BEATRIZ BRAGONI
CONICET-INCIHUSA, U.N Cuyo
1.
El examen de las reflexiones desarrolladas por José Luis Romero sobre biografía e historia no pretende, ni podría, ser exhaustivo. Apenas constituye un primer acercamiento a la manera en que el género biográfico ameritó ser considerado por el historiador que iba a remozar las formas de hacer historia en el país, en numerosas publicaciones en las que refutó la historiografía cultivada por los seguidores de Ranke. La importancia de su labor intelectual en el campo de la historia antigua, la historia medieval y la historia de la cultura latinoamericana y argentina ha sido subrayada por los especialistas, lo cual nos exime de detallar la importancia del arsenal teórico y metodológico de las contribuciones con las que el gran historiador argentino supo conciliar el tembladeral abierto en el siglo XX en torno a la especificidad del saber de Clío en el concierto de las disciplinas históricas y de las ciencias sociales.
Los principales escritos de Romero sobre historia y biografía corresponden a la etapa temprana de su producción intelectual, que abarca el período entre 1929 y 1952, es decir, el tramo en el que inició la carrera de Historia en la Universidad Nacional de La Plata, realizó su doctorado en Historia Antigua y se incorporó como profesor de Historia de la Historiografía en la misma universidad en 1942, y desde 1948 en Montevideo. El trayecto fue simultáneo con una activa participación en diversas empresas editoriales que animaron el tejido de círculos intelectuales y culturales de Buenos Aires en la entreguerra. Allí se ubican sus primeras incursiones en el género biográfico, en especial, un breve comentario publicado en la revista Nosotros (1929), y otro más reflexivo que apareció en Clave de Sol (1930), la revista en la que integró el equipo editorial junto a Jorge Romero Brest, Horacio Coppola e Isidro Maiztegui.[1] Por entonces, era muy estrecha la relación con su hermano Francisco quien estaba a punto de retirarse del ejército para dedicarse a la enseñanza universitaria de la filosofía, y publicaba libros de poesía con seudónimo. El vínculo que José Luis Romero mantuvo con su hermano -que era 18 años mayor que él-, gravitaría no sólo en su formación, sino también en la sociabilidad literaria y universitaria que la acompasó.
Años después, la actividad académica y su labor como editor contribuyeron a fortalecer sus publicaciones relativas al género, ya sea por el interés de fundamentar sus concepciones historiográficas a través de reseñas bibliográficas que publicó en revistas académicas, o por medio de estudios preliminares de libros, reeditados o traducidos en el país, en un período de expansión de la industria editorial, estimulada por la ampliación de los circuitos de lectura vernáculas e hispanoamericanas y la radicación de editores e intelectuales españoles, exiliados por la derrota de la República. En ese registro se inscriben sus intervenciones aparecidas, entre otras publicaciones de relieve, en Cabalgata, una revista literaria, artística, histórica, filosófica y ensayística, dirigida por dos exiliados gallegos: el escritor Lorenzo Varela y el artista plástico Luis Seoane, con quién Romero anudaría lazos de amistad perdurables. [2] La revista obtuvo financiamiento del editor catalán Joan Merli, quien había fundado en 1942 la editorial Poseidón cuyo amplio catálogo incluía la colección “Biografías de hoy y de ayer”. El género también tenía como vidriera otras colecciones, en especial las dedicadas a la historia del arte, publicados por la editorial Argos, a cuya cabeza figuraba Jorge Romero Brest con quien habían compartido el fugaz emprendimiento de Clave de Sol. [3] En un registro semejante, ha de ubicarse la labor de José Luis Romero en Nova, la editorial fundada por Luis Seoane y Arturo Cuadrado. Entre 1943 y 1946 editó la biografía que Carlyle había dedicado a Cromwell, el libro de P. Madelin Grandes servidores de la monarquía, y La Inglaterra de la Reina Victoria de Chastenet. Asimismo, y bajo ese sello editorial, Romero publicó su Maquiavelo historiador (1943).
Esa atmósfera literaria y cultural, forjada por sensibilidades y lazos comunes, y marginal de las instituciones rectoras de la cultura histórica nacional, animada por el dictado de cursos de historia argentina en el Colegio Libre de Estudios Superiores, estimuló la escritura del principal exponente escrito por Romero sobre la biografía como “tipo historiográfico”. La dio a conocer en 1944 en la revista Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, y un año después fue publicada como parte de volumen unitario por Editorial Sudamericana, junto al “El despertar de la conciencia histórica”, y otros textos.[4] Si resulta difícil restituir el alcance o recepción de sus observaciones, el ejercicio intelectual ensayado, al que haremos referencia luego, permite apreciar un estilizado abordaje interpretativo y metodológico sobre la eficacia del género biográfico para hacer concurrir el carácter singular de la experiencia humana en el cuadro de variaciones de la vida histórica, que ameritaba abandonar el estatus secundario que había obtenido, y ser aceptada como estrategia analítica y heurística legítima del oficio de historiar. Sobre la base de ese nutrido repertorio de publicaciones, José Luis Romero no sólo contribuiría a dotar de mayor reflexión al género biográfico en la producción historiográfica en sentido estricto. Sus reflexiones se convertirían, también, en laboratorio fecundo en la formulación de argumentos, categorías e ideas para la indagación histórica que se convirtieron en conceptos medulares de su legado como historiador.
