano es el emergente político del triunfo de una facción encabezada por César, basado en una voluntad de poder autocrática y militar y con apoyos populares subordinados a sus decisiones,[15] dejando a un lado los elementos propiamente romanos, esta caracterización será retomada a propósito de ciertas salidas promovidas ante la crisis del mundo burgués en el periodo de entreguerras: el espíritu de facción y el cesarismo. Como en otras oportunidades, el problema no es tanto que las masas puedan mostrar una inclinación por el primero como que las élites lo fomenten y lo dirijan. A su vez, el segundo, como régimen autoritario y autocrático, se torna realidad merced a los efectos del espíritu de facción, pero también a causa de la debilidad de las posturas no dogmáticas que deberían nutrir un proyecto adecuado conducido por una élite ilustrada.[16]

En La crisis de la república romana (1942),[17] su tesis doctoral, se ponen en tensión muchos de los elementos que, de manera general, se delinean en El Estado y las facciones, aunque instrumentados ahora en función de un análisis acotado y, en principio, destinado a un público más restringido que aquel al que se dirigían las lecciones sobre el problema de la facción. Pero los pliegues a considerar aquí se sitúan en diferentes niveles que es necesario precisar conforme al encuadre general indicado al inicio. En primer término, ¿por qué escribir sobre la crisis de la república? El tema, claro está, constituía y sigue siendo hoy día un tópico de la historiografía antigua. Pero, ¿responde el análisis de Romero estrictamente a esa cuestión disciplinar? O, planteado de otro modo, ¿importa más que se trate de la antigua Roma o que se trate de una crisis?[18]

Una reflexión del propio Romero, publicada apenas un año después de la edición original de su tesis doctoral, resulta la respuesta más elocuente para esta cuestión: “No es, pues, sino una toma de posición frente a la crisis lo que condiciona la concepción historiográfica”[19] Esa toma de posición condiciona, por ende, la lectura del pasado en función de los problemas e intereses del presente del historiador. El problema de las crisis históricas y los reordenamientos futuros que ellas puedan ocasionar será una cuestión que Romero jamás abandonará, sino que, por el contrario, adquirirá en su posterior recorrido intelectual una formulación más precisa merced al desarrollo concreto de los acontecimientos así como a la interpretación activa de los mismos que Romero lleve a cabo.[20]

Volviendo a la crisis de la república romana, ¿cuál es la lectura que Romero despliega en su análisis de este proceso? La toma de posición, que condicionará su concepción historiográfica no sólo aquí sino en futuros trabajos, radica en el valor otorgado a las ideas (sistemáticas o espontáneas) en la configuración de la identidad de los grupos y en la consecuente elaboración de proyectos de cambio de la sociedad. La riqueza de la visión de Romero estriba en el modo en que concibe el proceso de división de la nobilitas a partir de la constitución de una oligarquía ilustrada que se nutre de las ideas helenísticas, pero que a poco de andar muestra, sin embargo, posiciones diferenciadas en su interior que llevarán a la conformación de una facción moderada y otra radical. En este punto preciso Romero retoma su perspectiva sobre el problema de la facción, otro aporte perdurable de su producción, componiendo así un panorama de los inicios de la crisis que si bien requiere una reconsideración a la luz de los avances historiográficos ocurridos desde su publicación hasta hoy día, merece no obstante seguir ocupando un lugar de importancia entre los análisis vigentes debido a los factores que hemos remarcado.

Ahora bien, al establecer su interpretación de la crisis republicana, Romero privilegia no tanto los contenidos o las prácticas políticas como la filiación de un proyecto, el de la política graquiana,[21] que en sus proyecciones posteriores terminará cuajando en la instauración del Principado. Este hincapié en la filiación de una política configura la marca diferencial de su análisis ante una cuestión que, desde Plutarco hasta el presente, ha desvelado a biógrafos, cronistas e historiadores. El nuevo horizonte que Romero habilita no hace foco en cómo fue la política graquiana, cuáles fueron sus objetivos y sus medios, qué fuerzas sociales estuvieron implicadas (aun cuando todo esto aparezca analizado). Lo que Romero pone de relieve al fijar la mirada en la filiación de un proyecto político, aplazando la política y el proyecto mismo, es un cambio de perspectiva: se trata de pensar la genealogía de un proyecto; de averiguar desde qué concepción del mundo es posible el pensamiento de algo nuevo, que cristalice en proyecto y en acción política; de ver cómo una cosmovisión permite el nacimiento de un proyecto ordenador del caos desencadenado por la ocurrencia de una crisis. Aparece aquí desplegado el tríptico de condiciones que Romero hará confluir en sus análisis de los cambios sociales: una cosmovisión; una realidad caótica o anómica; por lo tanto, un proyecto.

El proyecto graquiano traza, pues, lazos de filiación con la cosmovisión que aporta el mundo helenístico. Pero esta filiación no es algo automático sino el producto de la reelaboración de una élite que se ilustra con esas ideas. En este contexto, si el problema de para quién escribe el historiador recibe como respuesta que de lo que se trata es de configurar al sujeto de la historia, en el análisis de la crisis republicana Romero verá en Polibio a uno de los exponentes preclaros de este rol: “Cuando en el siglo ii a.C. se produce la crisis de reelaboración mediante la cual la cultura helenística se torna contenido del área de poder romana, el pensamiento romano filohelénico se muestra solidario —piénsese en Escipión, por ejemplo— con las tendencias imperialistas, y Polibio nos da la formulación rigurosa del significado y la trascendencia de la crisis”.[22] La inclusión de Polibio en el grupo de Escipión es el edén de todo historiador con aspiraciones sociales. Mecenazgo en el mejor sentido: un público, una causa, una orientación —tres fuerzas cuya resultante dinámica es el historiador— y, por ende, una inserción, esto es, un lugar de inscripción y de acción. Por consiguiente, el sujeto que ha de ser modelado por el trabajo histórico de Polibio, para que sea efectivamente el operador de la historia, nos remite a la élite ilustrada romana influenciada por las ideas helenísticas, el sujeto político de la configuración imperial romana. En esto radica lo esencial del quehacer historiográfico: ni progreso unilateral de la conciencia histórica ni del rigor científico. Se trata, pues, del progreso de la articulación entre el conocimiento del pasado y la conciencia histórica, es decir, la transformación del conocimiento del pasado en conciencia viva y actuante.[23]

