Si se tratara de condensar en una frase mi respuesta, bastaría decir que la historia se enseña muy mal en todos los grados de la enseñanza. Pero me apresuro a agregar que la culpa no es de los maestros y los profesores: es de la ciencia histórica misma, cuya estructura epis-temológica y cuyas peculiaridades generales plantean problemas graves y casi insolubles.
El primero y más grave es que, a diferencia de la botánica o la física, la historia se enseña con una intención muy marcada. Esta intencionalidad puede ser genérica, pero a veces es también específica y se relaciona con problemas políticos, tanto en el sentido más extenso de la palabra —y más noble—, como en el más estrecho y con frecuencia más mezquino. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria la historia no se enseña como una ciencia sino como una disciplina destinada a crear, o a fortalecer, o a negar una imagen del pasado que conviene a la orientación predominante en el presente. Y esto ha ocurrido siempre, porque la historia es la conciencia viva de la humanidad y de cada una de sus comunidades, y nadie podría prescindir de su apoyo para defender su propia imagen y su propio proyecto de vida. Esto se hace más claro en la enseñanza primaria, porque las nociones son más elementales y, en consecuencia, más descarnadas; de modo que todo adquiere un valor simbólico fundado en un simplismo intencional. Desde este punto de vista, tanto da una orientación como otra. Quizás el único consejo que podría darse —muy difícil de seguir, por lo demás— sería tratar de internalizar el principio de que pertenece a la tradición del país todo lo que el país ha hecho, sin exclusiones, y que conviene ser moderado en la división maniquea entre buenos y malos. Pero, como se ve, es un consejo difícil de seguir y más difícil de postular, puesto que no puede aconsejarle a nadie que se acostumbre a renunciar al juicio moral. En el caso de la escuela primaria es más difícil aún, porque aunque se aconsejara una exposición objetiva y neutral de los hechos, no se puede contar con que el niño haga su propio juicio, y lo más seguro es que los hechos resulten juzgados con la óptica de los padres o del círculo donde el niño se mueve. De todos modos, quizá la norma sea moderar el juicio tanto como sea posible y no excluir nada del acervo común.
En el caso de la escuela secundaria el problema es un poco menos complicado. En ella es claro que la simple enseñanza de los hechos políticos no enseña a pensar históricamente. Y esto es lo que, en la medida conveniente, debe empezar a hacerse. Qué es pensar históricamente, es cosa difícil de explicar en pocas líneas. Pero aun a riesgo de caer en un simplismo, yo diría que consiste principalmente en acostumbrar a examinar el revés de la trama. Es importante que se enuncien los hechos políticos, y no me niego a que se repitan de memoria, aunque sea un mecanismo odioso. Pero pasa como con las declinaciones latinas: hay que saberlas aun cuando su aprendizaje resulte el mejor sistema para odiar el latín. Lo importante es que se le dé al adolescente algo más: algo que lo incite a buscar qué hay detrás del puro episodio. Esto supone que los profesores y los autores de textos partan del principio de que el análisis histórico debe referirse a procesos y no a hechos.
Este planteo no es difícil de lograr en la escuela secundaria, y menos ahora, en que el grado de politización es grande, los medios masivos de información muy eficaces —quizá demasiado— y los temas de la historia social y económica relativamente difundidos. Saber que la política no es sino el epifenómeno de planos más profundos de la vida histórica, es cosa a la que puede llegar sin mucha dificultad un adolescente de hoy. Y llegar a comprender que los episodios espectaculares de la historia no pueden comprenderse sin entroncarlos en lentos y oscuros procesos subterráneos que se refieren a la vida de las
Una observación para terminar: mil veces se ha hablado del uso de las fuentes, y mil veces los autores de textos han publicado fragmentos en sus obras. Pero nadie las utiliza intensamente. Si para enfocar debidamente el análisis histórico hay que enseñar a entroncar el episodio en el proceso, para dar los instrumentos del conocimiento histórico hay que enseñar a usar las fuentes.
Creo que todo esto es posible en la enseñanza secundaria, y creo que con ello mejoraría mucho la formación del estudiante. Y dejo de lado los problemas relacionados con la utilización de la historia a que me he referido al hablar de la escuela primaria, porque creo que por esta vía pueden superarse. La historia es comprensión, y su enseñanza debe proporcionar los elementos para alcanzarla. Con eso se modera el riesgo inevitable del maniqueísmo.