2.
El temprano interés de José Luis Romero por la biografía obedecía a la percepción de un cambio de clima cultural que no era solo argentino, sino que se inscribía en las coordenadas impuestas con el fin de la Primera Guerra Mundial: el giro operado en las creencias y sensibilidades colectivas y sus efectos en las prácticas de lectura del público medio o culto. Tales escritos constituyen piezas indicativas de los diferentes registros mediante los cuales Romero puso en valor el género biográfico. Hay tres que merecen ser consignados: la opción historicista en la que se había enrolado mediante un corpus de lecturas inscriptas en lo que Dilthey había formalizado como “ciencias del espíritu” (1903), en la que habrían de abrevar sus reflexiones sobre la “vida histórica” como experiencia creativa; la evidente constatación de las transformaciones del mercado editorial a raíz de la ampliación del universo de lectores y la diversificación de los gustos y preferencias, y la no menos radical posición que tomó el joven historiador frente al canon historiográfico vigente, el que a su juicio, hacia comprensible que la historia no fuera objeto de atención por parte del “lector medio”.[5] La preocupación de Romero en ese plano estaba lejos de quedar restringido a estrictas cuestiones de mercado. Más bien abrevaba en la percepción de que el éxito editorial de las biografías modernas como recurso emocional o “vivo” del conocimiento del pasado ponía de relieve la oportunidad de conciliar el rigor erudito y la dimensión hermenéutica implícita en toda operación historiográfica. En 1930 había escrito: “Qué secreto apetito impulsó a leer biografías, hace unos años, al lector moderno; qué secreta inquietud movió a escribirlas en el mismo momento —, me parecen los términos primeros a dilucidar”. Ambos interrogantes, esto es, los cambios operados en las preferencias del gran público lector y las condiciones de posibilidad que hacían del género una opción legítima de conocimiento del pasado, coincidían con el diagnóstico que ya había realizado sobre el impacto decreciente de la historiografía profesional en la que Clío había sido “la víctima expiatoria de esa especie de furor erudito”.
En rigor, la distinción en la biografía de ayer y la de hoy era el resultado de sus incursiones lectoras en un género milenario en el que las Vidas de Plutarco habían animado lo que Polibio y Tito Livio habían declinado en beneficio del registro institucional. Tampoco resulta casual que ese primer escorzo reconociera la genealogía posterior de un “género artístico” en el que las vidas de los “héroes” y el hombre excepcional o representativo, que Carlyle había consagrado, hubieran dado muestras suficientes de la riqueza de la biografía para restituir y argumentar la “unidad y variedad de una vida”.
El pasaje entre la nueva y vieja biografía sería interrogado por el joven Romero en varios planos. Ante todo, la crisis de la historia sujeta al cientificismo lógico en beneficio de corrientes historicistas, y la exigencia de los nuevos tiempos de satisfacer expectativas activadas por la necesidad de conocer una “vida resucitada de otro hombre”, habían permitido volver a la biografía “ya sin la vaga obsesión racional de aprender y con una emoción vital y humana”. Despojada ya del prototipo moral que la había regido, y provista de la certeza de que la complejidad de “la vida del hombre” -“un complejo irresoluble”- hacía imposible “partirla en pedazos”, la historia de una vida habilitaba al biógrafo a mostrar el claroscuro delimitado en el ciclo vital conservando “su ritmo cambiante y diferencial”. Así, para Romero, el nuevo estatus que había adquirido la biografía residía en que ofrecía una renovada imagen del hombre frente a su vida, que ¬contribuía a distinguirlas de las propias o específicas del lector.
Esa aguda observación acerca de la relación y el sentido en que los individuos se mueven en el devenir histórico venía a fortalecer el argumento que había organizado el comentario “Los hombres y la historia”, que dedicó a la obra de Paul Groussac, en el volumen preparado por la revista Nosotros en homenaje al intelectual franco-argentino que había dirigido la Biblioteca Nacional entre 1884 y 1929.[6] En esa ocasión, el joven Romero -tenía 19 años- había posado la atención en dos exponentes del género biográfico visitado por Groussac: el que dedicó a Diego de Alcorta, un “ciudadano común”, profesor de filosofía en la Buenos Aires consternada entre la anarquía del año XX y el ascenso de Rosas, y el que tuvo como protagonista a don Pedro de Mendoza, el fundador de la ciudad convertida al término de la dictadura rosista en la Atenas del Plata. Ambas le habían permitido trazar un contrapunto eficaz para develar y distinguir el valor heurístico y hermenéutico de la biografía para retratar la época en la que uno y otro habían sido protagonistas. Si la dedicada a Diego de Alcorta le permitía rescatar el modo en que Groussac se había servido de la vida de un personaje de mediano relieve para pintar el cuadro variable en el que la fatal dictadura había minado la vida cultural porteña y dotarla de “sabor”, la de Pedro de Mendoza le permitía apreciar el modo en que la minuciosa pesquisa documental no había entorpecido la elaboración de un “producto armónico” en la que el “exacto valor de cada elemento” contribuía a la comprensión de un “obra integral”.