Así, Romero ubica en la crisis de la república romana a una rama de la élite, ilustrada, realista, que entiende la situación desde un cuadro intelectual e ideológico helenístico pero que, a diferencia de la oligarquía conservadora, no se encierra en dogmatismos. En efecto, aun cuando vea el cambio que se está produciendo, la élite reaccionaria muestra una actitud no realista derivada de su apego a las tradiciones romanas, que generan un límite semejante al dogmatismo resultante de la adhesión acrítica a un sistema de pensamiento puro: la imposibilidad de aceptar la innovación. Las tradiciones se tornan entonces dogmáticas, faltas de realidad, desarticuladas de las situaciones reales: lo que no tiene lugar en el esquema o bien no existe o bien no debería existir. Pero con dogmatismos no se puede actuar en política de manera de orientar el curso de los acontecimientos. Y la historia para Romero debe cumplir justamente esta función específica: orientar políticas, perfilar proyectos, sin dogmatismos. Por eso Polibio aparece como el historiador de este proceso:[24] si su historia cumple esta misión trascendental, es porque Polibio es quien suministra un cuadro de pensamientos de un futuro posible para la actuación política en el marco de una crisis que conducirá a un nuevo orden, aunque las consecuencias de este paso repugnen a sus convicciones aristocráticas.[25]

Dirigiendo, finalmente, la mirada al artículo “Imagen y realidad del legislador antiguo”,[26] la primera puntualización que cabe hacer es una referencia a la propuesta analítica derivada de su propio título: el desacople entre las ideologías sistemáticas o espontáneas y las situaciones reales. El uso de estas categorías remite, ciertamente, a una etapa posterior de las elaboraciones de Romero, pero deja percibir la continuidad de sus preocupaciones respecto de esta cuestión, formulada en este caso como contraste entre las concepciones o imágenes ideales y la realidad. Y así como ciertas imágenes pueden apartarse de la realidad, esto es, pueden resultar dogmáticas al desdeñar el cambio social acontecido (como ocurre con la concepción griega tradicional de la ley y, por ende, con la figura del legislador, cuya imagen, como la de Solón, resulta un modelo sustraído de la realidad, deshumanizado y alejado de las transformaciones y los conflictos), así también la legislación concreta de Solón responderá a las innovaciones producidas proveyendo un nuevo encuadre político e institucional, realista, para las fuerzas portadoras del cambio. Sus reformas impondrán un orden para la crisis desatada en el Ática que, además del conflicto entre ricos y pobres rurales, contemplará el interés de los mésoi de acuerdo con el desarrollo mercantil ya dado y las nuevas ideas aparejadas. Otros mecanismos del cambio se esbozan aquí condensados, como la oposición entre el campo y la ciudad, esto es, entre los sectores rurales tradicionales y los grupos urbanos comerciales, etc., organizada en el característico marco de la percepción histórica de Romero: ante una crisis que prefigura un nacimiento, ¿cuál es el actor que aportará la visión realista para un nuevo y necesario reordenamiento que cuajará en una nueva forma institucional? Esto nos conduce al punto de partida indicado, con respecto al cual Romero esboza una dialéctica que, con los ajustes convenientes, seguirá marcando su obra futura: “Pero la realidad se toma sus venganzas, y el Estado, el legislador y la ley reales, se imponen a cada momento por sobre las creaciones del espíritu, llamándonos a juicio con respecto al hecho histórico, a su validez y al juego dialéctico que provoca la determinación de las ideas por lo real”.[27]

Un historiador frente al cambio social

La serie de cuestiones que hemos ido señalando amerita un desarrollo más extenso que nos introduzca, a partir sobre todo de los elementos visibles en el análisis realizado en La crisis de la república romana, en el legado más general de Romero con respecto a la explicación de las situaciones históricas y la configuración de las concepciones historiográficas. Indicábamos anteriormente un tríptico de condiciones presente en su visión del cambio histórico, cuya elucidación requiere detenerse con cierto detalle en varios aspectos: a) la concepción global del cambio; b) las posibilidades; c) los mecanismos; d) los proyectos; e) el papel de la historia.

La concepción global de Romero sobre el cambio social implica explorar la existencia de condiciones de posibilidad para que la mutación se produzca. El desarrollo de esas condiciones, ligadas en alguna medida a la base material, acontece de modo autónomo, sin sujeto, cabría decir. Una vez dadas las condiciones para que el juego de lo posible tenga lugar, es susceptible de que aparezcan proyectos ordenadores de los cambios acontecidos en la base material. Tal es la estructura claramente perceptible en el primer capítulo de su tesis doctoral: la conquista abre posibilidades que se expresan en el crecimiento económico y el avance de fuerzas sociales nuevas; la búsqueda de un nuevo orden a partir de estos procesos será el proyecto de la oligarquía ilustrada. Así, si en el punto de partida de la crisis parece haber un despliegue automático de las contradicciones inherentes a la sociedad, que en determinado momento llevarán al cambio social, la observación de los probables cursos que esa crisis habilita, y su cristalización posterior en un proyecto que los contemple y les dé sentido, es algo que Romero no se privará de pensar. Pero esto ya supone analizar las dimensiones posibles del cambio, el paso del orden potencial al fáctico, paso en el que lo potencial no se piensa aristotélicamente sino como una apertura: el juego de la historia y del sujeto cuyas conjunciones deben intentar conocerse para configurar a un sujeto “consciente” de su historia.

Las posibilidades de cambio constituyen, así, el campo que Romero abre al sujeto histórico y el lugar específico del historiador en la confirmación de proyectos. Queda claro en este punto que el desarrollo más o menos automático de una situación es condición necesaria pero no suficiente para que la misma se transforme. En efecto, la mutación de las condiciones materiales puede darse sin que exista una ideología que dé cuenta de la nueva situación. Sólo una nueva cosmovisión hará posible escudriñar las transformaciones y elaborar un proyecto de acción política en función del cambio. Para Romero, establecer la posibilidad histórica para una época dada implica no quedar cautivo del resultado y evitar todo tipo de fatalismo. La posibilidad habilita, pues, la entrada en escena del sujeto.

De este modo, en la interacción del orden fáctico con el potencial Romero insinúa la figura del sujeto así como la del historiador.[28] La estructura político-social de una época (Roma, siglo ii a.C.) contiene ciertas posibilidades que pueden o no ser asumidas desde las cosmovisiones (las tradiciones romanas, el pensamiento romano filohelénico). A su vez, éstas pueden permitir la articulación de ciertas potencialidades dirigidas a reelaborar la estructura. El intersticio entre posibilidad y realidad constituye el terreno para la acción del sujeto. El historiador allí situado (Polibio, en este caso) es quien ofrecerá al sujeto la gama de sus posibles acciones.

En el pensamiento de Romero el sujeto es producto de la dialéctica entre dos fuerzas: los sistemas de ideas, esto es, las cosmovisiones desde las cuales se asimila la realidad; la realidad, que excede la teoría, y que por ende no puede ser plenamente formalizada. Pero la resultante de ambas fuerzas no es una mera sumatoria sino la creación de un grupo que, al adecuar los sistemas de ideas puros a la realidad, genera en ese proceso ideas bastardas para tal fin. En esta trama el historiador puede funcionar como engarce. Así, en el punto en que se abre el abanico de lo fáctico a lo potencial nos encontramos con el sujeto y también con el historiador.

