A un siglo de la revolución del 48. 1948

Pocas veces ha podido recordarse un centenario en circunstancias tan significativas y henchidas de sugestiones como las que rodean al de la revolución de 1848 en Italia, Francia y Alemania. Para otros procesos históricos de menor trascendencia o de caracteres menos complejos, un siglo ha solido ser tiempo suficiente para que todo haya pasado al polvoriento abismo gris en el que guarda la historia los despojos de la vida, en otro tiempo verde. Pero para éste que se manifiesta por primera vez en la superficie de la vida histórica mediante la revolución de 1848, un siglo ha sido apenas el plazo de tiempo suficiente para trazar la curva en ascenso de su desarrollo, y acaso cuando se haya logrado la necesaria perspectiva pueda advertirse con toda exactitud cómo estamos ahora –al conmemorarse el centenario del hecho desencadenante– en el acmé de su trayectoria. Porque cada vez parece más evidente que la revolución de 1848 constituye el primer signo visible de esa profunda conmoción económica, social, política y espiritual a que venimos asistiendo.

Compárese, por ejemplo, con lo que ha ocurrido con la revolución francesa de 1789. Tras infinitas vicisitudes, que por cierto conocemos detalladamente y han pasado a cierta especie de leyenda familiar, la gran revolución cumplió su ciclo al producirse el movimiento revolucionario de 1830, del que surgió la monarquía de julio. Sin duda alguna el proceso de preparación fue largo y podría llegarse en busca de antecedentes hasta los movimientos urbanos del siglo XIV, en los que los Estados Generales se en-frentaron con la monarquía, pero lo cierto es que la irrupción del movimiento revolucionario no se produjo hasta las postrimerías del siglo XVIII, y que una vez desencadenado logró imponer sus ideales en un plazo de menos de medio siglo, hasta el punto de que los que fueron defendidos con vehemencia por los jacobinos en 1789 habían llegado a encarnarse profundamente en la derecha moderada hacia 1830.

Cosa harto diferente ocurre con la revolución de 1848. Revolución frustrada en cierto sentido, sus antecedentes también pueden buscarse –y no podía ser de otro modo– en una época anterior, pero no se remontan más allá del siglo XVIII. Así, al promediar el siglo siguiente, y de manera inesperada y sorpresiva para la inmensa mayoría, se hace presente en el ámbito occidental europeo un movimiento distinto a los anteriores, cobra extraordinaria fuerza cierto movimiento social y se afirma un nuevo sistema de interpretación de la realidad económico-social al que acompaña un definido designio político destinado a polarizar una clase social hasta entonces de escasa significación histórica. Todo ello, en efecto, hace su primera irrupción en 1848, y –como ocurre parcialmente con la revolución republicana y liberal en que escuda– se frustra y parece concluído. Pero la inquietud y el movimiento en que se tradujo ni muere, ni se anquilosa, ni siquiera se debilita. Por el contrario, el movimiento crece y se tonifica, y comienza poco a poco a adquirir una notoria e innegable importancia dentro del juego de fuerzas que operan en la escena política. Largo sería enumerar los pasos mediante los cuales va conquistando posiciones y afirmándose a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Pero es claro para cualquier mente lúcida cómo se ha producido su expansión y cuán continua es su línea de desarrollo. Porque es evidente que el ascenso de masas producido como consecuencia de la revolución industrial y cuyo primer signo visible fue la revolución de 1848, sigue siendo el que imprime a nuestra realidad contemporánea sus caracteres fundamentales.