He aquí un anticipo de lo que constituiría un rasgo primordial de las reflexiones de José Luis Romero sobre el vínculo virtuoso entre biografía e historia. Lo haría en varias oportunidades, y tuvo como exponentes principales los comentarios críticos, o recensiones bibliográficas publicadas sobre un repertorio de textos referidos de manera preferencial a la historia medieval y moderna europea, y sólo excepcionalmente a los usos del género por parte de historiadores o escritores argentinos. En la breve reseña que dedicó a la biografía de Catalina de Aragón -publicada en 1943 en la revista De Mar a Mar, editada también por Seoane y Varela-, Romero sostuvo: “No hubiera podido alcanzar significación ni dignidad una biografía de Catalina de Aragón si no se hubiera encuadrado la dura existencia del personaje dentro del brillante y dramático marco de la historia del Occidente de Europa en la primera mitad del siglo XVI”. La valoración del libro de Matting -editado por Sudamericana- residía en que el autor había eludido el exceso erudito en beneficio de una narración fluida en la que la vida de Catalina permitía identificar la influencia de la princesa española en el clima renacentista durante la primera etapa del reinado de su esposo, y apreciar su declive como resultado de la cambiante política internacional europea.
El registro valorativo de la biografía adquirió mayor densidad en el “Estudio Preliminar” que acompaño la edición de la obra de Hernando del Pulgar Los claros varones de Castilla, publicada por Editorial Nova en 1944, y en un artículo publicado en Cuadernos de Historia de España en el que reflexionó sobre la biografía española del siglo XV. A esa altura, José Luis Romero ya se había inclinado por la historia medieval, en sintonía con la creación de cátedras dedicadas a los estudios medievales y a la historia de España en varias universidades argentinas. Allí debe ubicarse el vínculo forjado con Claudio Sánchez Albornoz, inicialmente contratado por la recién creada Universidad Nacional de Cuyo, y radicado luego en Buenos Aires.
El estudio dedicado a “los claros varones de Castilla” hizo hincapié en la genealogía literaria castellana en la que el historiador inscribía los retratos o semblanzas de “caballeros” y “clérigos” que los tiempos modernos habían erigido en prototipo moral y pedagógico, en la que descansaba la concepción de la historia como magistra vitae. Pero además, su revisión ponía especial interés en la manera como el autor había resuelto lo que los renacentistas italianos, como el florentino Maquiavelo -a quien había interrogado como historiador-, habían expresado en el binomio “virtud y fortuna”, es decir “la interacción de la libertad y la necesidad de la vida histórica”, un aspecto crucial siempre difícil de interpretar para el historiador. Si esa pregunta común de época había sido resuelta por los italianos mediante el “azar”, Hernando de Pulgar no había podido esquivar la cultura medieval de raíz cristiana en la que abrevaba, atribuyéndolo a la Providencia. Pero además, el estudio crítico de la obra realizado por Romero ponía de relieve un aspecto clave de su cualidad como historiador, en tanto la imagen de los personajes por él representados hacía patente, en vísperas de 1492, la “renovación de la vida española”, en la que intuía o percibía “mutaciones en las formas de vida política-social y en los ideales de la existencia individual”. Para Romero, Hernando de Pulgar es un auténtico historiador, no solo porque había reconocido la variedad de tipos tras las figuras retratadas, sino porque “cree en la eficacia de la enseñanza moral de la historia”: un “pragmático” que extrae del pasado que evoca ejemplos o valores dignos de ser recordados por las generaciones posteriores.