Pero entre las posibilidades de las ideologías y las de las situaciones existe siempre una primacía de lo real.[29] Toda transformación es posterior a sus condiciones de posibilidad. Toda posibilidad es previa a su realización. Pero todo cambio es posterior a la crisis que lo engendra y necesita. El cambio es el ordenamiento que un sujeto hace de una situación abierta por una crisis (las proyecciones de la política graquiana en el Principado). Estamos, pues, ante la dialéctica constante, realizada por el sujeto, entre lo fáctico y lo potencial enlazados por lo contingente. En esa contingencia finca sus esperanzas y desvelos el historiador que tiene una misión que cumplir, no como mero científico sino como intelectual pleno.

La dialéctica indicada opera por medio de una serie de mecanismos de cambio social, empezando por la oposición entre ciudad y campo, que Romero verá desarrollarse en su propio presente como consecuencia del devenir del mundo burgués.[30] En efecto, así como la ciudad es la clave para pensar el desarrollo del mundo occidental según Romero, en el análisis de la crisis republicana (o en el de las reformas de Solón, como ya vimos) la oposición entre la tradición rural y la nueva realidad abierta por el desarrollo urbano, esto es, entre la actividad agraria y la mercantil, será una de las formas de manifestación de la dinámica histórica.

Un segundo mecanismo consiste en la articulación entre masas populares y élites. Se puede trazar aquí una línea desde La crisis de la república romana, uno de sus primeros libros elaborados como tal, hasta el último de sus libros mayores publicado en vida, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas (1976).[31] En efecto, las coincidencias entre ambos abundan en cuanto a la dialéctica entre el acontecer político y el social. Sintetizando de manera esquemática: élite en el poder; masificación de las ciudades, que constituyen el escenario de la política; desfase entre teoría, o tradición dogmática, o sistema normativo, y situaciones de hecho o anómicas; quiebre de la dominación de la élite que impulsó el crecimiento; crisis de su hegemonía y quiebre de las lealtades políticas; irrupción de las masas como nuevo actor social; división de la élite en un ala conservadora (con apoyos numerosos, muchas veces policlasistas), que se niega a asumir las consecuencias reales imprevistas, y una ilustrada, que asume (o debería hacerlo) los alcances de la crisis y los cambios producidos; posible partición de la élite ilustrada en moderados y radicales, según lleven o no hasta sus últimas consecuencias las perspectivas de cambio habilitadas;[32] articulación posible de un proyecto pertinente por parte de la élite ilustrada.[33] Romero lo dirá sin ambages al explayarse sobre la perspectiva historiográfica de Mitre (y, en algún sentido, al espejarse en ella, al menos en este punto): “Masas populares y minorías ilustradas son para él [Mitre], en rigor, los elementos fundamentales de la acción histórico-social” [34]

El surgimiento de esta minoría ilustrada obedece, pues, a una división operada dentro de la élite entre quienes admiten el cambio ocurrido y quienes no lo aceptan,[35] lo cual constituye un tercer mecanismo que requiere considerar el accionar de los distintos grupos y facciones de esa élite. En La crisis de la república romana se asigna una peculiar clarividencia a la oligarquía conservadora, en especial durante el curso de la acción concreta realizada por la alianza reaccionaria contra la política revolucionaria graquiana. La oligarquía conservadora muestra, en todo momento, una ajustada percepción del sentido del cambio que se está impulsando así como del destino final que la propia lógica interna asignaría a la política graquiana. Por eso dirige siempre su propaganda, no contra tal o cual aspecto de la legislación de los Gracos, sino contra las concepciones políticas de las que esa legislación es efecto y sostén. En efecto, la subversión de los mecanismos políticos (concepción y métodos de acción) indicada en esa propaganda apunta a la presencia de principios autocráticos implícitos en la actitud que revela la oligarquía ilustrada, contra los cuales la alianza reaccionaria se opone con todo su poder, astucia y cinismo.

La constitución de una élite ilustrada requiere no sólo la recepción de nuevas ideas sino también los aportes que puedan realizar los pensadores que se inscriben en su seno. Ya hemos mencionado el rol de Polibio respecto de la oligarquía ilustrada romana, cuya imagen aparece en Romero como la de un realista que, pese a sus ascos, decide ser parte para guiar el proceso social inevitable de un nacimiento dentro de una crisis. La importancia del historiador radica en captar esa novedad. Pero su papel no consiste en la orientación directa de políticas concretas (ligadas a la acción y la intuición) sino en aclarar el sentido general de las acciones, las fuerzas, los destinos posibles, o sea, reinstalar la posibilidad como condición del proyecto. La política sigue siendo el exceso de la forma, pero que necesita la forma para ser pensada. Y el historiador es quien proporciona la formalización para que el político la exceda.

Así, en la perspectiva histórica de Romero las sucesivas reorganizaciones de la élite, que comienzan con su división en conservadora e ilustrada, luego la partición de esta última en moderada y radical, la confluencia posterior de ilustrados moderados y conservadores, etc., guardan relación con la idea que cada actor social se hace del proceso histórico. Pero, según Romero, el proyecto de la élite ilustrada radical en la crisis de la república era algo que a largo plazo terminaría cuajando en la realidad.[36] No obstante, eso que aparece en forma potencial sólo puede llevarse a cabo, sólo puede pasar de la potencia al acto, si media un sujeto que lo concrete. Esta élite aparece, pues, poseyendo una imagen clara del porvenir, es decir, comprendiendo en toda su dimensión histórica el proceso social.

Para Romero, la búsqueda de proyectos que den cuenta de los cambios no implica que aquéllos tengan un carácter forzosamente revolucionario. El sujeto de la historia debe buscarse en los grupos sociales, pero también se debe distinguir en dichos grupos a dirigentes y dirigidos. Según vimos, de la élite debe salir el grupo que provea un proyecto y capte a las masas populares para el mismo. No se trata de una clase en ascenso sino de un grupo de poder que percibe los nuevos horizontes. Puesto que lo esencial radica en entender el nacimiento en el seno de una crisis, el proyecto debe entonces articularse y estructurarse en función de ese nacimiento. Como ya dijimos, los encargados de llevar adelante ese proyecto son generalmente quienes desde la misma élite tienen la capacidad de avizorar el futuro: la élite ilustrada es la que puede percibir el orden inherente a la nueva realidad hasta entonces caóticamente representada.

Y en este punto —lo hemos indicado previamente a propósito de Polibio—, hay un rol de la historia, que puede contribuir en forma decisiva en la elaboración del proyecto recogiendo las enseñanzas que el pasado pueda aportar para la comprensión del presente en función de un futuro posible, o, en otras palabras: “El porvenir —decía Valéry— no tiene imagen. La historia le proporciona los medios para pensarlo”.[37] Los análisis históricos de Romero están paridos desde esta matriz, lo cual no implica un esquematismo de parte del autor sino una visión de los problemas históricos a partir de su entronque en una problemática determinada, esto es, su propio presente que constituye la situación desde la cual pregunta al pasado.