La peculiaridad que esconde el movimiento de 1948 reside en la circunstancia –no privativa de él, por otra parte– de haberse superpuesto dos revoluciones. Una de ellas, la que podríamos llamar la revolución liberal, no es sino una reiteración de la de 1830, movida por razones circunstanciales: en efecto, reemplazar a Luis Felipe, “el rey burgués”, y a su ministro burgués y conservador Francisco Guizot por una república burguesa también e inspirada en cierto modo por un poeta burgués y liberal como Al-fonso de Lamartine, no era sino un episodio de trascendencia menor en la historia interna de Francia. Pero la otra revolución, la que en la misma Francia se manifiesta a través de la acción del comunista revolucionario Blanqui, y ha encontrado en Alemania un teórico de la talla de Carlos Marx, ésa es una revolución nueva, totalmente nueva, y cuyas repercusiones alcanzarán al cabo de no mucho tiempo a toda Europa y se extenderán por buena parte del mundo.

Acaso para cada uno de los países en que se desarrollaron tenga un interés explicable la recordación de los episodios de la revolución liberal de 1848, Italia recordará, sin duda alguna, el estallido de la insurrección en el reino de las Dos Sicilias en enero de 1848, contra aquel Fernando II que solía decir con el más aplomado continente: “Mi pueblo no tiene necesidad de pensar: yo me encargo de su bienestar y de su dignidad”; recordará la promulgación de las constituciones de la Toscana y de los Estados Pontificios; recordará las figuras de César Correnti y Daniel Manin, y recordará finalmente cómo en medio del fragor de la lucha contra los austríacos, se proclamó la república en Roma, cuyos destinos dirigiría durante su efímera existencia el glorioso apóstol del liberalismo José Mazzini. Del mismo modo se recordará en Austria el oscurecimiento de la estrella del canciller Metternich, antes indiscutido dictador y ahora fugitivo ante el peligro de la ira popular. Y finalmente se recordarán en Alemania las forzadas concesiones hechas por el rey Federico Guillermo IV de Prusia, obligado por el temor a convocar el congreso de Francfort para la preparación de una constitución del reino.

Pero todos estos episodios, como los de la revolución de febrero en Paris, aunque merecen recordarse, no pertenecen sino a la historia nacional y sólo son etapas de un proceso ya prácticamente finiquitado. En cambio, los oscuros episodios de la revolución social que se manifiesta junto a estos movimientos de esa revolución frustrada entonces y desestimada por muchos en su hora, esos episodios deben ser hoy puestos a plena luz porque constituyen los primeros signos de un proceso todavía en curso de realización, de carácter universal, y del que nos es imprescindible conocer el sentido de la curva para orientarnos en el complejo entrecruzamiento de hilos que caracteriza nuestra situación histórica presente. Tratemos de precisarlo, tan brevemente come nos lo permitan los límites de este artículo.

Sin duda alguna, la burguesía no estaba todavía enteramente satisfecha al promediar el siglo XIX. Había obtenido extraordinarios triunfos, pero tenía la certidumbre de que era ésa, precisamente, su hora y que debía corresponderle la totalidad del dominio político, que le disputaban todavía algunas fuerzas atadas a una tradición ultraconservadora. Para lograr sus ideales, esa burguesía no vacilaba en ir a la revolución y creía contar –como en 1789 y 1930– con el apoyo incondicional de las capas sociales que estaban por debajo de ella, el proletariado, hasta entonces atado a su carro y carente de una política propia.