La actitud del historiador en la operación historiográfica se revelaría en Romero con mayor precisión en el ensayo que dedicó al Mitre historiador y político. El texto “Mitre: un historiador frente al destino nacional”, fue preparado para una conferencia dictada en 1943, y editado por el diario La Nación en forma de folleto. En 1956 volvió a ser publicado junto con otros textos en Argentina, imágenes y perspectivas. A esa altura, el ensayo Las ideas políticas en Argentina que Romero había preparado para la editorial Fondo de Cultura Económica, por encargo de Daniel Cosío Villegas, celebraba su primera década,[7] dando cuenta de la manera en que la convulsa vida política argentina lo había conducido a dar marcha atrás, como recordó Tulio Halperin, a la primigenia idea de esquivar “el marco reducido de la historia local”.[8]
Para entonces, el historiador no sólo ya había migrado de la historia antigua a la medieval, sino que había promovido con énfasis el remplazo de la historia como “mero saber” por una “historia viva”, en la huella de la ciencia histórica trazada por Windelband, Rickert, Dilthey o Croce. Una historia que atrajera al lector como lo hacía la “biografía novelada” al presentar la variedad y unidad del proceso de una vida, pero que se atreviera a avanzar sobre grupos sociales o colectivos más amplios, sin abandonar el rigor documental.[9] Una historia diferente a la cultivada por la historiografía académica, cuya labor había quedado restringida a la recolección de materiales, y reducida su significación a la erudición. Una historia, en suma, “que ofreciera el panorama de la vida histórica, irreductible a simplismos y rico en experiencias capaces de incitar a una indagación más rica de la conducta histórica y a una seguridad más firme acerca de la posibilidad de encontrar en ella esquemas formales susceptibles de guiar una interpretación del presente”.[10]
Esa firme convicción de que el tiempo presente constituía un rasgo crucial de cualquier operación historiográfica gravitó en el texto que Romero dedicó a la obra de Mitre en 1943. Naturalmente, se trataba de un momento en que el historiador no podía ser indiferente a la tormenta política e ideológica que conmovía al mundo, y que hallaba resonancias en una Argentina a punto de mostrar la entronización de las fuerzas armadas en la vida política nacional. Pero también se trataba de una incursión relativamente novedosa en la que mostraría su evidente insatisfacción con las imágenes o representaciones del pasado nacional que la historiografía académica había ofrecido, y en la que habría de abrevar el influyente ensayo histórico sobre las ideas políticas argentinas publicado en 1946.[11] En efecto, y como F. Devoto ha señalado, Romero y el círculo de los más próximos habían emprendido su propio combate con los herederos de la narrativa histórica mitrista, quienes hegemonizaban la Academia Nacional de la Historia, y los institutos y cátedras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la que haría pie como profesor recién en 1958.[12]
Pero en la visita de Romero al Mitre historiador y político no hay interés en la biografía, porque sencillamente para Mitre la vida de Belgrano, o de San Martín, no constituía el objeto sino el pretexto de una historia en la que el sujeto era la nacionalidad argentina. El interés en todo caso estuvo dado por el modo como el fundador de la historiografía argentina había conseguido lo que Michelet había hecho con la historia de Francia, que no era otra cosa que reducir o integrar la “multiplicidad de la vida histórica” en un “sistema claro y coherente”, y si lo había logrado era porque no había perdido de vista el núcleo común: la nación. Ese rasgo constituía una virtud digna de ser subrayada, porque el Mitre historiador había dejado fluir su “espíritu creador” en el ambiente marcado por una doble crisis: la del fin del rosismo y la no menos dramática coyuntura que había obstruido la unidad nacional en la década que le siguió, y en la que la dirigencia porteña, y él mismo, se habían reservado un lugar de privilegio para conducirla. Esa mirada retrospectiva sobre el pasado había desembocado en ese presente vivido, la que le había señalado las posibilidades y caminos a seguir. Por ello la obra de Mitre se convertía en un clásico, “porque si hay clásicos en la ciencia histórica, su perfección consistirá, precisamente, en este ajuste entre el pasado y el presente que Mitre alcanza con penetración singular: la historia se hizo con él conciencia histórica, firme y segura”.
En suma, la narrativa histórica mitrista ameritaba semejante elogio porque para Romero constituía un ejemplo de la manera en que las “crisis” se convertían en canteras de creación historiográfica en cuanto introducían nuevas interrogaciones sobre el pasado, y su intelección exigía nuevas interpretaciones del presente. Ese era un aspecto que Romero había tematizado como crucial de la actitud del historiador frente al objeto de conocimiento, que fundamentó en el artículo “Las concepciones historiográficas y las crisis”, y en el estudio que dedicó a Maquiavelo, cuya valoración como historiador había reposado en la forma en que la obra del florentino expresaba la concepción del mundo implícita en cada creación historiográfica. Ambos fueron publicados también en 1943.[13]
Un registro distinto eligió Romero para ensayar conjeturas sobre las cualidades de Sarmiento como historiador, literato y biógrafo. Lo hizo en ocasión del centenario de la primera edición del Facundo en un breve texto que publicó el Boletín de Nova (1945), y que tituló “Sarmiento y las vidas individuales”. No hay en él ningún tratamiento erudito ni historiográfico sobre el uso de la biografía por parte de Sarmiento, un asunto que vale recordar, había formado parte del plan de lecturas y de las prácticas de escritura del sanjuanino en vísperas de la edición del Facundo. En el estadio chileno de su exilio, en 1842, había señalado las virtudes del género en tanto la historia de la vida de “hombres excepcionales” constituía “el compendio de los hechos históricos más al alcance del pueblo y de una instrucción más directa y más clara”.[14] Pero ese tópico, cuya genealogía Romero conocía como pocos, y sobre el cual ya se había explayado en el ensayo que dedicó a la biografía como tipo historiográfico, no sería la clave que escogió para leer a Sarmiento. En su lugar, puso bajo la lupa el modo en que el “excepcional” sanjuanino había recreado el ambiente social y cultural mediante las siluetas de hombres y mujeres retratados en Recuerdos de Provincia (1850). Esa creación. atenta de igual modo “al carácter y el accidente” que no expresaba otra cosa que “la ondulada ruta de la vida individual”, era la que ese “individuo de voluntad indomable” había conseguido comunicar y evocar, exhibiendo una “rara sensibilidad” que había sido capaz de revelar “el hondo secreto de las vidas individuales y aun para ordenar la vida histórica alrededor de ellas”.