En ese presente, el lugar del historiador no es ni entre los desesperados ni entre los desesperanzados.[38] La función del historiador es situarse en posición de incidir en la creación de un proyecto: sin proyecto todo es urgencia o resignación. Pero es la falta de proyectos la que hace que el historiador se sitúe como Mitre, frente al destino. ¿Por qué, para pararse frente al destino, es necesario ser historiador? Romero ni se lo plantea seriamente: está decidido de antemano que no existe forma medianamente justa de pensar la sociedad sino como historiador.[39] Aunque tampoco exponga las ventajas de pensar históricamente la sociedad, Pierre Vilar señala los males que evita: “razonar sobre una sociedad sin haberse sumergido de manera concreta, directa, en lo que fue su pasado, es arriesgarse a creer en el valor explicativo ya sea de lo instantáneo ya sea de lo eterno: se trata de tentaciones gemelas”.[40] Quizá de estas tentaciones proceda la falta de proyecto, puesto que sin proyecto sólo se puede ser un urgido (ilusión de lo instantáneo) o un escéptico (condena de lo eterno).

Este rol de la historia en la constitución de un sujeto, perceptible a lo largo de La crisis de la república romana en la figura de Polibio, se aplica perfectamente a la propia producción de Romero, que busca interpelar a un sector de la élite ilustrada de su tiempo para que se ponga al frente del proceso histórico, esto es, para que se constituya en sujeto de la era aluvial. Y al mismo tiempo, en función de la crisis en que se halla inmerso y de una toma de partido que se reflejará en la concepción historiográfica, plantea para el historiador, es decir, para sí mismo y para la élite intelectual de la que se considera parte, la tarea de constituirse en un Herodoto, un Tucídides, un Polibio, un Maquiavelo, un Mitre,[41] pero de acuerdo con los mandatos de su propia época: ser quien vislumbre desde la historia el proyecto de la Argentina aluvial; ser la ilustración para la élite. En efecto, cuando indagamos por qué Romero analiza las perspectivas historiográficas tomando a determinados historiadores, podemos ver que sólo le interesan aquellos que han producido una ruptura con respecto a la concepción teórica en la que inicialmente se encontraban localizados.

Proyecciones de la historiografía de Romero

Resulta de rigor, ante la reedición de trabajos que fueron elaborados hace ya setenta años, que hagamos una referencia a algunos elementos que la producción historiográfica posterior ha revisado.[42] Tal vez el aspecto más relevante radique en el esquema dual aplicado: desarrollo del moderno mundo urbano mercantil opuesto al mundo rural tradicional. Este esquema se inspiraba en las interpretaciones vigentes en esos momentos, e incidió también en su posterior abordaje del mundo medieval.[43] El más claro exponente de esta concepción aplicada al mundo romano es Michael Rostovtzeff,[44] cuya obra, si bien no aparece entre las referencias bibliográficas citadas por Romero, recibirá un análisis específico de parte suya al reseñar la edición española.[45] La revisión de posturas como las de Rostovtzeff se inicia con la renovación que supuso para las ciencias sociales y humanas la propuesta de Karl Polanyi,[46] desarrollada por Moses Finley para la antigüedad clásica,[47]que daba lugar a la controversia entre el enfoque llamado “modernista” o formalista de la economía y el enfoque denominado “primitivista” o sustantivista.[48] El primero aplica los elementos del análisis económico neoclásico, suponiendo la existencia de leyes económicas que valen para todas las sociedades (división del trabajo e intercambio de mercancías entre los consumidores), y acomodando, por ende, las condiciones de la economía precapitalista a la capitalista. El segundo enfoque plantea que las economías precapitalistas no se adecuan a esta definición de economía (articulada a partir de la observación de la economía capitalista), y, por ende, niega la posibilidad de explicar tales economías a partir de dichas leyes: la economía no organiza la sociedad sino que se halla “incrustada” en otras instituciones que funcionan no sólo en su propio registro sino también en el económico. Pero pretender abordar aquí esta polémica con mayor detalle sería un despropósito total. Baste señalar que el asunto sigue siendo objeto de debate y produciendo una ingente bibliografía, y que a la idea de ciudad consumidora impulsada por Finley se ha opuesto recientemente la noción de ciudad mercantil,[49] hecho que, aunque no restaure el esquema dual, pone otra vez sobre la mesa de discusión el problema de la circulación comercial en el ámbito urbano.

Otro aspecto a destacar es la caracterización de los equites como un grupo capitalista y financiero.[50] Otra vez, Romero se atenía en este punto a las interpretaciones historiográficas vigentes. La revisión del problema a partir de la década de I960 ha permitido establecer la naturaleza semejante entre los miembros del orden senatorial y los del orden ecuestre, primer y segundo grado dentro de la aristocracia romana, respectivamente: ambos eran terratenientes, pero podían embarcarse, y así lo hacían, en los negocios y las finanzas; muchos caballeros llegaron a ser más tarde senadores; muchos de aquéllos estaban emparentados con éstos.[51]

Una última cuestión, vinculada asimismo a las dos previas, es el uso por parte de Romero del concepto de capitalismo para aludir a la actividad de los grupos ligados al sector urbano mercantil. También en este punto Romero era tributario de las ideas en boga. Aunque el esquema dual no es ahora un factor explicativo de la economía antigua, puesto que se tiende a buscar las imbricaciones entre la base rural y los desarrollos comerciales y financieros, hay quienes en este contexto han hablado de granjas “capitalistas”, en referencia a unidades agrarias con rápido acceso a los centros urbanos, que se organizaban en función de la producción para el mercado y en las que se invertía con el propósito de obtener beneficios.[52]

Es evidente que estas revisiones repercuten, necesariamente, en las interpretaciones establecidas por Romero. Pero, ¿en qué puntos sus perspectivas deberían ser replanteadas? Seguramente, el aspecto principal a reexaminar radica en la caracterización de la estructura socioeconómica y la consiguiente delimitación de los grupos sociales. Pero esto sigue dejando en pie el problema de las repercusiones de la expansión en la economía romana así como el de las adaptaciones de las formas políticas, institucionales e ideológicas, asunto fundamental en el análisis de Romero. E incluso en este terreno existen publicaciones importantes que se acercan en ciertos aspectos a la visión de Romero. Así sucede con la explicación de Emilio Gabba sobre las causas de la llamada guerra “social”, o de los aliados (socii) itálicos.[53] El autor entiende que este acontecimiento reflejaría el enfrentamiento entre una oligarquía que quería detener la expansión imperial y un conglomerado, al que denomina clase “capitalista”, que congregaría a la oposición senatorial en minoría, los equites (principalmente los publicanos) y las clases altas de Italia, cuyo propósito era la continuidad de la expansión en función de su propio enriquecimiento. Aun cuando debamos realizar al análisis de Gabba las mismas objeciones que al de Romero, lo que en realidad queda reafirmado es el enfrentamiento entre dos facciones de la élite romana, una que no está dispuesta a asumir o a desplegar hasta sus últimas consecuencias las derivaciones de la política imperialista y otra que sí pretende hacerlo. Ciertamente, la divisoria entre ambos grupos no obedecería a un posicionamiento diferente de cada uno de ellos según tuvieran o no intereses económicos “capitalistas”, sino a un punto de vista encontrado en cuanto a la inserción que deberían tener otros sectores, tales como la plebe urbana, la plebe rural, los itálicos. En este contexto, la oposición entre optimates y populares marcaría la política romana de fines de la república. Sin ser partidos en el sentido actual del término, los primeros —aun con sus divisiones internas— solían actuar unidos cuando el control senatorial era amenazado por los segundos. Los populares, con intermitencias e incluso renegando a veces de sus posiciones cuando avizoraban los alcances más extremos de sus posturas, tenían como guía el principio de la soberanía de la asamblea de la plebe para decidir sobre todas las cuestiones sin el beneplácito del senado.[54]