Pero la burguesía no había advertido que ese proletariado tenía ahora problemas nuevos y que, lo que es más importante aún, empezaba ahora a tener conciencia de ellos y de las soluciones que podía proporcionárseles. Es conocida la observación que hizo el poeta alemán Enrique Heine en Paris en 1842: “Hoy –decía–, cuando he visitado algunas de las fábricas del Faubourg Saint-Marceau y he visto allí lo que leían los trabajadores más influyentes en su clase, he pensado en el proverbio de Sancho Panza: “Decidme lo que habéis sembrado hoy y os diré lo que recogeréis mañana”. Pues en los talleres, aquí, he encontrado diversas ediciones nuevas de discursos del viejo Robespierre, ejemplares a dos sueldos de los folletos de Marat, la Historia de la Revolución de Cabet, las pe-queñas obras ponzoñosas de Cormenin y La doctrina y la conspiración de Babeuf de Buonarroti, todas obras que trasudan sangre. Las canciones que he escuchado parecían haber sido compuestas en el infierno, pero despertaban un coro de entusiasmo desbordante. En verdad, la gente que vive con nuestro tranquilo ritmo de vida no puede tener idea del tono demoníaco de estas canciones. Este estado de ánimo del proletariado provenía precisamente de la conciencia de sus propios problemas y de la clara visión de los objetivos sociales que perseguía. Ahora bien, esos problemas se derivaban del desarrollo que había alcanzado la economía industrial y se reflejaban directamente en las condiciones de vida del proletariado, concentrado ahora en los nuevos centros fabriles que se habían ido construyendo. En esos centros es, precisamente, donde el proletariado adquirió una conciencia de clase de que había carecido hasta ese momento y una visión clara de cuál debía ser su conducta frente a la burguesía para lograr una transformación de sus condiciones de vida. Así surgieron los movimientos de tipo socialista, movidos unos por el espontáneo impulso de los grupos proletarios y los más por el despertar de cierto sentimiento humanitario en algunos grupos intelectuales de la burguesía.

Agréguese a esto la circunstancia de que esta creciente emancipación política del proletariado se producía en el momento en que las grandes potencias capitalistas –especialmente Francia e Inglaterra– estaban luchando para imponer su hegemonía eco-nómica y procuraban en consecuencia, acrecentar al máximo su producción y sus ganancias mediante un absoluto e inhumano aprovechamiento de la capacidad productiva del asalariado. Unidas todas estas circunstancias se tendrá una visión de cua-les son las raíces del movimiento que se inicia en 1848.

Una vez desencadenado, el proceso no se detuvo ya aún cuando a través de largos lapsos no se manifestara a través de episodios políticos importantes. Hecho fundamental, desde su mismo origen contará el nuevo movimiento con una doctrina compacta y rica en elementos beligerantes expuesta por Carlos Marx en el Manifiesto Comunista, publicado precisamente sobre las experiencias derivadas de la acción. Y sobre la base de esa doctrina, pequeños pero decididos grupos de activa militancia comenzaron a constituirse en el seno de proletariado para luchar por el triunfo de una concepción política revolucionaria que incluía todo un sistema de nuevos ideales.

Si se quisiera medir la significación del movimiento surgido a la luz con la revolución de 1848, sería necesario no limitarse a calcular el monto de sus triunfos políticos. Ni la curiosa aparición de un régimen comunista en Rusia en 1917, ni siquiera el fenómeno, más extraordinario todavía del triunfo laborista en Inglaterra en 1946 pueden ser considerados como los hechos más profundos y significativos de ese proceso. Lo realmente extraordinario es el lento pero inequívoco triunfo de los nuevos ideales que la revolución social de 1848 sacó a luz y el progresivo y no menos inequívoco des-plazamiento de los que eran característicos de la burguesía. Un siglo después de su primera encarnación en un movimiento político, aquellos ideales han adquirido tal vigor que hasta las fuerzas que les son más explicablemente hostiles se abstienen de negarlos y prefieren defender sus intereses disimulándolos arteramente. Mas aun, toda una política se ha esbozado sobre la base de la conquista de las masas mediante una táctica apro-piación de sus ideales y una pretendida –y en el fondo falsa defensa de ellos: el fascismo. Acaso no parezca esto un triunfo muy valioso, pero no debe olvidarse que implica un explícito reconocimiento de su validez y que cabe esperar que, tras las dolorosas experiencias logren las masas la necesaria capacitación para reconquistar su autonomía y escapar a la seducción de las sirenas.

El proceso desencadenado en 1948 cumplió una primera etapa de su desarrollo al producirse la primera guerra mundial y entró entonces en una nueva fase, en la que nos hallamos. Reflexiónese si no es innegable que aún vivimos dentro del ciclo inaugurado por la revolución a cuyo centenario asistimos.