3.
Que José Luis Romero reposara su mirada en la retícula biográfica sarmientina no era circunstancial. Un año antes había publicado “La biografía como tipo historiográfico”, su principal contribución conceptual y metodológica sobre el género al que se había referido desde que había optado por la carrera de historiador, y al que ahora sumaba su experiencia como lector, profesor y editor.
En la formalización de Romero sobre la biografía se distinguen varios planos. En primer lugar, interpela el carácter subsidiario que la historia -o los historiadores profesionales- le habían asignado porque se trataba de relatos de menor abstracción conceptual, en los que el aparato erudito-crítico que acreditaba el saber histórico científico estaba ausente. A su juicio, se trataba de un supuesto falso por dos razones principales: de un lado, porque la actitud del hombre ante el pasado se expresaba de modo diverso, lo que equivalía a aceptar diferentes formas legítimas de construcción de conocimiento o intelección del pasado. Del otro, porque la forma de exposición escogida por el historiador no necesariamente debía dar a conocer al lector el “áspero terreno de sus búsquedas”.
Una vez resuelto el dilema del legitimo sitial en el concierto de las disciplinas históricas, Romero ensayó una clasificación de la biografía como “tipo historiográfico” que, según el principio ordenador de la intención, le permitía distinguir tres variantes: la biografía que tenía como objeto un grupo social o comunidad -burguesía o Estado-nación-, la que aspiraba a la totalidad -la cultura o humanidad- y la destinada a la unidad individual. Tal diferenciación, y la “extraordinaria difusión” del género entre el público culto no especialista, lo condujo a explorar las razones de semejante éxito, concluyendo que la indagación de la existencia individual era la que permitía “hundirse en el microcosmo del individuo, y perseguir la línea de su desarrollo”. Un atractivo que los historiadores o biógrafos de las comunidades, naciones o culturas no tenían a su alcance porque constituían tipos historiográficos “sobreindividuales” que les impedía “ahondar en la singularidad del individuo”.
Finalmente, y haciendo justicia al carácter erudito que debía sostener cualquier operación intelectual sobre el pasado, expuso la progresiva constitución de la biografía como tipo historiográfico, identificó su cronología plurisecular y señaló las líneas fundamentales que contraponían la biografía de estirpe clásica con la contemporánea. En ese repaso, en el que distinguió las variaciones del género atendiendo a las concepciones del mundo implícitas en cada creación historiográfica, puso de relieve las razones de semejante contraste y de la entronización del “polo individual del tipo biográfico”. Este ya estaba patente desde el siglo XIX, gracias a la mayor fuerza teórica aportada por Carlyle o Emerson e “insinuado” por Sarmiento en nuestras tierras, pero difería de la biografía que cautivaba al público no especialista. Para Romero, la clave de su difusión y aceptación acusaba el impacto de un cambio de época en la que el fin de Gran Guerra había precipitado nuevas sensibilidades -de las que había dado cuenta Paul Valery en 1919- que afectaban de igual modo al biógrafo y al lector. Era un clima que había entronizado el interés por la experiencia singular del individuo y su relación con el movimiento general de la historia, en sintonía con la influencia de la novela inaugurada con Proust.[15]
Antes y después de la publicación del texto comentado, José Luis Romero volvió a visitar el género mediante la elaboración de estudios preliminares sobre autores y textos que integraban el catálogo universal de los clásicos de la biografía. En el estudio preliminar al libro del gran Suetonio, el biógrafo de los Césares del siglo I romano, Romero destacó el modo en que la historia privada y pública de los ubicados en la cúspide constituía “un cuadro de inapreciable valor, indispensable contraparte de las historias generales, aunque poco comprensible sin ellas”.[16] Si Suetonio había conseguido escribir una historia distinta a la narrada por Tito Livio y Tácito no era sólo porque había invertido el foco de la comunidad al individuo sino porque su historia no perseguía fines morales o éticos. “En el fondo – señaló – la historia practicada por Suetonio, pese a la profunda erudición que pone a su servicio, está destinada a satisfacer su curiosidad ligera, y los mil detalles que ofrece pretenden responder a ella sin preocupar al lector”. Pero además, para Romero el ejercicio de escritura no resultaba independiente de las operaciones, destrezas y selecciones a los que el biógrafo había acudido para caracterizar cada personalidad visitada, las cuales evocan la cautivante expresión del “ogro y su presa” acuñada por Marc Bloch. Esa eficaz combinación en la que cada personaje narra la historia comprendida entre Julio César y Domiciano, sin que los mismos perdieran carácter, y que mostraban el contraste entre la sociedad que habían vivido y la de los lectores, hacía comprensible que el libro hubiera obtenido la aceptación del público, y hubiera servido de fuente de información e inspiración para los hagiógrafos medievales.