Ambos constituían grupos oligárquicos, en el pleno sentido del término. Lo perdurable de la perspectiva de Romero es haber trazado una filiación entre la política graquiana y las ideas helenísticas para explicar las causas del accionar de cada grupo. Como ha dicho Michael Crawford, un autor que sigue gozando de predicamento en el marco historiográfico actual: “El tribunado de Tiberio Graco también es importante porque marca un paso en la helenización de la aristocracia romana; es probable que la apelación al principio de la soberanía popular en el caso de deponer a un tribuno fuera hecha con pleno conocimiento de la existencia de discusiones griegas de los problemas de la política. No se trata, por supuesto, de que la filosofía griega haya ejercido una influencia importante sobre Tiberio Graco; pero, con certeza, le proporcionó las municiones útiles para la batalla política en Roma; del mismo modo y en el mismo periodo, las habilidades literarias griegas seguían sirviendo a los fines de la aristocracia romana y las habilidades artísticas griegas eran cada vez más utilizadas con el objetivo de divulgar las pretensiones de ese grupo”.[55]

Esta apelación de una parte de la aristocracia al principio de la soberanía popular pone de relieve un asunto significativo: ¿hasta qué punto la república romana tardía puede ser considerada una democracia? Tema de debates recientes,[56]en La crisis de la república romana Romero se inclina decididamente por la afirmación del carácter revolucionario, autocrático e imperialista de la política iniciada por Tiberio Graco y proyectada en el Principado. En este contexto, la distinción que traza Romero entre oligarquía conservadora y oligarquía ilustrada, la sutil demarcación de facciones dentro de esta última según moderaran o radicalizaran su accionar ante los efectos de la crisis desencadenada (para lo cual resulta imprescindible la definición conceptual llevada a cabo en El Estado y las facciones en la antigüedad), las cambiantes alianzas que prácticamente fueron dejando en soledad a los sectores más radicalizados de la élite filohelénica en la época de los Gracos, todo esto para nada se ve empañado por las necesarias revisiones que deben realizarse en los aspectos del trabajo que hemos considerado como el desarrollo autónomo de la base material.

Se ha dicho recientemente que “la imaginación historiadora de Romero de mediados de la década de 1930 estaba muy reciamente ligada a una comprensión situada, al punto de aplicar a la época de la tardía república romana una serie de conceptos anacrónicos, tales como capitalista, moderna, ilustrada”.[57] En un caso esto resultaría del estado de la disciplina en esa época; en otro procedería de la búsqueda de proyectos políticos adecuados, situación en la que la élite política e intelectual debía tener un rol cardinal. De alguna manera, esto también se ha indicado respecto de otros grandes historiadores (Rostovtzeff, Syme) que vertían en sus análisis sus preocupaciones por el presente.[58] Pero si el historiador plantea sus preguntas “reciamente situado”, y pretende intervenir en su situación articulando ciencia y conciencia históricas, ¿importa en verdad una posible recaída en anacronismo? O, mejor aún, ¿hay una historia que no sea por definición anacrónica? La potencia de la interpretación de Romero no radica en el esmero academicista por agregar un eslabón más a la cadena hermenéutica de la disciplina histórica sino, justamente, en su capacidad para interpelar al público y hacerlo pensar en lo que pueda ser su interés como sujeto político y social. Pagar el precio del anacronismo, en caso de que así ocurra, o del vicio de presentismo, como se ha dicho a veces, es seguramente una suma módica ante tamaña empresa intelectual.


[1]  Reconocida, entre otros, por historiadores de la talla de A. Guerreau, El feudalismo. Un horizonte teórico (1980), Barcelona, Crítica, 1984, pp. 107-109, y de R. Romano, “José Luis Romero: La revolución burguesa en el mundo feudal” reseña publicada originalmente en la Rivista Storica Italiana, 83.1 (1971), e incluida luego en J. L. Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), 2a ed., México, Siglo XXI, 1979, pp. 7-8. Además de este libro, la otra obra mayor de su producción como medievalista es Crisis y orden en el mundo feudoburgués, México, Siglo XXI, 1980 [2da edición, con presentación de Jacques Le Goff y estudio preliminar de Carlos Astarita, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005], edición póstuma de un libro cuya escritura estaba ya muy avanzada pero que no pudo llegar a concluir.

[2]  Cf. otro de los libros mayores de J. L. Romero, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas (1976), 2a ed., Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, en especial pp. 9-44.

[3]  Así se autodefinía, al reunir un conjunto de textos, en la “Introducción” a su libro Argentina, imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 7 (J. L. Romero, “Argentina, imágenes y perspectivas [Introducción]” en La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1980, pp. 1-2, en p. 1).

[4]  Esta hipótesis, en su formulación preliminar, fue el producto de conversaciones sostenidas en el marco de un seminario del profesor Ángel Castellán sobre El pensamiento y la obra de José Luis Romero (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1987). Junto con Ignacio Lewkowicz elaboramos en 1988 los ejes centrales de un trabajo monográfico que apuntaba a desarrollar la hipótesis, texto que en 2003 habíamos decidido retomar para su publicación. Desafortunadamente, la muerte prematura de Ignacio al año siguiente dejó el proyecto inconcluso. Tal como seguramente él lo hubiera querido, retomo aquí con libertad ideas de aquella monografía.

[5]  Cf. J. L. Romero, “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina” (1975), en La experiencia argentina, op. cit., pp. 2-9, p. 8; F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia (1976), Buenos Aires, Sudamericana, 1986, p. 25.

[6]  J. L. Romero, Las ideas políticas en Argentina (1946), 5a ed., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 167-83; cf. “El drama de la democracia argentina” (1945), en La experiencia argentina, op. cit., pp. 13-28, en especial las pp. 22-26.

[7]  R. Romano, “Prólogo” en J. L. Romero, ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984, pp. 9-14, en p. 10.

[8]  L. A. Romero, “Prólogo” en La experiencia argentina, op. cit., pp. xiii-xvi, p. xv.

[9]  Al respecto, véanse sus propias reflexiones en J. L. Romero, “La formación histórica” (1936), publicado luego en La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, pp. 40-55.

[10]  Cf. L. A. Romero, “Prefacio” en J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, Alianza, 1987 pp. 7-11, p. 7 a propósito del método que utilizaba para desarrollar sus ideas antes de escribirlas.

[11]  Por una vez creemos tener en claro el destinatario de la obra, armada sobre una serie de lecciones en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Es probable que no se tratara de un público compuesto únicamente por especialistas en historia grecorromana sino uno más interesado en lo que un historiador pudiera decir sobre la facción, en el contexto de la antigüedad clásica como campo de experimentación. Estas lecciones, impartidas en 1936, fueron publicadas por el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1938, y retomadas en Estado y sociedad en el mundo antiguo, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1980, volumen que ahora se reedita.

[12]  F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero, op. cit., p. 29.

[13]  En este sentido, es interesante detenerse en las palabras introductorias de El Estado y las facciones en las que Romero remite a un artículo suyo titulado “Sobre el espíritu de facción” Sur, 33 (1937), pp. 65-77 Al recorrer sus páginas confirmamos la conclusión propuesta: la facción, las luchas entre facciones diametralmente opuestas, el campo común de sus disputas, su realismo político y hasta un breve recorrido por la historia importan por lo que puedan aportar para la clarificación del proceso histórico vivo y creador: “En este aspecto coinciden las facciones de hoy entre sí, como también coinciden con las facciones que han paseado su oposición creadora por la historia de Occidente desde hace veinticinco siglos. Y es en este aspecto donde puede descubrirse esa modalidad característica de nuestro tiempo que llamábamos el espíritu de facción ” (p. 68).

[14]  J. L. Romero, “La historia y la vida” (1945), introducción a un libro con el mismo nombre retomado ahora en La vida histórica, op. cit., pp. 27-32, en p. 28.

[15]  J. L. Romero, El Estado y las facciones en la antigüedad, cap. ii, cap. “El Estado cesariano” Cf. J. Gallego y C. G. García Mac Gaw, “Entre la república y la monarquía. Julio César y la crisis de su tiempo” en Cayo Julio César. Guerra civil, edición bilingüe latín-español y traducción a cargo de E. López Arriazu, Buenos Aires, Malke, 2006, pp. 11-43.

[16]  J. L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea (1948), 3a ed., Buenos Aires, Huemul, 1980 (reed. México, Fondo de Cultura Económica, 1997), pp. 203-208.

[17]  J. L. Romero, La crisis de la república romana, Buenos Aires, Losada, 1942, indagación concluida en 1938. El texto fue publicado luego en Estado y sociedad en el mundo antiguo, en 1980.

[18]  R. Romano, “Prólogo” op. cit., pp. 10-11; L. A. Romero, “Prólogo” en J. L. Romero, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, op. cit., pp. i-xvi, p. v.

[19]  J. L. Romero, “Las concepciones historiográficas y las crisis” (1943), publicado luego en La vida histórica, op. cit., pp. 90-98, cita en p. 96. Asimismo, constituye en cierta medida una respuesta al interrogante planteado en F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero, op. cit., pp. 17-18: “Cuando hice mi tesis, que era lo que hoy, publicada en un libro, se llama La crisis de la república romana, un profesor me dijo: ‘Usted no puede elegir ese tema para una tesis porque sobre Roma no hay nada inédito. ¿Qué va a investigar usted?’ ¡Sería condenar a la historia romana al olvido definitivo!” Esta afirmación no se opone, sino todo lo contrario, a lo que dice posteriormente en ibid., p. 26: “Hice mi tesis sobre historia romana porque el profesor de historia antigua en [la Universidad de] La Plata que era Pascual Guaglianone me movió un poco a lo romano” Está claro que para Romero la clave estaba no tanto en el tema como en las preguntas a formular.

[20]  Cf. J. L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, op. cit., pp. 25-40 y 162-167, donde se formula el problema de la crisis del mundo burgués, que, de algún modo, comandará la indagación que se desarrollará en La revolución burguesa, op. cit., y en Crisis y orden, op. cit., ciclo histórico que debía continuarse con otros dos volúmenes más hasta llegar, justamente, al momento de la crisis de la mentalidad burguesa. Véase también su Estudio de la mentalidad burguesa, op. cit., que permite obtener una idea del conjunto de la indagación, y La crisis del mundo burgués, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, cuyos dos ensayos centrales, “Introducción al mundo actual” y “La formación de la conciencia contemporánea” se publicaron con el primer título en 1956.

[21]21 En la primera edición de La crisis de la república romana, en 1942, el libro llevaba el siguiente subtítulo: Los Gracos y la recepción de la política imperial helenística, señal inequívoca del privilegio concedido al problema de la filiación de una política.

[22]  J. L. Romero, “Las concepciones historiográficas y las crisis” op. cit., p. 97

[23]  J. L. Romero, De Herodoto a Polibio. El pensamiento histórico en la cultura griega, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952: “Introducción” pp. 9-27 texto incluído en La vida histórica, op. cit., con el título de “La historicidad del pensamiento histórico” pp. 77-89. Cf. asimismo los trabajos reunidos en ibid, parte ii, “Saber y conciencia histórica” pp. 27-74.

[24]  J. L. Romero, De Herodoto a Polibio, op. cit., pp. 127-144; cf. su “Estudio preliminar” en Polibio. Historia universal, Buenos Aires, Solar/ Hachette, 1965, pp. 7-13.

[25]  Cf. J. L. Romero, La crisis de la república romana, cap. iii, ap. “Roma y la recepción del pensamiento político” referido a la influencia de los pensadores helenísticos en Roma.

[26]  J. L. Romero, “Imagen y realidad del legislador antiguo” Humanidades (Historia), tomo xxv, 2a parte (1936), pp. 311-329, publicado luego en Estado y sociedad en el mundo antiguo, en 1980.

[27]  Ibid., ap. “Consecuencia de la legislación de Solón” ad fine.

[28]  J. L. Romero, “Reflexiones sobre la historia de la cultura” (1953), en La vida histórica, op. cit., pp. 121-130, pp. 122-124.

[29]  Cf. J. L. Romero, “Situaciones e ideologías” (1967), en Situaciones e ideologías en Latinoamérica (1981), Buenos Aires, Sudamericana, 1986, pp. 11-13.

[30]  Véanse, por ejemplo, J. L. Romero, La revolución burguesa, op. cit., pp. 338-351; Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, op. cit., pp. 176-196; “Campo y ciudad: Las tensiones entre dos ideologías” (1978), en Situaciones en Latinoamérica, op. cit., pp. 220-245.

[31]  J. L. Romero, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, op. cit., en especial pp. 319-389.

[32]  Según lo visto anteriormente, el cesarismo, derivado de determinado espíritu de facción y aplicado tanto a la Roma antigua como a ciertas situaciones contemporáneas, resulta en algunos casos una suerte de antesala para la organización de fórmulas que no modifican cualitativamente las estructuras establecidas: el Principado, en el caso romano; el populismo, en los casos recientes.

[33]  Cuestión que, en el caso de Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, permanece abierta.

[34]  J. L Romero, “Mitre: Un historiador frente al destino nacional” (1943), en La experiencia argentina, op. cit., pp. 231-273, cita en p. 251.