El estupendo texto dedicado a Suetonio había sido precedido de otro igualmente fecundo en el que había ofrecido claves de lectura del libro “Los Héroes”, que había consagrado a Thomas Carlyle en el panteón de los grandes escritores del siglo XIX. El escocés lo había publicado en 1841, luego de dictar varias conferencias en las que vindicó la figura de Oliverio Cromwell por haber exhibido cualidades ausentes en los hombres vulgares. Esa condición de “hombre excepcional” o “héroe” le había permitido al Protector interpretar la hora crítica de la Inglaterra del siglo XVII. Y era justamente la asociación directa entre el sujeto clarividente y la comunidad la que dio lugar a Romero a dictaminar que Carlyle no era un biógrafo en sentido estricto, porque si bien había reunido “materiales”, y los desplegaba “con cierto plan”, el relato construido hacía naufragar “la existencia real del personaje”. Eso se debía a que su héroe, más que un hombre, “era una tendencia, un principio, una idea encarnada en un hombre, cuya veste mortal y cuya peripecia humana carece, en sí misma, de significación eminente”.
El libro fue publicado en 1946. Y al concluir su comentario Romero destacó la enorme influencia del pensamiento de Carlyle en el siglo XIX entre los espíritus predispuestos “al absolutismo político, la exaltación de la fuerza y de las individualidades superiores”. En torno a ello, no resulta casual advertir el lazo que estableció entre la concepción del héroe y la masa del famoso escritor, y las doctrinas autocráticas del siglo que vivía, aunque no agregó más información de la que ya estaba en su agenda como “historiador- ciudadano”. A esa altura, había tomado posición ante los resultados electorales que consagraron el liderazgo popular de Juan Perón, e integraba el elenco de escritores e intelectuales socialistas reunidos en la Comisión de Cultura liderada por Dardo Cúneo. “La lección de la Hora” -como tituló el breve, aunque meduloso artículo aparecido en la revista El Iniciador (1946)-, [17] habría de animar la cadena de intervenciones mediante las cuales Romero interpelaría la realidad nacional con las gafas de un historiador comprometido en la laboriosa tarea de descifrar el “sentido de nuestra trayectoria política”, y el “curso de nuestra existencia institucional y ciudadana”.[18]
4.
Las preocupaciones de José Luis Romero por los temas argentinos no desviaron la atención sobre los estudios medievales, en los que había depositado esfuerzo suficiente en el ámbito de las cátedras universitarias, y en la formulación de ideas y conjeturas en torno al desplome del mundo antiguo, y la formación de la mentalidad burguesa. Si ese estadio intelectual resultó eficaz para surtirse de la erudición y destrezas técnicas necesarias para encarar la empresa historiográfica que se había propuesto, los ejercicios de escritura realizados en esa especialidad difícil de practicar en el país -ante el límite de bibliotecas y fuentes-, le habían permitido ofrecer avances “provisorios” de las hipótesis diseñadas, y estudios de síntesis no menos valiosos para distinguir lo relevante de lo accesorio. En ese trajinar que le exigía “hacer trabajos por razones vitales”, como lo confesó al profesor Benvenuto Terracini en 1950, había concluido un “Breviario de Historia Medieval” que se publicó en México, y otros trabajos monográficos editados en los Cuadernos de Historia de España, la publicación dirigida por Sánchez Albornoz.[19] Uno de ellos, lo dedicó a San Isidoro de Sevilla(1947) cuya factura reunió las características de una biografía intelectual, en tanto el sujeto de la pesquisa no puede ser comprendido sin un adecuado desarrollo de los contextos variables en los cuales se inscriben las concepciones y decisiones de los actores históricos. La preocupación de Romero por la fisonomía del obispo-teólogo-letrado del siglo VII hispano godo tomaba distancia de las lecturas consagradas, en cuanto se proponía poner en relación los datos obtenidos en el ámbito del medioevo temprano español para mejorar la comprensión de un tiempo multiforme, cuyos claroscuros comprendían la completa vida occidental. Para ello, juzgaba conveniente aplicar un criterio “socio-histórico” ausente en los estudios previos, por lo que colocó el accionar intelectual y de estadista del personaje en las coordenadas de las guerras entre reinos y grupos rivales, los conflictos religiosos y los cambios institucionales en las que la obra histórica y política de San Isidoro había adquirido significación.