[35]  Véase el análisis dedicado al tema, aunque en otro contexto, en J. L. Romero, El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Buenos Aires, Paidós, 1970.

[36]  J. L. Romero, La crisis de la república romana, cap. vii, ap. “Las enseñanzas del fracaso de la política graquiana”

[37]  Citado en J. L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, op. cit., p. 257.

[38]  Cf. ibid., pp. 177-182.

[39]  Cf. J. L. Romero, De Herodoto a Polibio, op. cit., pp. 9-10 (La vida histórica op. cit. , p. 77). Véase también F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero, op. cit., p. 29, donde se afirma que la historia es la ciencia de las ciencias, el saber de los saberes, lo cual supone lo que señalábamos en el texto.

[40]  P. Vilar, Introducción al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica, 1980, p. 8.

[41]  J. L. Romero, De Herodoto a Polibio, op. cit., pp. 57-89 y 121-144; Maquiavelo historiador (1943), 3a ed., México, Siglo XXI, 1986; “Mitre: Un historiador frente al destino nacional”, op. cit.

[42]  Sólo hacemos mención de algunos elementos, en primer lugar porque sería un desatino procurar actualizar aquí el conjunto de cuestiones que aparecen tratadas a lo largo de los tres trabajos reunidos en este volumen (lo cual supondría, por lo demás, algo así como pretender reescribir los trabajos de Romero con la bibliografía actual) y, en segundo lugar, porque lo que nos interesa es mostrar, a pesar de las necesarias revisiones, la vigencia de su análisis, especialmente en su estudio de la crisis republicana, en cuanto a la identificación de los actores sociales según su ideología.

[43]  Cf. J. L. Romero, La revolución burguesa, op. cit., pp. 241-246; “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval” (1950), publicado luego en ¿Quién es el burgués?, op. cit., pp. 17-33, p. 19, donde se indican los nombres de Pirenne, Dorén, Sombart, Luzzato y Sapori como aquellos investigadores que dominaban el panorama de la historia económica.

[44]  M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano (1926), Madrid, Espasa-Calpe, 1937.

[45]  J. L. Romero, “Rostovtzeff en español [sobre Historia social y económica del Imperio Romano]”, Nosotros, ii, núm. 46-47 (enero-febrero de 1940). En cuanto a la estructura rural romana y el desarrollo urbano y comercial, Romero remite sobre todo a T. Frank, An Economic History of Rome, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1920 (2a ed., 1927, reeditada en Kitchener, Batoche Books, 2004 —disponible en http://socserv.mcmaster.ca/econ/uqcm/3113/franktenney/EcHistRom.pdf—, libro que cita también en su traducción italiana: Storia economica di Roma, Florencia, Vallechi, 1924), y a M. Weber, Die römische Agrargeschichte, Stuttgart, Ferdinand Enke Verlag, 1891 (existe una traducción al español: Historia romana, Madrid, Akal, 1982).

[46]  Véanse K. Polanyi, “Aristóteles descubre la economía” y “La economía como actividad institucionalizada”, en K. Polanyi, C. M. Arensberg y C. W. Pearson (eds.), Comercio y mercado en los imperios antiguos (1957), Barcelona, Labor, 1976, pp. 111-141 y 289-316, respectivamente.

[47]  M. I. Finley, “Aristóteles y el análisis económico” (1970), en M. I. Finley (éd.), Estudios sobre historia antigua (1974), Madrid, Akal, 1981, pp. 37-64; La economía de la antigüedad (1973), México, Fondo de Cultura Económica, 1974.

[48]  Me he servido aquí de los análisis de C. G. García Mac Gaw, La ciudad antigua: Aspectos económicos e historiográficos, trabajo aún en elaboración que analiza en profundidad las diversas cuestiones implicadas en estos debates. Agradezco al autor que me haya permitido leer el manuscrito.

[49]  Véanse J. Andreau, “Vingt ans après L’économie antique de M. I. Finley”, Annales. Histoire et Sciences Sociales, 50 (1995), pp. 947-960; S. Meikle, “Modernism, Economics, and the Ancient Economy”, Proceedings of the Cambridge Philological Society, 41 (1995), pp. 174-191; N. Morley, “Political Economy and Classical Antiquity”, Journal of the History of Ideas, 59 (1998), pp. 95-114; D. J. Mattingly y J. Salmon, “The Productive Past. Economies Beyond Agriculture”, en D. J. Mattingly y J. Salmon (eds.), Economies Beyond Agriculture in the Classical World, Londres, Routledge, 2001, pp. 3-14. Véanse también E. M. Burke, “The Economy of Athens in the Classical Era: Some Adjustments to the Primitivist Model”, Transactions and Proceedings of the American Philological Association, 122 (1992), pp. 199-226; contra, E. E. Cohen, Athenian Economy and Society. A Banking Perspective, Princeton, Princeton University Press, 1992, pp. 3-25; cf la reseña de I. Morris, “The Athenian Economy Twenty Years after The Ancient Economy”, Classical Philology, 89 (1994), pp. 351-366. Tal vez el ataque más acabado a la “ortodoxia finleyiana” primitivista sea el reciente libro sobre la ciudad griega de A. Bresson, La cité marchande, Burdeos, Ausonius, 2000, en especial pp. 263-307, que, como ha subrayado E. M. Harris (reseña de A. Bresson, La cité marchande, Bryn Mawr Classical Review, http://ccat.sas.upenn.edu/bmcr/2001/2001-09-40.html), supone un desafío a la idea de la ciudad consumidora proponiendo desde el propio título la noción de ciudad mercantil.

[50]  Algo semejante ocurre con la caracterización de los mésoi, a quienes J. L. Romero, “Imagen y realidad del legislador antiguo”, op. cit., ap. “Los partidos y el Estado social”, parangona con los equites. La revisión de este asunto implica reconocer que estos mésoi, en caso de aceptarse la existencia de un sector “medio” ubicado entre los ricos eupátridas y los pobres (thêtes), no constituían una clase enriquecida por el comercio sino una clase de labradores acomodados. Sobre esto, V. D. Hanson, The Other Greeks. The Family Farm and the Agrarian Roots of Western Civilization, Nueva York, Free Press, 1995, pp. 108-126; W. Donlan, “The Relations of Power in the Pre-State and Early State Politics”, en L. G. Mitchell y P. J. Rhodes (eds.), The Development of the Polis in Archaic Greece, Londres, Roudedge, 1997, pp. 39-48, 46-47; I. Morris, Archaeology as Cultural History. Words and Things in Iron Age Greece, Oxford, Blackwell Publishers, 2000, pp. 109-166; A. T. Edwards, Hesiod’s Ascra, Berkeley, University of California Press, 2004, pp. 78 y 125-126; cf. también J. Gallego, Campesinos en la ciudad. Bases agrarias de la polis griega y la infantería hoplita, Buenos Aires, Ediciones del Signo/Universidad de Buenos Aires, 2005, p. 104. Ahora bien, la revisión de la definición de los mésoi, al igual que la de los equites, como ya veremos, si bien afecta el enfoque de Romero sobre las clases y sus opciones políticas en la sociedad ateniense, de todos modos no hace perder vigencia al análisis de la concepción ideal de Solón como legislador. Se trata de la figura de Solón como fundador de la constitución ancestral (pátrios politeía) que cobra fuerza a fines del siglo v y durante el iv. Véanse M. I. Finley, “La constitución ancestral” (1971), ahora en Uso y abuso de la historia (1975), Barcelona, Crítica, 1977, pp. 45-90; K. R. Walters, “The ‘Ancestral Constitution’ and Fourth-Century Historiography in Athens”, American Journal of Ancient History, 3 (1976), pp. 129-144; E. Lévy, Athènes devant la défait de 404. Histoire dune crise idéologique, Paris, Ed. de Boccard, 1976, pp. 173-208; C. Mossé, “Le théme de la patrios politeia dans la pensée grecque du rve siècle”, Eirene, 16 (1978), pp. 81-89; “Comment s’élabore un mythe politique: Solon, ‘père fondateur’ de la démocratie athénienne”, Annales. Economie, Sociétés, Civilisations, 34 (1979), pp. 425-437. Ultimamente, M. H. Nansen, “Solonian Democracy in Fourth Century Athens”, Classica et Mediaevalia, 40 (1989), pp. 71-99; The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes. Structure, Principles and Ideology, Oxford, Blackwell Publishers, 1991, pp. 296-300.