La meticulosa restitución del contexto es lo suficientemente erudita y compacta como para identificar las variaciones de un mundo visigodo hispano de ningún modo inmóvil. Pero, además, el rescate de la dimensión cultural en la que el gran actor tuvo un rol protagónico, mediante sus escritos y la militancia ensayada en el claustro y en la corte del reino visigodo, resuelve de manera magistral el modo en que Romero anudó en la vida de San Isidoro lo que en verdad le interesaba, que no era otra cosa que subrayar el peso de la crisis y la continuidad de la vida histórica, y el tránsito conciliado entre tradiciones culturales y religiosas en litigio.
Romero no apeló al género biográfico en su escrito sobre San Isidoro de Sevilla, ni tampoco lo hizo al momento de escribir sobre las excepcionales dotes de Herodoto, Tucídides, Jenofonte o Polibio como historiadores de su tiempo. No resulta extraño atribuir dicha ausencia a la íntima convicción que animaba sus prácticas historiográficas, las cuales, como ha sido subrayado, se había inclinado a la historia los grandes procesos en la vertiente de las ideas y las mentalidades, que habría de consagrarlo como medievalista e historiador de la cultura latinoamericana y argentina.
Así se entiende mejor el modo en que la regular valoración de la biografía como tipo historiográfico, que sistematizó en 1944, obedecía al interés de promover y conciliar formas de aproximación al pasado nacional, latinoamericano o universal orientadas a captar la atención del lector medio o culto con el fin de suministrar herramientas comprensivas de la conexión entre pasado y presente. Vista de ese modo, la puesta en valor de la biografía en el concierto de las ciencias históricas parece asemejarse a la de un atajo: una vía legítima de acceso al conocimiento del pasado que, sin embargo, no integraría su plan de trabajo como historiador. De esa opción, o preferencia intelectual, daría cuenta en las conversaciones que mantuvo con Félix Luna, cuando expresó: “Es bien sabido que la historia no la hace un hombre. Entonces, poner el centro del análisis en un individuo, en sus reacciones psicológicas, en sus condicionamientos individuales, saca al historiador de la perspectiva de la totalidad del proceso (…) Como método, como esquema para la comprensión de la historia, no es aconsejable. Es un agregado sumamente importante y además como usted dice muy bien, algunos han hecho biografías apasionantes”. [20]
Notas
1 Héctor René Lafleur, Sergio D. Provenzano, Fernando Alonso: Las revistas literarias argentinas, 1893-1967, Buenos Aires, El 8vo Loco Ediciones, 2006, p. 137↩
2 Luis Seoane junto a Arturo Cuadrado editaron también las revistas Correo Literario y De Mar a Mar, donde también escribió JLR. El vínculo de Seoane con el mundo de las revistas culturales en las que Romero tendría un rol protagónico se manifestó en 1953 cuando realizó el diseño gráfico de Imago Mundi. Véase, en particular, Luis Alberto Romero, “Exiliados republicanos y vida cultural y política en Buenos Aires, 1936-1950”, en María Sierra y Diego Mauro (editores): Desde la historia. Homenaje a Marta Bonaudo. Buenos Aires, Imago Mundi, 2014.; Ramón Villares, “José Luis Romero y el exilio republicano en la Argentina”, en José E. Burucúa, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds,): José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura. Buenos Aires, UNSAM Edita, 2013, pp. 293-330. https://www.arteinformado.com/agenda/f/luis-seoane-editor-en-el-exilio-nova-buenos-aires-1942-1947-84680.↩
3 La serie “El arte y los artistas” formaba parte de cinco colecciones publicadas por Editorial Argos, un emprendimiento fundado por el francés Combescot, y dirigido por José Luis Romero, Jorge Romero Brest y el abogado y bibliófilo Luis M. Baudizzone. Véase, Juan Cruz Pedroni, “La serie El arte y los artistas de la editorial Argos Bibliografía sobre arte e inscripciones de los textos”, Armiliar (N.° 1), pp. 34-53, Facultad de Bellas Artes. Universidad Nacional de La Plata, Mayo 2017. http://papelcosido.fba.unlp.edu.ar/ojs/index.php/armiliar↩
4 José Luis Romero, “La biografía como tipo historiográfico”, en Humanidades, La Plata, tomo 29, 1944: incluido en Sobre la biografía y la historia. Buenos Aires, Sudamericana, 1945↩
5 En 1941 volvió sobre este argumento y señaló que el éxito de la industria obedecía menos al interés del libro argentino que a las características comerciales de Buenos Aires y las oportunidades brindadas a editoriales y editores españoles. Véase, José Luis Romero, ‘Hay que indagar por qué se lee poco a nuestros escritores’, en Argentina Libre, nº 52, Buenos Aires, 6 de marzo de 1941.↩