[51]  C. Nicolet, “Un ensayo de historia social: El orden ecuestre en las postrimerías de la república romana”, en C. E. Labrousse et al, Ordenes, estamentos y clases. Coloquio de Historia Social de Saint-Cloud, 24-25 de mayo de 1967 (1973), Madrid, Siglo XXI, 1978, pp. 36-51; “Les classes dirigeantes romaines sous la république: Ordre sénatorial et ordre équestre”, Annales. Economies, Sociétés, Civilisations, 31 (1977), pp. 726-755. Véase también P. A. Brunt, “The equites in the late republic” (1952), version revisada en The Fall of the Roman Republic and Related Essays, Oxford, Clarendon Presss, 1988, pp. 144-193. Retomando las perspectivas de ambos autores, M. I. Finley, La economía de la antigüedad, op. cit., p. 63, ha negado enfáticamente, por un lado, que los equites constituyeran una clase, y, por otro, que fueran hombres de negocios capitalistas. Todos remiten al libro de H. Hill, The Roman Middle Class in the Republican Period (1952), Westport, Greenwood Press, 1974, como ejemplo de la visión criticada, lo cual revela que en la década de 1950 la cuestión seguía planteándose aún en términos semejantes a los adoptados por Romero.

[52]  P W. de Neeve, Peasants in Peril. Location and Economy in Italy in the Second Century B. C., Amsterdam, Gieben Publisher, 1984. Algo semejante se ha planteado para Grecia, en especial V. D. Hanson, The Other Greeks, op. cit., p. 400, que habla de “un sistema empresarial de agricultura”.

[53]  E. Gabba, “Le origini della guerra sociale e la vita politica romana dopo 1’89 a. C.», Athenaeum, 32 (1954), pp. 41-114 y 293-345. (Este texto fue incluido en el libro de E. Gabba, Esercito e società nella tarda reppublica romana, Florencia, La Nouva Italia, 1973.) El trabajo tuvo una rápida repercusión y generó la publicación de varias reseñas: cf. S. I. Oost, Classical Philology, 49 (1954), pp. 274-275; A. N. Sherwin-White, Journal of Roman Studies, 45 (1955), pp. 168-170.

[54]  Sobre esto, véase el ya clásico análisis de P. A. Brunt, Conflictos sociales en la república romana (1971), Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1973, pp. 138-142. Cf. E Pina Polo, “Ideología y práctica política en la Roma tardorrepublicana”, Gerión, 12 (1994), pp. 69-94.

[55]  M. Crawford, La república romana (1978), Madrid, Taurus, 1981, pp. 112-113. Véase la forma en que confluyen el quehacer político y las ideas helenísticas en el accionar de Tiberio, según J. L. Romero, La crisis de la república romana, op. cit., cap. iv, ap. “La teoría de la deposición y reelección del tribuno”. Cf asimismo D. Plácido, “La imagen del helenismo en la formación de la ideología imperialista”, en S. Reboreda y P. López Barja (eds.), A cidade e o mondo: Romanización e cambio social, Xinzo de Limia, Concello de Xinzo de Limia, 1996, pp. 15-24.

[56]  A favor de que la república romana fue una democracia: F. Millar. “The Political Character of the Classical Roman Republic, 200-151 B. C”, Journal of Roman Studies, 74 (1984), pp. 1-19; “Politics, Persuasion, and the People Before the Social War (150-90 B. C.)”5 Journal of Roman Studies, 76 (1986), pp. 1-11; “Political Power in Mid-Republican Rome: Curia or Comitium?”, Journal of Roman Studies, 79 (1989), pp. 138-150 (reunidos ahora en F. Millar, Rome, the Greek World, and the East. i. The Roman Republic and the Augustan Revolution [H. M. Cotton y G. M. Rogers, eds.], Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2002, pp. 85-161); The Crowd in Rome in the Late Republic, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1998, passim, y en especial pp. 197-226; véanse también J. North, “Democratic Politics in Republican Rome”, Past and Present, 126 (1990), pp. 3-21; “Politics and Aristocracy in the Roman Republic”, Classical Philology, 85 (1990), pp. 277-287; A. Yakobson, “Petitio et largitio: Popular Participation in the Centuriate Assembly of the Late Republic”, Journal of Roman Studies, 82 (1992), pp. 32-52. Para un enfoque contrario: H. Mouritsen, Plebs and Politics in the Late Roman Republic, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, passim, y en especial las pp. 144-148; A. M. Ward, “How Democratic was the Roman Republic?”, New England Classical Journal, 31 (2004), pp. 109-119; cf. asimismo L. Polverini, “Democrazia a Roma? La costituzione repubblicana secondo Polibio”, en G. Urso (ed.), Popoh e potere nelmondo antico. Atti del Convegno Intemazionale. Civida le del Friuli, 23-25 setiembre 2004, Pisa, ets, 2005, pp. 85-96.

[57]  O. Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005, p. 73, n. 157.

[58]  En cuanto a M. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, op. cit., se ha señalado que la crisis que conduce del Alto al Bajo Imperio sería el remedo de la Revolución rusa, correspondiéndose el primero con el Imperio ruso tardío y el segundo con el Estado soviético. Respecto de la obra de R. Syme, La revolución romana (1939), Madrid, Taurus, 1989, se ha planteado que su retrato de Augusto, por ejemplo, estuvo decididamente influido por su visión de las figuras de Stalin, Hitler, Mussolini y Franco. Cf. P. López Barja de Quiroga y F. J. Lomas Salmonte, Historia de Roma, Madrid, Akal, 2004, pp. 8 y 10, que remiten a bibliografía específica.