6 Alejandro Eujanian, “Estudio Preliminar”, en Paul Groussac: Los que pasaban. Buenos Aires, Taurus, 2001, p. 33.↩
7 José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina. México, FCE, 1946 La segunda edición, publicada en 1956, incluyó un nuevo capítulo, titulado “La era del fascismo”.↩
8 Tulio Halperin Donghi,”José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, Vol. 20, N° 78, 1980, pp. 249-274 y José Luis Romero, Una cierta idea de la Argentina, en José E. Burucúa, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds,): José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura. Buenos Aires, UNSAM Edita, 2013↩
9 José Luis Romero, “Crisis y salvación de la ciencia histórica”, en De Mar a Mar, nº 5, Buenos Aires, febrero de 1943. Incluido en La vida histórica, Buenos Aires, Yerba Buena, 1945.↩
10 José Luis Romero, ‘Variaciones sobre un lugar común’, en Argentina Libre, n° 68, Buenos Aires, 26 de junio de 1941.↩
11 José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina. México, FCE, 1946↩
12 Fernando Devoto, “Itinerario de un problema: ‘Annales” y la historiografía argentina (1929-1965)’, Anuario IEHS, Tandil, N° 10, 1995, pp. 155-175↩
13 Julián Gallego, “Prólogo”, Crisis históricas e interpretaciones historiográficas. Textos escogidos de José Luis Romero, Buenos Aires, Miño y Dávila editores, pp. 13-22↩
14 Domingo F. Sarmiento, “De las biografías”, El Mercurio, 20 de marzo 1842.↩
15 Tales problemáticas serían motivo de reflexión regular por parte de Romero. Véase, sobrew todo, El ciclo de la revolución contemporánea (Argos, 1948) e Introducción al mundo actual (Galatea- Nueva Visión, 1956).↩
16 El libro Vida de los Doce Cesares fue publicado en la colección Clásicos Jackson en 1948.↩
17 El Iniciador, N° 2, abril 1946. http://americalee.cedinci.org/wp-content/uploads/2016/05/El-iniciador-2-abr.-1946.pdf↩
18 José Luis Romero, “El drama de la democracia argentina”, Revista de la Universidad Nacional de Colombia n°5, Bogotá, enero-marzo de 1946, en José Luis Romero, Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 9↩
19 Correspondencia de José Luis Romero al profesor Benvenuto Terracini, fechada en Adrogué el 16 de octubre de 1950. Nótese que la misma antecede a la valorada estancia realizada en la Universidad de Harvard en 1951. Agradezco a Fernando Devoto haberme facilitado el documento.↩
20 Félix Luna: Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con Historia, Política y Democracia. Buenos Aires, Sudamericana, 1986, p. 117.↩
Textos de José Luis Romero
– 1929a. “Los hombres y la historia en Groussac”, en Nosotros, nº 242, Buenos Aires, julio.
– 1937a. “Alejandro Korn”, en Revista de Pediología, nº 2-3, Buenos Aires, abril.
– 1943a. [Reseña:] “Catalina de Aragón” de Garret Matting, en De Mar a Mar, nº 3, Buenos Aires,
– 1943h. Maquiavelo historiador, Buenos Aires, Nova.
– 1943i. Mitre, un historiador frente al destino nacional, Buenos Aires, La Nación.
– 1944c. “La biografía como tipo historiográfico”, en Humanidades, La Plata, tomo 29.
– 1945f. Sobre la biografía y la historia, Buenos Aires, Sudamericana.
– 1945i. “Sarmiento y las vidas individuales”, en Boletín de Nova, nº 1. Buenos Aires,
– 1946f. “Estudio preliminar” a Thomas Carlyle, Oliverio Cromwell, Nova.
– 1947b. “Carlyle y la dictadura”, en La Razón, La Paz, 14 de diciembre
– 1947f. “Estudio preliminar” a Boccaccio, Vida de Dante, Buenos Aires, Argos.
– 1948f. “Estudio preliminar” a Dino Compagni, Crónica de los blancos y los negros, Buenos Aires, Nova.
– 1948g. “Estudio preliminar” a Suetonio, Vida de los doce Césares. Buenos Aires, Clásicos Jackson.
– 1952b. De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico de la cultura griega, Buenos Aires, Espasa Calpe.
– 1953b. “En el centenario de Emilio Mitre. El ciudadano”, en La Nación, Buenos Aires, 6 de diciembre
– 1954e. “Historiadores medievales”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de setiembre.
– 1958c. “Nicolás Maquiavelo”, en Estuario, Montevideo, noviembre.
– 1962b. “Victoria Ocampo”, en AA. VV., Testimonios sobre Victoria Ocampo, Buenos Aires, Sur.
– 1965d. “Estudio preliminar” a Polibio, Historia Universal, Buenos Aires, Solar-Hachette.
– 1969i. “Maquiavelo. A 500 años de su nacimiento”, en Hebraica, nº 536, Buenos Aires, marzo-agosto.
– 1969j. “Maquiavelo, ideologías y estrategias”, en Raíces, nº 10, setiembre.
– 1975d. “Martínez Estrada, un hombre de la crisis”, en Clarín, Buenos Aires, agosto.
– 1977a. “La figura de Alfredo Palacios”, en Redacción, vol. 5, nº 51, Buenos Aires, mayo.